Chile: La «Brigada Dignidad» — Rossana Dresdner

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El Mostrador – 04/10/2020

Más de 40 profesionales de la salud y de otras áreas estuvieron por cinco meses en los alrededores de la Plaza Italia, desafiando el miedo y el peligro, atendiendo a los heridos del estallido social. La Brigada Dignidad. El grupo se dividió entre el equipo de salud y el de rescate. En el segundo, estaban “los escuderos”, que acompañaban y protegían a los profesionales de salud que iban a la primera línea en busca de heridos. Trabajaban, en turnos de cuatro de la tarde a diez de la noche, médicos internistas, urgenciólogos, anestesiólogos, enfermeras, enfermeras de urgencia, kinesiólogos, neurólogos, fonoaudiólogos, psicólogos, siquiatras, oftalmólogos.

25 de octubre de 2019. Santiago de Chile. En la comuna de Providencia, cerca del puente de los candados, a siete cuadras de la Plaza Italia, seis personas que no se conocen se buscan en medio del gentío, a través de mensajes en un grupo de Whatsapp: «¿Eres tú, Alberto? Soy Javier, estoy vestido con una polera roja y pantalones verde olivo. ¿Dónde están?»«Estamos en el estacionamiento, al lado del café, en el monolito».

Los seis son profesionales del área de la salud, todos ex estudiantes de la Escuela Latinoamericana de Medicina (ELAM), fundada por Fidel Castro en 1999 para jóvenes de bajos recursos de todo el mundo. A través de las indicaciones por Whatsapp, los seis finalmente se encuentran en medio del gentío en las afueras del Café Literario, espacio municipal para la lectura y ahora cerrado por las masivas manifestaciones en la zona. Se saludan con un apretón de manos y una sonrisa, como si fueran amigos. Para entonces, ya miles de personas inundan el sector.

«Fue el día de la marcha del millón», dice Javier, haciendo referencia a la manifestación que congregó a más de un millón doscientas mil personas en Santiago ese día. «A mí me llamaron por teléfono. Cuando nos juntamos, empezamos a atender a la gente ahí mismo. En la calle. Solo teníamos una mesa de plástico que apareció de no sé dónde y los implementos de primeros auxilios que cada uno había llevado de manera personal».

Javier es uno de los seis. Uno de los seis fundadores de la Brigada Dignidad, equipo de salud, rescate y primeros auxilios que desde el 25 de octubre de 2019 y hasta fines de marzo de 2020, funcionó en el entorno de la ahora Plaza de la Dignidad, sector donde por cinco meses de desarrollaron las principales protestas y enfrentamientos entre manifestantes y la policía, como parte del mundialmente conocido estallido social chileno.

Se ven estructuras de fierro cubiertas con lona azul, iluminadas con luz artificial, al interior de las cuales hay mesas con todo tipo de implementos de salud, ordenados en cajas plásticas transparentes apiladas, botellas de alcohol, paquetes de gasas, cajas de guantes. En una camilla hay un hombre acostado y un médico le está extrayendo balines del brazo con una pinza quirúrgica. Más allá un hombre con una máscara antigas colgando del cuello está sentado y apoya su brazo derecho en una mesa sobre la que también hay un casco blanco con una cruz roja. Tiene la manga subida y se ve una herida de unos cinco por cinco centímetros en su muñeca. Una enfermera vestida de azul se le acerca y se cruza ante la cámara. En el siguiente box, otro doctor con mascarilla y una linterna de cabeza cose una herida en la mano de un hombre que yace acostado en una camilla. Más allá, un joven vestido con pantalones cortos está acostado de lado mientras dos personas con cascos blancos le curan una herida en el brazo derecho. En el mismo lugar, dos hombres y una mujer con el uniforme azul y beige de la Brigada comentan que el punto de salud está colapsado.

«A las dos semanas ya se había integrado mucha gente a la Brigada. Y no solo retornados de Cuba y Venezuela, sino también gente que no había salido de Chile», continúa.

