¿Intelectuales? por Jean-Paul Sartre

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¿INTELECTUALES? por Jean-Paul Sartre

TRES CONFERENCIAS EN TOKIO Y KYOTO

Septiembre y octubre de 1965

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Doy estas conferencias y esta entrevista –separadas por cinco años y por los acontecimientos de Mayo del 68 1–, para demostrar la inestabilidad, hoy, de la noción de intelectual. En mis conferencias en Japón describía, sin llamarlo así, lo que se denomina a menudo, después del 68, “el intelectual clásico” y mostraba ya –pero sin darme cuenta exactamente– cuán unselbständing aparecía, como dicen los alemanes. En verdad el momento de la mala conciencia –es decir del intelectual propiamente dicho– no representa para nada una stase sino una detención provisoria en el deslizamiento que transforma al técnico del saber práctico en un compañero radicalizado de las fuerzas populares con la condición –cosa que yo no decía entonces– de que él tome una nueva distancia en relación a su profesión, es decir de su ser social, y que él comprenda que ninguna denuncia política podría compensar el hecho de que es objetivamente el enemigo de las masas.2

He comprendido hoy que él no podía detenerse en el escalón de la mala conciencia (idealismo, ineficacia), sino que debía enfrentarse con su propio problema o, si se prefiere, negar el momento intelectual para intentar el encuentro de un nuevo estatuto popular.

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Primera conferencia

¿QUÉ ES UN INTELECTUAL?

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I. Situación del intelectual

Si se consideran sólo los reproches que se les dirige, los intelectuales deben ser grandes culpables. Es sorprendente, además, que esos reproches sean en todas partes los mismos. En el Japón, por ejemplo, cuando leí numerosos artículos de la prensa y de las revistas japonesas, traducidos al inglés para el mundo occidental, creí comprender que después de la época Meijí, había habido divorcio entre el poder político y los intelectuales; después de la guerra y, sobre todo entre 1945 y 1950, se hubiera dicho que ellos habían tomado el poder político haciendo mucho mal. En la misma época, si se lee nuestra prensa, parece que hubieran reinado en Francia y provocado catástrofes: aquí como allá era lo mismo, después de un desastre militar (nosotros llamamos al nuestro una victoria, ustedes lo llaman una derrota) sobreviene el período de remilitarización de la sociedad a favor de la guerra fría. Los intelectuales no habrían comprendido nada de ese proceso. Aquí como entre nosotros se los condena por las mismas razones violentas y contradictorias. Ustedes dicen que ellos están hechos para conservar y trasmitir la cultura y que son, por lo tanto, conservadores, pero que se engañaron acerca de su oficio y su papel y se convirtieron en críticos y negativos que, enfrentándose sin cesar con el poder, no han visto sino el mal en la historia de su país. En consecuencia, se engañaron acerca de todo, lo que no sería tan grave sí no hubieran engañado al pueblo en todas las circunstancias importantes.

¡Engañar al pueblo! Eso quiere decir: obtener que dé la espalda a sus propios intereses. ¿Los intelectuales dispondrían entonces de un cierto poder en el mismo terreno que el gobierno? No, desde que se apartan del conservadurismo cultural que define su acción y su oficio, se les reprocha justamente el caer en la impotencia: ¿quién los escucha?

Por lo demás son débiles por naturaleza: no producen y no tienen para vivir sino su salario, lo que les quita toda posibilidad de defenderse en la sociedad civil tanto como en la sociedad política. Helos aquí pues ineficaces y volubles; a falta de tener un poder económico o social, se toman por una élite llamada a juzgar acerca de todo, cosa que no son. De allí viene su moralismo y su idealismo, piensan como si vivieran ya en el porvenir lejano y juzgan nuestro tiempo desde el punto de vista abstracto del porvenir.

Agreguemos: su dogmatismo; se refieren a principios intangibles pero abstractos para decidir sobre lo que se debe hacer. Se apunta aquí, por supuesto, al marxismo; es caer en una nueva contradicción puesto que el marxismo se impone por principio al moralismo. La contradicción no molesta puesto que se la proyecta en ellos. De todos modos se les opondrá el marxismo de los políticos: mientras los intelectuales traicionan su función, su razón de ser y se identifican con “el espíritu que siempre niega”, los políticos, entre ustedes y entre nosotros, han reconstruido modestamente el país arrasado por la guerra, dando prueba de un prudente empirismo ligado, precisamente, a las tradiciones y, en ciertos casos, a nuevas prácticas (y teorías) del mundo occidental. Desde este punto de vista se va más lejos en Europa que en Japón: ustedes tienen a los intelectuales por un mal necesario; son necesarios para conservar, trasmitir, enriquecer la cultura; algunos serán siempre ovejas sarnosas, bastará con combatir su influencia. Entre nosotros, se anuncia su muerte: bajo la influencia de las ideas norteamericanas, se predice la desaparición de esos hombres que pretenden saberlo todo: los progresos de la ciencia tendrían por efecto reemplazar a esos universalistas por equipos de investigadores rigurosamente especializados.

¿Es posible, a pesar de sus contradicciones, encontrar una dirección común a todas esas críticas? Sí: digamos que todas ellas se inspiran en un reproche fundamental: el intelectual es alguien que se mete en lo que no le concierne, y que pretende discutir el conjunto de verdades recibidas y de conductas inspiradas en ellas en nombre de una concepción global del hombre y de la sociedad –concepción actualmente imposible y por ende abstracta y falsa– puesto que las sociedades de crecimiento se definen por la extrema diversificación de modos de vida, de funciones sociales, de problemas concretos. Ahora bien, es verdad que el intelectual es alguien que se mete en lo que no le concierne. Tan verdad es que, entre nosotros, la palabra “intelectual” aplicada a las personas se ha popularizado, con su sentido negativo, en tiempos del caso Dreyfus. Para los antidreyfusistas, la absolución o la condena del capitán Dreyfus concernía a los tribunales militares y, en definitiva, al Estado Mayor; para los dreyfusistas, afirmando la inocencia del inculpado, se colocaban fuera de su competencia. Originariamente, pues, el conjunto de los intelectuales aparece como una diversidad de hombres que han adquirido alguna notoriedad por trabajos que revelan inteligencia (ciencias exactas, ciencias aplicadas, medicina, literatura, etc.) y que abusan de esa notoriedad para salir de su dominio y criticar la sociedad y los poderes establecidos en nombre de una concepción global y dogmática (vaga o precisa, moralista o marxista) del hombre.

Y, si se quiere un ejemplo de esta concepción común del intelectual, diré que no se llamará “intelectuales” a los sabios que trabajan sobre la fisión del átomo para perfeccionar las maquinarias de la guerra atómica: esos son sabios y nada más. Pero si esos mismos sabios, aterrados por el poder destructor de las maquinarias que ellos permiten fabricar, se reúnen y firman un manifiesto para poner en guardia a la opinión contra el uso de la bomba atómica, se transforman en intelectuales. En efecto: l°, salen de su competencia: fabricar una bomba es una cosa, juzgar su empleo es otra; 2°, abusan de su celebridad o de la capacidad que se les reconoce para violentar la opinión, enmascarando por allí el abismo infranqueable que separa sus conocimientos científicos de la apreciación política que hacen a partir de otros principios, sobre la maquinaria que perfeccionan; 3°, no condenan, en efecto, el uso de la bomba por haber constatado defectos técnicos, sino en nombre de un sistema de valores eminentemente discutible que toma como norma suprema la vida humana.

¿De qué valen esas quejas fundamentales? ¿Corresponden a una realidad? No podemos decidir sobre eso sin intentar, primero, saber qué es un intelectual.

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2. ¿Qué es un Intelectual?

Puesto que se le reprocha salir de su competencia, él aparece como un caso particular de un conjunto de personas que se definen por funciones socialmente reconocidas. Veamos lo que eso significa.

Toda praxis comporta varios momentos. La acción niega parcialmente lo que es (el campo práctico se da como situación a cambiar), en provecho de lo que no es (fin a lograr, redistribución de los datos primeros de la situación para en último análisis, reproducir la vida). Pero esta negación es develación y se acompaña de una afirmación, puesto que se realiza lo que no es con lo que es, el planteo develador de lo que es a partir de lo que todavía no es debe ser lo más exacto posible puesto que debe encontrar en lo que está dado el medio de realizar lo que todavía no está (la resistencia a exigir de un material se devele en función de la presión que debe sufrir). Así la praxis comporta el momento del saber práctico que revela, sobrepasa, conserva y ya modifica la realidad. A ese nivel se colocan la investigación y la verdad práctica, definida como planteo del ser en tanto él ajusta la posibilidad de su propio cambio orientado. La verdad viene al ser a partir del no ser, al presente a partir del futuro práctico. Desde ese punto de vista, la empresa realizada es la verificación de las posibilidades descubiertas (si paso por el puente improvisado al otro lado del río, el material elegido y reunido ofrece bien la resistencia prevista). De ese hecho el saber práctico es primero invención. Para ser descubiertas, utilizadas y verificadas, es necesario que las posibilidades sean primero inventadas. En este sentido todo hombre es proyecto: creador, puesto que inventa lo que es ya a partir de lo que todavía no es; sabio puesto que no logrará su fin sin determinar con certeza las posibilidades que permiten llevar a buen fin la empresa; investigador e impugnador (puesto que el fin planteado indica esquemáticamente sus medios, en la medida en que él mismo es abstracto, él debe buscar los medios concretos, lo que torna a precisar por ellos el fin y a enriquecerlo, a veces, desviándolo. Eso significa que él cuestiona el fin por los medios y recíprocamente, hasta que el fin se convierta en la unidad integrante de los medios utilizados). En ese momento, él debe decidir si “eso vale la pena”, dicho de otro modo, si el fin integrante, considerado desde el punto de vista global de la vida, vale la amplitud de las transformaciones energéticas que lo realizarán o, si se prefiere, si la ganancia vale el gasto de energía. Porque vivimos en el mundo de la escasez, donde todo gasto aparece de algún modo como despilfarro.

En las sociedades modernas, la división del trabajo permite dar a distintos grupos diversas tareas que, puestas en conjunto, constituyen la praxis. Y, en cuanto a lo que nos interesa, permite también engendrar especialistas del saber práctico. En otros términos: por y desde ese grupo particular el develamiento, que es un momento de la acción, se aísla y se plantea por sí. Los fines son definidos por las clases dominantes y realizadas por las clases trabajadoras, pero el estudio de los medios están reservados a un conjunto de técnicos que pertenecen a eso que Colin Clarke llama el sector terciario, y que son sabios, ingenieros, médicos, legistas, profesores, etc. Esos hombres, como individuos, no se diferencian de los otros hombres puesto que cada uno de ellos, haga lo que haga, devela y conserva el ser que sobrepasa en su proyecto de cambiarlo. Falta decir que la función social que le es atribuida consiste en el examen crítico del campo de los posibles, y que no les pertenece ni la apreciación de los fines ni, en la mayoría de los casos (hay excepciones, por ejemplo el cirujano), la realización. En conjunto estos técnicos del saber práctico no son todavía intelectuales pero es entre ellos –y en ninguna otra parte– que los intelectuales se recluían.

Para comprender mejor lo que son, veamos cómo aparecieron en Francia. Hasta el siglo XIV el clérigo –hombre de iglesia– es también él, detentador de un saber. Ni los barones ni los campesinos saben leer. La lectura es el hecho del clérigo. Pero la Iglesia tiene un poder económico (inmensas riquezas) y un poder político (como lo prueba la tregua de Dios que impuso a los feudales y supo hacer respetar en la mayoría de los casos). Ella es, en tanto que iglesia, guardiana de una ideología, el cristianismo, que expresa y que inculca a otras clases. El clérigo es el mediador entre el señor y el campesino; él les permite reconocerse en tanto que ambos tienen (o creen tener) una ideología común. Él conserva los dogmas, trasmite la tradición y la adapta. Como hombre de iglesia, no sabría ser un especialista del saber. Ofrece una imagen mítica del mundo, un mito totalitario que mientras expresa la conciencia de clase de la iglesia, define el lugar y el destino del hombre en un universo enteramente sagrado, precisa la jerarquía social.

El especialista del saber práctico aparece con el desarrollo de la burguesía. Esta clase de comerciantes entra, desde que se constituye, en conflicto con la Iglesia cuyos principios (justo precio, condena do la usura), traban el desarrollo del capitalismo comercial. Con todo, la burguesía adopta y conserva la ideología de los clérigos, sin preocuparse por definir su propia ideología. Pero elige entre sus hijos auxiliares técnicos y defensores. Las flotas comerciales implican la existencia de sabios y de ingenieros; la contabilidad por partida doble reclama calculadores que darán nacimiento a matemáticos; la propiedad real y los contratos implican la multiplicación de hombres de ley, la medicina se desarrolla y la anatomía está en el origen del realismo burgués en las artes. Esos expertos en medios nacen pues de la burguesía y en ella: no son ni una clase ni una élite: totalmente integrados a la vasta empresa que es el capitalismo comercial, le proporcionan los medios de mantenerse y ampliarse. Esos sabios y esos prácticos en su arte o profesión no son los guardianes de ninguna ideología y su función no es ciertamente dar una a la burguesía. En el conflicto que opone los burgueses a la ideología de la iglesia, intervendrán poco: los problemas se formulan a nivel de los clérigos y a través de ellos; éstos se oponen entre ellos en nombre de la universalidad sintética en el momento en que el desarrollo del comercio habrá hecho de la burguesía una potencia a integrar. De sus tentativas para adaptar la ideología sagrada a las necesidades de la clase en ascenso, nacen a la vez la Reforma (el protestantismo es la ideología del capitalismo comercial) y la Contrarreforma (los jesuítas disputan los burgueses a la Iglesia reformada: la noción de usura da lugar, gracias a ellos, a la de crédito). Los hombres del saber viven en esos conflictos, los inferiorizan, sienten sus contradicciones pero no son los agentes principales de ellos.

En verdad ninguna adaptación de la ideología sagrada podía satisfacer a la burguesía, que sólo encontraba su interés en la desacralización de todos los sectores prácticos. Ahora bien –por encima de los conflictos entre clérigos– sucede que, aún sin darse cuenta, los técnicos del saber práctico producen esclareciendo la praxis burguesa sobre sí misma, definiendo el lugar y el tiempo en que se desarrolla la circulación de las mercaderías. A medida que se laiciza un sector sagrado, Dios se dispone a subir al cielo: a partir de fines del siglo XVII es el Dios escondido. En ese momento, la burguesía experimenta la necesidad de afirmarse como clase a partir de una concepción global del mundo, es decir de una ideología: tal es el sentido de lo que se ha llamado “la crisis del pensamiento en la Europa Occidental”. Esta ideología no son los clérigos quienes la construirán, sino los especialistas del saber práctico: los hombres de ley (Montesquieu), los hombres de letras (Voltaire, Diderot, Rousseau), los matemáticos (d’Alembert), un general (Helvétius), médicos, etc. Ellos toman el lugar de los clérigos y se denominan filósofos, es decir “amantes de la sabiduría”. La Sabiduría es la Razón. Además de sus trabajos especializados, se trata de crear una concepción racional del Universo que abarque y justifique las acciones y las reivindicaciones de la burguesía.

