Fuente: http://arrezafe.blogspot.com/2022/06/recuerdos-mas-claros-que-oscuros-en.html?utm_source=feedburner&utm_medium=email 17 junio, 2022
Recuerdos más claros que oscuros: En defensa de #Ucrania (I)
ALMACUBANITA – 17/06/2022
Cuando el primer proyectil del ejército ruso impactó en territorio ucraniano el pasado 24 de febrero, la Tierra y la historia comenzaron a girar al revés. Echó a andar el más temido de los conteos regresivos.
El mundo es, hace más de tres meses, la guerra en Ucrania. Ya no importan el hambre ni la sed, ni la COVID-19 y sus muertos diarios, ni el calentamiento global y las guerras étnicas en África, o las petroleras en Asia, ni los bombardeos israelíes a Palestina, o las pugnas entre las derechas y las izquierdas que cada año cobran miles de vidas en las caricaturas de democracias latinoamericanas y en otros «oscuros rincones del planeta».
Una vez más, quienes pretenden mover los hilos invisibles de la política mundial, sesgaron cualquier posibilidad de elección, y la minimizaron a la simple fórmula de: o estás con Rusia o estás con Ucrania. La neutralidad fue condenada por hereje. Y la verdad es una mentira que se apodera de los medios y las mentes. Quien mejor maneje los medios de comunicación e información, mejor manejará las mentes; las mentes adoctrinadas decenas de años por Hollywood, la CNN, las Mangas, los juegos electrónicos y un largo e interminable etcétera de periódicos, revistas, películas, canales de radio y televisión, y sitios en Internet. Ah y un puñetazo en los Óscares es más importante, y será más recordado, que todos los que ganaron la estatuilla este año, excepto Will Smith…
En primera persona
«El reportero debe evitar escribir en primera persona aquello que está narrando, excepto en circunstancias donde sea testigo excepcional de un hecho realmente significativo». Pocos meses después de graduarme en la URSS, en 1983, pasé mi primer postgrado en Cuba, un acercamiento al reportaje, impartido por ese ícono de la prensa cubana que fue –es– Marta Rojas. Su consejo me ha servido por casi 40 años en el ejercicio de la profesión.
Hoy debo acudir a la primera persona, aunque no se trate propiamente de un reportaje. Pero si lo fuera, Marta también entendería por qué debo violar, excepcionalmente, ese axioma del buen periodismo, que con tanto énfasis nos inculcó.
En estos días aciagos de la guerra entre Rusia y Ucrania, me matan las noticias, las falsas y las verdaderas, me matan también los recuerdos, sobre todo los buenos recuerdos. Ahora comprendo que fui y soy testigo de cómo, poco a poco, año tras año, todo se vino abajo. Queda solo el drama de las personas. Quienes ayer en Kiev se llamaban Aleksandr hoy se llaman Oleksandr. Una simple vocal «A», cambiada por una «O» puede, a la larga, hacer la gran diferencia entre la guerra y la paz.
El problema ucraniano, parafraseo una irónica canción de Joaquín Sabina: «es muy complicao, es muy complicao». Intento explicarlo a través de mis vivencias personales. Exponer con sinceridad mi verdad tiene el único objetivo de sumar un rayito de sol a la oscuridad que hoy se cierne sobre aquellas tierras y las personas que tanto quiero y de las que tanto amor recibí.
La villa embrujada y Volodia Club
Entre 1978 y 1983 estudié la carrera de periodismo militar en aquella ciudad de Ucrania occidental, que tenía un nombre en ruso: Lvov, y uno en ucraniano, que apenas se usaba por esos años: Lviv. Hace muy poco me enteré que tiene también un nombre más… digamos, «cosmopolita»: Leópolis, que por estos días le da la vuelta al mundo en medio de noticias inventadas y sucesos reales, de gente que muere, de gente que huye, de gente triste, sin historia clara y sin futuro inmediato.
Me cuesta aún trabajo llamarla de otra forma, Lvov era entonces y es hoy una ciudad bellísima. Situada a unos 70 kilómetros de la frontera con Polonia, la arquitectura de su centro recuerda a Varsovia, Cracovia y otras viejas urbes europeas. Cierro los ojos y aún veo nítidamente sus calles con letreros en ruso y en ucraniano. Si preguntabas algo a los transeúntes te respondían indistintamente en uno u otro idioma, y también (sobre todo los muy ancianos) en polaco, porque hasta 1939 el Lvov ucraniano, antes ruso, también austrohúngaro, y luego soviético, había pertenecido por veinte años a Polonia.