Después de un mes, el grupo ya tenía alrededor de cuarenta personas, que se turnaban para cubrir el puesto de salud todos los días. Hombres y mujeres convocados uno a una, de boca en boca, de manera igualmente selectiva. «Los que llegaban era gente conocida de los que ya estábamos, del trabajo, del barrio, familiares, todos compañeros. No hubo una convocatoria abierta a integrarse a la Brigada, solo se llamó a gente de confianza», dice Javier. Y subraya: «Nosotros somos autónomos, no respondemos a ningún partido político u otra organización».

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«Te acuerdas de mí?». Le escribí a Rodrigo a un número de Whatsapp que me conseguí con un conocido, que también era conocido suyo. Nos presentaron –el mismo conocido– un día en la calle, después de una jornada de protesta. Ese día Rodrigo andaba de terno, corbata y maletín. Semanas después lo volví a ver, casi en el mismo lugar, pero ahora con overol, casco, máscara antigás y un escudo. Estaba en una brigada.

«Sí, claro que me acuerdo», respondió. «Tengo que verlo con el equipo, porque es una decisión que tenemos que tomar como colectivo», agregó cuando le dije que quería entrevistarlos. Una semana después me comunicó que habían accedido y me mandó un mail para que enviara la solicitud formal. Escribí y, después de otra semana, Patricia me contactó por Whatsapp y fijamos fecha para el encuentro por Zoom.

A las ocho de la tarde de un día viernes los vi aparecer, uno a uno, puntuales, en la pantalla de mi computador. Javier, 50 años, médico, fundador de la brigada. Sentado en una silla, serio, con audífonos grandes y la capucha de un polerón tapándole la cabeza. Patricia, dueña de casa, 34 años, integrante del equipo de rescate, sonriendo enmarcada por unos enormes aros de cobre y una chasquilla azul. Ximena, siquiatra, 41 años, miembro del área médica de la brigada, que va manejando su camioneta, camino a casa, durante toda la entrevista. Y Rodrigo, ingeniero –mi contacto–, 36 años, también del equipo de rescate, vestido más formalmente y sentado en el sofá de un living con paredes blancas.

Pienso en la paradoja de tener que entrevistarlos por Zoom, de conocerlos a distancia y verlos encerrados, como todos, hace meses en sus casas. De tener que escribir sobre ellos en frío.

Me presento, con cuidado, para no alejarlos, para darles confianza. Se trata de una crónica sobre el estallido social –les digo– más allá de la calle, las cifras, los heridos y muertos. Que hable de los protagonistas de esta historia. De algunos protagonistas de parte de esta enorme historia. De ellos.

Me escuchan. Y luego ponen las condiciones: sin nombres reales, sin fotos y sin detalles de los implementos con que contaban en el punto de salud. Por seguridad. Pienso que también es paradójico que, viviendo en democracia y a pesar de no haber hecho nada ilegal, tienen temor a represalias. Accedo a sus condiciones.

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En la foto aparecen trece. Dos con el puño en alto. Todos con el uniforme de camisas azules y pantalones beige con huinchas antirreflectantes. Todos con sus cascos blancos, máscaras antigas y antiparras. Cuatro sostienen escudos rojos con una cruz negra de huincha autoadhesiva. Dos tienen cámaras GoPro pegadas al pecho. Otros dos llevan chalecos tácticos. La foto es de inicios marzo, del primer turno del día, en el punto de salud que funcionaba en la feria artesanal del Barrio Bellavista, calle Pío Nono, frente a la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile.

Si bien al comienzo el grupo estuvo integrado casi exclusivamente por médicos, pronto se unieron otro tipo de profesionales y de no profesionales. «Por el número de personas y la magnitud de las heridas con que llegaban, necesitábamos más voluntarios y otras capacidades, no solo conocimientos de salud», explican. En concreto, requerían gente preparada para rescatar a las personas heridas, sacarlas del lugar donde estaban y llevarlas al punto de salud para asistirlas. «Necesitábamos gente que pudiera estar en la primera línea, con experiencia en la calle».