Ellos usarán el método analítico que no es otra cosa que el método de investigación que ha hecho sus pruebas en las ciencias y las técnicas de la época. Lo aplicarán a los problemas de la historia y de la sociedad: es la mejor arma contra las tradiciones, los privilegios y los mitos de la aristocracia, fundada sobre un sincretismo sin racionalidad. La prudencia hará, de todos modos, que disfracen el vitriolo que roe los mitos aristocráticos y teocráticos por sincretismos de fachada. Citaré como único ejemplo la idea de Naturaleza, compromiso entre el objeto riguroso de las ciencias exactas y el mundo cristiano creado por Dios. Es lo uno y lo otro: Naturaleza es en principio la idea de una unidad totalizante y sincrética de todo lo que existe –lo que nos reenvía a la Razón Divina; pero es también la idea de que todo está sometido a Leyes y que el Mundo está constituido por series causales en número infinito, y que cada objeto de conocimiento es el efecto fortuito del encuentro de varias de esas series, lo que concluye necesariamente en la supresión del Demiurgo. Así, al abrigo de este concepto bien elegido, se puede ser cristiano, deísta, panteísta, ateo, materialista, sea que uno disimule su pensamiento profundo bajo esa fachada en la cual no se cree para nada, sea que uno se engañe a sí mismo y que sea creyente e incrédulo a la vez. La mayor parte de los filósofos estaban en este último caso, en cuanto especialistas del saber práctico, a pesar de todo influenciados por las creencias inculcadas desde su primera infancia.

A partir de allí, su trabajo consiste en dar a las burguesías armas contra el feudalismo, y a confirmarla en su orgullosa conciencia de sí misma. Extendiendo la idea de la ley natural al dominio económico –error inevitable pero fundamental–, hacen de la economía un sector laicizado y exterior al hombre: la inflexibilidad de leyes que ni siquiera pueden soñar modificar obliga a someterse a ellas; la economía forma parte de la Naturaleza: en ella también no se podrá mandar a la Naturaleza sino obedeciéndola. Cuando los filósofos reclaman la libertad, el derecho de libre examen, no hacen sino reclamar la independencia del pensamiento que es necesaria para las investigaciones prácticas (que operan al mismo tiempo), pero para la clase burguesa esa reivindicación se dirige ante todo a la abolición de las trabas feudales al comercio y el liberalismo, o libre competencia económica. De la misma manera, el individualismo aparece a los propietarios burgueses como la afirmación de la propiedad real, relación sin intermediarios entre el poseedor y el bien poseído, contra la propiedad feudal que es, ante todo, relaciones de hombres entre ellos. El atomismo social resulta de la aplicación a la sociedad del pensamiento científico de la época: los burgueses se sirven de él para rechazar los “organismos” sociales. La igualdad de todos los átomos sociales es una consecuencia necesaria de la ideología cientificista, que se apoya en la Razón analítica: los burgueses se servirán de ella para descalificar a los nobles oponiéndoles el resto de los hombres. En esa época, efectivamente, la burguesía, como ha dicho Marx, se considera como clase universal.

En pocas palabras, los «filósofos» no hacen otra cosa que lo que se reprocha hoy a los intelectuales: utilizan sus métodos para otro fin que el que debían tratar de alcanzar, es decir para constituir una ideología burguesa, fundada sobre el cientismo mecanicista y analítico. ¿Hay que ver en ellos a los primeros intelectuales? Sí y no. De hecho, son los aristócratas quienes les reprochan, en su época, el meterse en lo que no les concierne. Y los prelados. Pero no la burguesía. Es que su ideología no ha salido de la nada: la clase burguesa la producía en estado bruto y difuso en y por su práctica comercial; ella se daba cuenta de que la necesitaba para tomar conciencia de sí misma a través de signos y símbolos; para disolver y quebrar las ideologías de otras clases sociales. Los «filósofos» aparecen entonces como intelectuales orgánicos en el sentido que Gramsci presta a esa palabra: nacidos de la clase burguesa, se encargan de expresar el espíritu objetivo de esa clase. ¿De dónde viene ese acuerdo orgánico? En principio, del hecho de que son engendrados por ella, llevados por su éxito, penetrados por sus costumbres y sus pensamientos. Luego y sobre todo porque el movimiento de la investigación científica, práctica, y el de la clase en ascenso se corresponden: espíritu de impugnación, rechazo del principio de autoridad y trabas al libre comercio, universalidad de las leyes científicas, universalidad del hombre opuesta al particularismo feudal, ese conjunto de valores y de ideas –que concluye finalmente en dos fórmulas: todo hombre es burgués, todo burgués es hombre– lleva un nombre: es el humanismo burgués.

Fue la edad de oro: nacidos, educados, formados en la burguesía, los “filósofos” con su acuerdo, luchaban para sacar de ella la ideología. Esa edad está lejos. Hoy la clase burguesa está en el poder, pero nadie puede ya considerarla como clave universal. Eso sólo bastaría para hacer que su “humanismo” fuera perimido. Tanto más, cuanto esta ideología suficiente en tiempos del capitalismo familiar, no conviene mucho al tiempo de los monopolios. Se mantiene todavía, sin embargo: la burguesía persiste en llamarse humanista, el Occidente ha sido bautizado Mundo Libre, etc. Con todo en el último tercio del siglo XIX, y particularmente después del caso Dreyfus, los nietos de los filósofos se han transformado en intelectuales. ¿Qué quiere decir eso?

Ellos se reclutan siempre entre los técnicos del saber práctico. Pero para definirlos, es necesario enumerar los caracteres presentes de esa categoría social.

1° El técnico del saber práctico es reclutado desde arriba. Ya no pertenece, en general, a la clase dominante, pero ésta lo designa en su ser decidiendo los empleos; según la naturaleza exacta de su empresa (por ejemplo según la fase de su industrialización), según las necesidades sociales consideradas según sus opciones particulares y sus intereses (una sociedad elige en parte el número de sus muertos según la cantidad de la plusvalía que consagra al desenvolvimiento de la medicina). El empleo, como puesto de poder y papel a jugar define a priori el porvenir de un hombre abstracto pero esperado: tantos puestos de médicos, de docentes, etc., para 1975, significa a la vez para toda una categoría de adolescentes una estructuración del campo de los posibles, los estudios a iniciar y, por otra parte, un destino: de hecho, sucede a menudo que el puesto los espere antes del nacimiento mismo, como su ser social; él no es otra cosa, en efecto, que la unidad de funciones que tendrán que llenar día a día. Así la clase dominante decide el número de técnicos del saber práctico en función del provecho, que es su fin supremo. Ella decide al mismo tiempo qué parte de la plusvalía consagrará a sus salarios, en función del crecimiento industrial, de la coyuntura, de las nuevas necesidades aparecidas (la producción masiva, por ejemplo, implica un desarrollo considerable de la publicidad, de donde surge un número sin cesar creciente de técnicos-psicólogos, de estadistas, de inventores de ideas publicitarias, de artistas para realizarlas, etc., donde la adopción de la human engineering implica el concurso directo de psicotécnicos y sociólogos). Hoy la cosa está clara: la industria quiere meter la mano en la universidad para obligar a ésta a abandonar el viejo humanismo perimido, y a reemplazarlo por disciplinas especializadas, destinadas a das a las empresas, gestores, empleados secundarios, public relations, etc.

2° La formación ideológica y técnica del especialista del saber práctico es, ella también, definida por un sistema constituido desde arriba (primario, secundario, superior), y necesariamente selectivo. La clase dominante regula la enseñanza de modo de darles: a) la ideología que ella juzga conveniente (primaria y secundaria); b) los conocimientos y prácticas que los harán capaces de ejercer sus funciones (superior).

Ella les enseña, pues, a priori, dos papeles: hace de ellos a la vez especialistas de la investigación y servidores de la hegemonía, es decir guardianes de la tradición. El segundo papel los constituye –para emplear una expresión de Gramci; en “funcionarios de superestructuras”, como tales reciben un cierto poder, el de “ejercer las funciones subalternas” de la hegemonía social y del gobierno político (los testores son policías, los profesores seleccionistas, etc.). Están implícitamente encargados de trasmitir los valores (componiéndolos, si es necesario, para adaptarlos a las exigencias de la actualidad) y de combatir, en su oportunidad, los argumentos y los valores de todas las otras clases arguyendo sus conocimientos técnicos. A este nivel son los agentes de un particularismo ideológico tanto confesado (nacionalismo agresivo de los pensadores nazis), tanto disimulado (humanismo liberal, es decir falsa universalidad). Es de hacer notar, en este nivel, que son los encargados de ocuparse de lo que no les concierne. Sin embargo nadie soñará en llamarlos intelectuales: eso se relaciona con que ellos hacen pasar abusivamente por leyes científicas lo que no es, en los hechos, más que la ideología dominante. En los tiempos de las colonias, los psiquiatras realizaron trabajos que se autoapelaban rigurosos para establecer la inferioridad de los africanos (por ejemplo), sobre la anatomía y la fisiología de sus cerebros. Por ese lado contribuían a mantener el humanismo burgués: todos los hombres son iguales salvo los colonizados que de hombres sólo tienen la apariencia.

Otros trabajos establecían del mismo modo la inferioridad de las mujeres: la humanidad estaba hecha de burgueses, blancos y masculinos.

3° Las relaciones de clases regulan automáticamente la selección dé técnicos del saber práctico: en Francia no hay muchos obreros en esa categoría social porque un hijo de obrero tiene las mayores dificultades para realizar estudios superiores; se encuentra un número mayor de campesinos porque las últimas emigraciones rurales se han hecho hacia los pequeños empleos públicos de las ciudades. Pero sobre todo son hijos de pequeños burgueses. Un sistema de becas (la enseñanza es gratuita pero es necesario vivir), permite al poder tal o cual política de reclutamiento según las circunstancias. Agreguemos además que aún por los hijos de las clases medias, el campo de los posibles está rigurosamente limitado por los recursos familiares: seis años de medicina para su hijo es demasiado pesado para el presupuesto de las capas inferiores de las clases medias. Así todo está rigurosamente definido para el técnico del saber práctico. Nacido, en general, en el estrato mediano de las clases medias, donde se le inculca desde la primera infancia la ideología particularista de la clase dominante, su trabajo lo alinea de todas maneras en la clase media. Eso significa que no tiene, en general, ningún contacto con los trabajadores, y sin embargo que es cómplice de su explotación por el patronato puesto que, en cualquier estado de causa, vive de la plusvalía. En ese sentido, su ser social y su destino le vienen de afuera: él es el hombre de los medios, el hombre medio, el hombre de la clase media; los fines generales a los cuales se vinculan sus actividades no son sus fines.

Es a ese nivel que aparece el intelectual.

Todo proviene de que el trabajador social que la clase dominante ha constituido en técnico del saber práctico, sufre a varios niveles de una misma contradicción:

1° Es “humanista” desde su primera infancia: eso significa que se le ha hecho creer que todos los hombres eran iguales. Ahora bien, si él se considera, toma conciencia de ser por sí mismo la prueba de la desigualdad de las condiciones humanas. ¿Él posee un poder social que proviene de su saber emanado de una práctica? A ese saber, él lo ha abordado, hijo de un comisionado o de un alto asalariado o de un representante de las profesiones liberales, como heredero; la cultura estaba en su familia antes de que él naciera, todo es uno. Y, si él ha salido de las clases trabajadoras, no ha podido triunfar sino por la razón de que un sistema complejo y nunca justo de selecciones ha eliminado la mayor parte de sus camaradas. Es, de todas maneras, el poseedor de un privilegio injustificado, sobre todo en un sentido, si ha salido brillantemente de todas las pruebas. Ese privilegio –o monopolio del saber– está en contradicción radical con el igualitarismo humanista. En otros términos debería renunciar a él. Pero como él es ese privilegio, no renunciará sino aboliéndose a sí mismo, lo que contradice el instinto de vida tan enraizado en la mayoría de los hombres.

2° El “filósofo» del siglo XVIII tenía, lo hemos visto, la suerte de ser el intelectual orgánico de su clase. Esto significa que la ideología de la burguesía –que impugnaba las formas perimidas del poder feudal– parecía nacer espontáneamente de los principios generales de la investigación científica, ilusión que provenía de que la burguesía, contra la aristocracia que se quería particularizar por la sangre o la raza, reclamaba la universalidad, tomándose como clase universal.

Hoy la ideología burguesa que, al principio, ha impregnado a los técnicos del saber práctico, por la educación y la enseñanza de las “humanidades”, está en contradicción contra esa otra parte constitutiva de ellos mismos, su función de ‘investigadores, es decir su saber y sus métodos: es por allí que son universalistas puesto que buscan conocimientos prácticos universales. Pero si aplican sus métodos a considerar la clase dominante y su ideología –que también es la de ellos–, no pueden disimularse que una y otra son astutamente particularistas. Y, por consiguiente, en sus investigaciones mismas, descubren la alienación puesto que son los medios de fines que les siguen siendo extraños y que se les prohíbe cuestionar. Esta contradicción no proviene de ellos sino de la clase dominante misma. Se lo verá claramente por un ejemplo sacado de la misma historia de ustedes.

En 1886, Arinari Morí reforma en el Japón la instrucción pública: la educación primaria debe basarse sobre la ideología del militarismo y del nacionalismo, ella desarrolla en el niño la lealtad hacia el Estado, la sumisión a los valores tradicionales. Pero al mismo tiempo Mori está convencido (estamos en la época Meiji) de que si la educación se limita a esas concepciones primarias, el Japón no producirá los sabios y los técnicos necesarios para su equipamiento industrial. Entonces, por la misma razón, es necesario dejar a la enseñanza «superior» una cierta libertad, apropiada a la investigación.

Después el sistema de educación japonés ha cambiado profundamente, pero he citado ese ejemplo para mostrar que la contradicción, entre los especialistas del saber práctico, es creada por las exigencias contradictorias de la clase dominante. En efecto, es ella quien constituye el modelo contradictorio que los espera desde la primera infancia, y quien hará de ellos hombres-contradicción puesto que la ideología particularista de obediencia a un Estado, a una política, a ciases dominantes entra en conflicto, en ellos, con el espíritu de investigación –libre y universalista– que les es igualmente dado fuera pero más tarde, cuando ya están sometidos. Entre nosotros la contradicción es la misma: se les enmascara desde la infancia, por una falsa universalidad, la realidad social que es la explotación de la mayoría por una minoría; se les esconde bajo el nombre de humanismo la verdadera condición de obreros y campesinos y la lucha de clases; por un igualitarismo mentiroso el imperialismo, el colonialismo, el racismo que es la ideología de esas prácticas; cuando abordan los estudios superiores casi todos están imbuidos, desde la infancia, de la inferioridad de las mujeres; la libertad, adquirida por la burguesía sola, le es presentada como universalidad formal: todo el mundo vota, etc.; la paz, el progreso, la fraternidad, enmascaran difícilmente la selección que ha hecho de cada uno de ellos, un “hombre concurrencial”, las guerras imperialistas, la agresión a Vietnam por las fuerzas armadas de los Estados Unidos, etc. Recientemente, han advertido que es necesario enseñar y repetir las charlas sobre “la abundancia”, para disimularles que los dos tercios de la humanidad viven en estado de sub-alimentación crónica. Eso quiere decir que, si ellos quieren dar una apariencia de unidad a esos pensamientos contradictorios, es decir limitar la libertad de investigación por ideas que son manifiestamente falsas, detienen el libre pensamiento científico y técnico por normas que no provienen de ella y, de un golpe, ponen fronteras externas al espíritu de investigación, intentando creer y hacer creer que ellas nacen de él. En pocas palabras, el pensamiento científico y técnico no desarrolla su universalidad sino bajo control. Así, a pesar de que lo tenga, a pesar de un núcleo universal, libre y riguroso, la ciencia sometida al particularismo se convierte en una ideología.