Con mis hermanos cubanos vivimos, amamos y disfrutamos a plenitud cada rincón de aquella villa embrujada, repleta de iglesias y plazas maravillosas, dos parques-bosques inmensos, con sus respectivos bares de cerveza barata; monumentos viejos y nuevos, edificios de ensueño, mujeres de desvelo, trigueñas de ojos azules y voces cantarinas, tranvías que rechinaban sus ruedas de hierro loma arriba y loma abajo; trolebuses que echaban chispas por sus cables, que a veces se zafaban de las líneas eléctricas y se detenían en medio de la calle adoquinada, hasta que el chofer, con unos guantes inmensos y paciencia de tortuga, bajaba a unir los circuitos, y todos regresábamos felices al tránsito y al bullicio.
Y los inviernos… Días de frío, vodka y besos acurrucados dentro de una cabina telefónica; primaveras con sus flores en los balcones y los jardines de tulipanes o aquellas florecitas blancas que brotaban silvestres por debajo de los últimos vestigios de nieve; otoños con sus hojas de mil colores, las lluvias y los paraguas en pareja; veranos de vacaciones y aventuras inolvidables en otras ciudades. Y los viajes dominicales al lago cercano, que era nuestra playa friísima, a la que se iba desde el Lvov en pequeñas guaguas abarrotadas como si fuésemos de La Habana a Santa María.
Ah, y cómo olvidar la muy rica cocina ucraniana, a Oxana, su sopa borsh y sus blinís dulces o salados, parecidos a las arepas, un manjar para saborearse los dedos y matar de paso el insaciable hambre estudiantil.
Recuerdo como un símbolo a «Volodia Club», un señor mayor, cuya esposa había perdido una pierna en un accidente y permanecía postrada en su cama. Vivían en una humildad total. Eran unos de esos ucranianos todo bondad, que pronunciaban el ruso con las jotas donde debían ir las ge, «javarit» (hablar) en lugar de «gabarit». Volodia destilaba en su casa y vendía clandestinamente para sobrevivir el samogón, una especie de aguardiente mucho más fuerte que el vodka. No sé quién fue el primero de nosotros en descubrirlo, pero estoy seguro que no hubo solo un cubano en el Lvov (civil o militar) que no pasara por su casa a llevarle las botellas vacías del ron Havana Club que traíamos del caimán, y en las cuales él envasaba y vendía a sus clientes el famoso «Volodia Club».
Una escuela y los secretos militares
La Escuela Superior Político-Militar de Lvov (LBBPU, según sus siglas en ruso), fue fundada por el gobierno de la URSS y el entonces Ejército Rojo en 1939, un año convulso en la historia universal, cuando Adolfo Hitler cruzó con su ejército nazi las fronteras entre Alemania y Polonia, e inició así la segunda Guerra Mundial. En contracandela, hacia el Oeste, mandó Stalin a sus tropas hasta asegurar a la URSS una frontera occidental más alejada de Moscú. Se comentaba que Lvov se conservaba tan bien porque en el verano de 1941, cuando los nazis finalmente atacaron la URSS, no encontraron apenas resistencia allí; y luego, en julio del 44, ya derrotados, dejaron los fascistas a la carrera la última ciudad soviética. Dicen que trataron de dinamitarla, pero finalmente no les alcanzó el tiempo en su huida a la desbandada.
Hubo al menos dos misterios que nunca descubrí en mis cinco años de vida en Lvov: Al final del Park Cultury, muy cerca de nuestra escuela, había, una loma, especie de farallón inaccesible. Algunos amigos lvovianos aseguraban –nunca fuimos a averiguar– que allí arriba había existido un campo de concentración nazi, pero los soviéticos, a diferencia de otros países que sufrieron el holocausto, no convirtieron tales lugares en museos.
El otro «misterio» era la gran fábrica militar situada a un costado de nuestra escuela. Se comentaba como un secreto popular, que allí se producían elementos ópticos para los aviones de combate y otros armamentos especiales del ejército soviético. Lo cierto es que nunca, en cinco años, vimos salir nada de aquella inmensa industria, de la cual escuchábamos únicamente el resonar ininteligible de sus altavoces internos.
