“Pensé que no llegaría a nada en la vida por ser maricón…

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“Pensé que no llegaría a nada en la vida por ser maricón, gordo y tartamudo”

“Pensé que no llegaría a nada en la vida por ser maricón, gordo y tartamudo”

Rubén Serrano, (Monóvar, Alicante, 1992) atiende esta entrevista por teléfono, a la salida de su trabajo en un gabinete de prensa. Afectado por el ERE en la revista millenial Playground, intentó  ser periodista freelance pero constató que no es sostenible. Dice con amargura que vivir del periodismo le parece una utopía. Su libro sobre LGTBIfobia No estamos tan bien (publicado por la editorial Temas de Hoy) nace de esa expulsión del sector. La indemnización del despido le sirvió para dedicar un año entero al libro. Con el adelanto de la editorial pudo comprar un portátil y pagar dos meses de alquiler. “Terminé el libro con la cuenta en rojo y sin trabajo”.

Tal vez por esa conciencia de clase, Serrano relaciona constantemente la LGTBIfobia con el neoliberalismo. También con el patriarcado colonialista y racista que le sitúa, en otros momentos, en una posición de privilegio. Pide perdón por sus digresiones pero, al contrario, su discurso es preciso, certero, (auto)crítico y rabioso. Sobre todo cuando ruge contra el capitalismo rosa y contra la hipocresía del PSOE.

Has publicado un libro con 28 años, tienes mucha visibilidad en los medios y en las redes, pero no puedes vivir del periodismo.
La precariedad vital está muy presente en las sesiones con mi psicólogo. Me duele que una parte de mí esté diciendo “adiós” al periodismo, pero no es sostenible cobrar 50 euros por reportaje. Jamás me he sentido tan feliz en un trabajo y, a la vez, tan hundido emocionalmente. Lo hablo mucho con mis amigas: “De aquí a diez años, ¿seguiremos con trabajos tan volátiles, tan mal pagados, tan poco legislados, que no están ni en convenios colectivos?”. La gente me pregunta cuándo voy a publicar otro libro o más reportajes. Contesto que cuando pueda, cuando hacerlo no suponga renunciar a mi tiempo libre y a mi descanso. Lo primero que digo a les estudiantes cuando doy charlas en la universidad es: “Exigid que os paguen las prácticas. No podemos acceder al mercado laboral trabajando gratis”. El sistema capitalista nos explota con una promesa de futuro, pero la meritocracia y el ascensor social no existen.

Te presentas como un periodista especializado en perspectiva LGTBI. ¿Hace falta más formación y especialización en esa perspectiva?
Absolutamente, sí. Aún sigue siendo sangrante, doloroso y vergonzoso ver noticias plagadas de homofobia, lesbofobia, bifobia, transfobia, serofobia. Todo eso mezclado con racismo y clasismo. El poder mediático y el cultural refuerzan ciertos marcos mentales, lanzan constantemente prejuicios y mala información que sirven para relegar nuestras vidas al margen. A los grandes medios no les interesa la disidencia ni la formación feminista, antirracista, anticapacitista, antiaporófoba. Cuentan nuestras vidas desde la superioridad y la banalidad. Esto no se trata de ideología de género, sino de informar bien, de ser precisa, preciso, precise sobre lo que pasa en el mundo. Decir que escribo con perspectiva LGTBI+ ha tenido un punto de romper el armario, porque en la carrera yo pensaba que lo LGTBI era algo menor, sin ningún tipo de salida ni de reconocimiento.

En el prólogo sitúas el origen del libro en la campaña que promoviste en las redes españolas, #MiQueer, que defines como un rugido comunitario y un abrazo digital. ¿Sigues siendo ciberoptimista?
Las redes son puro marketing, cada vez más salvaje. Me cuestiono si tengo que ser yo quien haga promoción en las redes de un artículo mal pagado. Las redes son espejos y violencia a la vez. Nos permiten mostrarnos, que otros empaticen y conecten con nosotros. Ocurrió con #MeQueer, pero también ocurrió que la voz cantante la llevamos hombres gais blancos con acceso a internet, buenas posiciones socioeconómicas y culturales. Participaron muy pocas mujeres lesbianas, personas bisexuales y trans, no binarias o queer. Digo que es una espiral de violencia, ya no solo por los tuits virales de la ultraderecha, sino porque lo que hacen a nivel personal es deshumanizarnos. No hay que individualizar esa tendencia al like, a la exposición, a compartir cosas de tu vida íntima: “Huy, es que quiere llamar la atención”. En un mundo que nos aleja cada vez más de los otros, porque estamos agotados, sobreviviendo, las redes son nuestra vía de escape. Con la pandemia se ha acrecentado la necesidad de saber que no estás solo, sola, sole.