3° Cualesquiera sean los fines de la clase dominante, el acto del técnico es en principio práctico, o sea que tiene por finalidad lo útil. No lo que es útil a tal o cual grupo social, sino lo que es útil sin especificación ni límites. Cuando un médico hace investigaciones para curar el cáncer, su búsqueda no especifica, por ejemplo, que hay que curar a los ricos, por la razón de que lo riqueza o la pobreza no tienen nada que ver con las células cancerosas. Esa indeterminación del enfermo es necesariamente concebida como su universalización: si se sabe curar a un hombre (evidentemente caracterizado por dependencia socio-profesionales que caen fuera de la investigación), se les curará a todos. Pero, en los hechos, ese médico se encuentra, por condición, sumergido en un sistema de relaciones definido por la clase dominante en función de la escasez y de la ganancia (fin supremo de la burguesía industrial), y, tal como sus investigaciones, limitadas por los créditos, del mismo modo –si encuentra un remedio– que los precios de los primeros cuidados, no servirán en principio sino un pequeño número (agreguemos que sus descubrimientos pueden ser ocultados por razones económicas por tal o cual organización: un remedio de primer orden pero rumano, contra los males de la vejez, se encuentra en ciertos países pero no en Francia, en virtud de la resistencia de los farmacéuticos; otros existen en laboratorios desde hace muchos años pero no pueden comprarse en ninguna parte y el público los ignora, etc.). En muchos casos, con la complicidad del técnico del saber práctico, las capas sociales privilegiadas roban la utilidad social de sus descubrimientos y la transforman en utilidad para el pequeño número a expensas del grande. Por esta razón, las nuevas invenciones permanecen durante mucho tiempo como instrumentos de frustración para la mayoría: es lo que se llama pauperización relativa. Así el técnico que inventa para todos no es finalmente –al menos por una duración raramente previsible– nada más que un agente de pauperización para las clases trabajadoras. Es lo que se comprende mejor todavía cuando se trata del mejoramiento notable de un producto industrial: éste, en efecto, no es utilizado por la burguesía sino para acrecentar su provecho.

Así los técnicos del saber son producidos por la clase dominante con una contradicción que los desgarra: por una parte, en cuanto asalariados y funcionarios menores de las superestructuras, dependen directamente de los dirigentes (organismos “privados” o Estado) y se sitúan necesariamente en la particularidad, como un cierto grupo de sector terciario; por otra parte en tanto cuanto su especialidad es siempre lo universal, esos especialistas son la contestación misma de particularismos que se les ha inyectado, y que no pueden impugnar sin impugnarse a sí mismos. Afirman que no hay “ciencia burguesa”, y sin embargo su ciencia es burguesa por sus límites y ellos lo saben. Es verdad, no obstante, que en el momento mismo de la investigación trabajan en libertad, lo que hace más amargo aún el retorno a su condición real.

El poder no ignora que la realidad del técnico es la discusión permanente y recíproca entre lo universal y lo particular y que él representa, al menos en potencia, lo que Hegel ha llamado “conciencia desgraciada”. Por ese lado, el poder lo tiene como eminentemente sospechoso. Le reprocha ser “aquel que siempre niega”, aunque sepa perfectamente que no se trata de un rasgo de carácter y que la discusión es un paso necesario del pensamiento científico. Éste, en efecto, es tradicionalista en la medida en que acepta el cuerpo de las ciencias, pero negativa en la medida en que el objeto se impugna en ella y permite por allí un progreso. La experiencia de Michelson y de Morlay ha tenido por resultado impugnar el conjunto de la física newtoniana. Pero la impugnación no ha sido buscada. El progreso en la medición de las velocidades (progreso técnico en los instrumentos, vinculado a la industria) les impuso la intención de medir la velocidad de la tierra. Esa medida revela una contradicción que los experimentadores no habían buscado; ellos no la asumen sino para suprimirla mejor por una nueva impugnación: ésta les es impuesta por el objeto.

Fitzgerald y Einstein aparecen entonces no como impugnadores sino como sabios que buscan lo que hay que abandonar en el sistema, para integrar con el mínimo desgaste los resultados de la experiencia. No importa: para el poder, si son tales que los medios se impugnan entre ellos, vendrán a impugnar los fines que son a la vez planteados en abstracto por la clase dominante, y la unidad integrante de los medios. Así el investigador es simultáneamente indispensable y sospechoso a los ojos de la clase dominante. No puede dejar de sentir y de interiorizar esa sospecha, y de encontrarse al principio sospechoso ante sus propios ojos. A partir de allí hay dos posibilidades:

A.– El técnico del saber acepta la ideología dominante o se acomoda a ella: llega, con toda mala fe, a poner lo universal al servicio de lo particular; practica la autocensura y se torna apolítico, agnóstico, etc. Puede suceder también que el poder lo conduzca por presión a renunciar a una actitud de impugnación valedera: él dimite de su poder de discusión, lo que no puede hacerse sin gran daño para su función de práctico. Se dice, en ese caso, con satisfacción que “ese no es un intelectual”.

B.– Si él constata el particularismo de su ideología y eso no lo satisface, si reconoce que ha interiorizado en autocensura el principio de autoridad, si, para negar su malestar y su mutilación, es obligado a cuestionar la ideología que ha formado, si se rehúsa a ser agente subalterno de la hegemonía y medio de fines que ignora o que le está prohibido impugnar, entonces el agente del saber práctico se transforma en un monstruo, es decir en un intelectual, que se ocupa de lo que le concierne (en lo exterior: principios que guían su vida; en lo interior: su lugar vivido en la sociedad), y de quien los otros dicen que se ocupa de lo que no le concierne.

En suma todo técnico del saber es intelectual en potencia, puesto que es definido por una contradicción que no es otra que el combate permanente, en él, de su técnica universalista y de la ideología dominante. Pero no es por simple decisión que un técnico se transforma en un intelectual de hecho: eso depende de su historia personal que ha podido desatar en él la tensión que lo caracteriza; en último análisis el conjunto de factores que acaban la transformación es de orden social.

Se puede citar primero la opción de las clases dominantes y el nivel de vida que ellas aseguran a sus intelectuales –en particular a sus estudiantes. Los bajos salarios pueden, ciertamente, reducir a una dependencia mayor. Pero pueden también empujar a la impugnación revelando al técnico del saber qué lugar real se le reserva en la sociedad. Está también la imposibilidad en que se encuentran las clases dirigentes de asegurar a sus estudiantes todos los puestos que les corresponden y que se les ha prometido: los que no son provistos de esos puestos caen por debajo del nivel de vida –por poco elevado que este sea– que se asegura a los técnicos; experimentan entonces su solidaridad con las clases sociales menos favorecidas. Ese desempleo o esa caída hacia funciones menos retribuidas y menos honoríficas pueden ser asegurados normalmente por un sistema de selecciones, pero el seleccionado negativo (el eliminado) no puede impugnar la selección sin impugnar toda la sociedad. Sucede en ciertas coyunturas históricas, que los viejos valores y la ideología dominante sean violentamente impugnados por las clases trabajadoras, lo que implica transformaciones profundas en las clases dominantes; en ese caso, numerosos especialistas del saber se transforman en intelectuales porque las contradicciones aparecidas en la sociedad les hacen tomar conciencia de su propia contradicción. Si, por el contrario, las clases dominantes quieren aumentar el impacto de la ideología en detrimento de aquel del saber, son ellas quienes acrecientan la tensión interna y son responsables de la transformación del técnico en intelectual: han reducido la parte de la técnica, de la ciencia y la libre aplicación de métodos a un punto mucho más allá del que se podía aceptar. Ha sucedido, entre ustedes, que el poder, estos últimos años, ha obligado a profesores de historia a deformar la verdad histórica: éstos, aún si hasta ese momento se ocupaban exclusivamente de enseñar o de establecer los hechos, se han visto llevados a impugnar, en nombre de su conciencia profesional y de los métodos científicos que siempre han aplicado, la ideología que hasta entonces habían aceptado pasivamente. La mayor parte del tiempo, todos esos factores juegan a la vez: es que su conjunto, por contradictorio que sea, refleja la actitud general de una sociedad hacia sus especialistas; pero nunca hacen más que llevar hasta la toma de conciencia una contradicción constitucional.

El intelectual es pues un hombre que toma conciencia de la oposición, en él y en la sociedad, entre la búsqueda de la verdad práctica (con todas las normas que ella implica) y la ideología dominante (con su sistema de valores tradicionales). Esta toma de conciencia, aunque deba, para ser real, operarse en el intelectual primero al nivel mismo de sus actividades profesionales y de su función, no es otra cosa que el develamiento de las contradicciones fundamentales de la sociedad, es decir de los conflictos de clase y, en el seno de la propia clase dominante, de un conflicto orgánico entre la verdad que ella reclama como su empresa y los mitos, valores y tradiciones que mantiene, y con los que quiere infestar las otras clases para asegurar su hegemonía.

Producto de sociedades desgarradas, el intelectual testifica acerca de ellas porque ha interiorizado su desgarramiento. Es, pues, un producto histórico. En ese sentido ninguna sociedad puede quejarse de sus intelectuales, sin acusarse olla misma, puesto que no tiene sino a los que ha hecho.

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Segunda conferencia

FUNCIÓN DEL INTELECTUAL

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1. Contradicciones

Hemos definido al intelectual en su existencia. Ahora es necesario hablar de su función. ¿Pero tiene una función? Está claro, en efecto, que nadie le ha otorgado mandato para ejercerla. La clase dominante lo ignora: ella no quiere conocer de él más que el técnico del saber y el pequeño funcionario de la superestructura. Las clases desfavorecidas no pueden engendrarlo, puesto que él no puede derivar sino del especialista de la verdad práctica, y ese especialista nace de las opciones de la clase dominante, es decir de la parte de la plusvalía que ésta afecta para producirlo. En cuanto a las clases medias –a las cuales los intelectuales pertenecen–, aunque ellas sufran en principio los mismos desgarramientos, realizando en sí mismas la discordia entre burguesía y proletariado, sus contradicciones no son vividas al nivel del mito y del saber, del particularismo y de la universalidad: luego el intelectual no puede haber obtenido a sabiendas mandato para expresarlas.

Digamos que el intelectual se caracteriza por no tener mandato de nadie y por no haber recibido su estatuto de ninguna autoridad. Es, como tal, no el producto de una decisión –como son los médicos, profesores, etc. en cuanto agentes del poder–, sino el monstruoso producto de sociedades monstruosas. Nadie lo reclama, nadie lo reconoce (ni el Estado, ni la élite-poder, ni los grupos de presión, ni los aparatos de las clases explotadas, ni las masas); se puede ser sensible a lo que él dice pero no a su existencia: de una prescripción dietética y su explicación se dirá, con una especie de fatuidad: «Es mi médico quien me la ha dado», mientras que si un argumento del intelectual ha trascendido y la multitud lo retoma, será presentando en sí, sin relación con el primero que lo ha presentado. Será un razonamiento anónimo, dado en principio como el de todos. El intelectual es suprimido por la manera misma en que se usan sus productos.

Así nadie le concede ni el más mínimo derecho, ni el más mínimo estatuto. Y, de hecho, su existencia no es admisible, puesto que ella no se admite a sí misma, dada la simple imposibilidad vivida de ser un puro técnico del saber práctico en nuestras sociedades. Esta definición hace del intelectual el más desarmado de los hombres: él no puede ciertamente formar parte de lina élite porque no dispone, al principio, de ningún saber y, por consecuencia, de ningún poder. No pretende enseñar, aunque se lo reclute a menudo entre los que enseñan, porque es, al empezar. un ignorante. Si es profesor o sabio sabe ciertas cosas aunque no pueda derivarlas de los verdaderos principios; en tanto que intelectual, busca: las limitaciones violentas o sutiles de lo universal por el particularismo y de la verdad por el mito en el seno del cual parece suspendida, lo han hecho investigador. Investiga en primer lugar acerca de sí mismo, para transformar en totalidad armoniosa el ser contradictorio que lo afecta. Pero ese no puede ser su único objeto, puesto que él no piensa encontrar su secreto y resolver su contradicción orgánica sino aplicando a la sociedad, de la cual es producto, a la ideología de ésta, a sus estructuras, a sus opciones, a su praxis, los métodos rigurosos que le sirven en su especialidad de técnico del saber práctico: libertad de investigación (y de impugnación), rigor de la investigación y de las pruebas, búsqueda de la verdad (develación del ser y de sus conflictos), universalidad de los resultados adquiridos. De todos modos, esos caracteres abstractos no bastan para constituir un método válido para el objeto propio del intelectual. El objeto específico de su investigación es doble, en efecto: sus dos aspectos son inversos el uno del otro y complementarios; es necesario que se aprehenda a sí mismo en la sociedad, en tanto cuanto ella lo produce y eso no es posible sino si él estudia la sociedad global en tanto cuanto ella ha producido, en un cierto momento, a los intelectuales. De allí un perpetuo trastrocamiento: de sí mismo al mundo y del mundo a sí mismo, que hace que se pueda confundir el objeto de la búsqueda intelectual con aquel de la antropología. El intelectual no puede, en efecto, considerar el conjunto social objetivamente puesto que lo encuentra en sí mismo como su contradicción fundamental: pero no puede conformarse con un simple cuestionamiento subjetivo de sí mismo puesto que está justamente insertado en una sociedad definida que lo ha hecho. Estas observaciones nos enseñan que:

l°) El objeto de su investigación exige una especialización del método abstracto del que acabamos de hablar: es necesario en efecto que en ese perpetuo trastrocamiento de puntos de vista exigidos para superar una contradicción precisa, los dos momentos –exterioridad interiorizada, reexteriorización de la interioridad– se hayan ligado rigurosamente. Este vínculo de términos contradictorios no es otra cosa que la dialéctica. Se trata de un método que el intelectual no puede enseñar; cuando se despierta a su nueva condición él quiere suprimir su “contradicción de ser”, no conoce el procedimiento dialéctico: es su objeto quien se lo impondrá poco a poco puesto que es de doble faz y que cada una de éstas reenvía a la otra; pero al término mismo de su investigación, el intelectual no tiene un conocimiento riguroso del método impuesto.

2°) De todos modos la ambigüedad de su objeto aleja al intelectual de la “universalidad abstracta”. De hecho el error de los “filósofos” fue creer que se podía aplicar directamente el método universal (y analítico) a la sociedad donde se vive, cuando justamente vivían en ella y ella los condicionaba históricamente, de suerte que los prejuicios de su ideología se deslizaban en su investigación positiva y su voluntad misma de combatirlos. La razón de este error es clara: eran intelectuales orgánicos, que trabajaban para la misma clase que los había producido, no siendo su universalidad otra cosa que la falsa universalidad de la clase burguesa, que se tomaba por clase universal. De este modo, cuando buscaban al hombre, no llegaban sino al burgués. La verdadera búsqueda intelectual, si quiere liberar a la verdad de los mitos que la oscurecen, implica un pasaje de la investigación por la singularidad del investigador. Éste necesita situarse en un universo social para conocer y destruir en él y fuera de él los límites que la ideología prescribe al saber. Es a nivel de la situación que la dialéctica de la interiorización y de la exteriorización puede actuar, el pensamiento del intelectual debe volverse sin cesar sobre sí mismo para aprehenderse siempre como universalidad singular, es decir singularizada secretamente por los prejuicios de clase incúlcanos desde la infancia, mientras cree haberse desembarazado de ellos y haber encontrado lo universal. No basta (para no citar sino un ejemplo) combatir el racismo (como ideología del imperialismo) con argumentos universales, sacados de nuestros conocimientos antropológicos: esos argumentos pueden convencer a nivel de universalidad; pero el racismo es una actitud concreta de todos los días; y en consecuencia se puede sostener sinceramente el discurso universal del antirracismo, mientras en las lejanas profundidades que están ligadas a la infancia se permanece racista, y, de golpe, comportarse sin darse cuenta como racista en la vida cotidiana. Así el intelectual no habrá hecho nada, aún si demuestra el aspecto aberrante del racismo, si no vuelve sin cesar sobre sí mismo para disolver un racismo de origen infantil por una investigación rigurosa sobre “ese monstruo incomparable”, él mismo.