En la LBBPU compartimos aulas, polígonos, profesores, fiestas, amistad y excursiones con militares de varios países socialistas de Europa del Este y de algunas naciones amigas de África, Asia y América Latina, en su mayoría oficiales. Tuvimos excelentes amigos entre los vietnamitas, los mongoles, los yemenitas, los afganos, los nicaragüenses, los angolanos. Muchos de estos últimos fueron años después nuestros compañeros de trincheras en la guerra contra los racistas sudafricanos en su país.
Más de cerca compartimos albergue y aventuras familiares con nuestros iguales, los hermanos rusos, ucranianos, tártaros, bielorrusos, uzbecos, azerbaiyanos, georgianos, armenios… de nombres y rasgos diversos, pero que en la Escuela de Lvov eran solo los cadetes soviéticos. Con ellos, durante las vacaciones, fuimos «escapados» a sus casas, en otras ciudades y repúblicas de la URSS. Todavía hoy, cuando nos reunimos los graduados de la LBBPU en La Habana, rememoramos con inmenso cariño y agradecimiento aquellas aventuras en lejanos y bellos parajes de la inmensa geografía soviética.
Amor y agradecimiento eternos a nuestros profesores, hombres y mujeres, algunos verdaderas enciclopedias en sus respectivas asignaturas, que nos transmitieron con devoción y rigor científico, a veces con suma exigencia pero también con mucho cariño, conocimientos del periodismo, de la historia universal y de la URSS, del idioma ruso, del Marxismo, del Leninismo en su lengua original, y de la fascinante literatura soviética.
Y bebimos de ellos aquellos sólidos saberes militares, a partir de las propias experiencias en el servicio, avaladas por las estrellas en los hombros y las múltiples medallas en el pecho de nuestros maestros en uniforme. Sólo por sus acentos, sus apellidos, o por alguna aventurada deducción, pudimos alguna que otra vez adivinar quiénes de ellos eran ucranianos, rusos, tártaros o quién sabe qué. Nunca fue un factor importante, pero sus conocimientos nos han sido útiles toda la vida.
El que más me impresionó de todos fue aquel maestro de literatura de apellido Osmolovsky. Todos le llamaban «el profesor». Era un hombre inmenso, de unos sesenta años, cabeza entre calva y rapada, hablaba muy bajo, con voz de tenor y siempre vestía con impecable traje oscuro y discretas corbatas, lo que le daba un hálito aristocrático y marcial. Era la solemnidad en persona. En los recesos nunca se quedaba en el aula, andaba por los pasillos con largos pasos y la cabeza erguida, meditabundo. Se comentaba que cada semana le pagaban un pasaje de avión, ida y vuelta Lvov-Kiev-Lvov, para que fuera a impartir sus clases en la Universidad de la capital ucraniana, y otras veces debía viajar a Moscú, a reuniones de la Academia de la Lengua, de la cual era miembro.
Nunca lo vi sonreír, jamás se aprendió nuestros nombres. Al inicio de cada clase, Osmolovsky hacía siempre dos o tres preguntas de control sobre la lección anterior. Pocos nos atrevíamos a levantar la mano, por eso él solía señalar al elegido de la siguiente manera: «cadete sentado en la segunda fila, el tercero de izquierda a derecha… sí, usted». Era como si te partiera un rayo. Si no sabías bien la respuesta y te ponías a divagar, el «profesor», sin mover un músculo de su cara, solo te decía con voz de Plácido Domingo: «siéntese».
Puedo jurar que nunca estudié tanto como para enfrentar las preguntas de Osmolovsky, pero cada una de sus lecciones sobre Chejov, Tolstoy, Dostoevsky, cada poema que leía, con aquella voz y estilo totalmente teatral… las tengo tan nítidas en mi mente como si ayer mismo hubiese estado sentado en su clase.
Lvov también tenía su lado oscuro. Los cuentos y las historias sobre Stepan Bandera y el fascismo recorrían como fantasmas las calles de la ciudad. Bandera era como «el que no debe ser nombrado» en la saga de Harry Potter. Del mismo modo, a veces, en las miradas y gestos de determinadas personas, vislumbrabas señales del nacionalismo subyacente. Más de una vez interpretamos las respuestas en ucraniano de personas que evidentemente dominaban el ruso, como una muestra de rechazo al idioma de Pushkin.
