Fuente: Umoya num.99 – 2º Trimestre 2020 Gerardo González Calvo
Pocas veces se han empleado en los medios de comunicación social tantos sustantivos y adjetivos con connotaciones apocalípticas para describir día a día, hora a hora, el desarrollo y avance a escala planetaria del coronavirus, Covid-19.
Tampoco nunca se había informado al mismo tiempo en todos los países y en tiempo real, ni siquiera en las dos guerras mundiales, de una pandemia que ha golpeado, directa o indirectamente, a tantos millones de personas.
Habrá quien haya visto en esta epidemia un castigo divino, una nueva plaga que añadir a las diez de Egipto, en tiempo de Moisés y Aarón, descritas detalladamente en el libro del Éxodo. Citarán la sexta plaga, que consistió en pestilencia y enfermedades epidérmicas que afectaron a los egipcios y no a los israelitas. Omitirán, en este caso, que la pandemia del Covid-19 no ha hecho distinciones entre creyentes y no creyentes. Como tampoco lo ha hecho la plaga de langostas que ha asolado recientemente las cosechas en muchos países africanos.
Pocos han caído en la cuenta de que esta pandemia ha tenido tanta cobertura informativa porque ha afectado a poblaciones de países ricos e industrializados. Más aún, porque puso patas arriba la estructura socioeconómica de una sociedad que en las últimas décadas había basado su nivel de bienestar material en una explotación del planeta de un modo desaforado, azuzando el consumismo hasta límites extremos, por no decir insaciables.
Me parece encomiable que muchas personas, que vivían de
espaldas a sus propios vecinos, se hayan percatado de la importancia de la amistad y de la solidaridad. Pero creo que estas dos virtudes tan profundamente humanas hay que proyectarlas más allá de los vecindarios y de los propios países, porque si
esta pandemia ha sido global exige soluciones también globales. Me pregunto si se habrían dedicado tantos esfuerzos y recursos en el caso de que ese bichito nefasto no hubiera conseguido traspasar las fronteras de nuestras despensas.
Hecatombes mucho más graves se han desencadenado durante los últimos decenios en el continente africano, en donde muchos gobiernos han importado gran cantidad de armas para mantener unos conflictos bélicos que han causado la muerte a más de diez millones de personas, sin contar los fallecidos a consecuencia de las hambrunas en el Cuerno de África y en Sudán. Los países industrializados que las vendieron han usurpado también la tierra a sus cultivadores tradicionales para sembrar, entre otros productos, aceite de palma y cereales transgénicos, aumentando así la cuenta de resultados de sus grandes empresas, pero empobreciendo a decenas de miles de campesinos.
La vida es un bien supremo tanto para blancos como para negros en un plano de igualdad y de respeto. Comparto, por eso, la indignación de los futbolistas africanos Samuel Eto’o, Didier Drogba, Demba Ba y Mamadou Koné, después de escuchar el comentario de dos médicos franceses en un programa de televisión sobre la posibilidad de hacer experimentos en África para combatir el coronavirus. Con toda razón y contundencia protestaron: “Ni África es un laboratorio, ni los africanos somos cobayas”.