Un español en la Comuna de París

Fuente: http://loquesomos.org/un-espanol-en-la-comuna-de-paris/  Arturo del Villar  

Arturo del Villar*. LQS. Enero 2020

La Comuna de París terminó como suelen concluir todas las experiencias impulsadas por los pueblos frente a las clases dominantes. Bien claro lo describió Luis Carreras

La Comuna por excelencia es la parisiense, aunque haya habido otros intentos comunales en la historia. Pese a quedar circunscrita a la ciudad de París, la Comuna es un referente histórico de las revoluciones sociales. Un español, Luis Carreras, testigo presencial de los acontecimientos, los describió como una crónica periodística en el ensayo París a sangre y fuego. Jornadas de la Comuna, publicado en 1871 en Barcelona, ilustrado con grabados y láminas al cromo. Es un acierto de Cisma Editorial recuperarlo ahora, con un extenso prólogo explicativo de Roberto Fuente Mendaña; tiene 160 páginas, cuesta 14 euros y además los vale.

Ni el autor ni el prologuista rastrean el origen de la Comuna, pese a ser interesante porque tiene su motivación en la desdichada reina española Isabel II de Borbón, apodada “la de los tristes destinos” por Benito Pérez Galdós, porque causó la desgracia de todos cuantos se relacionaron con ella. El Ejército y el pueblo la enviaron al exilio en 1868, quedando el trono vacante. Los revolucionarios eran monárquicos, por lo que se pusieron a buscar un monarca en Europa que aceptase ocuparlo, cosa difícil, dado el desprestigio acumulado a lo largo del siglo XIX por los reyes, los militares y los políticos españoles todos a una.
Se ofreció la corona al príncipe prusiano Leopoldo Hohenzollern—Sigmaringen, apellidos impronunciables para l@s castiz@s madrileños, que por eso los tradujeron como Holehole—Simeeligen. El emperador de Francia, Napoleón III, no quería que su país quedara entre dos estados regidos por germanos, y se opuso a la designación. El canciller de Prusia, el hombre con mayor poder en Europa en ese tiempo, Otto von Bismarck, usó un subterfugio para que Napoleón se viera forzado a declarar la guerra a Prusia, lo que hizo efectivamente el 19 de julio de 1870.

Un emperador por otro

Fue una guerra relámpago, porque el 2 de setiembre Napoleón y lo que quedaba de su ejército fueron hechos prisioneros en Sedan. El descalabro disgustó a los habitantes de París, pero aprovecharon la oportunidad para proclamar la III República dos días después. El emperador era menospreciado por sus vasallos, debido a la manera vergonzosa con la que adquirió el poder en 1851, y al desastre de la intervención militar en México auspiciada por él para colocar al emperador Maximiliano, fusilado en 1867 por los patriotas después de una huida apresurada de los soldados franceses.
Los prusianos cercaron la capital, y se produjo una hambruna espantosa; murieron muchos ciudadanos de inanición, lo que acabó con la escasa resistencia, ante el deseo de poner fin al conflicto como fuese. El 18 de enero de 1871 Guillermo I de Prusia fue proclamado káiser del Imperio Romano Germánico en Versalles, y el 25 se firmó el armisticio entre los beligerantes. El emperador de Prusia sustituía así al de Francia como árbitro de los destinos políticos europeos. En consecuencia, el descrédito internacional de Francia fue inconmensurable. Los dos napoleones autoproclamados emperadores fueron nefastos para el continente, pero tuvieron el fin que se merecían por su megalomanía.
Mientras tanto en Madrid el príncipe italiano Amadeo de Saboya juraba la Constitución el 2 de enero y era proclamado rey de España como Amadeo I, sin ninguna apetencia de serlo. De momento quedó resuelto el problema. De modo que la apodada Isabelona de Borbón motivó la guerra francoprusiana causante del fin del III Imperio francés.

Los parisienses no se rindieron

Por consiguiente, ella también fue el origen de la Comuna parisiense, porque la capital que había resistido valerosamente el asedio prusiano no quiso aceptar el armisticio, y constituyó una milicia popular, la Guardia Nacional, integrada por unos doscientos mil ciudadanos. La observación de Carreras es muy explicativa de la situación:

En este llegó el día 28 de enero de 1871, en cuyo día capituló París. Este acto produjo un descontento vivísimo en todos los habitantes sin distinción de clase, ni talentos, porque nadie se explicaba cómo una ciudad que tenía de guarnición más de una tercera parte de soldados del ejército sitiador, sin contar la milicia, se rendía después de un sitio muy pálido en sucesos militares. A esto se añadía que el gobierno provisional, temeroso de la perturbación política que traería la continuación de la guerra, negoció al mismo tiempo un armisticio con el vencedor, para convocar una asamblea destinada a resolver la paz o la guerra. (Página 105.)