A ese nivel el intelectual, sin cesar, por sus trabajos de técnico del saber, por su salario y por su nivel de vida, se designa como pequeño burgués seleccionado y debe combatir su clase que, bajo la influencia de la clase dominante, reproduce en él necesariamente una ideología burguesa, pensamientos y sentimientos pequeño-burgueses. El intelectual es pues un técnico de lo universal que se apercibe de que, en su propio dominio, la universalidad no existe ya dada, que está perpetuamente por hacerse. Uno de los grandes peligros que el intelectual debe evitar, si quiere avanzar en su empresa, es unlversalizar demasiado rápidamente. He visto algunos que, apresurados por pasar a lo universal, condenaban durante la guerra de Argelia los atentados terroristas argelinos con las mismas razones que la represión francesa. Es el tipo mismo de la falsa universalidad burguesa. Había que comprender, al contrario, que la insurrección de Argelia, insurrección de pobres, sin armas, acosados por un régimen policial, no podía sino elegir la clandestinidad y la bomba. Así el intelectual, en su lucha contra sí, es llevado a ver la sociedad como la lucha de grupos particulares y particularizados por sus estructuras, su lugar y su destino por el estatuto de universalidad. Contrariamente al pensamiento burgués, debe tomar conciencia de que el hombre no existe. Pero, al mismo tiempo, sabiondo que no es todavía un hombre, debe aprehender, en sí y simultáneamente fuera de sí –e inversamente– el hombre como por hacer. Como ha dicho Pong: el hombre es el porvenir del hombre. Contra el humanismo burgués, la toma de conciencia del intelectual le muestra a la vez su singularidad y es a partir de ella que el hombre se da como finalidad lejana de una empresa práctica cotidiana.

3°) Por esta razón un reproche demasiado a menudo formulado al intelectual aparece como privado de sentido: se hace generalmente de él un ser abstracto que vive de lo universal puro, que no conoce sino los valores “intelectuales”, un ser puramente negativo, un razonador impermeable a los valores de la sensibilidad, un “cerebral”. El origen de estos reproches es evidente: el intelectual es un agente del saber práctico, en primer lugar, es raro que cese de serlo convirtiéndose en intelectual. Es verdad que él pretende aplicar, fuera de su dominio familiar, los métodos exactos, en particular para disolver fuera de él la ideología dominante, que se le presenta bajo forma de pensamientos confusos, difícilmente localizables, y de valores que son llamados “afectivos” o “vitales” para magnificar su aspecto fundamentalmente irracional. Pero su finalidad es realizar el sujeto práctico y descubrir los principios de una sociedad que lo engendraría y lo sostendría; esperando conduce su investigación en todos los niveles y trata ele modificarse en su sensibilidad tanto como en sus pensamientos. Esto significa que quiere producir, en la medida de lo posible, en él, y en los otros, la unidad verdadera de la persona, la recuperación por cada uno de los fines que son impuestos a su actividad (y que, de golpe, se tornarían en otros), I a supresión de alienaciones, la libertad real del pensamiento por supresión en el exterior de prohibiciones sociales nacidas de estructuras de clases, en el interior de inhibiciones y de autocensuras. Si hay una sensibilidad que rechaza, es la sensibilidad de clase, es decir, por ejemplo, la rica y múltiple sensibilidad racista, por esto es en provecho de una sensibilidad más rica, la que preside a las relaciones humanas de reciprocidad. No está dicho que rueda lograrlo totalmente, pero es un camino que él señala, que él se señala. Si impugna, impugna solamente la ideología (y sus consecuencias prácticas), en la medida en que una ideología, venga de donde venga, es un substituto engañador y confuso de la conciencia de clase; así su impugnación no es sino un momento negativo de una praxis que él es incapaz de emprender solo que no puede ser bien llevada a cabo sino por el conjunto de las clases oprimidas y explotadas y cuyo sentido positivo –aun si él sólo lo entrevé– es el advenimiento, en un porvenir lejano, de una sociedad de hombres libres.

4°) Ese trabajo dialéctico de un universal singular sobre universales singulares no debe jamás, al contrario, llevarse a cabo en primer lugar en lo abstracto. La ideología combatida está a cada rato actualizada por el acontecimiento. Entendamos que ella viene a nosotros menos como un conjunto de proposiciones claramente definidas, que como una manera de expresar y de enmascarar el acontecimiento particular. El racismo, por ejemplo, se manifiesta a veces –pero raramente– por libros (nosotros tuvimos La France Juive, de Drumont), pero mucho más a menudo por hechos de los cuales él es un motivo oculto, por ejemplo, en el caso Dreyfus, y por las justificaciones que los maas media dan al pasar, por el rodeo de un pensamiento, violencias racistas –tanto se presenten bajo un aspecto legal (Dreyfus) como bajo forma de linchamiento o bajo formas intermediarias– en tanto que ellas constituyen uno de los aspectos mayores del acontecimiento. El intelectual puede, para desembarazarse del racismo que le es propio y contra el cual lucha sin cesar, expresar esa lucha y sus ideas en un libro. Pero lo más importante es denunciar sin cesar por medio de actos los sofismas que quieren justificar la condenación de un judío porque es un judío, o tal pogrom, tal masacre; en pocas palabras, trabajar al nivel del acontecimiento en producir acontecimientos concretos que combaten el pogrom o el juicio racista del Tribunal, mostrando la violencia de los privilegiados en toda su desnudez. Llamo acontecimiento, aquí, a un hecho portador de una idea, es decir un universal singular puesto que limita la idea llevada, en su universalidad, por su singularidad de hecho fechado y localizado que ha tenido lugar en cierto momento de una historia nacional y la resume y la totaliza en la medida de la cual es él el producto totalizado. Esto significa, en verdad, que el intelectual se encuentra, por eso mismo, constantemente enfrentado a lo concreto y no puede sino darle una respuesta concreta.

5°) El enemigo más directo del intelectual es lo que yo llamaría el falso intelectual y que Nizan nombraba el perro guardián, suscitado por la clase dominante para defender la ideología particularista con argumentos que se pretenden rigurosos –es decir que se presentan como productos de métodos exactos. Ellos tienen, en efecto, esto en común con los verdaderos intelectuales: son originalmente, como ellos, técnicos del saber práctico. Sería demasiado simple imaginar que el falso intelectual es ante todo un vendido. A menos de entender el mercado que ha hecho un falso intelectual de un técnico del saber de manera un poco menos simplista que de ordinario. Digamos que ciertos funcionarios subalternos de las superestructuras, sienten que sus intereses están ligados a los de la clase dominante –lo cual es verdad– y no quieren sentir sino eso –lo que equivale a eliminar al contrario, lo que es verdad también. En otros términos, no quieren considerar la alienación de los hombres que ellos son o podrían ser, sino solamente el poder de funcionarios (que también lo son). Toman pues el porte del intelectual y comienzan por impugnar como él la ideología de la clase dominante, pero es una impugnación trucada y constituida de tal manera que se agota en sí misma y muestra así que la ideología dominante resiste a toda impugnación; en otros términos, el falso intelectual no dice no, como el verdadero; cultiva el “no, pero…” o el “lo sé muy bien y sin embargo…”. Estos argumentos pueden confundir al verdadero intelectual que por su parte tiene demasiada tendencia –como funcionario– a sostenerlos él mismo y a oponerlos al monstruo que es para hacerlo desaparecer en provecho del técnico puro. Pero, por necesidad, está obligado a refutarlos, precisamente porque él es ya el monstruo a quienes ellos no pueden convencer. Rechaza entonces los argumentos “reformistas” y no lo hace, en suma, sino haciéndose siempre más radical. De hecho el radicalismo y la empresa intelectual no son sino una sola cosa, y son los argumentos “moderados” de los reformistas los que empujan necesariamente al intelectual a esa vía, mostrándole que hay que impugnar los principios misinos de la clase dominante o servirla simulando impugnarla. Por ejemplo, muchos falsos intelectuales han dicho entre nosotros (a propósito de nuestra guerra de Indochina o durante la guerra de Argelia):

“Nuestros métodos coloniales no son lo que deberían ser, hay demasiadas desigualdades en nuestros territorios de ultramar. Pero estoy contra toda violencia, venga ella de donde venga; no quiero ser ni verdugo ni víctima y por eso me opongo a la revuelta de los indígenas contra los colonos”.

Está claro, para un pensamiento que se radicaliza, que esta toma de posición pseudo universalista equivale a declarar:

“Estoy por la violencia crónica que los colonos ejercen sobre los colonizados (sobre-explotación, desempleo, sub-alimentación mantenidos por el terror); en todo caso, es un mal menor que terminará por desaparecer; pero estoy contra la violencia que los colonizados podrían ejercer para liberarse de los colonos que los oprimen”.

Lo que conduce al pensamiento radical a constatar que, desde que se prohibe la contra-violencia a los oprimidos, poco importa que se dirijan suaves reproches a los opresores (del tipo: ¡igualen los salarios o, al menos, hagan un gesto; un poco más de justicia, por favor!). Éstos saben bien que esos reproches son una fachada, puesto que el falso intelectual pretende prohibir a las fuerzas reales de los oprimidos transformarse en reivindicaciones apoyadas por las armas. Si los colonizados no se levantan en masa, los colonos saben bien que no se encontrará en la metrópoli ninguna fuerza organizada para sostener su causa. No verán, pues ningún inconveniente en que el falso intelectual contribuya a alejar a los colonizados de la revuelta haciéndoles espejear la trampa del reformismo. El radicalismo intelectual está pues siempre empujado hacia adelante por los argumentos y las actitudes de los falsos intelectuales: en el diálogo de los falsos y los verdaderos, los argumentos reformistas y sus resultados reales (el statu quo) llevan necesariamente a los verdaderos intelectuales a convertirse en revolucionarios, puesto que comprenden que el reformismo no es nada más que un discurso con la doble ventaja de seguir a la clase dominante, permitiendo a los técnicos del saber práctico tomar, en apariencia, una cierta distancia con relación a sus empleadores, es decir a esa misma clase.

Todos aquellos que toman desde hoy el punto de vista universalista aseguran: lo universal es hecho de falsos intelectuales. El intelectual verdadero –es decir aquel que se entiende en el malestar como un monstruo–, se inquieta porque lo universal humano está por hacerse. Muchos falsos intelectuales han adherido entusiastamente al movimiento de Gary Davis. Se trataba de convertirse de inmediato en ciudadano del mundo y de hacer reinar sobre la tierra la Paz Universal.

“Perfecto” –dijo un vietnamita a un falso intelectual francés, miembro de ese movimiento. “Comiencen entonces por reclamar la paz en Vietnam, puesto que es allá donde se lucha.”

“Jamás en la vida”, respondió el otro. “Eso sería favorecer a los comunistas.”

Él quería la paz en general, ninguna paz particular, que hubiera favorecido a los imperialistas o a los pueblos colonizados. Pero si se quiere la Paz Universal sin ninguna paz particular, uno se limita a condenar moralmente la guerra. Ahora bien, es lo que todo el mundo hace, incluido el presidente Johnson. Es por la actitud de los falsos intelectuales que somos llevados –como lo he dicho en la conferencia precedente– a tener a los intelectuales por moralistas e idealistas, que condenan moralmente la guerra y sueñan, en nuestro mundo de violencias, que reinará un día una paz ideal –que no es un nuevo orden humano fundado sobre la cesación de todas las guerras por la victoria de los oprimidos, sino más bien la idea de la paz descendida de los cielos. El verdadero intelectual, siendo radical, no se encuentra, por ese lado, ni moralista ni idealista, sabe que. la única paz valedera en Vietnam costará lágrimas y sangre, sabe que comienza por el retiro de las tropas norteamericanas y la cesación de bombardeos, o sea por la derrota de los Estados Unidos. En otros términos, la naturaleza de su contradicción lo obliga a comprometerse en todos los conflictos de nuestro tiempo porque son todos –conflictos de clases, de naciones o de razas–, efectos particulares de la opresión de los desfavorecidos por la clase dominante y porque se encuentra, en cada uno, él, oprimido consciente de serlo, del lado de los oprimidos.

Sin embargo, es necesario repetirlo, su posición no es científica. Él aplica a tientas un método riguroso a objetos desconocidos que desmitifica desmitificándose; lleva una acción práctica de develamiento combatiendo las ideologías y desnudando la violencia que ellas enmascaran o justifican; opera para que una universalidad social sea un día posible, en la cual todos los hombres serán verdaderamente libres, iguales, y hermanos. Seguro que ese día, pero no antes, el intelectual desaparecerá y los hombres podrán adquirir el saber práctico en la libertad que él exige, y sin contradicción. Por el momento, él investiga y se engaña sin cesar, no teniendo otro hilo conductor que su rigor dialéctico y su radicalismo.

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2. El Intelectual y las masas

El intelectual está solo porque nadie le ha dado un mandato. Ahora bien –ésta es una de sus contradicciones–, él no puede liberarse sin que los otros se liberen al mismo tiempo. Porque todo hombre tiene sus fines propios que le son sin cesar robados por el sistema; y, extendiéndose la alienación a la clase dominante, los miembros de ésta, ellos mismos, trabajan para fines inhumanos que no les pertenecen, es decir fundamentalmente por la ganancia. Así el intelectual, entendiendo su contradicción propia como la expresión singular de contradicciones objetivas, es solidario con todo hombre que lucha por sí mismo, y por lo demás, contra esas contradicciones.

Sin embargo no se puede concebir que el intelectual efectúe su trabajo por el simple estudio de la ideología que se la ha inculcado (por ejemplo, sometiéndola a métodos críticos ordinarios). De hecho, es su ideología, ella se manifiesta a la vez como su modo de vida (en tanto que es realmente un miembro de las clases medias), y como su Weltanschauung, es decir como el par de cristales filtrantes que se ha puesto sobre la nariz y a través de los cuales ve el mundo. La contradicción que sufre no es primero vivida como sufrimiento. Para mirarla, haría falta que él pudiera tomar distancia respecto de ella: ahora bien, esto es lo que no puede hacer sin ayuda. De hecho, este agente histórico, enteramente condicionado por las circunstancias, es precisamente lo contrario de una conciencia de sobrevuelo. Si él pretendiera establecerse en el futuro para conocerse (como podemos conocer las sociedades pasadas), erraría totalmente su blanco: no conoce el porvenir o, si adivina una parte de él, es con los mismos prejuicios que lleva en sí, es decir a partir de la contradicción sobre la cual querría volverse. Si intentara ponerse, idealmente, fuera de la sociedad para juzgar la ideología de la clase dominante, llevaría consigo su contradicción en el mejor caso; en el peor se identificaría con la gran burguesía qué se encuentra por encima (económicamente) de las clases medias y que se inclina sobre ella, aceptaría, de golpe y sin impugnación, su ideología. No tiene entonces sino un medio de comprender la sociedad en que vive: verla desde el punto de vista de los más desfavorecidos.

