¿Qué podemos aprender de los vampiros y los idiotas?

Fuente: http://www.sinpermiso.info/textos/que-podemos-aprender-de-los-vampiros-y-los-idiotas                                                         Ilya Budraitskis                                                                                                   22/03/2020

Reproducimos a continuación un capítulo del nuevo libro de Ilya Budraitskis, Мир, который построил Хантингтон и в котором живем все мы (El mundo inventado por Huntington en el que todos vivimos. Moscú: Tsiolkovsky, 2020). Le sigue una reseña del libro de Vasily Kuzmin (traducida del ruso al inglés por Rossen Djagalov). Queremos dar las gracias a Giuliano Vivaldi por la traducción del propio texto de Budraitskis y por la revista en línea e-flux, en la que la traducción inglesa de Vivaldi apareció por primera vez. La versión rusa de la reseña de Kuzmin está disponible al final de la página.

Reseña de Vasily Kuzmin:

La editorial Tsiolkovsky acaba de sacar el nuevo libro de nuestro camarada Ilya Budraitskis. Es un estudio del conservadurismo, comenzando por el surgimiento de esta tradición hasta sus expresiones concretas en la sociedad rusa. De hecho, el lector estará especialmente interesado por esto último. El giro conservador en la sociedad rusa actual representa una combinación fascinante. Habiéndose originado sobre el terreno de las reformas neoliberales, ha mutado su retórica desde entonces. Si su discurso inicial era sobre una suerte de “normalización” y las inmediatas consecuencias de la “doctrina del shock”, a comienzos de la década de 2010 esto ya no era necesario.

Tras las protestas de Bolotnaya, el régimen de Putin se vio forzado a buscar una legitimidad ideológica diferente. Era precisamente el régimen establecido en los famosos “fundamentos espirituales” (“dukhovnye skrepy”) en los cuales todavía descansa, y proclama el imperativo de defender el Estado ruso otorgado por Dios de los intentos de asesinato de revolucionarios dirigidos por el malvado occidente. “La mayoría silenciosa”, bajo esta lógica, apoya al Estado, asistido por las nuevas cultura y moralidad conservadoras. Pero hay problemas con esta moralidad. Ilya indica que incluso tras la proclamación del patriotismo y la homofobia, los patrióticos burócratas continúan enviando a sus hijos a Londres, mientras que los diputados ortodoxos se divierten en fiestas gay privadas.

El término del autor, “anti-revolución”, es también muy pertinente. Esta es la caracterización más precisa de la ideología de Estado de la Federación Rusa en la siguiente década. Es precisamente “anti-” antes que “contra-”, ya que este último prefijo implica formas sociales y nuevas.

La paradoja reside en el hecho de que cuanto más débiles sean las posibilidades de la revolución, más virulento es el miedo del Estado y la represión. Y es perfectamente posible que sus medidas cautelares cuidadosamente exageradas lleven a un resultado completamente opuesto al que se pretende.

La atención a los valores conservadores rusos alcanzó su pico durante la anexión de Crimea en 2014. De hecho, Huntington disfrutó de cierto resurgir durante esos días: en su Choque de civilizaciones predijo la división del mundo en ocho civilizaciones, definidas por su cultura política y normas ético-religiosas. A Rusia le asigna el rol del principal Estado de la agresiva “Civilización ortodoxa”.

Para Huntington, dicha pertenencia civilizacional es la más estable de las propiedades. Pero tras el pico viene inevitablemente un declive. La comercialización de la educación y la medicina, la reforma de las pensiones, el internet soberano y otros “regalos” a la población claramente no ayudan a la estabilidad del régimen. El presidente de Rusia no se opone a asumir el rol del eterno líder autoritario.

El mundo que Huntington inventó se ha convertido en el mundo que Putin habita. ¿Querrán también los lectores vivir en este mundo, acallando sus bocas con chupetes ideológicos conservadores? (esta es la pregunta que el autor deja en el aire). Entender la naturaleza del enemigo es tener un as en la manga al combatirle. Por eso el libro de Ilya Budraitskis es tan importante y de necesaria lectura para cualquiera que no esté dispuesto a aceptar el actual statu quo.

Lo que podemos aprender de los vampiros y los idiotas, de El mundo inventado por Huntington en el que todos vivimos, por Ilya Budraitskis:

El socialista alemán August Bebel una vez se refirió al antisemitismo como “el socialismo de los idiotas”. Un idiota de clase baja, continuaba el argumento, indignado por el actual estado de las cosas pero incapaz de entender el modo de producción, encontraba en su lugar un objetivo fácil pero falso en los judíos. El resultado de esta mala decisión del idiota sería catastrófico: en lugar de unirse a las filas de los socialistas, se convertiría en un más fiero y peligroso adversario. La “idiotez socialista” no se merece ni indulgencia ni comprensión. Es, además, un arma formidable en manos de las élites, quienes son lo suficientemente sabios para saber como explotarla.

