Max Aub en el laberinto

Fuente: http://loquesomos.org/max-aub-en-el-laberinto/            Arturo del Villar                                                                                                                     

Arturo del Villar*. LQS. Mayo 2020

El mundillo burgués, por seguir la denominación aubiana, era burgués porque la República instaurada era eminentemente burguesa, presidida por un terrateniente andaluz y catolicorromano de comunión semanal, Niceto Alcalá—Zamora

Hace un par de semanas recordé la presencia de Max Aub en la literatura española, en un comentario de urgencia motivado por la noticia de la muerte de su hija Elena. Algunos corresponsales me comentaron que le debía un análisis mayor sobre la encarnación de la República en las seis novelas integrantes de la serie El laberinto mágico, una crónica animada de aquellos ocho años que comenzaron con tanta alegría popular el 14 de abril de 1931, y concluyeron tan tristemente el 1 de abril de 1939. Todos los acontecimientos memorables de ese período, en la paz y en la guerra, los vivió Aub y los archivó en su memoria, para reproducirlos después, dando lugar con ello a un capítulo notable de la literatura española.

Las seis novelas quedan unidas por sus títulos como otros tantos campos, tan dispares que se pierden en su nombre común de El laberinto mágico. Para ahorrar bibliografía quede aclarado que las seis fueron impresas en México, D. F., las tres primeras con el sello de Tezontle, y las tres finales del editor Joaquín Mortiz. Se titulan Campo cerrado (1943), Campo de sangre (1945), Campo abierto (1951), Campo del MoroCampo del Moro (1963), Campo francés (1965) y Campo de los almendros (1968).

Según propia confesión, esas ediciones las pagaba el autor, limitándose los editores a poner su nombre y distribuirlas, porque Aub no era un autor reconocido. En cambio, hoy alcanzan precios escandalosos los pocos ejemplares encontrables en las librerías de ocasión. Al haberse impreso todas durante la dictadura fascista, y ser el autor un republicano convicto, estuvieron vetadas y apenas se pudo comentar su aparición en las revistas de la espantosa época que sufrimos. Es un gozo inmenso poder leerlas todas juntas, y adentrarse por esos campos laberínticos en los que se relata una crónica apasionante de la II República, narrada por un testigo excepcional.

El sentimiento republicano

Un dato esencial para acercarnos a la comprensión de ese período lo constituye la afirmación sorprendente de que se fue perdiendo el entusiasmo popular del 14 de abril según se afianzaba el nuevo régimen. Según constató Aub, ya no había republicanos en 1936, en lo que coincide con una reflexión de Manuel Azaña. Existían partidos y agrupaciones de izquierdas que, por simple lógica, se declaraba republicanos, pero en segundo término, primero se consideraban otra cosa, socialistas, liberales, comunistas, catalanistas, galleguistas, etcétera.

A medida que el sentimiento republicano fue evolucionando, al mismo tiempo se iba diluyendo. La lectura de Campo cerrado resulta, en este aspecto, tan importante como la de un ensayo político, para seguir la evolución del sentimiento republicano en la sociedad. Es un tema de enorme interés, y nos obliga a reflexionar para ver qué había pasado con aquel entusiasmo popular, compartido por la gran mayoría de los españoles, que votó por los candidatos republicanos para expulsar al rey dictador:

En 1930, el mundillo burgués fue republicano. Cuando se proclamó la que había de ser panacea, un tanto por chiripa, como si del dicho al hecho hubiese desengaño, no fue tanto: los de buen nombre vieron aquello como un insulto personal, los de buen capital con temor. Ser republicano con la República no vestía ya nada. Y cuando los socialistas intentaron unas tímidas reformas, los de posibles y los radicales se dieron la lengua y quebraron la niña. (Cerrado, p. 124.)