Éstos no representan la universalidad, que no existe en ninguna parte, sino la inmensa mayoría, particularizados por la opresión y la explotación que hacen de ellos los productos de sus productos, robándoles sus fines (justamente como a los técnicos del saber práctico) y haciendo de ellos medios particulares de la producción, definidos por los instrumentos que producen y que les asignan sus tareas; su lucha contra esa particularización absurda los conduce, a ellos también, a encarar la universalidad: no aquella de la burguesía –cuando ésta se toma por la clase universal–, sino una universalidad concreta de origen negativo: nacida de la liquidación de los particularismos y del advenimiento de una sociedad sin clases. La única posibilidad real de tomar un punto de vista distante sobre el conjunto de la ideología decretada de arriba, es ponerse al lado de aquellos cuya misma existencia la contradice. El proletariado obrero y rural, por el sólo hecho de ser, revela que nuestras sociedades son particularistas y estructuradas en clases; la existencia de dos mil millones de subalimentados en una población de tres mil millones, es otra verdad fundamental de nuestras sociedades actuales –eso y no la tontería inventada por los falsos intelectuales (la abundancia)–. Las clases explotadas –aunque su toma de conciencia sea variable y ellas pueden ser profundamente penetradas por la ideología burguesa–, se caracterizan por su inteligencia objetiva. Esta inteligencia no es un don sino que nace de su punto de vista sobre la sociedad, el único radical, cualquiera sea su política (que puede ser la resignación, la dignidad o el reformismo, en la medida en que la inteligencia objetiva está confusa por sus interferencias con los valores que la clase dominante les ha inculcado). Este punto de vista objetivo produce el pensamiento popular que ve la sociedad a partir de lo fundamental, es decir a partir del nivel más bajo, el más adecuado para la radicalización, aquel desde donde se ven las clases dominantes y las que se alian con ellas de abajo hacia arriba, no como élites culturales sino como grupos de enormes estatuas cuyo zócalo abruma con todo su peso a las clases que reproducen la vida; no más al nivel de la no violencia, del reconocimiento recíproco y de la cortesía (como hacen los burgueses que están a la misma altura y se miran a los ojos), sino del punto de vista de la violencia soportada, del trabajo alienado y de las necesidades elementales. Este pensamiento radical y simple, si pudiera ser retomado por el intelectual por su cuenta, haría que éste se viera en su verdadero lugar, de abajo hacia arriba, renegando de su clase y sin embargo doblemente condicionado por ella (en tanto que ha salido de ella y que ella constituye su backqround psico-social, y en tanto que él se inserta de nuevo en ella como técnico del saber), cayendo con todo su peso sobre las clases populares, en tanto que su salario o sus honorarios son descontados de la plusvalía que esas clases producen. Conocería claramente ]a ambigüedad de su posición y, si aplacara a esas verdades fundamentales los métodos rigurosos de la dialéctica, conocería en y por las clases populares la verdad de la sociedad burguesa y, abandonando las ilusiones reformistas que le quedan, se radicalizaría como revolucionario, comprendiendo que las masas no pueden hacer nada más que romper los ídolos que las aplastan. Su nueva tarea sería entonces combatir la resurrección perpetua, en el pueblo, de las ideologías que lo paralizan.

Pero, en ese nivel, surgen nuevas contradicciones.

1° En particular esta: las clases desfavorecidas no producen, como tales, intelectuales, puesto que es justamente la acumulación de capital lo que permite a las clases dominantes crear y acrecentar un capital técnico. Ciertamente, sucede (10 % en Francia) que el “sistema” reclute algunos técnicos del saber práctico entre las clases explotadas, pero si el origen de esos técnicos es popular, no por eso dejan de ser integrados en seguida por su trabajo, su salario y su nivel de vida a las clases medias. En otros términos: las clases desfavorecidas no producen representantes orgánicos de la inteligencia objetiva que es suya. Un intelectual orgánico del proletariado es, mientras no se haga la revolución una contradicción in adjecto; por lo demás, naciendo en las clases que reclaman por su misma situación lo universal, él no sería, si pudiera existir, ese monstruo que hemos descrito y que se define por su conciencia desgraciada. 2° La otra contradicción es corolario de la primera: si consideramos que el intelectual, a falta de ser producido como tal, orgánicamente, por las clases desfavorecidas, quiere en todo caso unirse a ellas para asimilar sus inteligencia objetiva y para dar a sus métodos exactos principios formulados por el pensamiento popular, él se encontrará en seguida y a justo título con la desconfianza de aquellos a quienes viene a proponer la alianza. De hecho, no puede evitar que los obreros no vean en él a un miembro de las clases medias, es decir de las clases que son, por definición, cómplices de la burguesía. El intelectual está pues separado por una barrera de los hombres de quienes quiere adquirir el punto de vista, que es aquel de la universalización. Es un reproche que se le hace a menudo, un argumento de poder, de las clases dominantes y las clases medias, arreglado por los falsos intelectuales que están a su sueldo: ¿cómo osan ustedes pretender, pequeños burgueses con la cultura burguesa de la infancia que viven en las clases medías, representar el espíritu objetivo de las clases trabajadoras con quienes no tienen contacto, y que no quieren saber nada de ustedes? Y, de hecho, parece que hay allí un círculo vicioso: para luchar contra el particularismo de la ideología dominante, habría que tomar el punto de vista de aquellos cuya misma existencia la condena. Pero para tomar ese punto de vista sería necesario no haber sido jamás un pequeño burgués, puesto que nuestra educación nos ha infestado desde el principio y hasta la médula. Y, como es la contradicción de la ideología particularizante y del saber unlversalizante en el pequeño burgués lo que hace el intelectual, sería necesario no ser intelectual.

Los intelectuales están perfectamente conscientes de esta nueva contradicción: muy a menudo tropiezan contra ella y no van más lejos. Sea que ellos sientan una humildad demasiado grande frente a las clases explotadas (de allí su tentación permanente de decirse o de hacerse proletarios), sea que ella esté en el origen de su desconfianza recíproca (cada uno de ellos sospecha que las ideas del otro están secretamente condicionadas por la ideología burguesa, puesto que él mismo es un pequeño burgués tentado y ve en los otros intelectuales sus propios reflejos), sea que, desesperado por la desconfianza de la que es objeto, dé marcha atrás, y, a falta de poder volver a ser un simple técnico del saber reconciliado consigo mismo, se hace un falso intelectual.

Entrar en un partido de masa –otra tentación– no resuelve el problema. La desconfianza permanece, las discusiones renacen sin cesar, tocando la importancia de los intelectuales y de los teóricos en el partido. Es lo que ha pasado a menudo entre nosotros. Es lo que sucedió en Japón, hacia 1930, en el tiempo de Fukumoto, cuando el comunista Mizuno dejó el P.C. japonés acusándolo de ser «un grupo de discusiones teóricas dominado por la ideología pequeño-burguesa de intelectuales corrompidos». ¿Y quién puede afirmar que él represente la inteligencia objetiva y que sea el teórico de la misma? ¿Los que afirman, por ejemplo, que la restauración Meiji es una revolución burguesa? ¿O aquellos que lo niegan? ¿Y si es la dirección del Partido quien decide por razones políticas, es decir prácticas, quién dice que habiendo cambiado esas razones, que la dirección no cambiará de personal y de opinión? Si éste es el caso, aquellos que hayan mantenido un instante más la teoría condenada, seguramente serán tratados de intelectuales corrompidos, es decir simplemente de intelectuales puesto que la corrupción es justamente el carác

ter profundo contra el cual todo intelectual –habiéndolo descubierto en sí–, se rebela. Así pues, si los intelectuales pequeño- burgueses son llevados por sus contradicciones propias a trabajar por las clases trabajadoras, las servirán a su propio riesgo y peligro, podrán ser sus teóricos pero nunca sus intelectuales orgánicos y su contradicción, aunque aclarada y comprendida, permanecerá hasta el fin: es la prueba de que ellos no pueden, como lo hemos visto, recibir un mandato de nadie.

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3. El papel del Intelectual

Estas dos contradicciones complementarias son molestas pero menos graves de lo que parece. Las clases explotadas, en efecto, no tienen necesidad de una ideología sino de la verdad práctica sobre la sociedad. Es decir, no tienen que hacer una representación mítica de sí mismas; tienen necesidad de conocer el mundo para cambiarlo. Esto significa a la vez que reclaman ser situadas (puesto que el conocimiento de una clase implica el de todas las demás y de sus relaciones de fuerza), de descubrir sus fines orgánicos y la praxis que les permitirá alcanzarlos. En pocas palabras, les hace falta la posesión de su verdad práctica, lo que significa que exigen al mismo tiempo entenderse a la vez en su particularidad histórica (tales como las han hecho las dos revoluciones industriales, con su memoria de clase, es decir lo que subsiste materialmente de las estructuras pasadas: los obreros de Saint-Nazaire son testigos presentes de una forma antigua del proletariado), y en su lucha por la universalización (es decir contra la explotación, la opresión, la alienación, las desigualdades, el sacrificio de los trabajadores a la ganancia). La relación dialéctica de una a otra exigencia, es lo que se llama la conciencia de clase. Ahora bien, es a este nivel que el intelectual puede servir al pueblo. No todavía como técnico del saber universal, puesto que él está situado y las clases “desfavorecidas” lo están igualmente. Pero precisamente en tanto que universal singular puesto que la toma de conciencia, entre los intelectuales, es el develamiento de su particularismo de clase y de la tarea de universalidad, que lo contradice, o sea pues de la superación de su particularidad hacia la universalización de lo particular a partir de ese particular. Y como las clases trabajadoras quieren cambiar el mundo a partir de lo que son y no colocándose por la fuerza en lo universal, hay un paralelismo entre el esfuerzo del intelectual hacia la universalización y el movimiento de las clases trabajadoras. En ese sentido, aunque el intelectual no pueda jamás estar originariamente situado en esas clases, es bueno que haya tomado conciencia de su estar situado, aunque sea a título de miembro de las clases medias. Y no se trata para él de rechazar su situación sino de utilizar la experiencia que tiene de ella para situar a las clases trabajadoras al mismo tiempo que sus técnicas de lo universal le permiten esclarecer, para esas mismas clases, su esfuerzo hacia la universalización. A este nivel, la contradicción que produce el intelectual le permite tratar la singularidad histórica del proletariado por métodos universales (métodos históricos, análisis de estructuras, dialéctica) y de comprender el esfuerzo de universalización en su particularidad (en tanto cuanto procede de una historia singular y la conserva en la misma medida en que exige la encarnación de la revolución). Es aplicando el método dialéctico, aprehendiendo lo particular a través de las exigencias universales y reduciendo lo universal a un movimiento de singularidad hacia la universalización que el intelectual, definido como toma de conciencia de su contradicción constitutiva, puede ayudar a la constitución de la toma de conciencia proletaria.

No obstante, su particularidad de clase puede sin cesar falsear su esfuerzo de teórico. También es verdad que el intelectual debe sin cesar luchar contra la ideología sin cesar renaciente, resucitada perpetuamente bajo nuevas formas por su situación original y por su formación. Hay dos medios que él debe utilizar simultáneamente para ello:

 Una autocrítica perpetua (no debe confundir lo universal –que él practica como especialista del saber práctico, y = f (x)– con el esfuerzo singular de un grupo social particularizado hacia la universalización: si pretende ser el guardián de lo universal, se reduce de golpe a lo particular, es decir que recae en la vieja ilusión de la burguesía tomándose por la clase universal). Debe constantemente tener conciencia de ser un pequeño burgués que no cumple pena de destierro y se ve sin cesar solicitado a formar los pensamientos de su clase. Debe saber que nunca está al abrigo del universalismo (que se cree ya atado y, como tal, excluye diversas particularidades del esfuerzo hacia la universalización), del racismo, del nacionalismo, del imperialismo, etc. (Entre nosotros llamamos “izquierda respetuosa” a una izquierda que respeta los valores de la derecha aún si ella está consciente de no compartirlos, tal fue “nuestra izquierda” en tiempos de la guerra de Argelia.) Todas esas actitudes, en el momento en que él las denuncia, pueden deslizarse en la denuncia misma –y con todo derecho los nebros norteamericanos denuncian con horror el paternalismo de los blancos intelectuales y antirracistas. No es diciendo: “No soy un pequeño burgués, me muevo libremente en lo universal”, que el intelectual puede unirse a los trabajadores, sino muy al contrario, pensando: soy un pequeño burgués, si para intentar resolver mi contradicción me he alineado junto a las clases obreras y campesinas, no por ello he dejado de ser un pequeño burgués: simplemente, criticándome y radicalizándome sin cesar, puede rechazar uno a uno –sin que eso interese a nadie más que a mí– mis condicionamientos pequeño-burgueses.

2° Una asociación concreta y sin reservas con la acción de las clases desfavorecidas. La teoría no es, de hecho, sino un momento de la praxis: el de la apreciación de los posibles. Así, si es verdad que ella aclara la praxis, también es verdad que está condicionada por la empresa total y particularizada por ella, puesto que, antes de plantearse por sí, nace orgánicamente en el interior de una acción siempre particular. No se trata, pues, para el intelectual, de juzgar la acción antes de que haya comenzado, de impulsar a tomarla o de comandar sus momentos. Se trata, al contrario, de tomaría en marcha, en su nivel de fuerza elemental (huelga salvaje o canalizada ya por los aparatos), de integrarse a ella, en participar físicamente en ella, de dejarse penetrar y llevar por ella v. solamente entonces, en la medida en que toma conciencia de que eso es necesario, descifrar su naturaleza y aclarar sobre su sentido y sus posibilidades. Es en la medida en que la praxis común lo integra al movimiento general del proletariado que él puede, en las contradicciones internas (la acción es particular en su origen, universalizante en su fin), aprehender la particularidad y las ambiciones universalistas de éste como una fuerza a la vez íntima (el intelectual tiene los mismos fines, corre los mismos riesgos) y extraña que lo ha transportado a buena distancia de lo que era, permaneciendo dada y fuera de alcance: excelentes condiciones para aprehender y fijar las particularidades y las exigencias universales de un proletariado. Es como persona nunca asimilada, excluida incluso durante la acción violenta, es como conciencia desgarrada, imposible de volver a coser, que el especialista de lo universal servirá al movimiento de la universalización popular: jamás estará totalmente dentro (y por lo tanto perdido por la demasiada proximidad de las estructuras de clase) ni totalmente fuera (puesto que, de todos modos, apenas ha comenzado a actuar, es traidor a los ojos de las clases dirigentes y de su propia clase porque se sirve contra ellas del saber técnico que ellas le han permitido adquirir). Desterrado por las clases privilegiadas, sospechoso para las clases desfavorecidas (a causa de la misma cultura que él pone a su disposición) puede comenzar su trabajo, ¿Y cuál es, en definitiva, ese trabajo? Creo que se podría describirlo como sigue:

1° luchar contra el renacimiento perpetuo de la ideología en las clases populares. Es decir destruir tanto en lo exterior como en lo interior toda representación ideológica que ellas se hacen de sí mismas y de su poder (el “héroe positivo”, el “culto de la personalidad”, la “magnificación del proletariado”, por ejemplo, que parecen productos de la clase obrera, son en concreto préstamos de la ideología burguesa: como tales, hay que destruirlos);

2° usar del capital saber dado por la clase dominante para elevar la cultura popular –es decir, echar las bases de una cultura universal;

3° llegado el caso y en la coyuntura actual, formar técnicos del saber práctico en las clases desfavorecidas –que ellas mismas no pueden producir– y hacer de ellos intelectuales orgánicos de la clase obrera o, al menos, técnicos que se acerquen lo más posible a esos intelectuales –a quienes, en verdad, es imposible crear;

4° recuperar su propio fin (la universalidad del saber, la libertad de pensamiento, la verdad) viendo en ellos un fin real a lograr por todos en la lucha, es decir el porvenir del hombre;

5° radicalizar la acción en curso, mostrando más allá de los objetivos inmediatos, los objetivos lejanos, es decir la universalización como fin histórico de las clases trabajadoras;

6° hacerse contra todo poder –comprendido el poder político que se expresa por los partidos de masa y el aparato de la clase obrera– el guardián de los fines históricos que las masas persiguen; puesto que el fin se define, en efecto, como la unidad de los medios, es necesario que él examine éstos en función del principio de que todos los medios son buenos cuando son eficaces, salvo aquellos que alteren el fin perseguido.

