Qué sentido? — Günter Anders

Fuente: https://arrezafe.blogspot.com/2022/01/que-sentido-gunter-anders.html?utm_source=feedburner&utm_medium=email  01 enero, 2022

No basta con transformar el mundo.

Eso lo hacemos sin más.

Eso sucede ampliamente incluso sin nuestro concurso.

También tenemos que interpretar esa transformación,

precisamente para transformarla,

para que el mundo no siga cambiando sin nosotros

y no se transforme al final en un mundo sin nosotros.

 

II. EL DESPLAZAMIENTO DEL VACÍO DE SENTIDO

Dediquémonos ahora, después de haber descubierto las dos raíces de la falta de sentido, a los medios con que se intenta un remedio contra la misma; hay dos: la ayuda externa y la autoayuda.

§ 3

La ayuda externa

A quien tan sólo haya hojeado la literatura sobre esta cuestión tendría que desconcertarle (que no es el caso) que sólo de vez en cuandoo incluso cabe decir nunca– se habla de la falta de sentido efectiva de nuestra vida, sino siempre sólo del sentimiento de la falta de sentido, como si este sentimiento fuera la verdadera desgracia y sólo se necesitara su eliminación; como si el dolor de muelas fuera la enfermedad. En ningún autor se encuentra la inequívoca afirmación: «Sí, nuestra vida carece efectivamente de sentido”: En ninguno, la pregunta sobre si, en general, la añoranza de sentido tiene sentido.

Por supuesto, esto no es infundado, pues está claro que quien admitiera la falta de sentido como un hecho se separaría de la técnica (que, como hemos visto, es la raíz de la falta de sentido); y, además, que todo establishment, no importa de donde sea, se vería condenado a la muerte justo por ese distanciamiento de la técnica. Por eso la falta de sentido es casi desplazada directamente.

Y no sólo por los establishments que dan trabajo, sino también por los millones de trabajadores que, si en realidad miraran de frente la falta de sentido de su trabajo y su vida, tendrían que abandonar totalmente su trabajo. De hecho, el número de honestos, es decir, de quienes admiten su propia falta de sentido es incomparablemente menor que el de los que la desplazan. Éstos –y se trata de cientos de millones– subrayan muy comprensiblemente {y con más énfasis los amenazados por el paro y los de hecho parados) que el trabajo como tal es un sagrado derecho fundamental, que ellos reivindican. Y como a sus ojos sería absurdo definir como un sinsentido algo que proclaman como derecho sagrado, evitan eficazmente reconocer la falta de sentido de su trabajo. Si se les recordara la verdad bíblica de que el trabajo, incluso el más pleno de sentido, o sea, el que satisface las necesidades inmediatas, se consideró en su origen y hasta hace bien poco como maldición, no podrían admitirlo a pesar del hecho de que su trabajo es más maldito que todos los trabajos anteriores de la humanidad. Y no justo porque sean incapaces de experimentar al mismo tiempo algo como «positivo” o sea, sagrado, y como «negativo», o sea, sin sentido y como maldición.

III. LA LUCHA CONTRA EL SENTIMIENTO EN VEZ DE CONTRA LA COSA

§ 4

Extorsionadores del sentido

Así argumentan, pues, millones (si se puede hablar de «argumentar», ya que este argumento jamás se formula explícitamente). Pero no todos los millones sufren -y como vimos antes, con toda razón- la falta de sentido. Volvamos, pues, a éstos.

Y dado que hay que empezar de inmediato con la explicación de que ese sufrimiento, a pesar de haberse convertido hoy en moda hablar sobre el sentimiento de la falta de sentido, no se toma en realidad en serio. Lo que ahí se pone de manifiesto, como ya se ha apuntado antes, es que se trata sólo del sentimiento de la falta de sentido en vez de la falta efectiva de sentido. Y cuando digo «trata», no me refiero sólo al tratamiento teórico, sino también al terapéutico.