En el libro interpelas de una forma muy explícita a las personas cishetero. ¿Qué respuestas has recibido?
Me escribió un profesor mío y me dijo que no tenía ni idea de todo lo que me había pasado en el instituto, que lo sentía mucho. Eso me parece muy valioso. Mucha gente también me ha dicho: “Se lo ha leído mi madre, o mi tía (sobre todo mujeres) y han empatizado, lo han entendido”. La madre de un amigo mío se lo leyó y le preguntó: “¿Supe acompañarte bien durante esos años?”. Qué buena esa pregunta. Quería que la comunidad cishetero recibiera una bofetada directamente en la cara. Ya está bien de tus tuits y stories de amor libre, de love is love. ¿Qué has hecho tú que haya impactado en mi vida o en la del resto? ¿Qué impacto tienen en niñas y niños de ocho años las mierdas que dice Pablo Motos en El Hormiguero? Es muy fácil lamentarse por que se denuncien seis agresiones homofóbicas en un día, ¿qué hacemos para pararlas? ¿Cuántas veces has dicho tú “maricón de mierda”? La violencia hacia las personas LGTBI está tan asumida que hay un borrado (¡aquí sí que hay un borrado!) de responsabilidades.

¿Por qué recordar que “no estamos tan bien” en vez de contar lo emancipador y liberador de las disidencias?
Es verdad que en los medios, en la literatura y el cine se representa la realidad de las personas LGTBI en tono de drama. Pero a mi parte activista no le habría salido un libro sobre lo bonito de vivir alejados de la norma, porque aún veo tantas violencias… De nada me sirve casarme y que el PSOE saque pecho de un logro añejo, de 2005, porque ese derecho no me garantiza mi bienestar diario: no sentir miedo al salir a la calle o poder acceder a una vivienda. No concebiría que el PSOE fuera a la manifestación del Orgullo, no solo por el bloqueo a la ley trans sino por cómo está gestionando la crisis migratoria en Ceuta, deportando a menores en caliente. Lo LGTBI no es solo lo identitario, sino que somos otras muchas realidades más, y nuestro orgullo no se entiende sin el antirracismo, el antimachismo, sin una defensa clara de igualdad económica. Por cierto, no fue el PSOE sino el Partido Comunista de España el primero en reclamar la derogación de la ley de peligrosidad social.

Tu libro es un claro ejemplo de periodismo situado. ¿Incluirte en el relato ha sido terapéutico?
Tenía mis reticencias hacia ocupar ese lugar. Pero mientras escribía los capítulos Casa y Escuela, me salió mucha rabia. Verla sobre el papel me ayudó a decir en voz alta: “Joder, yo lo pasé realmente mal cuando tenía ocho años, y 12, y 14”. Sentí que, al menos, en algunos instantes tenía que salir cogido de la mano de la persona protagonista del relato, para que los lectores pudieran verme como un puente. Pero, sobre todo, el libro me ha servido para callarme, para entender cuándo yo no tenía que decir absolutamente nada. Cuando hablan las personas trans, intersex, migrantes, refugiadas. Había momentos en los que se me caía la cara de vergüenza: “Tú estás escribiendo un libro con 28 años, en una editorial del grupo Planeta, porque puedes, porque eres un hombre blanco gay que no molesta, que está asimilado por el sistema”. Escribo desde la relativa comodidad de mi casa; no me expongo como la gente que pone su cuerpo en la calle.

Escribes: “Yo también tengo a mis propios acosadores. Ahora no me miran a la cara. Yo a ellos tampoco”. ¿Hablamos poco del acoso escolar que hemos vivido?
Entrevisté a una profesora a conciencia para preguntarle si ha visto acoso LGTBfóbico en las aulas y me dijo: “No, yo creo que no”. Tenemos un problema si las personas que están en clase no lo ven. Luego entiendes que el profesorado está sobrecargado de trabajo, hace mil horas, lo último que hace es fijarse en quién habla con quién, a quién gritan, a quién cuchichean. Es sorprendente la naturalización del acoso escolar, todas esas frases llenas de diazepam emocional: que son cosas de niños, que va a pasar, llévalo de la mejor forma posible… El resultado es que Alan se suicidó con 17 años porque se metían con él por ser un chico trans. O esa chica bisexual que se sucidó el año pasado en Galicia. Nos callamos en su momento por vergüenza, porque si lo contabas, salías del armario. Y nos seguimos callando por el dolor que aún supone abrirnos en canal. Si hablamos, en seguida sale el discurso de qué valiente, qué necesario. Cuando tienes cuatro o cinco años ya sabes que salirte de esta raya que marca el cisheteropatriarcado se paga incluso con sangre y con muerte, y no quieres cruzarla por nada del mundo. No quieres sentir 20 dedos de compañeros sobre ti, sabes que no contarás con los ojos del centro educativo, y si tampoco tienes un acompañamiento en tu casa, el resultado es que sientes un abandono absoluto con 12 años. Nadie se merece eso.