El mundillo burgués, por seguir la denominación aubiana, era burgués porque la República instaurada era eminentemente burguesa, presidida por un terrateniente andaluz y catolicorromano de comunión semanal, Niceto Alcalá—Zamora. En esas condiciones resultaba forzoso que el Gobierno formado por la conjunción republicano—socialista, vencedora en las elecciones de 1931, actuase con timidez a la hora de intentar poner coto a los privilegios de clase, sin atreverse siquiera a llevar a cabo una reforma agraria a fondo, como reclamaban los trabajadores del campo. A pesar de ello, las fuerzas de las derechas anticonstitucionales se oponían por principio a cualquier innovación, y más aún la ultraderecha, azuzada por los monárquicos, los clérigos y parte de los militares, descontentos con las medidas reformadoras planteadas por el ministro de la Guerra, Manuel Azaña.

Es comprensible que las izquierdas más extremistas se sintieran defraudadas por el nuevo régimen, que no cumplía sus expectativas. Las moderadas se agrupaban en partidos con su propia ideología, la única que les importaba, con el afán de llevar a la práctica sus programas sociales cuanto antes. Solamente les interesaba la República para conseguir sus fines particulares, sin atender al bien común de los ciudadanos. En cuanto a los nacionalistas, no entendían más que la conveniencia de su territorio, sin preocuparles lo que ocurriera en el Estado español. A su vez los partidos estrictamente republicanos contaban con escasa afiliación, excepto el Republicano Radical apadrinado por Alejandro Lerroux de quien nadie se fiaba porque era sabido que atendía a sus propios negocios sin ocuparse del bien público, lo que le condujo al desastre en el caso del estraperlo.

El carisma de Azaña

Había un político republicano “sin miedo y sin tacha”, como se decía para describir a los mejores caballeros medievales. Era Manuel Azaña, elegido por eso presidente de la República el 10 de mayo de 1936. La opinión de Aub sobre él parece ambivalente. En sus Diarios (1939—1972), publicados en Barcelona por Alba en 1998, censuró algunas actitudes humanas y políticas del líder de Izquierda Republicana, y criticó negativamente sus Memorias políticas y de guerra: léanse las páginas 418 a 421 para comprobarlo. No obstante, reconocía su honradez y entrega al ideal que servía; por ejemplo, cuando escribió: “Su amor a España, a la que llevaba dentro, le salvará” (p. 188).

Amaba a la República sobre todas las cosas, y era tan grande su pasión que sabía contagiársela a los oyentes. Un personaje de ficción en Campo abierto, el dramaturgo Ambrosio Villegas, asiste a una reunión del Comité de Espectáculos Públicos UGT—CNT, mantenida en Valencia al comienzo de la sublevación militar, y rememora el histórico mitin de Azaña en Mestalla el 26 de mayo de 1935. El narrador le hace evocar el sentir de los asistentes, entusiasmados por el poder de la oratoria azañista:

Villegas se recuerda del mitin de Mestalla. El sentimiento conjunto, regado, machimbrado de cien mil personas. Lloró al oír hablar a Azaña. No era la oratoria: era el deseo de aquella masa, su ilusión idealmente solidificada, la seguridad de un mundo mejor a la vuelta de unas semanas, por carisma. (Abierto, p. 26.)

Se ha analizado muy a fondo la oratoria de Azaña, su capacidad de convicción para movilizar a masas nunca congregadas antes. Su carisma era tan persuasivo que hacía sentir al pueblo la realidad de la promesa de una España mejor, más justa y solidaria. Tal era la opinión popular, basada en sus declaraciones. Había afirmado que la República no hace mejores a los hombres, sino que los hace hombres, nada menos. Sin embargo, algunos partidos y algunos sindicatos, entregados a sus intereses exclusivistas, denostaban su figura, precisamente por ser un ídolo para el pueblo. Así, a una intervención de Villegas replica el presidente cenetista: “Es una gracia de intelectual partidario de Azaña”, y anota el narrador: “Dijo Azaña, con el mismo desprecio que si hubiese dicho Sanjurjo.”

En este pasaje tan significativo Aub se comportó como un simple cronista: opone el recuerdo emocionado de un personaje al despectivo de otro. Estaban dos españas en guerra, pero en una de ellas combatían entre sí otras varias españas minúsculas, algunas ridículas. Este asunto se explicita a lo largo de las seis novelas de El laberinto mágico, componiendo un panel definidor de los principales grupos políticos, que vamos a revisar.