Por lo general no se hace esta distinción: la exposición filosófica del problema queda a menudo completamente inarticulada. Pero puede valer como regla que lo que vale no es la cosa misma, la sentida falta de sentido como situación que hay que curar, sino el sentimiento de la falta de sentido. Especialmente en Estados Unidos hay legiones de terapeutas –llamémoslos extorsionadores del sentido– que ven en la existencia de ese sentimiento su sentido de la vida, o sea, que viven de su existencia; y que no sólo afirman que curan ese sentimiento, sino que incluso anuncian sin vergüenza poder dar sentido a la vida. Y no necesitamos siquiera ir a buscar a estos miles, pues también nos llegan hasta Europa. A diario, a una hora determinada, fluye el desatino contra ese sentimiento desde las bocas radiofónicas de los triviales psicólogos, eclesiásticos y filósofos de todas las denominaciones, que cuando emiten su sinsentido sobre el «sentido» y sobre la «pérdida de sentido» se parecen como un huevo a otro. En general, todos están orgullosos, como modernos contemporáneos, de hallarse al corriente de la tercera escuela psicoanalítica, que ha entronizado como enfermedad actual el sentimiento de la pérdida del sentido en lugar del complejo de Edipo y de inferioridad.

 

Y no sólo se presentan como los apóstoles de esa tercera escuela; incluso tienen la sorprendente audacia de poner en boca de Dios y de Jesús el vocabulario que sólo pueden haber extraído de los escritos del fundador de esa escuela, Victor E. Frankl, pues la Biblia no conoce nuestro concepto de «sentido»; es una falsificación que pueden permitirse impunemente por los conocimientos, claramente escasos, de la comunidad radiofónica. Por supuesto, estos predicadores del sentido no tienen exactamente el mismo interés, pues utilizan expresiones que se contradicen entre sí de la manera más ruda: lo principal es que aparezca el término «sentido»; así, unas veces se dice que Dios o Jesús es el sentido (o cosa que es diferente, que el «sentido» de nuestra existencia es seguir a Dios o a Jesús). Pero un minuto después nos exhortan a aplicar voluntad al sentido (también ésta es una expresión de Frankl), cosa que desemboca lisa y llanamente en una contradicción, pues esta fórmula expresa sin ambigüedad que debemos o tenemos que buscar y encontrar o, mejor, inventar (según la expresión «dar sentido») el sentido por nosotros mismos (escondido de manera insensata, Dios sabrá por qué genie malin). De hecho, hace poco ha fluido de la radio (no menos indulgente que el papel) la fórmula self-made-man: cada uno es el forjador de su sentido. Y no basta que estos predicadores radiofónicos de la tercera escuela de Viena nos aseguren, dándonos palmaditas en la espalda, que con sólo poner una adecuada voluntad al sentido ya habríamos conseguido la mitad del objetivo («Donde hay voluntad, hay un sentido»: la misma fuente), también se osa hacer pasar esta expresión sinsentido-optimista, que naturalmente se aplaude con brío en Estados Unidos, como una exhortación de Dios o Jesús: hace poco, uno de estos sabios de Radiolandia incluso aseguraba que «propiamente» Dios pensaba en ese «poner voluntad al sentido» cuando nos creó; «propiamente»: está claro que el magister sabe mejor que Dios lo que éste tenía en mente, pero por desgracia aún no lo podía haber formulado tan bien como un franklista. El no creyente se cubre el rostro lleno de vergüenza.

Quienes nos animan a combatir el sentimiento de la falta de sentido –y de estos hay actualmente miles– no son mejores que lo eran los políticos, cuando a los hambrientos de la región del Sahel les daban el consejo de luchar contra su sentimiento de falta de pan: un cinismo que aún no se ha permitido ningún hombre de Estado. Y cuando los psicoterapeutas se atreven a engatusar con ese «poner voluntad al sentido» a los millones que pasan su existencia realmente sin sentido en los despachos o las fábricas o como parados ante la televisión, no son mejores que serían los hombres de Estado que recomendaran a los hambrientos un «poner voluntad a saciarse» y les dieran a entender que esa voluntad ya es la mitad del pan con que podrían saciarse enseguida si lo quisieran de verdad.