El grupo se dividió entre el equipo de salud y el de rescate. En el segundo, estaban “los escuderos”, los que acompañaban y protegían a los profesionales de salud que iban a la primera línea en busca de heridos.

Rodrigo y Patricia se unieron a los escuderos.

«Una compañera, amiga de una doctora, me dijo que en la Brigada se necesitaban escuderos», dice Patricia, como si hablara de postular a un trabajo cualquiera.

Le pregunto qué se requiere para ser escudero: ¿Buen estado físico?, ¿conocimientos de autodefensa?, ¿coraje?: «Un poco de todo… pero principalmente conocimiento de calle. Yo me movilizo desde muy chica en la calle, así es que la conozco. También hago harto deporte: entreno crossfit todos los días. Y tengo conocimiento en primeros auxilios».

Patricia trabajó mucho tiempo grabando marchas en las protestas del 2011. Ahí aprendió, dice. «Es un trabajo con respeto a la primera línea, hay que saber seguir su ritmo, ser respetuoso de la calle, porque son ellos los que corren el mayor riesgo. El objetivo es ser un aporte a la primera línea, a la lucha del pueblo, a la lucha callejera».

«Yo me pasaba de la pega para allá», dice Rodrigo. «Como soy ingeniero, llegaba de la oficina, de terno y corbata, colgaba mis cosas en un árbol cerca del toldo y me ponía el uniforme. Y ahí estábamos hasta las diez de la noche».

La Brigada Dignidad tenía dos equipos de rescate, de 4 y 5 integrantes cada uno. Cada grupo tenía un médico o una enfermera y alguien con conocimientos de primeros auxilios. Personas que sabían clasificar los tipos de herida, qué hacer con un trauma ocular, cuándo llevar a la persona al punto de atención y cuándo derivarla a urgencia. Gente que sabía resistir, que aguantaba estar en medio de esta especie de guerra campal, unos atendiendo y otros tapando con sus escudos los balines, el chorro del guanaco, las lacrimógenas. Gente con resistencia física. Con resistencia al miedo. Con capacidad de control. «Ese es el concepto de calle”, me explican.

A medida que los grupos salían, se iban conociendo y generaban confianza entre ellos. Confianza que era fundamental para el trabajo de rescate.

«Cuando el equipo médico y los escuderos acudimos en ayuda de alguien, que generalmente se encuentra en un sector expuesto, los de salud tenemos que concentrarnos en el paciente y olvidarnos de lo que ocurre a nuestro alrededor. Ahí quedas a cargo de tu par, del escudero que está contigo», cuenta Ximena. «Debes poder confiar en esa persona, en que sabe lo que está haciendo, que tiene los ojos donde tienen que estar, que tiene la fortaleza y la serenidad, porque de eso depende que el paciente y tú estén bien resguardados, que no vaya a venir una turba de carabineros o de manifestantes corriendo y te pasen por encima, que no te llegue una lacrimógena en la cabeza».

Recuerda una vez que estuvieron atrapados en un tumulto y Patricia la protegió a ella y al herido con su escudo. La presión fue tan grande que se lo doblaron. Ximena no pudo entender cómo Patricia, con su metro sesenta, pudo contener esa presión. Patricia tampoco.

Después de eso tú dices: «Yo voy contigo a donde sea». Y eso es vital. Yo tenía que salir con quien yo me sintiera segura. Porque tengo tres hijos en mi casa. Y tenía que volver a mi casa.

¿Cómo se maneja el miedo?

Para Patricia, el estallido fue una reafirmación de que el trabajo de años en “el territorio”, como lo llama, tenía sentido. Se sintió feliz, pero a la vez preocupada. «Uno sabe los costos que tienen los estallidos sociales, son vidas, son ojos, cabros que pierden parte de su existencia, lesiones gravísimas, cárcel, muertos, desparecidos. El costo es altísimo y uno tiene la angustia: sentir que uno esperó tanto por esto y por qué mierda cuesta tan caro. Y la verdad es que sí daba miedo. Todo el rato. Pero hay que saber hacia dónde lo canalizamos. Si el miedo te paraliza, no sirve. Para los escuderos es bueno sentir miedo, porque te hace estar atento y proteger a los otros».

