La esperanza enterrada

Fuente: Iniciativa Debate/Jaime Richart                                                          

El filósofo de la antigua Grecia, Epicuro, decía siempre a los dis­cípulos de su Academia ¡lejos de la Política! No me extraña…

El título de mi artículo Mi último alegato hacía alusión a un pro­pósito: no insistir en mis escritos sobre la relación estrechísima existente entre los efectos (todos los males de este país a lo largo de los cuarenta y tres años después de la dictadura), y la causa de la causa (la estrategia de los franquistas en 1978). Esa estrategia en la que unos se situaron en el destacamento que maquinó el texto constitucional para incrustar el Movimiento Nacional reci­clado en el Estado emergente, y otros, que, ocupando ya la fun­ción, lo protegerían en adelante desde la retaguardia de una Ma­gistratura que no fue depurada, pues tampoco había nadie capaz de hacerlo. Fue inevitable. No hubo otra opción. Además, el pue­blo no tenía nada preparado para afrontar el tránsito de la dicta­dura a la democracia…

Pues bien, decía que en adelante no insistiría en aludir a esa mal­dición. Pero que no insista no significa que todo lo que de abomi­nable ha venido sucediendo desde 1978 hasta ayer, no traiga su causa de ese hecho histórico. Eppur si muove. Empezando por todas las Gürtel que han ido vaciando las arcas públicas del país a lo largo de cuatro décadas, y terminando en el ajusticiamiento de siete gobernantes catalanes porque actuaron para llamar la atención sobre su aspiración, habida cuenta que el Estado, ningún gobierno, les hizo maldito caso. Un linchamiento penal que como Atxaga recuerda acerca de las condenas a los jóvenes de Altsasua, lleva a Kafka a las instituciones cuando dice: «Ese acto de inhu­manidad no ha tenido lugar entre pasadizos subterráneos, ha sido un tribunal el que lo ha llevado a cabo, un tribunal que pertenece a un sistema de justicia que se supone es uno de los pilares de nuestra democracia».

Sea como fuere, me voy dando cuenta de que a pesar de que ape­nas presto atención a los pormenores políticos y me quedo sólo con datos aislados, mi ánimo se exaspera fácilmente y casi casi mi entendimiento se resiente hasta desembocar ambos en la desesperanza. La desconexión flagrante entre el pensar y actuar del político y el pensar del ciudadano común es el factor que quizá lo explique. España, hoy, está intoxicada por la política. Lo mismo que en la dictadura sufría de una grave carencia para el buen funcionamiento de la sociedad: una sana sexualidad. Es­paña, siempre de un extremo a otro… Así es que me he propuesto tomar mucha distancia de los hechos y pasar por alto el día a día que, generosos, nos ofrecen sin reposo los medios de comunica­ción para embobarnos, y mientras tanto hacer Caja…

De todos modos prestar mucha atención a la política, a menos que se pertenezca a la clase e índole de los ganadores, claro, la intoxicación suele ocasionar dos sentimientos dolorosos que no atacan a quienes la ejercen, pues el político está hecho de otro paño. El político, a los efectos que me refiero aquí, acaba siendo el vector de nuestro tremendo malestar, nuestra frustración y nuestro desánimo, como la rata lo es de la peste bubónica que ella no sufre. Y esos dos sentimientos son: el desengaño y la decep­ción. El desengaño de quienes un día irrumpieron en la vida pú­blica y luego en la política con un ímpetu y determinación cerca­nos al espíritu revolucionario, al que sigue la decepción que im­plica el fin de la esperanza que aquellos despertaron en muchísi­mos millones de españoles del pensamiento de la izquierda. Sen­timientos que, combinados, generan aún un tercero a cierta edad: la amargura. Y lo digo, porque mientras a los ciudadanos y ciu­dadanas jóvenes o maduros aún les queda tiempo para esperar cambios profundos (incluso súbitos en tiempos de vértigo), a cualquier octogenario ya se le acabó el tiempo. Diez años más, en el más optimista de los caso, no bastan para confiar en una vuelta a la tortilla de un engendro político a la República. La es­peranza queda reducida así, sólo al bien morir que, por cierto, tampoco está asegurado en el país…