Fiel militante socialista

Empezaremos por analizar su opinión sobre el Partido Socialista Obrero, que debía ser favorable al considerar que Aub fue un militante disciplinado durante 45 años, en España y en México, sin cuestionarse nunca esa militancia, pese a las disensiones internas experimentadas en la formación y a sus bandazos ideológicos. Al saberlo se comprende que constituya un referente reiterado en su narrativa. La organización le resultaba satisfactoria, aunque algunos de sus líderes le parecían despreciables. En realidad, desde la muerte en 1925 de su fundador, Pablo Iglesias Posse, apodado El Abuelo, el Partido Socialista ha estado dividido en facciones enfrentadas, que se hacen la guerra entre sí, una mala costumbre al parecer inevitable en su idiosincrasia, que beneficia a sus adversarios políticos.

Debe tenerse en cuenta este dato histórico para comprender que la presentación hecha por Aub de su partido en las novelas, tenía que ser, naturalmente, favorable. Por mucha imparcialidad que procurase adoptar en la crónica de los sucesos, de forma que resulte creíble para todos los lectores, contaba historias de su partido. Por de pronto, lo mostró dialogante dentro y fuera de la organización, y no perdió la oportunidad de lanzar alguna pulla a sus opositores los comunistas. Por ejemplo, en Campo de sangre pone esta afirmación en boca del juez republicano José Rivadavia:

–Con los socialistas –enlazó Rivadavia— puede uno entenderse porque siempre les queda un resquicio en el cual puede uno acoplarse; con los comunistas, no. (Sangre, p. 121.)

Un criterio comprensible en boca de un republicano, teniendo en cuenta que la conjunción republicano-socialista hizo posible la implantación de la República en 1931. Sin embargo, debiera haber aclarado con qué parte del partido era posible ese acoplamiento, ya que se hallaba verdaderamente partido en dos tendencias opuestas, lideradas por Indalecio Prieto y Francisco Largo Caballero, más una fracción minoritaria seguidora de Julián Besteiro, a las que se añadió durante la guerra otra partidaria de Juan Negrín. La falta de sintonía entre estos sectores resultó nefasta, sobre todo para la marcha de las operaciones militares. Avergüenza y apena leer el Epistolario Prieto—Negrín, publicado en París en agosto de 1939 por los partidarios de Prieto, y conocer sus actuaciones con respecto al barco Vita y el dinero destinado a la protección de los exiliados.

Había un culpable de todos los problemas del socialismo español en opinión de Aub: era Indalecio Prieto, al que no se recató en despreciar y censurar. Un personaje de Campo de los almendros, Paco Ferrís, republicano, escribe un artículo demoledor contra el conocido popularmente por Don Inda. Lo califica de “opositor por nacimiento, periodista por gusto de llevar la contraria, moviéndose como anguila en barro entre chismes”, que demostró su incapacidad cuando fue ministro, asegura, porque sus actuaciones “más parecen obra de alcalde que de ministro”. Por todo ello afirma que “Defraudó a todos, menos con la lengua”, y concluye profetizando que “quedará durante algún tiempo en el de las memorias como uno de los políticos españoles más funestos de nuestro tiempo” (Almendros, pp. 82 ss.)

Son las consideraciones expuestas por un ente de ficción, y es claro que la opinión de un personaje no siempre tiene que ser la sustentada por el autor. En este caso lo es, ya que en sus Diarios deslizó parecidos juicios. Así, el 9 de octubre de 1948 definió a Prieto como “deshacedor de lo que toca, disolvente asqueroso, mal de España” (p. 150), y el 7 de mayo de 1953 anotó: “Prieto es uno de los hombres más funestos que ha tenido España”, en coincidencia con lo afirmado por su criatura literaria (p. 225).