Para Rodrigo, el mayor miedo era a la reacción del resto del equipo. Principalmente cuando quedaban “encerrados”, con Carabineros a un lado, la primera línea al otro y ellos al medio. «El sonido de las lacrimógenas cuando salen de sus cañones es tremendo; uno trataba de contenerse, apretar bien los dientes y mantener la calma. Cuando me tocaba liderar el grupo, sabía que, si se desesperaba, se podían desesperar los demás. Tenía miedo de las reacciones de los otros compañeros, porque uno no se conoce en ese ámbito de estrés, de adrenalina máxima, de exposición de tu cuerpo. Algunas veces hubo ciertos grados de desesperación, y después lo conversamos. Pero hay que entender que esto no era solo estar: era estar, resistir y asistir. Fuimos aprendiendo a protegernos».

Cuentan que llegó un momento en que hubo que hacerse cargo del miedo y el estrés. Y buscaron a especialistas que pudieran dar contención a la gente herida y también al equipo mismo. Se sumaron sicólogos y siquiatras.

«No hay cabeza ni corazón que aguante tanta violencia», dice Ximena, «y esa violencia nos afectaba, te la llevabas a tu casa, a tus relaciones personales y a las relaciones entre la Brigada. Eso va generando daño síquico. Es una situación límite. Fue impactante ver a los pacos disparándole a gente que llevaba personas lesionadas».

«Muchas veces no había tiempo para demostrar lo afectados que estaban», dice. Ver la cantidad de heridos, el dolor, los ataques de la policía a la Brigada. A menudo, cuando terminaban la jornada, se iban a tomar una cerveza a un bar de Bellavista. Pero Ximena les dijo que eso no bastaba. Que tenían que hacer terapia o iban a colapsar. «Lo hicimos: hablamos, hablamos de corazón y nos dimos cuenta de que estábamos estresadísmos. Era entendible. Era una guerra».

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Después de evaluarlo, deciden compartirme un vídeo del punto de salud. La imagen en movimiento, grabada con un celular, muestra, en veinte segundos y sin querer mostrar demasiado, el ambiente al interior de las carpas ubicadas en la calle Pío Nono.

Se ven estructuras de fierro cubiertas con lona azul, iluminadas con luz artificial, al interior de las cuales hay mesas con todo tipo de implementos de salud, ordenados en cajas plásticas transparentes apiladas, botellas de alcohol, paquetes de gasas, cajas de guantes. En una camilla hay un hombre acostado y un médico le está extrayendo balines del brazo con una pinza quirúrgica. Más allá un hombre con una máscara antigas colgando del cuello está sentado y apoya su brazo derecho en una mesa sobre la que también hay un casco blanco con una cruz roja. Tiene la manga subida y se ve una herida de unos cinco por cinco centímetros en su muñeca. Una enfermera vestida de azul se le acerca y se cruza ante la cámara. En el siguiente box, otro doctor con mascarilla y una linterna de cabeza cose una herida en la mano de un hombre que yace acostado en una camilla. Más allá, un joven vestido con pantalones cortos está acostado de lado mientras dos personas con cascos blancos le curan una herida en el brazo derecho. En el mismo lugar, dos hombres y una mujer con el uniforme la azul y beige de la Brigada comentan que el punto de salud está colapsado.

Dicen que así trabajaban, en turnos de cuatro de la tarde a diez de la noche, médicos internistas, urgenciólogos, anestesiólogos, enfermeras, enfermeras de urgencia, kinesiólogos, neurólogos, fonoaudiólogos, psicólogos, siquiatras, oftalmólogos. Había profesionales de más de quince especialidades. «Los mismos médicos empezaron a traer colegas de los lugares donde ellos trabajaban, de servicios de salud o de clínicas privadas. A todos ellos, si los pillaban, los despedían de inmediato».