Este tipo de conexión entre la idiotez de las clases bajas y la engañosa inventiva de las clases más altas no es único de los movimientos fascistas de masas del siglo XX. De lo que hablamos es de algo más complejo y con múltiples caras, que posee una habilidad tremenda para adaptarse a las nuevas circunstancias a las que hoy se enfrenta el espíritu conservador. Este estilo de pensamiento ligando clases altas y bajas está provocando victorias electorales de nuevo, como aquellas de Trump en las primarias republicanas de Estados Unidos, el voto del Brexit en Reino Unido y partidos como el Frente Nacional de Marine Le Pen en Europa.

Se ha convertido un lugar común decir que el apoyo para tales fenómenos es una muestra de protesta. Astutos observadores están siempre preparados para descubrir causas racionales ocultas tras estas expresiones electorales irracionales: la caída del Estado del bienestar, la desconfianza contra el establishment o las consecuencias de las políticas de austeridad. Sin embargo, cuando la izquierda radical invoca estos agravios cae en oídos sordos. Pero cuando son reflejados por el espejo deformador de la retórica conservadora provocan un resonante acorde.

Esta protesta se expresa a través de un deseo melancólico de recuperar algo perdido: de regresar y repetir, mediante un voto insatisfecho, y un cierto idilio perdido. El partido global de este “idiotismo” (es decir, ignorancia política e inadecuación cívica) está hoy enfrentado por una coalición ilustrada del mainstream político, los medios y una gran parte del público de centro izquierda, quienes se inclinan a apoyar al “mal menor”. Una oleada conservadora, reaccionaria, es sin duda una un mal significativo, porque lanza su ofensiva al nivel de los significados y los valores: aislacionismo en lugar de apertura, racismo y sexismo en lugar de tolerancia y respeto, grosería y autoritarismo en lugar de pluralismo y cultura del diálogo. Podría parecer que la elección correcta en cada uno de estos pares opuestos está clara para todo el mundo que no sea un completo idiota. Pero las masas de los “no ilustrados”, los maleducados y los irracionales están creciendo, y sus líderes han conseguido una serie de victorias (como si supieran algo de la sociedad y su futuro que es inaccesible para aquellos en la coalición ilustrada).

Esta figura del siniestro sujeto conservador que conoce a la sociedad ilustrada mejor de lo que esta se conoce a sí misma tuvo una presencia significativa en la Ilustración histórica durante buena parte de su historia.

A comienzos del siglo XIX, la figura del vampiro emergió en la cultura europea al mismo tiempo que el nacimiento del conservadurismo político. Este vampiro, apareciendo primero en las páginas de una muy conocida novela de John Polidori, era completamente diferente del cadáver insurrecto de las supersticiones populares de hoy. El nuevo vampiro era una belleza byroniana, un intelectual, un aristócrata cuyas presas fáciles eran los inocentes e ilustrados representantes de la alta sociedad para quienes no existía nada más allá de los límites de un mundo racional y cognoscible. El vampiro llevaba a cabo sus ataques con impunidad, existiendo en la frontera entre el mundo racional de los vivos y el mundo irracional de los muertos (este último negado y desplazado por la Ilustración).

Un representante artero de la era pre-burguesa en retirada que la burguesía no pudo enterrar completamente, el aristocrático vampiro poseía el secreto de su inconsciente. Solo él era capaz de revelar las contingencias del triunfo ilustrado, sus ambigüedades escondidas y sus limitaciones.

Estos eran los primeros críticos conservadores astutos de la Revolución francesa, como de Maistre y Burke. Ellos no negaban la Revolución como tal –no dudaban de su importancia como transformación colosal–. De hecho, para ellos implicó algo más grande que para los revolucionarios mismos. Estos críticos fueron capaces de discernir cómo la revolución se concebía a sí misma (esto es, como la triunfante victoria de la razón sobre el prejuicio) y afirmaba su lugar en una larga historia esencialmente representada como una gran aglomeración de prejuicios. Tras la ilusión del triunfo de la libertad los conservadores vieron una dependencia y una limitación por las circunstancias.

Marx también comenzó su crítica de la Ilustración con un diagnóstico de la ruptura fatal entre el verdadero significado de su tiempo y su ambigua autoconcepción. El progreso del espíritu humano, la realización de la libertad en un Estado gobernado por el imperio de la ley y una república democrática eran también para él una ilusión (esa “ideología alemana” tras la cual se escondía el desconocido abismo de la realidad: las relaciones sociales entre trabajo y capital).