@RubenSerranoM: «Yo siempre he tenido miedo a los hombres»CLIC PARA TUITEAR

Cuentas que sigues acelerando el paso cuando caminas delante de un grupo de hombres. ¿Habría que incluir a las personas LGTBI en el análisis sobre el terror sexual?
Yo siempre he tenido miedo a los hombres, en general, no solo a los heterosexuales. De pequeño me costaba hacer amigos, porque eran ellos los que me llamaban “maricón de mierda” en el pasillo. Después, con los novios de mis amigas no había esa violencia tan clara, pero sí un silencio, te hacían saber que tú estás fuera de su ámbito. Me ha costado ver que no todos los hombres son el enemigo, porque mis vivencias me decían que sí. De hecho, tardé mucho en encontrar amigos gais con los que trabar una amistad real, sólida, no de fiesta y sexo. Fui a una fiesta LGTBI en una discoteca de Barcelona con una amiga y unos chicos gais empezaron a tocarla diciendo: “¡Qué diosa!”. Ella entró en cólera: “¿Por qué me tocas? Tú no sabes lo que he pasado, no sabes qué huellas hay en este cuerpo”. Verla así de afectada me hizo entender ese pavor y ese miedo. Ojalá esa alianza transmaricabollo feminista exista. Ojalá haya ese cuestionamiento incluso entre los hombres LGTB, porque también somos leídos como potencialmente agresores y yo lo entiendo cien por cien.

“La vida es tan bonita cuando no tienes nada que demostrarle a un tío hetero…”, dice Virginia, una de tus entrevistadas queer.
De lo que más me arrepiento en mi vida es de querer demostrar a un hombre heterosexual que soy válido. En casa, con mi padre; en clase, con mis compañeros y profesores; en el trabajo, con mis jefes y compañeros; en la calle, con hombres random con los que escondía mi pluma. Sacrifiqué mi identidad, mi verdadero yo, por evitar la violencia, el rechazo, las miradas sobre mí. Yo llegué a pensar que no llegaría a nada en la vida por ser el maricón más gordo, más tartamudo de mi clase; jamás pensé que escribiría un libro o que trabajaría en los medios. El síndrome de la impostora en mujeres está también presente en muchas personas LGTBI porque hemos tenido que demostrar que somos dignas de amor, de respeto, de igualdad. Nos esforzamos para validarnos frente a los otros, y en seguida se activa el ¿y si no lo hago bien?, ¿y si merezco esta violencia? Y aún me queda ese sentimiento.

En el libro cuentas una experiencia de autodefensa LGTBI. ¿Es una estrategia que hay que desarrollar?
Xavi tiene un grupo de WhatsApp con las personas LGBT del barrio. Cuando alguien se siente raro, rara o rare, manda un mensaje al grupo con su ubicación. Es un mecanismo de alerta más ágil y efectivo que muchas herramientas institucionales, porque se pone en marcha en el paso cero. Vas a sentir más apoyo y una atención más directa que si te han dado la paliza, llegas a la policía, no te atiende bien, piensas en denunciarlo, pero qué follón, no te quieres exponer. Es una forma de detectar patrones, para trazar nosotras un mapa que el Estado no traza porque no le interesamos.

Escribes: “Soy un maricón de pueblo y ser maricón en un pueblo no es fácil”. En Pikara Magazine, Mar Gallego reivindica la necesidad de quedarse y de desmitificar la ciudad.
No puedo responderte sin volver al capitalismo. El sexilio no es simplemente “quiero irme de mi pueblo porque no me aceptan y quiero ser libre”; muchas veces también va unido a que quiero un trabajo, más dinero, conocer mundo. Quedarse es un reto, pero lo mío fue una huída clara, porque no me podía conocer a mí mismo sin salir de la casa de mis padres. Con 19 años aún no había tenido sexo, porque no lo concebía en mi cabeza. Pienso que habitar los pueblos tiene que ir de la mano de mejoras sociales y estructurales. Yo no me planteo volver porque digo, ¿en qué voy a trabajar?, ¿abro una tienda, un kiosko?, ¿con qué dinero? Los gobiernos penalizan lo rural y lo obrero (por ejemplo, cuando aplican tasas a los coches más contaminantes), en vez de facilitar paneles de luz solar, buena conexión wifi, buen acceso a alimentos, herramientas municipales para atajar las violencias sin tener que ir a Alicante o a Barcelona.

