Fuente: https://elsudamericano.wordpress.com/2021/07/16/haiti-la-ocupacion-interminable/
Lautaro Rivara es sociólogo, periodista y analista internacional.
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Una periodista de una importante agencia internacional de prensa pregunta, con aparente buena fe: “¿y quién crees que debe resolver los problemas de los haitianos?“. Recuerdo entonces un viejo ejercicio lógico, que recomienda trasponer los términos o los sujetos de una afirmación para ponderar su razonabilidad.
Echando mano de él, me doy cuenta de que la pregunta, en sí misma, revela su inveterada ridiculez con tan solo aplicarla a cualquier otro país: ¿quién debe solucionar los problemas de los Estados Unidos, por ejemplo, país que vio su Capitolio asaltado por hordas trumpistas que no reconocían los resultados electorales que les fueron esquivos a su candidato? ¿Y quién debería solucionar los problemas de Francia, sacudida por las manifestaciones espasmódicas y multitudinarias de los llamados “chalecos amarillos” desde octubre de 2018, con una participación estimada, a la fecha, de más de 3 millones de personas? ¿O los de Inglaterra, cuyo tumultuoso proyecto de desconexión europea, incluyó, entre otros sinsabores, la clausura del aparentemente ejemplar Parlamento británico en agosto de 2019, por decisión del Primer Ministro Boris Johnson?
Sin dudas, podríamos convenir en que los responsables de solucionar todos esos (y aún otros más graves) problemas nacionales son, respectivamente, los estadounidenses, los franceses y los británicos. ¿Por qué extraña razón, entonces, no podemos responder con la misma naturalidad cada vez que Haití entra, excepcionalmente, en la agenda global? ¿Por qué es necesario afirmar y reafirmar lo obvio, más aún considerando que se trata de un pueblo independiente desde hace 217 años?
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Haití ostenta varios récords en términos de intervencionismo. De todas las operaciones coloniales de reconquista sobre las nacientes repúblicas latinoamericanas y caribeñas que obtuvieron su independencia a comienzo del siglo XIX, ninguna fue tan masiva como aquella organizada en 1801 por Napoleón Bonaparte y su cuñado Emmanuel Leclerc, al mando de más de 43 mil hombres y la flota más grande de la época. Se trataba, en ese entonces, de recuperar la sublevada “Perla de las Antillas”, cuya economía esclavista de plantación significaba a la metrópolis francesa cerca de un tercio de sus ingresos. Aquella porción de isla era presa en ese entonces del fervor revolucionario que daría lugar, en 1804, al nacimiento de la República de Haití.
Como correlato de aquella libertad pionera, Haití también tendría el triste privilegio de haber sufrido el primer endeudamiento externo, impuesto por una flota de guerra francesa anclada en la Bahía de Puerto Príncipe el 17 de abril de 1825. En una de esas típicas escenas “patas arriba”, como gustaría de decir don Eduardo Galeano, los esclavistas exigían a los ex esclavos una indemnización por daños y perjuicios, obligando a la nación a pagar una suma, escandalosa para la época, de 150 millones de francos.
Pero no todos estos “récords” tendrían a Francia como protagonista. De los cientos de ocupaciones, invasiones, desembarcos y actos de piratería norteamericanos en este hemisferio -incluyendo la conquista de buena parte de su propio y actual territorio, arrebatado a México entre 1846 y 1848-, ninguna fue tan extensa como la ocupación de Estados Unidos, presente en Haití con sus marines los 19 largos años comprendidos entre 1915 y 1934.
Pero podemos nombrar también la participación de organismos supranacionales. De todos los países intervenidos por misiones civiles, policiales o militares de las Naciones Unidas, ninguno ha visto a tantos contingentes extranjeros tocar territorio nacional, al menos en las últimas décadas: un total de 9 misiones de distinto signo se han sucedido en los últimos 28 años. Es más, en ese lapso, Haití sólo ha pasado dos años (el 2002 y el 2003) sin presencia formal extranjera, la que se prolonga incluso hasta la actualidad, a través de la presencia de la BINUH (la Oficina Internacional de las Naciones Unidas en Haití, por sus siglas en francés) y por la aún no perimida aplicación a Haití del Artículo VII de la Carta de la ONU que rige, presuntamente, en casos de “amenazas para la paz” o “actos de agresión” y señala al Consejo de Seguridad como una especie de autoridad última en el país.
Pero es preciso aún mencionar otro caso de intervención extranjera que suele pasar desapercibida: el oenegeismo colonial. Según diversos estudios se estima en unas 12 mil las ONGs presentes en Haití, alcanzando la república caribeña la mayor concentración per cápita del mundo, lo que le ha valido el risueño apodo de “república de las ONGs” o, peor aún, “HaitONG”. La inmensa mayoría de estas organizaciones son, por supuesto, de origen foráneo, o cuando no simples subsidiarias locales de las grandes agencias de cooperación internacionales como la Comisión Europea o la USAID norteamericana. La suplantación del estado y sus funciones, la cooptación de líderes y lideresas locales de los organizaciones territoriales, y la difusión de todo tipo de teorías culpabilizadoras y coloniales son algunas de sus más notorias resultantes.
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El día 23 de noviembre del año 2018, tuvimos el triste privilegio de toparnos con el último despliegue operativo de la Misión de las Naciones Unidas para el Apoyo a la Justicia en Haití (MINUJUSTH), sucesora de la Misión de las Naciones Unidas para la Estabilización en Haití (la mucho más conocida MINUSTAH).