El parágrafo 6° provoca una nueva dificultad: en tanto cuanto se pone al servicio del movimiento popular, es necesario que el intelectual observe su disciplina, por temor de debilitar la organización de las masas; pero en tanto cuanto debe aclarar sobre la relación práctica entre los medios y el fin, no debe nunca dejar de ejercer su crítica para conservar el significado fundamental de dicho fin. Pero esa contradicción no debe preocuparnos: es asunto suyo, es asunto del intelectual combatiente, y lo vivirá en la tensión, con mayor o menor felicidad. Todo lo que podemos decir sobre el tema, es que es necesario que haya en los partidos o en las organizaciones populares, intelectuales asociados al poder político, lo que representa el máximo de disciplina y el mínimo de críticas posibles; y es necesario también que haya intelectuales fuera de los partidos, individualmente unidos a los movimientos pero desde afuera, lo que representa el mínimo de disciplina y el máximo de críticas posibles. Entre aquéllos y éstos (digamos entre los oportunistas y los izquierdistas), está el pantano de los intelectuales que van de una posición a otra, los extra-partidarios disciplinados y aquellos que, listos para salir del partido, han aguzado sus críticas; por ellos una suerte de osmosis se sustituye a los antagonismos, se entra y se sale del Partido. No importa: si los antagonismos se debilitan, contradicciones y disensiones perpetuas son el destino de ese conjunto social que constituyen los intelectuales –tanto más cuanto, entre ellos, se ha deslizado un buen número de falsos, únicos policías en condiciones de comprender los problemas de la intelligentsia. Sólo podrían asombrarse de ese hormiguear de impugnaciones que hace de la discordia el estatuto interno de la intelligentsia, aquellos que se creen en la era de lo universal y no en la del esfuerzo unlversalizante. Es seguro que el pensamiento progresa por contradicciones. Hay que subrayar que esas divergencias pueden acentuarse hasta dividir profundamente a los intelectuales; (después de un fracaso, durante un reflujo, luego del XX° Congreso o después de la intervención soviética en Budapest, frente a las disensiones chino-soviéticas), y que ellas arriesgan, en ese caso, debilitar el movimiento y el pensamiento (tanto como, por otra parte, el movimiento popular). Por esta razón, los intelectuales deben intentar establecer, mantener o restablecer una unidad antagónica entre ellos, es decir un acuerdo dialéctico afirmando que las contradicciones son necesidades y que la superación unitaria de los contrarios siempre es posible, que no se trata entonces de querer llevar, obstinadamente al otro hacia, su propio punto de vista, sino de crear por una comprensión profundizada de ambas tesis, las condiciones de posibilidad para la superación de una y otra.

Henos aquí al término de nuestra investigación. Sabemos que el intelectual es un agente del saber práctico y que su contradicción mayor (universalismo de profesión, particularismo de clase), lo empuja a unirse al movimiento hacia la universalización de las clases desfavorecidas, pues ellas tienen fundamentalmente el mismo fin que él, mientras la clase dominante lo reduce al rasgo de medio para un fin particular que no es el suyo y que, consecuentemente, no tiene derecho a apreciar.

Falta decir que, aún así definido, él no recibe mandato de nadie: sospechoso para las clases trabajadoras, traidor para las clases dominantes, negándose a su clase sin poder jamás liberarse totalmente de ella, él reencuentra, modificadas y profundizadas, sus contradicciones hasta en los partidos populares; hasta en esos partidos, si entra en ellos, él se siente a la vez solidario y excluido, puesto que sigue en conflicto latente con el poder político; en todas partes inasimilable. Su propia clase no quiere saber más de él, tanto como él no quiere saber de ella, pero ninguna otra clase se abre para recibirlo. ¿Cómo hablar, por consiguiente, de una función del intelectual? ¿No es más bien un hombre de sobra, un producto fallado de las clases medias, obligado por sus imperfecciones a vivir al margen de las clases desfavorecidas, pero sin unirse nunca? Mucha gente, de todas las clases, piensan hoy que el intelectual se arroga funciones que no existen.

En un sentido, esto es verdad. Y el intelectual lo sabe muy bien. Él no puede pedir a nadie que funde en derecho su “función”: es un subproducto de nuestras sociedades y la contradicción, en él, de la verdad y la creencia, del saber y la ideología, del libre pensamiento y del principio de autoridad, no es el producto de una praxis intencional sino de una reacción interna, es decir, de la puesta en relación en la unidad sintética de una persona, de estructuras incompatibles entre ellas.

Pero, mirándolo mejor, sus contradicciones son las de cada uno y las de la sociedad entera. A todos los fines les son robados, todos son medios de fines que se les escapan y que son fundamentalmente inhumanos, todos son compartidos entre ei pensamiento objetivo y la ideología. Simplemente esas contradicciones permanecen, en general, al nivel de lo vivido, y se manifiestan sea por la insatisfacción de necesidades elementales, sea como malestares (en los asalariados de las clases medias, por ejemplo) de los cuales no se buscan las causas. Esto no significa que no se sufra por ello, muy al contrarío, y por ello es posible morir o volverse loco: lo que falta, por carencia de técnicas exactas, es la toma de conciencia reflexiva. Y cada uno, aunque lo ignore, tiende a esa toma de conciencia que permitiría al hombre retomar en sus manos esta sociedad salvaje que hace de él un monstruo o un esclavo. El intelectual, por su contradicción propia –que se transforma en su función–, está empujado a lograr para sí mismo, y en consecuencia para todos, la toma de conciencia. En ese sentido es sospechoso a todos puesto que es al principio rebelde, y por lo tanto traidor en potencia pero, de otro modo, logra para todos esa toma de conciencia. Entendamos que todos pueden lograrla después de él. Ciertamente, en la medida en que está situado y es histórico, el develamiento que él intenta operar se ve sin cesar limitado por los prejuicios renacientes, y por la confusión de la universalidad realizada con la universalización en curso. Agreguemos: por su ignorancia histórica (insuficiencia de sus instrumentos de búsqueda). Pero a): él expresa la sociedad no como será a los ojos del futuro historiador, sino tal como puede ser por sí misma, y su grado de ignorancia representa la ignorancia mínima que estructura su sociedad; b): no es, en consecuencia, infalible; muy al contrario, se engaña frecuentemente pero sus errores, en la medida en que son inevitables, representan el coeficiente mínimo de errores que, en una situación histórica, es lo propio de las clases desfavorecidas.

A través de la lucha del intelectual contra sus propias contradicciones, en él y fuera de él, la sociedad histórica toma un punto de vista todavía vacilante, confuso, condicionado por las circunstancias exteriores, sobre sí misma. Intenta pensarse prácticamente, es decir determinar sus estructuras y sus fines, en pocas palabras de unlversalizarse a partir de métodos que él pone a punto derivándolos de las técnicas del saber. En cierto modo, él se hace el guardián de los fines fundamentales (emancipación, universalización, por lo tanto humanización del hombre), pero entendámonos: en el seno de la sociedad el técnico del saber práctico tiene, como funcionario subalterno de las superestructuras, un cierto poder: el intelectual, que nace de ese técnico, permanece sin poder aunque esté ligado a la dirección del Partido. Porque ese vínculo le devuelve, en otro nivel, su carácter de funcionario subalterno de las superestructuras y, mientras los acepta por disciplina, debe impugnar sin cesar y no dejar jamás de develar la relación entre los medios elegidos y los fines orgánicos. Como tal, su función va del testimonio al martirio: el poder, sea cual fuere, quiere utilizar los intelectuales para su propaganda, pero desconfía de ellos y comienza siempre las purgas por ellos. No importa: en tanto pueda escribir y hablar, él sigue siendo el defensor de las clases populares contra la hegemonía de la clase dominante y el oportunismo del aparato popular.

Cuando una sociedad, después de un gran trastorno (guerra perdida, ocupación por el enemigo vencedor), pierde su ideología y su sistema de valores, se encuentra a menudo con que, casi sin darse cuenta, encarga a sus intelectuales liquidar y reconstruir. Y, naturalmente, éstos no reemplazan, como de hecho se les pide, la ideología perimida por otra tan particular y que permita reconstruir la misma sociedad: ellos intentan abolir toda ideología y definir los fines históricos de las clases trabajadoras. También, cuando sucede –como en Japón, hacia 1950– que la clase dominante retome las riendas, ella le reprocha haber faltado a su deber, es decir no haber remendado la vieja ideología para adaptaría a las circunstancias (es decir no haberse conducido conforme a la idea general del técnico del saber práctico). En ese momento, puede darse que las clases trabajadoras (sea porque el nivel de vida está en alza, sea porque la ideología dominante sigue siendo poderosa, sea porque lo hacen responsable de sus fracasos, sea porque necesitan una pausa), condenan la acción pasada del intelectual y lo dejan en su soledad. Pero esa soledad es su destino, puesto que ella nace de su contradicción y, así como no puede salir de ella, cuando vive en simbiosis con las clases explotadas de las cuales no puede ser el intelectual orgánico, tampoco puede, en el momento del fracaso, abandonarla por una retracción mentirosa y vana, a menos de pasar del status de intelectual al de falso intelectual. De hecho, cuando trabaja con las clases explotadas, esta aparente comunión no significa que él tenga razón y, en los momentos de reflujo, su soledad casi total no significa que haya estado equivocado. En otros términos, el número no afecta en nada al caso. El oficio de intelectual es vivir su contradicción para todos y de superarla para todos por el radicalismo (es decir por la aplicación de técnicas de verdad a las ilusiones y las mentiras). Por su misma contradicción, se transforma en guardián de la democracia, impugna el carácter abstracto de los derechos de la “democracia” burguesa no porque quiera suprimirlos sino porque quiere completarlos con los derechos concretos de la democracia socialista, conservando, en toda democracia, la verdad funcional de la libertad.

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Tercera conferencia

¿EL ESCRITOR ES UN INTELECTUAL?

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1

Hemos definido la situación del intelectual por la contradicción, en sí, del saber práctico (verdad, universalidad) y de la ideología (particularismo). Esta definición se aplica a los docentes, a los sabios, a los médicos, etc. Pero teniendo esto en cuenta: ¿es el escritor un intelectual? Por una parte, se reencuentran en él la mayor parte de los caracteres fundamentales de la intelectualidad. Pero, por otra parte, no parece a priori que su actividad social de “creador” tenga por finalidad la universalización y el saber práctico. Si es posible que la belleza sea un modo particular de revelación, la parte de impugnación que hay en una obra bella parece muy reducida y, en cierto modo, en proporción inversa a su belleza. Excelentes escritores en particular (Mistral) pueden, parece, apoyarse sobre las tradiciones y el particularismo ideológico. Pueden también oponerse al desarrollo de la teoría (en tanto que ésta interpreta el mundo social y el lugar que ellos ocupan) en nombre de lo vivido (de su experiencia particular) o de la subjetividad absoluta (culto del Yo, Barres y el enemigo –los bárbaros, los ingenieros– en “El Jardín de Berenice”). Por lo demás ¿se puede llamar saber a lo que el lector retira de la lectura de un escritor? Y, si esto es justo ¿no estamos obligados a definir al escritor por la elección de un particularismo? Esto le impediría vivir en la contradicción que hace a los intelectuales. Mientras el intelectual busca vanamente su integración en la sociedad para no reencontrar finalmente nada más que la soledad ¿el escritor no elegiría desde el principio esa soledad? Si así fuera, el escritor no tendría otra tarea que su arte. Sin embargo, es verdad que los escritores se comprometen y luchan para la universalización al lado de los intelectuales, cuando no en sus propias filas. ¿Esto proviene de razones exteriores a su arte (coyuntura histórica) o es una exigencia que, a pesar de todo lo que acabamos de decir, nace de su arte? Es lo que vamos a examinar juntos.

2

El papel, el objeto, los medios, el fin de la escritura han cambiado en el curso de la historia. No se trata de tomar el problema en su generalidad. Consideraremos, aquí, al escritor contemporáneo, al poeta que se declara prosista y que vive desde el fin de la guerra mundial, en una época en que el naturalismo es ilegible, en que el realismo es cuestionado y en que el simbolismo ha perdido igualmente su fuerza y su actualidad. El único punto de partida sólido es que el escritor contemporáneo (50-70) es un hombre que ha tomado como material la lengua común; entiendo por tal aquella que sirve de vehículo a todas las proposiciones de los miembros de una misma sociedad. El lenguaje, se dice, sirve para expresarse. También se tiene comúnmente el hábito de declarar que la función del escritor es expresarse; en otros términos, que es alguien que tiene algo que decir.

Pero todo el mundo tiene algo que decir, desde el sabio que da cuenta de sus experiencias hasta el agente de tránsito que hace un informe sobre un accidente. Ahora bien, de todas las cosas que todos los hombres tienen que decir, no hay ninguna que reclame ser expresada por un escritor. Más exactamente, ya se trate de leyes, de estructuras de la sociedad, de costumbres (antropología), de procesos psicológicos o metapsicológicos (psicoanálisis), de acontecimientos que han tenido lugar de maneras de vivir (historia), nada de todo eso puede considerarse como lo que el escritor tiene que decir. A todos nos ha sucedido encontrar personas que nos dicen: “¡Ah, si yo pudiera contarle mi vida, es una novela! Mire, usted que es escritor: se la regalo, debería escribirla”. En ese momento, hay una vuelta y el escritor se da cuenta de que las mismas personas que lo consideran alguien que tiene algo que decir, lo consideran también alguien que no tiene nada que decir. En efecto: la gente encuentra muy natural regalarnos su vida para contarla porque piensa que lo importante (para ella y para nosotros) es que nosotros poseemos (más o menos bien) la técnica del relato y que para nosotros la cosa a contar, el contenido del relato, puede venir de no importa dónde. Es una opinión que comparten a menudo los críticos. Por ejemplo, aquellos que han dicho: “Víctor Hugo es una forma a la búsqueda de su contenido”, olvidan que la forma exige ciertos contenidos y excluye otros.