En varias ocasiones los estudiantes extranjeros, sobre todo árabes y africanos, pero también algunos cubanos, fueron agredidos físicamente y con marcada brutalidad en las calles de nuestra ciudad. Los del colectivo 211, los cadetes militares cubanos, escenificamos algunas verdaderas batallas campales con aquellos «juliganes» (delincuentes). Y más de una vez acudieron en nuestra ayuda, codo con codo, puño a puño, nuestros hermanos cadetes soviéticos de la LBBPU.
En cierta ocasión, sentados en un restaurante de la ciudad, tres o cuatro de nosotros, contábamos los quilos para tomarnos un par de cervezas y picar algo con unas muchachas que habíamos invitado. De pronto, alguien mandó a poner una botella de un buen champagne en nuestra mesa. El camarero, a nuestra insistencia, nos señaló discretamente a un señor sentado en otro extremo de la sala y en una servilleta nos escribió «KGB». Solo cruzamos unas miradas de agradecimiento con el hombre del regalo. Unos meses después, durante un incidente de odio donde resultó muy golpeado un compañero nuestro, vimos nuevamente a aquel amigo enfrascado en las investigaciones. Era –supimos entonces– efectivamente un oficial de la KGB encargado de velar por nuestra seguridad en Lvov.
Crimea: frío en el verano, sirenas y carne al cubo…
Crimea, y Yalta en particular, el bello balneario en el Mar Negro, con sus playas de piedras redondas, mujeres con cuerpos de sirena y ojos de brujas, merecerían un capítulo aparte de algún libro que tal vez un día escribiré. Hacia allí nos íbamos en tren los veranos alternos, cuando no viajábamos a vacacionar en Cuba. No sé quién logró el acuerdo por el cual nos contrataban –y nos pagaban bien– en el combinado frigorífico que abastecía a la ciudad de carne, yogures y helados diversos. Allí nos hicimos verdaderos obreros y amigos de las personas más sencillas del mundo: los estibadores y constructores que daban mantenimiento al techo de la gran instalación.
Desde la mañana temprano, hasta el final de la tarde, rastra tras rastra, cargábamos o descargábamos productos congelados, o hacíamos mezclas de cemento y mantas protectoras de techo, que si te rozaban la piel picaban y ardían como los pelitos de la caña de azúcar. Fiesta de músculos jóvenes, risas y sudor a 20 grados bajo cero en aquellas neveras inmensas. Todo ello nos hermanó con aquellos buenos hombres sin otra nacionalidad que la amistad verdadera, con quienes en las noches compartíamos tragos, guitarra, y «carne al cubo».
Cada día, para reponer fuerzas y ahorrar dinero, los cubanos hacíamos en nuestro albergue un sopón de carnes diversas, que cocinábamos a fuego lento en un cubo de metal. Allí, en la medida que regresábamos del trabajo, cada quien echaba lo que podía sustraer clandestinamente del frigorífico. Era un manjar único que compartíamos también con nuestros amigos estibadores. Por cierto, aquellos fortachones se convirtieron en nuestros guardaespaldas voluntarios, en discotecas y conciertos improvisados en las noches en Crimea, cuando otros vecinos del barrio no entendían qué hacíamos tantos negritos de hablar extraño, empeñados en conquistar a sus bellas muchachas.
En Yalta, a mis 18 años, agarré la primera gran borrachera y me enamoré perdidamente de una belleza de ojos claros, que me robaba el aliento en cada beso. Irina, hija de campesinos –que vendía manzanas y melocotones muy cerca de nuestro albergue– hablaba cantando y, como el viejo Volodia Club, ponía igualmente las jotas donde debían ir las ge. Con ella, también por primera vez, me bañé desnudo y de noche en aquella playa sin arena. Segundos después olvidé la primera impresión de frío inmenso que sentí al bautizar mis asustados pies caribeños en las históricas aguas del Mar Negro.
Hoy, cuando sobre aquellos lugares amados caen las bombas, sufren y mueren mis hermanos rusos y ucranianos, me sumerjo en la nostalgia por lo que ya no volverá. Nosotros también terminamos convirtiéndonos en verdaderos hombres soviéticos. Y ahora es imposible jugar a la neutralidad.
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