El burgués realizó totalmente su potencial como un ciudadano activo con derechos inalienables. Pero esta realización solo sirvió para cubrir su verdadero cisma interno y la alienación de sí mismo. Detrás del ilusorio orden político y legal estaba escondido un gran desorden: la anarquía de la producción, una estratificación de la sociedad hasta ahora sin precedentes y el aturdimiento del duradero aislamiento y vulnerabilidad individual.

Así el reino de una fatua razón burguesa instrumental estaba amenazada por peligros originados en dos fantasmas: el vampírico aristócrata conservador, personificando el poder no vencido del prejuicio; y el fantasma del trabajador, el auténtico productor de vida expulsado de la política e invisible al Estado. Ambos fantasmas estaban privados de poder y reconocimiento, permaneciendo en una zona crepuscular oculta de la razón, y constituyendo un peligro letal. De vez en cuando harían sentir su presencia con rápidas apariciones en la modernidad.

Con su crítica de la Ilustración y la revolución desde posiciones totalmente contrarias, marxismo y conservadurismo abrieron un largo y todavía incompleto diálogo. Los participantes de este extraño diálogo nunca se dieron cuenta de esto ellos mismos; ellos pensaban que no tenían nada que debatir ni compartir. Pero a veces, en momento de aguda crisis social, estos dos fantasmas desplazados del mundo capitalista se han materializado y han entrado al escenario de la historia para enzarzarse en un combate a muerte (como fue el caso de la primera mitad del siglo XX). Tanto marxismo como conservadurismo ven un desorden colosal más allá del orden capitalista –un caos cuyas “ruinas” infinitamente acumulatorias fueron observadas por el benjaminiano “ángel de la historia” mientras se dirigía hacia el futuro.

En momentos de crisis como el que estamos viviendo hoy, este estado de confusión y desorden catastróficos se vuelve evidente para muchos. Las masas están atadas por el anhelo de un orden genuino en el cual todo el mundo se pueda sentir seguro y tener un papel apreciado. Marxismo y conservadurismo dan dos respuestas distintas y fundamentalmente incompatibles a la pregunta de cómo la sociedad puede seguir adelante. El marxismo propone el camino de la cooperación, la autoorganización y la disciplina autoimpuesta, mientras que el conservadurismo propone el camino de la figura del líder y la restauración del “Estado ético” que disciplina el caos de los intereses personales. Podemos concebir estas respuestas como dos interpretaciones diferentes del príncipe maquiavélico – El príncipe de Lenin y Gramsci contra El príncipe de Mussolini y Gentile.

En nuestro tiempo, en medio de la cada vez más visible ruina de la sociedad, la razón política de la burguesía trata de restaurarse movilizando la ideología de los valores (liberales) de la autorealización individual y la libertad de elección. De hecho, la campaña contra el Brexit y la campaña presidencial de Hillary Clinton repiten constantemente mantras liberales: “todo está en orden”, “no está todo tan mal”, “lo importante es seguir siendo razonables, no caer en la idiocia”. Y es que solo un idiota podría no pensar que todo está mejorando en este, el mejor de los mundos.

Mientras el establishment liberal da la brasa sobre la necesidad de defender los valores de la Ilustración, los conservadores juegan a hacer el travieso, subvirtiendo la moralidad y desechando la decencia. No es difícil ver que el éxito rotundo de Trump no se basa en una retórica de la familia, la moralidad y la tradición, sino en un cinismo agresivo y estimulante. Trump y otros conservadores insurrectos no observan las normas de etiqueta ni mantienen la ilusión de que no pasa nada. Al contrario, son el testimonio personificado del hecho de que las cosas están lejos de ir bien y de que todo está yéndose al garete. La ventaja de este conservadurismo insurgente, cínico, sobre el conservadurismo tradicional –que mantiene la observancia de las reglas del juego de los valores conservadores– fue evidente en los debates de las primarias del Partido Republicano en los que Trump derrotó a los otros candidatos conservadores aferrados al moralismo y la religión. El conservador cínico llama a las cosas por su nombre, socavando la ficción de estabilidad.