Probablemente discrepaba Aub de la obstaculización impuesta por Prieto a los gobiernos republicanos en el exilio de Giral y Llopis, culminada al promover en agosto de 1947 que el Partido Socialista abandonase toda participación en los gobiernos legítimos de la España peregrina. Al año siguiente firmó el vergonzoso pacto de San Juan de Luz con los ultraderechistas José María Gil Robles y Pedro Sainz Rodríguez, llegando al extremo de aceptar una restauración monárquica en la persona despreciable de Juan de Borbón, lo que motivó una nueva escisión del partido.

La idea primordial de una sociedad socialista le resultaba la más humanamente recomendable. Sus convicciones socialistas le animaban a denunciar todo aquello que consideraba impropio de esa ideología

El gran traidor Besteiro

También queda muy mal parado en su crónica de la guerra otro compañero socialista, Julián Besteiro, basándose en sus hechos y dichos. Las novelas de Aub son los episodios nacionales de la guerra, siempre con referencias a los acontecimientos históricos, en los que intercala a personajes reales junto a los inventados con el fin de fortalecer un relato atractivo para los lectores. Lo retrata en Campo del Moro, novela ambientada en el Madrid de marzo de 1939, durante la sublevación de coronel Segismundo Casado contra el Gobierno constitucional, apoyado por Besteiro. La traición de Casado fue igual a la ejecutada en julio de 1936 por los militares monárquicos rebelados contra un Gobierno contrario a sus ideas, pero la de Besteiro es más repugnante todavía, puesto que se alzó contra un Gobierno presidido por su compañero de partido Juan Negrín. No existe ninguna disculpa para su traición, incomprensible y vergonzosa.

Para mayor gravedad la cometieron en uno de los momentos más delicados de la guerra, cuando todas las tropas leales debían estar ocupadas en combatir a los exitosos militares monárquicos sublevados inicialmente y sus patrocinadores nazifascistas. Critica Aub ese nuevo golpe de Estado realizado por unos sujetos encargados de defender a la República contra los primeros militares sublevados, y recuerda que Besteiro ya había aceptado la participación socialista en la Asamblea Nacional creada por el dictador general Primo, para disfrazar de legalidad a su régimen golpista. Apodado El Profesor, Besteiro recibe el vituperio de varios personajes, y también del autor, que lo retrata en su doble faceta de hombre y de político:

Julián Besteiro, siempre en contra. Lo mismo de Largo Caballero que de Prieto […] Mediocre, por lo menos como político, […] Vanidoso, creyéndose siempre en posesión de la verdad (catedrático de lógica: no puede equivocarse): Yo… yo… yo… yo… (Moro, p. 58.)

En otros libros de otros autores se hallan asimismo opiniones contrarias al que fuera presidente de las Cortes Constituyentes de la República. Por ejemplo, en el diario de Azaña se tropieza a menudo con juicios semejantes, y la sospecha de que Besteiro no actuaba con trasparencia como presidente de las Cortes, hasta el punto de parecer que torpedeaba las propuestas de los partidos republicanos. Resulta un personaje muy controvertido, sus motivaciones son difíciles de entender. Se comportó como los militares golpistas y los civiles fascistas que los apoyaron. Por eso decidió quedarse en Madrid, para entregar la capital a los rebeldes triunfadores gracias a su traición, suponiendo que le iban a premiar ese gesto, pero olvidó que una vez consumada la traición ya no son necesarios los traidores, así que lo encarcelaron, y este dato lo ha vindicado ante algunos socialistas.

Madrid no se rindió, fue traicionado y vendido por Casado, Besteiro y demás cómplices. En Campo de los almendros figura el veredicto final de Aub acerca de tan siniestro personaje, portavoz de los sublevados ante los micrófonos de Unión Radio. Se lo hace decir a unos redactores del periódico Avance el 30 de marzo de 1939, cuando comentan su decisión de quedarse en Madrid para esperar a los rebeldes triunfadores. Sus cómplices se escaparon, una vez acordada la entrega de la capital a los primeros militares sublevados, pero Julián Besteiro decidió no acompañarlos, y permanecer en la covacha de la traición para recibir a los cristianos y a los moros que los servían, como un moderno conde don Julián. Uno de los periodistas dice:

He visto pocas personas tan obstinadas. ¿Orgullo? Además, supongo que le molestaría tener que compartir barcos, avión o lo que fuera, con personas que desprecia. […] Para mí, Casado y él, tan traidores como Franco. (Almendros, pp. 219 s.)