3

Lo que parece dar la razón a esa manera de ver, es que el escritor sólo tiene recursos –para su arte– en el lenguaje común. Normalmente, en efecto, un hombre que tiene algo que decir elige un medio de comunicación que pueda trasmitir la mayor cantidad de informaciones, y que no contieno sino el minimo de estructuras de desinformación. Éste será, por ejemplo, un lenguaje técnico convencional, especializado, con palabras introducidas que correspondan a definiciones precisas, siendo su código, en la medida de lo posible, sustraído a las influencias desinformantes de la historia: lengua de etnólogos, etc. Ahora bien, la lengua común –sobre la cual, por otra parte, se constituyen numerosos lenguajes técnicos que conservan un poco de su imprecisión–, contiene el máximo de desinformaciones. Es decir que las palabras, las reglas de sintaxis, etc., se condicionan mutuamente y, no teniendo realidad sino por ese condicionamiento mutuo, hablar es en concreto suscitar la lengua entera como conjunto convencional, estructurado y particular. A este nivel, las particularidades no son informaciones sobre el objeto del cual el escritor habla; ellas pueden convertirse para el lengüista en informaciones sobre la lengua. Pero, a nivel de significación, son o simplemente superfluas o perjudiciales: por su ambigüedad, por los límites mismos de la lengua como totalidad estructurada, por la variedad de sentidos que la historia les ha impuesto. En suma, la palabra del escritor es de una materialidad mucho más densa que, por ejemplo, el símbolo matemático, que se borra ante el significado. Se diría que quiere a la vez apuntar vagamente hacia el significado e imponerse como presencia, llamar la atención sobre su propia densidad. Es por esta razón que se ha podido decir: nombrar es a la vez hacer presente el significado y matarlo, lo absorbe en la masa verbal. La palabra del lenguaje común es a la vez demasiado rica (desborda de lejos el concepto por su antigüedad tradicional, por el conjunto de violencias y de ceremonias que constituye su “memoria”, su “pasado viviente”) y demasiado pobre (es definida con relación al conjunto de la lengua como determinación fija de ésta y no como posibilidad dúctil de expresar lo nuevo). En las ciencias exactas, cuando lo nuevo surge, la palabra para nombrarlo es inventada simultáneamente por algunos y adoptada rápidamente por todos: entropía, imaginarias, transfinito, tensores, cibernética, cálculo operacional. Pero el escritor –aunque le suceda el inventar palabras– puede raramente recurrir a este procedimiento para transmitir un saber o un afecto. Prefiere utilizar una palabra “corriente”, cargándola de un sentido nuevo que se agrega siempre a los antiguos: en general, se diría que ha hecho votos de utilizar todo el lenguaje común y solamente él, con todos los caracteres desinformativos que limitan su alcance. Si el escritor adopta el lenguaje puede trasmitir corriente, no es pues solamente en tanto que el lenguaje puede trasmitir saber, sino también en tanto que no lo trasmite. Escribir es a la vez poseer la lengua (“los naturalistas japoneses, ha dicho uno de vuestros críticos, han conquistado la prosa sobre la poesía”) y no poseerla en la medida en que el lenguaje es otro y que el escritor es otro ante los demás hombres. Una lengua especializada es la obra consciente de especialistas que usan de ella; su carácter convencional resulta de acuerdos sincrónicos y diacrónicos que se pasan entre ellos: un fenómeno es a menudo nombrado, al principio, por dos o varios términos y, progresivamente, uno de ellos se impone y los otros desaparecen; en ese sentido, el joven investigador que estudia la disciplina en cuestión es llevado a pasar él también esos acuerdos, tácitamente; aprende al mismo tiempo la cosa y la palabra que la designa; por esta razón se encuentra, como sujeto colectivo, amo de su lengua técnica. El escritor, al contrario, sabe que la lengua común se desarrolla por los hombres que la hablan pero sin acuerdos: la convención se establece a través de ellos pero en tanto que los grupos son otros, los unos para los otros, y seguidamente otros que ellos mismos en tanto cuanto el conjunto lingüístico se desarrolla de una cierta manera que parece autónoma, como una materialidad que es mediación entre los hombres en la medida en que los hombres son mediadores entre sus diferentes aspectos (lo que yo he llamado práctico-inerte). Ahora bien, el escritor se interesa en esa materialidad en tanto que la misma parece afectada por una vida independiente y que ella se le escapa –como a todos los otros hablantes–. En francés hay dos géneros –masculino-femenino– que no se comprenden sino el uno por el otro. Ahora bien, además de designar, en efecto, hombres y mujeres, esos géneros designan también, en consecuencia de una larga historia, objetos que en sí mismos no son ni masculinos ni femeninos sino neutros; en este caso esa dicotomía sexual está desprovista de significación conceptual. Se torna desinformante cuando llega hasta invertir los papeles: el femenino aplicándose al hombre y el masculino a la mujer. Uno de los más grandes escritores de este tiempo, Jean Genet, amaba frases como ésta: “las ardientes amores de la centinela y el maniquí”, “amor” es masculino en singular y femenino en plural; la centinela es un hombre, el maniquí una mujer. Esta frase trasmite, ciertamente, una información, ese soldado y esa mujer que presenta colecciones de modas se aman apasionadamente. Pero lo trasmite tan extrañamente que es también deformadora: el hombre es feminizado, la mujer masculinizada; digamos que ella está roída por una materialidad falsamente informativa. Para decirlo todo, es una frase de escritor donde la información es inventada para que la pseudo-información sea más rica.

Es el punto en que Roland Barthes ha distinguido los escribientes de los escritores. El escribiente se sirve del lenguaje para trasmitir informaciones. El escritor es el guardián del lenguaje común pero va más lejos, y su material es el lenguaje como no-significante o como d conformación; es un artesano que produce un cierto objeto verbal por un trabajo sobre la materialidad de las palabras, tomando como medio las significaciones y el no- significante como fin.

Volviendo a nuestra primera descripción, diremos que el prosador tiene algo que decir pero que ese algo no es nada decible, nada conceptual ni conceptualizable, nada significante. No sabemos todavía lo que es ni si, en su búsqueda, hay un esfuerzo hacia la universalización. Sabemos solamente que el objeto se forma por un trabajo sobre las particularidades de una lengua histórica y nacional. El objeto así formado será: 1°, un encadenamiento de significaciones que se comandan entre ellas (por ejemplo: una historia contada); 2°, pero, en tanto cuanto totalidad, es otro y más que eso: la riqueza del no-significante y de la desinformación se cierra, en efecto, sobre el orden de las significaciones.

Si escribir consiste en comunicar, el objeto literario aparece como la comunicación por encima del lenguaje, por el silencio no significante que se ha cerrado por las palabras aunque haya sido producido por ellas. De allí esta frase: “Es literatura”, que significa “Usted habla para no decir nada”. Queda por preguntarnos qué es esa “nada”, ese no-saber silencioso que el objeto literario debe comunicar al lector. La única manera de conducir esta encuesta, es remontar del contenido significante de las obras literarias al silencio fundamental que lo rodea.

4

El contenido significante de una obra literaria puede encarar el mundo objetivo (por tal entiendo tanto la sociedad, el conjunto social de los Rougon-Marcquart, como el universo objetivado de la subjetividad, Racine o Proust o Nathalie Sarraute), o el mundo subjetivo (no se trata aquí de análisis, de distanciación, sino de una adhesión cómplice: Naked Lunch de Burroughs). En los dos casos, el contenido, tomado en sí mismo, es abstracto, en el sentido original de ese término. decir separado de las condiciones que harían de él un objeto susceptible de existir por sí mismo.

Tomemos el primer caso: que se trate de una tentativa para develar el mundo social tal como es o de mostrar la interpsicología de ciertos grupos, habría que suponer, si no consideráramos sino el conjunto de las significaciones propuestas, que el autor puede sobrevolar su objeto. El escritor tendría pues una “conciencia de sobrevuelo”; el autor, no situado, planea por sobre el mundo. Para conocer el mundo social, hay que pretender no estar condicionado por él, como escritor, condicionado psicológicamente. Ahora bien, va de sí que esto es imposible al novelista: Zola ve el mundo que ve Zola. No es que lo que él ve sea pura ilusión subjetiva: el naturalismo se apoyó en Francia sobre las ciencias de la época y Zola era, además, un notable observador. Pero lo que revela Zola en lo que cuenta, es el punto de vista, el esclarecimiento, los detalles resaltados y los que deja en sombra, la técnica del relato, los cortes de los episodios. Thibaudet llamaba a Zola un escritor épico. Es verdad. Pero también habría que llamarlo un escritor mítico porque, muy a menudo, sus personajes también son mitos. Naná, por ejemplo, es por una parte la hija de Gervasia, convertida en una grande prostituta del Segundo Imperio, pero es ante todo un mito: la mujer fatal, surgida de un proletariado aplastado y que venga su clase en los machos de la clase dominante. Habría en fin que censar, en sus obras, sus obsesiones sexuales y otras, reencontrar su sentimiento difuso de culpabilidad.

Por otra parte sería difícil, para quien haya frecuentado a Zola, no reconocerlo si se le da a leer un capítulo de sus obras sin mencionar el nombre del autor. Pero reconocer no es conocer. Se lee la descripción épico-mítica de la exposición en Au bonheur des dames y se dice; “Eso es Zola”. Lo que ha aparecido es Zola, reconocido poro irreconocible porque él no se conoce, Zola producto de la sociedad que describe y que la mira con los ojos que ella le ha dado. Este autor ¿es del todo inconsciente del hecho de que él se mete en sus libros? No: si el escritor naturalista no quisiera que se lo reconociera y se lo admirara, hubiera dejado la literatura por disciplinas científicas. El más objetivo de los escritores quiere ser una presencia invisible pero sentida en sus libros. Lo quiere y, por otra parte, no puede hacer que no resulte así.

Inversamente, aquellos que escriben sus fantasmas en perfecta complicidad consigo mismos, nos entregan necesariamente la presencia del mundo en tanto que, justamente, el mundo los condiciona, y que su lugar en la sociedad es en parte la razón de su manera de escribir: en el momento en que están en perfecto acuerdo consigo mismos se reconoce en ellos una particularización del idealismo burgués y del individualismo, ¿De dónde viene eso? Y bien, las ciencias exactas y particularmente la antropología no rinden cuentas exactas de lo que somos. Todo lo que dicen es verdad, nada más es verdad, pero la actitud científica supone una cierta distancia del conocimiento con relación a su objeto: esto es válido para las ciencias de la naturaleza (macro-física) y para la antropología en la medida en que el sabio puede situarse en el exterior del objeto estudiado (etnografía, sociedades primitivas, estudio de las estructuras sociales a partir de métodos exactos, estudios estadísticos de un tipo de comportamiento social, etc.). Ya no es verdad en microfísica, donde el experimentador forma objetivamente parte de la experiencia. Y esta condición particular nos remite al hecho capital de la existencia humana, a eso que Merleau-Ponty llamaba nuestra inserción en el mundo y que yo he llamado nuestra particularidad. Merleau-Ponty decía también: somos videntes porque somos visibles.

Lo que equivale a: no podemos ver el mundo delante de nosotros si ese mundo no nos ha constituido videntes; por detrás, lo que equivale necesariamente a constituidos visibles: de hecho hay un vínculo profundo entre nuestro ser –las determinaciones que tenemos de existir– y del ser de adelante, aquel que se deja ver. Esta aparición que se constituye en un mundo que me produce por la banal singularidad del nacimiento consagrándome a una aventura única, en tanto que me ha dado, por mi lugar –hijo del hombre, hijo de pequeño burgués intelectual, hijo de tal familia– un destino general (destino de clase, destino de familia, destino histórico), esta aparición –para morir en un universo que me hace y que yo interiorizo por mi proyecto mismo de arrancarme de él, esta interiorización de lo exterior que se hace mediante el movimiento mismo por el cual exteriorizo mi interioridad– es precisamente lo que nosotros llamamos el ser en el mundo o el universo singular. Esto puede todavía expresarse de otra manera: parte de una totalización en curso, yo soy el producto de esta totalización y, por allí, lo expreso enteramente; pero no puedo expresarla sino haciéndome totalizador, es decir aprehendiendo el mundo de adelante en un develamiento práctico; esto es lo que explica que Racine produzca su sociedad (su época, las instituciones, su familia, su clase, etc.), produciendo en sus obras la intersubjetividad develada; y que Gide revele el mundo que lo produce y lo condiciona en los consejos que da a Nathanaël o en las páginas más íntimas de su diario. El escritor, no más que otro, no puede escapar a la inserción en el mundo y sus escritos son el tipo mismo de lo universal singular; sean los que fueren, tienen esas dos fases complementarías: la singularidad histórica de su ser, la universalidad de sus miras –o la inversa (la universalidad del ser y la singularidad de las miras)–. Un libro es necesariamente una parte del mundo a través de la cual la totalidad del mundo se manifiesta sin develarse jamás.

Este doble aspecto, constantemente presente de la obra literaria hace su riqueza, su ambigüedad y sus límites. No aparecía explícitamente en los clásicos y en los naturalistas, aunque no se les escapara tampoco enteramente. Hoy es evidente que esto no es solamente una determinación experimentada de la obra literaria y que ésta, cuando se hace, no puede tener otro fin que existir a la vez sobre los dos cuadros, por la razón, en todo caso, de que su estructura de universal singular destruye toda posibilidad de plantear un fin unilateral. El escritor utiliza el lenguaje para producir un objeto de doble llave, que testimonia en su ser y en su fin la universalidad singular y la singularidad unlversalizante.

Sin embargo es necesario que nos entendamos bien. Que yo esté umversalmente determinado, lo sé o puedo saberlo; que yo sea parte de una totalización en curso totalizado y por el menor de mis gestos retotalizador, lo sé o puedo haberlo. Ciertas ciencias humanas –marxismo, sociología, psicoanálisis– pueden darme a conocer mi lugar y las líneas generales de mi aventura; soy pequeño-burgués, hijo de un oficial de marina, huérfano de padre, con un abuelo médico y otro profesor, recibí la cultura burguesa tal como se la daba entre 1905 y 1929, fecha en la cual mis estudios finalizaron oficialmente; esos datos, ligados a ciertos datos objetivos de mi infancia, me han predispuesto a ciertas reacciones neuróticas que yo conozco. Si encaro este conjunto bajo el esclarecimiento de la antropología, adquiriré sobre mí un cierto saber que, lejos de ser inútil al escritor, es hoy requerido por el aprofundizamiento de la literatura, Pero él es requerido para aclarar la gestión literaria, para situarla en exterioridad y para desbrozar la relación del escritor con el mundo adelante. Por precioso que sea, el conocimiento de mí mismo y de los otros en nuestra pura objetividad no es el objeto fundamental de la literatura, puesto que es lo universal sin lo singular. Ni, a la inversa, la complicidad total con los fantasmas. Lo que constituye su objeto es el ser en el mundo, no en tanto cuanto la aproximación de lo exterior sino en tanto cuanto él es vivido por el escritor. Por esta razón la literatura, aunque deba cada vez más apoyarse sobre el saber universal, no tiene para trasmitir informaciones sobre ningún sector de ese saber. Su tema es la unidad del mundo sin cesar puesta en cuestión por el doble movimiento de la interiorización y la exteriorización o, si se prefiere, por la imposibilidad para la parte de ser otra cosa que una determinación del todo y de fundirse en el todo que ella niega por su determinación (omnis determinatio est negatio), que sin embargo le viene por el todo. La distinción del mundo de detrás y del mundo de adelante no debe impedirnos ver la circulación de esos dos mundos que no son sino uno: el odio de los burgueses que experimenta Flaubert es su manera de exteriorizar la interiorización del ser-burgués. Este “pliegue en el mundo” del que hablaba Merleau-Ponty, es hoy el único objeto posible de ¡a literatura. El escritor restituirá, por ejemplo, un paisaje, un espectáculo de la calle, un acontecimiento.

1° En tanto que esas singularidades son encarnaciones del todo, que es el mundo.

2° Simultáneamente, en tanto que el modo en que los expresa testimonia que él es él mismo una encarnación diferente del mismo todo (mundo interiorizado).

3° En tanto que esta dualidad insuperable manifiesta una unidad rigurosa pero que obsesiona al objeto producido sin dejarse ver en él. De hecho, la persona es originalmente esa unidad pero su existencia la destruye como unidad en la manera misma por la cual la manifiesta. Puesto que la destrucción misma de esta existencia no restauraría la unidad, más vale que el escritor intente hacerla sentir a través de la ambigüedad de la obra como la imposible unidad de una dualidad sugerida.

Tal es así –sea de ello consciente o no del todo– el fin del escritor moderno, que de allí resultan varias consecuencias para sus obras:

1° En principio es cierto que el escritor no tiene fundamentalmente nada que decir. Entendemos por eso que su fin fundamental no es la comunicación de un saber.

2° Sin embargo comunica. Esto significa que permite aprehender bajo la forma de un objeto (la obra) la condición humana tomada en su nivel radical (el ser en el mundo).

3° Pero este ser en el mundo no es presentado como yo lo hago en este momento, por aproximaciones verbales que encaran aún lo universal (pues yo lo describo en tanto que es la manera de ser de todos –lo que podría expresarse por estas palabras: el hombre es hijo del hombre). El escritor no puede sino testimoniar de lo suyo produciendo un objeto ambiguo que lo propone alusivamente. Así el verdadero vínculo entre el lector y el autor sigue siendo el no-saber, al leer el libro, el lector debe ser llevado indirectamente a su propia realidad de singular universal; debe realizarse –a la vez porque entra en el libro y porque no entra del todo en él– como otra parte del mismo todo, como otro punto de vista del mundo sobre él mismo.

4° Si el escritor no tiene nada que decir, es que debe manifestar iodo, es decir esa relación singular y práctica de la parte al todo que es el ser en el mundo; el objeto literario debe testimoniar acerca de esta paradoja que es el hombre en el mundo, no dando conocimientos sobre los hombres (lo que haría de su autor un psicólogo amateur, un sociólogo amateur, etc.) sino objetivando y subjetivizando simultáneamente el ser en el mundo, en este mundo, como relación constitutiva e indecible de todos a todo y a todos.