Merece la pena darse cuenta de que Vladimir Putin, cuyas simpatías mutuas con Trump son bien conocidas, también debe la popularidad de su imagen pública, no a su lealtad a las “tradiciones ortodoxas”, sino a su cruel realismo y sus chistes cínicos. En la Rusia de Putin, las políticas estatales concernientes al disciplinamiento moral (por ejemplo, la homofobia oficial del estado, sus límites sobre el derecho a abortar, etc.) no están al servicio de la restauración de “valores tradicionales”, sino para elevar el nivel general de cinismo. Los burócratas patrióticos mandan a sus hijos a estudiar a Londres mientras que los parlamentarios ortodoxos se divierten en fiestas gay privadas. Se les permite hacer las cosas por las cuales ellos condenan a otros, por la simple razón de que ellos se encuentran el peldaño más alto de la escalera social. Todos los actos hipócritas de la clase dominante sirven de demostración de esta “verdad desnuda”. Para prevalecer sobre la modernidad el conservadurismo necesita rasgar su velo moral y mostrar abiertamente cualquier desigualdad tácita. Los conservadores deben forzar a todos a reconciliarse con esta desigualdad muy real en tanto que única realidad legítima: esta es la tarea histórica del conservador. Una auténtica revolución moral conservadora, un retorno real a la grandeza del idilio de antaño, solo puede ser llevado a cabo cuando la ética de la Ilustración sea invertida y enterrada. Uno puede decir que este conservadurismo cínico insurgente es la consecuencia política de la era neoliberal. Vuelve boja abajo al materialismo histórico, llamándonos a reconocer las verdaderas relaciones de dominación y sumisión, no para cambiarlas sino para reconciliarnos con ellas de una vez por todas.

El movimiento socialista histórico, basándose a sí mismo en la clase obrera, también apostó su existencia sobre la moralidad burguesa dominante. Mientras que los conservadores desenmascaran la igualdad formal por el bien de la desigualdad formal, los socialistas la exponen por el bien de la igualdad real. Sin embargo, las catástrofes sociales y las derrotas políticas sufridas por la izquierda en el siglo XX la han privado de dicha posición firme y antimoralista. Hoy la izquierda está sobre todo dispuesta a agarrarse a una política transparente de los valores, cediendo así a los conservadores el papel de alborotadores. Dicho sea de paso, el breve éxito de la campaña de Bernie Sanders se debió precisamente a su preferencia por la agitación contra la élite política y por incitar la revuelta, usando constantemente palabras al parecer pasadas de moda –como “socialismo” y “revolución”– que sin embargo encendieron la imaginación de sus seguidores.

Un nuevo tipo de hegemonía de élite basada en cinismo desvergonzado y una revolución contra la moralidad está liderando la ofensiva en todos los frentes, usando el miedo como su principal arma. Esta hegemonía de élite apela no solo al miedo que siente la gente corriente –un miedo al aislamiento y la indefensión en un mundo despiadado. También apela al miedo sentido por los ilustrados y los sabios, quienes están aterrorizados de ser gobernados por idiotas. A los ilustrados les parece que su única opción es elegir el “mal menor”. Luchando por defenderse de la necedad que se acerca, se aferran a cualquier esperanza de preservación del statu quo, convenciéndose a sí mismos y a aquellos a su alrededor de que todo está bajo control, de que la razón prevalecerá de algún modo. Este miedo ayuda a los conservadores a desarmar a su enemigo primario y más peligroso.

La gente inteligente huye a pequeños territorios defendidos: la academia, la izquierda y los liberales, el mundo del arte contemporáneo. Su conocimiento, sus herramientas críticas, su habilidad para razonar son ahora dirigidas hacia la preservación de ilusiones en lugar de a su destrucción.

Para poder reconocer nuestra situación actual y desafiar a la ideología dominante deberíamos escuchar, como en viejos tiempos, no a los liberales sino a los conservadores. No tiene sentido pedir a los idiotas que superen su propia idiocia. En su lugar, es quizá necesario recordar que “esta demanda de cambio de conciencia equivale a una demanda de interpretación del mundo existente de modo diferente, esto es, reconociéndolo por medio de una interpretación diferente”.

La izquierda solo puede derrotar al cinismo explícito de los conservadores insurgentes yendo aún más lejos que ellos en la crítica del oculto cinismo liberal. En un tiempo en el que la corrección política solo lleva a la ruina, no hay necesidad de tener miedo a ser tosco y confrontativo. Sobre todo, debemos hablar más a menudo y más alto sobre socialismo: al fin y al cabo, los idiotas de hecho lo necesitan desesperadamente.

Es historiador y activista político y cultural. Es estudiante de doctorado en el Instituto para la Historia Mundial de la Academia Rusa de Ciencia, Moscú. En 2001-2004 organizó a los activistas rusos en las movilizaciones contra el G8. Desde 2011 ha sido portavoz del Movimiento Socialista Ruso. Es miembro del comité editorial de Moscow Art Magazine.

Fuente:

http://www.criticatac.ro/lefteast/what-can-we-learn-from-vampires-and-idiots/

Traducción:Iovana Naddim

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