En el punto, siempre había dos médicos que hacían cirugía y dos enfermeras. Fuera de eso, todos hacían de todo. A veces faltaban las camillas y tenían que atender a la gente en el suelo. A veces había hasta diez pacientes. Traumas oculares, lesiones graves de heridas, perdigones en todo el cuerpo, fracturas expuestas. El niño que llegó con una fractura de fémur.

El equipo médico se quedaba en el punto acompañado solo por algunos jóvenes encargados de apagar las lacrimógenas que les disparaban. Dicen que a veces el chorro del guanaco les rompía todo. «Quedarse en el punto era angustiante. Esperar que llegaran los heridos. Y era angustiante cuando llegaban, verlos cómo llegaban, y saber que estabas trabajando contra el tiempo y que en cualquier momento te podían atacar».

«Lo más terrible eran los traumas oculares», dice Javier. «Nos hacía llorar. Uno se daba cuenta inmediatamente de que habían perdido el ojo». Jóvenes de 20 años, 30 años. Ciegos. Hombres, mujeres, muchos jóvenes.

El Instituto Nacional de Derechos Humanos informó que, hasta el 18 de febrero de 2020, a cuatro meses del estallido, se registraron 445 personas con daños oculares o lesiones oculares producto de la acción policial.

También cifraron en 3.765 las personas heridas. Según cálculos de la Brigada, ellos atendieron a unas quinientas.

«Todos eran nuestros pacientes. Los cuidábamos. Les sacábamos la ropa y los lavábamos cuando estaban quemados con los químicos. Llegaban muchos jóvenes sin almorzar, sin comer nada y les dábamos yogurts, pan. Había los que llegaban con los hombros dislocados de tanto tirar piedras. Y nosotros se los arreglábamos y los mandábamos para la casa. Pero ellos volvían a la primera línea».

El punto se transformó en una especie de consultorio de guerra. Comenzaron a hacer seguimiento a los pacientes. Se abrió un archivo con fichas de salud, con citaciones a control médico. Les enseñaban a cuidarse, la importancia de usar cascos, antiparras para los ojos. «Les dábamos hora y volvían una semana después a verse, volvían porque si iban al hospital, arriesgaban que los detuvieran. Te agradecían. Les ponías una venda y era un agradecimiento enorme. Y eso te confortaba tanto. Con eso ya se justificaba todo. El cansancio, haber estado toda la tarde».

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Desde fines de marzo, cuando se fueron a tomar una cerveza en una fuente de soda de Pío Nono, después de desarmar por última vez el puesto de salud, están en compás de espera. Igual que el país, dicen. Muchos de los integrantes de la Brigada están alejados, porque forman parte de los equipos clínicos que combaten la pandemia: “Ahora ellos son la primera línea”.

Dicen que echan de menos estar juntos. Trabajar juntos.

«Cuando uno vive algo extremo con otra persona, alguien por quien tú te arriesgaste o que se arriesgó por ti, se genera un lazo ético y moral muy fuerte y difícil de describir», dice Rodrigo. «No necesitas haberlo conocido por treinta años para sentir ese lazo; fue un instante, un momento, un situación, que es para siempre. Son tus compañeras, tus amigos, tu gente».

Se ven tranquilos. Con esa sensación de tranquilidad que tiene alguien que cumplió su tarea.

«Lo mejor es que uno puede decir: ‘Estuve ahí’», agrega Javier. «Recuperamos una cantidad enorme de combatientes heridos. Con ese afecto y esa solidaridad de compañeros que se da solo en el combate. Por una cuestión del corazón. Eso somos nosotros. Y esperamos retomar todo esto con la misma fuerza».

La hija menor de Patricia aparece en la pantalla de mi computador y le pide que la vaya a acostar. La entrevista termina. Pero no esta historia, pienso.

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