Las fuerzas de ocupación prusianas planearon entrar solemnemente en París el 1 de marzo, pero la Guardia Nacional distribuyó la víspera unos pasquines invitando a la población a mantenerse en sus casas con puertas y ventanas cerradas, por lo que el desfile no lo presenció nadie. Exactamente eso mismo habían hecho los vallisoletanos en el siglo XVI, al quedarse todos encerrados en sus hogares mientras las tropas de Carlos I desfilaban victoriosas por la ciudad, después de haber derrotado a los comuneros de Castilla, en el cortejo más impresionante celebrado nunca en suelo español. Dos pueblos muy diferentes, el de Valladolid y el de París, con el mismo sentido del honor
Se celebraron unas elecciones, que en París ganaron los republicanos. La Asamblea nombró jefe del Poder Ejecutivo a un político de gran popularidad entonces, Louis—Adolphe Thiers, quien impuso unas medidas muy restrictivas rechazadas por los parisienses, entre ellas apoderarse de los cañones que habían defendido a París del asedio prusiano: el 18 de marzo los soldados confraternizaron con los civiles, y no sólo desobedecieron la orden, sino que fusilaron a dos generales. Ante esa situación Thiers se retiró a Versalles, en donde reunió a las tropas leales, que llegaron seguidas por las clases pudientes, tradicionalmente unidas al poder conservador.

La Comuna

La Guardia Nacional controló París, donde el 28 de marzo se constituía un Consejo Comunal de 92 miembros: así empezó a regir la Comuna, favorecida por el júbilo de los ciudadanos, en su mayor parte trabajadores manuales. Logró mantenerse frente a todas las adversidades durante 72 días, hasta el 28 de mayo, lo que constituye un acontecimiento de categoría histórica, porque las principales fuerzas opresoras de la nación se confabularon contra ella. Sigamos la crónica de Carreras:

Era, pues, necesario que las nuevas autoridades [de la Comuna] se concentrasen en dos cosas: en la aclaración y propaganda de su programa municipal federativo y en la organización militar y civil de París. […]
En efecto, tomó inmediatamente posesión del gobierno y aquel día hubo en París una verdadera fiesta municipal. La alegría era inmensa entre los revolucionarios. No se veía sino gozo en los semblantes y no se oían sino palabras de satisfacción. […]
Enseguida los miembros se reunieron en la sala de sesiones del Hôtel-de-Ville, y nombrado presidente de edad al ciudadano Beslay, éste ocupó el sitio de preferencia e hizo un discurso en el cual indicaba claramente la marcha que la Comuna se proponía seguir: […]
“Sí, la República va a venir en Francia por medio de la completa libertad de la Comuna. […] Comprendida la República de este modo, puede todavía ser en Francia el sostén de los débiles, la protectora de los trabajadores, la esperanza de los oprimidos en el mundo y el fundamento de la república universal.” (Pp. 144 s.)

A partir del 29 de marzo se tomaron unos acuerdos lógicos y necesarios, como abolir el trabajo nocturno, fijar unas pensiones de viudedad y de orfandad para las víctimas de los conflictos pasados, hacer gracia general a los inquilinos de los alquileres desde agosto de 1870, suprimir el título y las funciones de general en jefe, fijar el sueldo máximo de los empleados municipales o comunales, separar a la Iglesia del Estado, suprimir la contribución de cultos, nacionalizar los bienes muebles e inmuebles de las congregaciones religiosas, y prohibir terminantemente todos los juegos de azar, entre otras disposiciones.
Thiers ordenó a sus fuerzas bombardear París a partir del 2 de abril. Muchos edificios históricos quedaron destruidos, en primer lugar el fastuoso palacio de las Tullerías, residencia de los reyes franceses. Los ciudadanos indignados derribaron la columna de la plaza Vendôme erigida en honor de Napoleón I, con una estatua suya en la cúspide: no querían emperadores ni en efigie. Desde entonces no habría ni reyes ni señores, el pueblo soberano iba a imponer las leyes que permitirían una convivencia feliz para todos.

Versos para la Comuna

No se sabe con certeza cuándo llegó a París uno de los mayores poetas franceses, Arthur Rimbaud. Lo seguro es que dedicó cuatro poemas a la Comuna. Uno de ellos, Chant de guerre parisien, constituye una tremenda acusación contra Thiers y Picard, al que pertenece esta cuarteta:

La grand ville a le pavé chaud
Malgré vos douches de pétrole,
Et décidément, il nous faut
Vous secouer dans votre rôle…

Qué gran honor para los combatientes haber compartido esos días con Rimbaud. Pero eso no podían saberlo ellos entonces. Lo que ha quedado incólume de todo aquel heroísmo fracasado y su consiguiente horror es la poesía. Parece que estuvo acertado Hölderlin cuando escribió: “Lo que permanece lo fundan los poetas.” Los comunales se defendieron bravamente, aunque comenta Carreras sus problemas:

Empero, la Comuna luchaba con dos dificultades que bien podemos llamar inseparables: una era la falta de dinero, otra el ánimo desigual de la milicia. Las autoridades revolucionarias habían hallado exhaustas las arcas de París, y aunque podían disponer de los derechos de puertas y de la contribución de los ferrocarriles dichos recursos no llegaban entones a la suma suficiente para subvenir a las necesidades del día. Había la Comuna de pagar diariamente el sueldo de un número tan crecido de milicianos, que tal vez subían a 60.000 o 70.000; había de construir obras de defensa; había de hace municiones; había de cuidar de la policía de la ciudad; sostener hospitales y otras muchas cosas que sería prolijo enumerar; todo lo cual era difícil en aquellas circunstancias, por haber emigrado la mayor parte de la población. Además, el ánimo de los milicianos era desigual, en términos que aunque todos estuviesen acordes en querer la Comuna, no todos lo estaban en ir a defenderla. (P. 188.)

Es un dato muy significativo que ninguna otra ciudad o departamento acudió en apoyo de la Comuna parisiense. Debe tenerse en cuenta que Thiers impuso una censura de comunicaciones muy estricta, con la intención precisamente de mantener aislada a la Comuna, y que entonces los medios de comunicación de masas eran muy limitados. No obstante se conocía incluso fuera de Francia lo que ocurría en París, aunque fuera una información inconcreta.

Con ánimo de hierro

 

 

 

 

En tanto el ejército republicano se reforzaba, y Thiers encargó de su mando al mariscal MacMahon, “uno de los pocos generales del Impero que a pesar de sus derrotas de Reichshoffen y de Sedan había conservado su prestigio” (p. 195). Los comunales carecían de artillería y padecían toda clase de privaciones, continuación de las sufridas durante el asedio prusiano, pero su ánimo seguía incólume, según lo describe Carreras:

La Comuna tenía este núcleo de hierro, núcleo de acero, en el cual no podía nada la intensidad del fuego de los versalleses ni la desesperada situación de la lucha. Este núcleo estaba compuesto de hombres de doctrina y de batalla, y por esto no sólo la Comuna continuaba defendiendo las posiciones, sino también administrando la ciudad. Hombres insignes y oscuros la mayor parte de ellos, insignes por la elevación de sus almas y oscuros por la humildad de la vida pública, se sacrificaban con la mayor abnegación y estaban dispuestos a llevar este sacrificio hasta el mayor extremo imaginable. (P. 230.)

Fue un derroche inútil que no sirvió para impedir la derrota y su continuación. El 28 de mayo MacMahon proclamó el final de la batalla con la toma de la capital, una vez vencida la ultima resistencia de aquellos héroes sin nombre. Para ellos concluyó la guerra abierta, aunque siguió la oculta. Suele ser una característica de la idiosincrasia humana que los vencedores quieran aniquilar a los vencidos, como un signo vengativo de su potencia. Las descripciones contadas por Carreras con la sencillez de un cronista son espantosas:

Recogiéronse de 8.000 a 10.000 paisanos muertos de ambos sexos y edades, las dos terceras partes quizá fusilados; la tropa tuvo de 3.000 a 4.000 bajas y muchos jefes, entre los cuales algunos de graduación superior.
Terminada a lucha empezaron los juicios y ejecuciones de los prisioneros que no habían tenido la suerte de ser trasladados a Versalles. Estos juicios se redu-cían a preguntar al preso si le habían hallado en tal parte, y bien contestaste sí, bien dijeses que no, se le sentenciaba a muerte y se le llevaba al degolladero. […] En el campo de Satory, hostigados los presos por el hambre, la inclemencia de la atmósfera y la aglomeración, reclamaron que se les tratase mejor. El comandante mandó apuntar las ametralladoras que cubrían los ángulos y hacer fuego. La metralla saltó con estruendo, hundiose en aquella apiñada muchedumbre; cayeron hombres, cayeron mujeres, cayeron niños; cubriose el suelo de víctimas, y el motín se apaciguó. (P. 255.)

Conocida esta actuación bárbara de los militares franceses en el siglo XIX, no puede extrañarnos en el XX su comportamiento criminal con los republicanos españoles fugitivos del terror fascista en su patria. Los militares son iguales a lo largo de la historia, sin diferenciarse por países, por ideologías o por religión. Ellos acabaron con una experiencia pacífica y democrática que al parecer les disgustaba precisamente por serlo. La Comuna de París terminó como suelen concluir todas las experiencias impulsadas por los pueblos frente a las clases dominantes. Bien claro lo describió Luis Carreras.

Presidente del Colectivo Republicano Tercer Milenio.
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París a Sangre y Fuego. Jornadas de la Comuna
Autor: Luis Carreras
Cisma Editorial. 270 págs. ISBN: 978-84-945635-3-9. PVP: 14 €

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