Pero es que el desengaño, la decepción y la amargura (ésta como destilación de los otros dos), pueden ser aún más duros para quien, como yo, nunca ha deseado algo que valiese la pena, que no estuviese razonablemente a mi alcance; lo mismo que no hea deseado ser rico, ni famoso, ni popular. Y al decir que no he deseado nada que no estuviese razonablemente a mi alcance, me refiero a la lógica sencilla del a+b=c. Pues si razonable pudo ser una transición de la dictadura a la democracia para no provocar grandes convulsiones ni al tejido social ni al psicológico de la po­blación española, razonable me ha parecido desde 1978 que todo lo que se organizó fuese provisional. ¿En qué cabeza de izquier­das de aquel entonces cabe que, dadas las miserables condiciones en que fue aprobada, no habría de haberse pensado esa Constitu­ción para que todas las fuerzas políticas del futuro, en el espacio de casi medio siglo que ha pasado ya, acordasen un referéndum sobre la forma de Estado y la distribución territorial? Está visto que no ha sido así, y ya no va a ser así. Es más, la pujanza que va adquiriendo la involución, es decir, la regresión al modelo dicta­torial, es cada día más palmaria. Lo que incrementa la desolación.

Pues bien, en estas condiciones, me hago a un lado para que mi­llones de analistas, de politólogos, de periodistas y de especialis­tas sigan dándole vueltas a las quisicosas de las comadres de la política, como otros se las dan a las del corazón o de la genitali­dad; para que sigan analizando con la minuciosidad del relojero o del agrimensor lo que ha dicho un político o un gobernante y le ha contestado el otro, lo que dijo hace cuatro meses o hace años y no ha hecho ni hace ahora… Para que todos ellos sigan especu­lando acerca de lo que pueda ocurrir mañana o la semana o el mes que viene, con esa actitud cotilla que se explica y justifica por el “deber de informar”. Y aun quienes no viviendo de ella son afi­cionados a la conjetura permanente y a recurrir a una lógica de los acontecimientos que a mí ya me resulta tan inútil como ridícula, justo en parte por la reiteración que detesto. Pero también por la técnica argumentativa desconectada sistemáticamente del origen al que tantas veces hago referencia. Y también por la habilidad de los políticos para salirse por la tangente, para mentir, para retorcer sus explicaciones y motivaciones en medio de un basurero, to­mando a la ciudadanía por corta de entendederas. Y llegado el caso, incluso para llorar públicamente…

Como esto del origen viciado en 1978 es lo principal y lo demás ha venido siendo consecuencia necesaria de lo ocurrido, todo lo demás, para mí, son chismes irrelevantes. Mientras no vea movi­mientos en dirección a una posible república y un estado federal, me seguiré sintiendo súbdito de una dictadura encubierta, inva­dida, eso sí, por todo cuanto tiene que ver con el sexo que enton­ces era tabú. Pero peor que en la dictadura, pues entonces vivía con la esperanza en un mundo mejor y ahora ya no cuento siquiera con ella. El naufragio del Titanic fue una catástrofe. La demoli­ción de las Torres Gemelas un acto de conspiración llevado a cabo por el propio poder estadounidense. Todo lo que rodea a ese nau­fragio y a aquella abominación pertenece a la historiografía de la desgracia y de la conspiración, y a la curiosidad de quienes se la prestan. Lo mismo ocurre con lo que sucede en España. Pero el nacimiento de un Estado con un nombre diferente de dictadura no ha significado para muchísimos millones el paso a una democra­cia, sino a una nebulosa política cuyo marchamo viene dado más por la pertenencia a la Unión Europea que por su propia natura­leza. Hasta 2011, viví 33 años indiferente ante los acontecimien­tos políticos dado que no se vislumbraba la intentona de cambios por ningún lado. En 2011 desperté a la esperanza. Diez años des­pués ya la he enterrado…

Así es que, a menos que surja milagrosamente un por ahora im­posible acuerdo entre todos los partidos para dar un tumbo a la situación, renuncio, esta vez sí, al análisis de lo trivial. Y paso a soñar con países como Holanda, los nórdicos y en general los eu­ropeos que desde después de la segunda Gran Guerra viven más de cerca los ideales de la antigua Atenas (el cultivo del espíritu, de la poesía, de la música, de la amistad, de la naturaleza y del amor), y prestan atención a la política sólo en casos extraordina­rios (como ahora en la Gran Bretaña con ocasión del Brexit); a diferencia de España donde todas las situaciones son extraordina­rias o están a punto de serlo, pero en clave de esperpento. Ya nada espero de lo que esperé. Sólo me erguiré, si aún vivo y tengo fuer­zas, cuando un hecho digno de llamarse duradero y victorioso al mismo tiempo, millones de ciudadanas y de ciudadanos de la ver­dadera izquierda salgan a la calle a celebrarlo a lo grande: un en­sueño infantil.

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