Miles de psicoterapeutas engañan con semejantes discursos solemnes a los pacientes que les consultan porque sienten crónicamente un «vacío de sentido». En vez de conceder con honestidad a los pacientes: «Tiene razón, su sentimiento es legítimo. De hecho, para usted, la vida que lleva (como trabajador en la fábrica de agujas o como vitalicio face lifter o como vendedor de lotería) no tiene ningún sentido, por más que su actividad pueda ser útil para esta o aquella persona o aunque sea ‘humanizada’. Pero no crea que la expresión ‘sentido de la vida’, que usted utiliza, tiene algún sentido o que usted había tenido alguna vez antes lo que me transmite con tanto dolor como un objeto perdido; lo anterior no era una posesión de sentido, sino una situación en que usted no tenía hambre de sentido. O incluso, podría hacer que le prepararan una prótesis de sentido para un sentido supuestamente perdido. ¿Por qué presupone usted que una vida, además de estar ahí, también debería o podría ‘tener’ algo más, eso que usted denomina ‘sentido’? No deje que le hagan creer que podría encontrar su sentido de vida (pues no está escondido en ninguna parte; es más, no existe); o incluso que otro, por ejemplo, yo, el supuesto terapeuta, pueda encontrarlo para usted y, luego, implantárselo como un diente postizo. No, lo único que usted no ha perdido, porque jamás lo había poseído, tampoco puede volver a encontrarlo nadie con la mejor voluntad. E incluso suponiendo que su vida ‘tenga’ un ‘sentido’: qué mezquino y contradictorio, por no decir inmoral, tiene que ser un sentido si se esconde tan profundamente (a pesar de que, en teoría, tiene el ‘sentido’ de servir como guía y justificación de su vida) que resulta ilocalizable e irreconocible, es decir, si falla totalmente respecto a su función. El trivial lenguaje filosófico usual prefiere utilizar la expresión sentido profundo y supone que la vida o el mundo debe tener un sentido semejante; pero el discurso de la ‘profundidad’ sólo surge de que la búsqueda del sentido, en cuanto sinsentido, se queda en suposición; por eso se escava siempre ‘más profundamente’: “cuanto menos se encuentra, más profundo tiene que ser. Cuanto peor, mejor». Al respecto tengo que recordar que no son palabras mías, sino más bien las ficticias de un psicoterapeuta honesto.

No, el sentimiento de la falta de sentido de la vida no es un síntoma que necesite un tratamiento, sino un sentimiento del todo justificado ante el hecho de la falta de sentido, un signo de la disponibilidad intacta a la verdad, por no decir directamente: un síntoma de salud. Claro que esta disponibilidad a la verdad, por paradójica que pueda sonar, exige que dejemos de buscar «sentido». En cualquier caso: los realmente enfermos –y hay cientos de millones– son quienes nunca han notado que llevan, de hecho, una vida sin sentido, o sea, quienes pronto aprendieron con éxito a vivir en la falta de sentido y a no esperar otra cosa.

Y en cuanto a los miles de terapeutas, se parecen a los barkeepers de los poblados del salvaje Oeste en que se agolpaban los buscadores de oro: esos dueños de los bares no excavaban en busca del supuesto oro, sino que lo encontraban gracias a los que acudían en su busca y que, en el 99 por ciento, se arruinaban. O con otra imagen: se parecen a los médicos que en vez de mandar a los hambrientos a la posada, les suministran una inyección contra la sensación de hambre. A cambio de un honorario, claro.

Günter Anders. La obsolescencia del hombre (Vol.II) Sobre la destrucción de la vida en la época de la tercera revolución industrial.

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