5° Si la obra de arte tiene todos los caracteres de un universal singular, todo pasa como si el autor hubiera tomado la paradoja de su condición humana como medio y la objetivación en medio del mundo de esta misma condición en un objeto como fin. Así la belleza, hoy, no es otra cosa que la condición humana presentada no como una facticidad sino como producida por una libertad creadora (la del autor). Y, en la medida en que esta libertad creadora tienda a la comunicación, ella se dirige a la libertad creadora del lector y lo incita a recomponer la obra por la lectura (que también es creación), en suma, a aprehender libremente su propio ser-en-el-mundo como si fuera el producto de su libertad; dicho de otro modo, como si él fuera el autor responsable de su ser-en-el-mundo mientras lo sufre o, si se quiere, como si fuera el mundo libremente encarnado.

Así la obra de arte literaria no puede ser la vida dirigiéndose directamente a la vida y buscando realizarse por la emoción, el deseo carnal, etc., una simbiosis de autor y lector. Pero, dirigiéndose a la libertad, ella invita al lector a asumir su propia vida (no por las circunstancias que la modifican y pueden volverla intolerable). Lo invita no moralizando sino, al contrario, en tanto cuanto exige de él el esfuerzo estético de recomponerla como unidad paradojal de la singularidad y la universalidad.

6° A partir de allí podemos comprender que la unidad total de la obra de arte recompuesta es el silencio, es decir la libre encarnación, a través de las palabras y más allá de las palabras, del ser-en-el-mundo como no-saber cerrado sobre un saber parcial pero universalizante. Falta preguntarse cómo el autor puede engendrar el no-saber fundamental –objeto del libro– por medio de significaciones, es decir proponer el silencio con palabras.

Es aquí que se puede entender por qué el escritor es el especialista del lenguaje común, es decir de la lengua que contiene la mayor cantidad de desinformaciones. En primer lugar, las palabras tienen una doble faz, como el ser-en-el mundo. Por una parte son objetos sacrificados: se las sobrepasa hacia sus significaciones, las cuales se tornan, una vez comprendidas, en esquemas verbales polivalentes que pueden expresarse de cien maneras diferentes, es decir con otras palabras. Por otra parte, son realidades materiales: en este sentido tienen estructuras objetivas que se imponen y pueden siempre afirmarse a expensas de las significaciones. La palabra “rana” o la palabra “buey” tienen figuras sonoras y visuales: son presencias. Como tales, contienen una parte importante de no-saber. Mucho más que los símbolos matemáticos. “La rana que quiere ser tan grande como un buey” contiene, en la mezcla inextricable de su materialidad y de su significación, mucho más corporeidad que “xy”. Y no es a pesar de esa pesadez material sino a causa de ella que el escritor elige utilizar el lenguaje común. Su arte es, mientras libera una significación tan exacta como posible, el atraer la atención sobre la materialidad de la palabra, de tal suerte que la cosa significada esté al mismo tiempo más allá de la palabra, y al mismo tiempo se encarna en esa materialidad. No porque la palabra “rana” tenga un parecido cualquiera con el animal. Pero precisamente por eso, dicha palabra está encargada de manifestar al lector la inexplicable y pura presencia material de la rana. Ningún elemento del lenguaje puede ser suscitado sin que todo el lenguaje esté presente, en su riqueza y en sus límites. En este sentido, él difiere de las lenguas técnicas, en las cuales cada especialista se siente el co-autor porque ellas son objeto de convenciones intencionales. La lengua común, por el contrario, se me impone toda entera en tanto que yo soy otro que yo mismo y en tanto que ella es el producto convencional pero involuntario de cada uno siendo otro que uno mismo y para los otros. Me explico: en el mercado deseo, en tanto que yo soy yo mismo, que el precio de esa mercadería sea el más bajo: pero el sólo efecto de mi demanda tiene por efecto alzar los precios: es que, para los comerciantes, yo soy otro, como todos los otros y, como tal, me hago contrario a mis intereses. Asimismo para la lengua común: yo la hablo y, de golpe, en tanto que otro, soy hablado por ella. Bien entendido, los dos hechos son simultáneos y dialécticamente ligados. Apenas he dicho: Buen días, ¿cómo está usted?, y ya no sé más si estoy usando el lenguaje o si el lenguaje me está usando. Yo lo uso: he querido saludar en su particularidad a un hombre a quien he tenido el gusto de volver a ver; él me usa: no he hecho sino reactualizar –con entonaciones particulares, es verdad– un lugar común del discurso que se afirma a través de mí y, desde ese instante, todo el lenguaje está presente y, en la conversación que sigue, veré mis intenciones desviadas, limitadas, traicionadas, enriquecidas por el conjunto articulado de los morfemas. Así el lenguaje, extraño modo de relación, me une como otro al otro en tanto que otro en la medida misma en que nos une como los mismos, es decir como sujetos comunicándose intencionalmente. El fin del escritor no es de ningún modo suprimir esa situación paradojal sino explotarla al máximo, y hacer de su ser-en-el-lenguaje la expresión de su ser-en-el-mundo. Utiliza las frases como agentes de ambigüedad, como “presentificación” del todo estructurado que es la lengua, juega con la pluralidad de los sentidos, se sirve de la historia de los vocablos y de la sintaxis para crear sobre-significaciones aberrantes; lejos de querer combatir los límites de su lengua, los usa de modo de tornar su trabajo casi incomunicable a quienes no sean sus compatriotas, encarecienda el particularismo nacional en el momento en que entrega significaciones universales. Pero, en la medida en que hace del no-significante la materia propia de su arte, no pretende producir juegos de palabras absurdos (aunque la pasión de los calembours –como se ve en Flaubert– no es una mala preparación para la literatura), intenta presentar las significaciones oscurecidas tal como las mismas se presentan a través de su ser-en-el-mundo. El estilo, en efecto, no comunica ningún saber: produce lo universal singular mostrando a la vez la lengua como generalidad que produce al escritor y lo condiciona entero en su facticidad, y el escritor como aventura, volviéndose sobre su lengua, o asumiendo los idiotismos y las ambigüedades para dar testimonio de su singularidad práctica y para aprisionar su relación con el mundo, en tanto que vivido, en la presencia material de las palabras. “El yo es detestable; usted, Mitón, lo cubre pero no lo quita”. La significación en esta frase es universal, pero el lector aprende a través de esta brusca singularidad no significante el estilo, que desde ahora en adelante se atará tan bien a ella que ya no podrá pensar la idea sino a través de esa singularización, es decir a través de Pascal pensándola. El estilo es la lengua toda entera, tomando sobre sí misma, por mediación del escritor, el punto de vista de la singularidad. Esto no es, por supuesto, nada más que una manera –pero fundamental– de presentar el ser-en-el-mundo. Hay otras cien, de las cuales hay que usar simultáneamente, y que marcan el estilo de vida del escritor (ductilidad, dureza, vivacidad fulminante del ataque o, al contrario, lentos desamarres, prudentes preparativos finalizando en bruscos resúmenes, etc.). Cada uno sabe de qué quiero hablar: de todos esos caracteres que entregan un hombre al punto de que se siente casi su aliento pero sin darlo a conocer.

7° Este uso fundamental del lenguaje no puede ni siquiera ser intentado si no lo es, al mismo tiempo, para entregar significaciones. Sin significación no hay ambigüedad: el objeto no viene a habitar la palabra. ¿Y cómo se hablaría de resúmenes? ¿Resúmenes de qué? El propósito esencial del escritor moderno, que es trabajar el elemento no significante del lenguaje común para hacer descubrir al lector el ser-en-el-mundo de un universal singular propongo que lo llamemos: búsqueda del sentido. Es la presencia de la totalidad en la parte: el estilo está al nivel de la interiorización de la exterioridad, es, en el esfuerzo singular de superación hacia las significaciones, lo que podríamos llamar el saber de la época, el gusto del momento histórico tal como se le aparecen a una persona formada singularmente por la misma historia.

Pero, aunque fundamental, queda en segundo plano puesto que no figura sino la inserción en el mundo del escritor: lo dado en plena claridad es el conjunto significante que corresponde al mundo de adelante, tal como aparece, universal, bajo un punto de vista condicionado por el mundo de detrás. Pero las significaciones no son sino cuasi-significaciones y su conjunto no const tuye sino un cuasi-saber: en primer lugar porque ellas son elegidas como los medios del sentido y se enraízan en los sentidos (dicho de otro modo porque son constituidas a partir del estilo, expresadas por el estilo y, como tales, mezcladas a partir de su origen); después por que, por sí mismas, aparecen como recortadas en lo universal por una singularidad (así comprenden, ellas mismas, la unidad y la contradicción explosiva de lo singular y de lo universal). Todo lo que puede ser dado en una novela puede aparecer como universal, pero es una falsa universalidad que se denuncia a sí misma, o que es denunciada por el resto del libro. Akinari, en la Cita en los crisantemos, comienza con estos términos: “El inconstante se liga fácilmente pero por poco tiempo, el inconstante, una vez que ha roto, nunca más preguntará por ti”. He aquí proposiciones universales, por no considerar sino a ellas. Pero en el cuento la universalidad es falsa. En primer lugar, son dos juicios analíticos que nos dan la definición –ya sabida por nosotros– de la inconstancia. Luego: ¿qué vienen a hacer aquí, puesto que la historia no nos habla de la inconstancia sino, al contrario, de una constancia maravillosa? A tal punto que somos devueltos a la singularidad de Akinari. ¿Por qué quiso él esa frase? Ella figuraba en el cuento chino donde él se inspiró modificándolo totalmente: ¿la dejó por inadvertencia? ¿O para indicar francamente la fuente de su relato? ¿O para producir un efecto de sorpresa dejando creer al lector que es la inconstancia quien impidió al amigo ir a la cita y develar así su incomparable fidelidad? De todos modos, la frase es indirectamente problemática y su aspecto universal está contradicho por la singularidad de las razones que le hicieron colocarla allí. El estilo constituye la expresión de nuestro condicionamiento invisible por el mundo de detrás y las significaciones constituyen el esfuerzo práctico del autor así condicionado para alcanzar a través de ese condicionamiento los datos del mundo de adelante.

8º A partir de estas observaciones, se puede afirmar que la obra literaria, hoy, se da por tarea manifestar al mismo tiempo las dos fases del ser-en-el-mundo; debe hacerse a sí misma el develamiento del mundo por la mediación de una parte singular que él ha producido, de suerte que se presente el universal por todo como el generador de la singularidad, y recíprocamente que se aprehenda la singularidad como curvadora y límite invisible de lo universal. Se puede decir también que la objetividad debe ser descubierta en cada página como estructura fundamental de lo subjetivo e, inversamente, que la subjetividad debe ser por todo localizable como la impenetrabilidad de lo objetivo.

Si la obra tiene esta doble intención, poco importa que se presente bajo una forma u otra, que aparezca, como en Kafka, a la manera de un relato objetivo y misterioso, una especie de simbolismo sin símbolo ni nada de precisamente simbolizado (nunca una metáfora dando indirectamente un saber, pero siempre una escritura indicando sin cesar las modalidades vividas del ser-en-el-mundo en lo que ellas tienen de indescifrables) o que, como en las últimas novelas de Aragón, el autor intervenga él mismo en su relato para limitar en él la universalidad en el momento justo en que aparece querer extenderla o, simplemente, como en Proust donde un personaje ficticio –pero hermano del narrador– interviene en la aventura como juez y parte, agente provocador y testigo de la aventura, o que el vínculo entre lo singular y lo universal esté fijado de otras cien maneras distintas (Robbe-Grillet, Butor, Pinget, etc.). Esto depende de la empresa particular; no hay forma prioritaria. Pretender lo contrario es a la vez caer en el formalismo (universalizar una forma que no puede existir sino como una expresión de lo universal singular; el usted de La Modificación no es válido sino allí; (pero allí es perfectamente válido) y en el “cosismo” (hacer de la forma una cosa, una etiqueta, un rito cuando no es sino la unidad interna del contenido).

Por el contrario, no hay obra valedera si no da cuenta de todo sobre el mundo del no-saber, de lo vivido. El todo, es decir el pasado social y la coyuntura histórica en tanto que son vividos sin ser conocidos. Esto significa que el singular no puede mostrarse sino como la particularización no significante de la pertenencia a la comunidad y a sus estructuras objetivas, e inversamente que las cuasi-significaciones encaradas no tienen sentido, como estructuras objetivas de lo social, si no aparecen como no pudiendo ser concretas sino en tanto que vividas a partir de un enraizamiento particular o, si se prefiere, que lo universal objetivo –nunca alcanzado– está en el horizonte de un esfuerzo de universalización que nace de la singularidad y la conserva negándola.

Esto significa por una parte que la obra debe responder a la época entera, es decir de la situación del autor en el mundo social y, a partir de esa inserción singular, del mundo social entero, en tanto que esta inserción hace del autor –como de todo hombre– un ser que está en cuestión concretamente en su ser, que vive su inserción bajo forma de alienación, de cosificación, de frustración, de falta de aislamiento sobre un fondo sospechoso de plenitud posible.

Y en tanto que la totalización misma es particularizada históricamente como simple momento de una totalización en curso. No es posible, hoy, que un escritor no viva su ser-en-el-mundo bajo la forma de su ser-en-el-One World, es decir sin sentirse afectado en su vida por las contradicciones de este (por ejemplo: armamento atómico –guerra popular– con este fondo permanente: la posibilidad para los hombres de hoy de destruir radicalmente la especie humana, la posibilidad de ir hacia el socialismo). Todo escritor que no se propusiera expresar el mundo de la bomba atómica y de las investigaciones espaciales en tanto cuanto lo ha vivido en la oscuridad, la impotencia y la inquietud, hablaría de un mundo abstracto, no de este, y no sería sino una persona que entretiene y un charlatán. Poco importa la manera en que rinda cuenta de su inserción en la coyuntura: basta que una angustia vaga arrastrándose de página en página manifieste la existencia de la bomba, sin ninguna necesidad de hablar de la bomba. Hace falta al contrario que la totalización se haga en el no-saber e inversamente, en tanto cuanto la vida es fundamento de todo y negación radical de lo que la pone en peligro, la totalización no está pasivamente interiorizada sino aprehendida desde el punto de vista de la importancia única de la vida. La ambivalencia que es el fundamento de la obra literaria estaría bastante bien marcada por una frase de Malraux: “Una vida no vale nada, nada vale una vida”, que reúne el punto de vista del mundo de detrás (produciendo y aplastando cada vida en la indiferencia) y el punto de vista de la singularidad que se arroja contra la muerte y se afirma en su autonomía.

El compromiso del escritor trata de comunicar lo incomunicable (el ser-en-el-mundo vivido), explotando la parte de desinformación contenida en la lengua común, y de mantener la tensión entre el todo y la parte, la totalidad y la totalización, el mundo y el ser-en-el-mundo como sentido de su obra. Está en su oficio mismo, tomado en la contradicción de la particularidad y de lo universal. Mientras que los otros intelectuales han visto nacer su función de una contradicción entre las exigencias universalistas de su profesión y las exigencias particularistas de la clase dominante, el escritor encuentra en su tarea interna la obligación de permanecer sobre el plano de lo vivido, sugiriendo la universalización como la afirmación de la vida en el horizonte. En este sentido, no es intelectual por accidente, como ellos, sino por esencia. Precisamente por esta razón, la obra exige por si misma que él se coloque fuera de ella sobre ei piano teórico-práctico donde están ya los otros intelectuales: pues ella es por una parte restitución –en el plano del no-saber– del ser en un mundo que nos aplasta y, por otra parte, afirmación vivida de la vida como valor absoluto y exigencia de una libertad que se dirige a todos los otros.

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NOTAS:

1. Situations, VIII. Gallimard. París. 1972. Trad. Eduardo Gudiño Kieffer. Ed. Losada. Bs. As. 1973. pp. 276-336

2. Nada mejor que denunciar la guerra de Vietnam para los profesores de la Universidad norteamericana. Pero esa denuncia es poca cosa (ineficacia relativa) después de los trabajos que algunos de ellos efectúan, en los laboratorios puestos a su disposición, para dar nuevas armas al ejército de los Estados Unidos.

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