La historia confirma inexorablemente que actuaron de la misma manera contra la República. Estos apuntes sobre el carácter de Besteiro coinciden con el retrato psicológico que trazan sobre él los historiadores, de modo que deben de ser verdaderos. No se olvide que Aub pertenecía al Partido Socialista lo mismo que Besteiro. Cometió una traición a la República semejante a la de los militares monárquicos sublevados en 1936. Esto es incuestionable, y por eso no se entiende que el actual Partido Socialista haya conseguido colocar su busto en el Congreso de los Diputados, y mantenga su nombre oprobioso en varios organismos. Bien es verdad que el ahora llamado Partido Socialista no guarda ninguna semejanza con el fundado por Pablo Iglesias Posse, apodado El Abuelo, republicano, marxista y ateo.

La política de los socialistas

A pesar de la militancia socialista mantenida por Aub desde 1927, o quizá por eso, no dejó de constatar sus errores, aunque no le parecieron tan grandes como para animarle a modificar sus convicciones políticas. Lo hemos visto al repasar sus juicios negativos sobre Prieto y Besteiro, dos nombres fundamentales en la historia del partido. Una crítica implacable, hecha desde dentro, y por eso más acusadora, la leemos en sus Diarios, fechada el 24 de marzo de 1941. Fue una reflexión íntima, que no hizo pública para no perjudicar al partido, pero que le corroía el sentimiento:

Los socialistas son gentes para los cuales la vida política se reduce a las elecciones, las preferencias, las zancadillas, los dimes y diretes, la antigüedad en el partido: no se diferencian de lo más odioso de los radicales socialistas. Eso arriba. Y la base, inficionada. La vida les tiene sin cuidado, dejan toda libertad al correligionario para que sea un sinvergüenza. (Diarios, p. 66.)

Durísimo juicio contra la política de los socialistas en el período republicano. Al compartirla comprobó que no se dirigía a proporcionar al mundo una sociedad más justa que la existente, si no un paraíso patria de la humanidad, como se canta en La internacional, por ahora nada más que un sueño, sí una mejora de las condiciones sociales para los más desfavorecidos. La censura salía de sus observaciones desde dentro de la organización. Sin embargo, nada de lo visto y oído fue suficiente para alterar su fe socialista, como lo dejó muy claro en los Diarios el 22 de febrero de 1952, cuando el Partido Socialista del interior de España era tan inoperante como el del exilio, y se contentaba con aguardar que la biología acabase con la dictadura:

Me interesa que quede bien claro: creo que nuestro mundo no tiene más salida que el socialismo; y que todo mi esfuerzo está empeñado en dejar constancia de los dolores del parto. Y que mi modestísima condición de cronista no me permite mentir ni callar. Y que no tengo más ambición, al señalar a veces daños, que el de ver si se pueden remediar. (Diarios, pp. 203 s.)

Es la razón última de que mantuviera la militancia socialista, a pesar de las incongruencias de algunos de sus dirigentes. La idea primordial de una sociedad socialista le resultaba la más humanamente recomendable. Sus convicciones socialistas le animaban a denunciar todo aquello que consideraba impropio de esa ideología, desde dentro, con la buena intención de corregirlo. No debe olvidarse esta militancia socialista, al revisar los juicios que le merecieron otros partidos políticos, ya que no podía ser imparcial. Por convertirse en cronista de unos memorables acontecimientos históricos, que cambiaron la vida de los españoles, no se libraba de un apasionamiento inevitable en quien los había padecido, porque no era insensible.

– Segunda parte: Max Aub en el laberinto

* Presidente del Colectivo Republicano Tercer Milenio.
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