@RubenSerranoM: «El síndrome de la impostora está también presente en muchas personas LGTBI»CLIC PARA TUITEAR

Juan Diego, migrante travesti, desmonta el mito de la ciudad europea como paraíso arcoiris: “Yo, que vengo de ese pequeño del Tercer Mundo, supermachista, peligroso y terribe, he sufrido mi primer ataque en Barcelona”.
Para mí fue muy revelador ver cómo el racismo que sufren las personas migradas va ligado a la LGTBfobia y a la aporofobia, porque no solo nos atraviesa una violencia. Juan Diego dice: “Yo no soy el pobre inmigrante que vino aquí en busca de una vida. Yo no escapé, yo vine aquí por decisión propia y justo me agreden en la ciudad de la libertad”. Para mí era un ejemplo claro de ese “no estamos tan bien”, de que España no es la hostia, que no somos un país inclusivo ni igualitario. Tenemos que escuchar a esas voces migrantes y racializadas: “Llevo aquí cuatro años y no tengo papeles”. Luego están esos gais con paga de Caixabank. Las grandes empresas sacan sus carrozas en el Orgullo, sus banderas de marketing, mientras pisotean nuestros derechos como trabajadores. Hablar de Orgullo es hablar de derechos.

Y de memoria histórica. Recoges testimonios de personas que estuvieron en prisión por la ley de peligrosidad social. Pero un tema menos conocido es el de las mutilaciones genitales a niñas y niños interesexuales.
El problema es que aquí nos metemos con la medicina, que es un aparato del Estado más. Las personas intersexuales tienen que estar reconocidas en nuestros textos legislativos. No se ha aprobado aún una ley de igualdad que las reconozca y que prohíba estas mutilaciones a no ser que sean imprescindibles. Cuando Clara me habló de las operaciones a su hijo, yo me quedé frío porque no entendía que esto siga sucediendo. Lo contrasté con personas que se dedican a la medicina y a la pediatría, y encontré tanto el discurso de “esto tiene que cambiar” como el de que “esto es así y punto”. Hay personas que han perdido parte de su vida en operaciones innecesarias porque las encasillaron en un género basándose en los centímetros de sus genitales. ¿No ven lo retorcido y retrógrado que es eso?

Abordas otra realidad desconocida: los trastornos de alimentación afectan especialmente a las personas disidentes sexuales y de género.
Sí, y no me baso en un único informe. Virginia cuenta muy bien el origen de su bulimia. Se metía en foros de chicas trans y lo primero que encontró era dietas para perder peso, porque la feminidad y la belleza se relacionan con la delgadez. Yo mismo aún no he aceptado los kilos y las curvas de mi cuerpo. Quería ser un hombre deseable como los que veía en revistas, en películas, en el porno, que son delgados y musculosos. Ese patrón impacta no solo en la forma en que te percibes a ti mismo, sino en la forma en que te relacionas con el mundo. Porque si además de rechazar tu sexualidad, sientes insatisfacción hacia tu cuerpo, te vas a presentar ante el mundo de una forma mucho más insegura que un hombre heterosexual blanco, por más que pese cien kilos.

¿Cómo está siendo la relación con todas esas personas que te han confiado su historia?
Hay personas con las que aún hay cierto contacto, compartimos ideas, “mira este congreso, mira este artículo”… Hay otras que, después de leer el libro, me dieron las gracias por ser tan fiel hacia la historia que me contaron. Esa es la mayor recompensa, porque la historia, la sociedad y la cultura ya han jugado demasiado con nuestras vidas. La asociación de migrados refugiados LGTBI Kifkif me mandó vídeos de Teresa y de Camila, dos de las entrevistadas, dándome las gracias por contar su historia. Vi su sonrisa de felicidad, de hermandad, y me puse a llorar al instante, porque esa era otra motivación del libro, que nos sintiéramos más unidos, más juntas. Las 61 personas me dijeron desde el minuto uno que participarían, confiaron en mí, pese a que reabrir tu vida puede ser muy doloroso. Suena muy cristiano, pero me sentí muy bendecido y en paz con lo que hago cada día.

¿Qué es lo más emocionante que te ha pasado en torno al libro?
Que lo leyera mi madre, a la que tanto tardé en hablar de mi orientación sexual, y que se sienta orgullosa. Eso sana heridas del pasado que me he tragado solo mucho tiempo. Es una forma de abrazar al Rubén de ocho años. Siempre he pensado que sería la vergüenza de mi familia por maricón, por no ser el hijo varón macho fuerte. Otra cosa superemocionante es que las diputadas  Mar García Puig (En Comú Podem) y Sofía Castañón (Unidas Podemos) llevaron mi libro al Congreso de los Diputados y lo citaron. Cuando vi los vídeos lloré de incredulidad. Ver que nuestras vidas existen, que sí importan, que están en el centro, que hay que cuidarlas, que sí son políticas, que ocupan ese espacio porque también nos pertenecen, ¡joder! Fue una catársis. Eso sí que fue una conquista.

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