Bloqueados e incomunicados en Puerto Príncipe e imposibilitados de volver a nuestra localidad rural en Montrouis, literalmente nos chocamos con los Cascos Azules a apenas dos cuadras de la casa en donde una generosa familia nos alojaba mientras acompañábamos las movilizaciones y pasaban las turbulencias que tenían bloqueada la ciudad capital. Se trataba de ecos de la insurrección popular de julio de 2018 contra la “recomendación” del Fondo Monetario Internacional de eliminar los subsidios a los combustibles.
Difícilmente podríamos hacer justicia a aquella escena. En un año como aquel, convulso, dramático, heroico, en que el pueblo haitiano tomaba las calles de manera casi cotidiana de a cientos de miles de personas, las fuerzas pretorianas del orden internacional venían a coartar el legítimo derecho a la rebelión de este pueblo que siempre tiene una última palabra, un último gesto, una última revuelta sacada del fondo de unas reservas morales aparentemente inagotables.
Imaginen la avenida más importante o emblemática de la ciudad capital de cada uno de sus países. Ahora imagínenla en toda la extensión de sus varios cientos de metros, ocupada, en cada esquina, por un retén de un contingente militar de un país diferente. Así, podrían identificar allí la esquina de los pakistaníes, la de los brasileros, la de los nepalíes, la de los croatas, la de los filipinos, la de los argentinos, la de los norteamericanos, la de los franceses. Todo bien armados y pertrechados, acompañados de vehículos blindados y carros hidrantes, frente a un pueblo conmocionado, con los ojos bien abiertos, pegado a las fachadas de los edificios como si de un boxeador contra las cuerdas se tratase.
Cuenten ahora 23 esquinas, porque 23 países fueron los que llegaron a ocupar, en simultáneo, a un pueblo pacífico y desarmado, carente de fuerzas militares y sin ningún tipo de historial de agresiones a terceras repúblicas -muy por el contrario, con un largo historial de solidaridad y gestos desinteresados hacia países tan distintos como Colombia, República Dominicana, Estados Unidos o la Argentina-. Esto mismo sucedió, no una, sino cientos de veces en la Avenida de Delmas, el equivalente exacto, en Haití, de cada una de aquellas anchas avenidas capitales: una calle que corta longitudinalmente la zona metropolitana, desde la Bahía de Puerto Príncipe hasta el distrito de Pétionville, convertida en la trinchera interminable de fuerzas de ocupación multilaterales.
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Fácil es rebatir los argumentos intervencionistas, cuando buscan justificarse echando mano del arsenal conceptual del viejo colonialismo que todos conocemos. Cuando refieren al “salvajismo” de tribus “bárbaras”; al carácter “pre-lógico” de las mentalidades no occidentales; al “paganismo” de pueblos “animistas” y “fetichistas” que deben ser evangelizados a punta de cruces y espadas; a la “animalidad” irreductible de las negritudes y las afrodescendencias que acaso tengan alma; a la “ociosidad” y la “pereza congénitas” de sujetos que languidecen bajo el sol de los trópicos; a la “ingobernabilidad” y la necesidad de tutela de sociedades “recién” nacidas a la vida independiente; a las “ventajas comparativas” de quienes parecen condenados por la providencia a vender géneros alimenticios y minerales para importar vehículos y satélites. Pero es mucho más difícil hacer frente a los argumentos intervencionistas contemporáneos, tanto más elaborados y sofisticados, que prescinden ya de la apelación cínica pero sincera a las prerrogativas del más fuerte y el derecho de conquista.
Tanto la MINUJUSTH como la MINUSTAH fueron justificadas a su tiempo mediante una serie de pleonasmos que, aunque ya harían reír al más inventivo de nuestros escritores, no dejaron por eso de ser menos eficaces: el “intervencionismo humanitario”, la “responsabilidad de proteger”, el “principio de no indiferencia”, o “la salvaguarda de la seguridad nacional de los Estados Unidos” fueron algunas de sus coartadas. 15 años permanecieron estas fuerzas de ocupación en territorio nacional, el equivalente a tres mandatos presidenciales completos. Completamente abolidos quedaron los viejos y presuntos pilares del orden jurídico internacional, a saber, el principio de soberanía y el derecho a la autodeterminación de las naciones.
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Sería extenso y también ocioso hacer un balance completo del saldo de aquella intervención: periodistas, académicos, organizaciones de víctimas, movimientos de mujeres y feministas, ya lo han hecho de manera brillante y rotunda. Pero acaso podríamos mencionar: políticas sistemáticas de violencia sexual, que incluyeron abusos, pedofilia, violaciones y la participación de los Cascos Azules en redes de prostitución y trata. La perpetración de varias masacres en algunos de los barrios más populosos de la zona metropolitana, como aquella, mundialmente conocida, ocurrida en Cité Soleil: el saldo de estas escaramuzas fue el asesinato de cientos de jóvenes, la aniquilación de organizaciones enteras y la desmovilización de bastiones de resistencia popular y organización comunitaria en donde ahora florecen las organizaciones criminales, las bandas armadas y un incipiente narcotráfico. Y, por supuesto, uno de los mayores crímenes de estos más de dos siglos de intervencionismo occidental en Haití: la introducción de una epidemia de cólera mediante el vertido de la MINUSTAH de un camión de residuos fecales con el vibrión de la enfermedad en un afluente del principal río del país, lo que ocasionó varios miles de víctimas fatales y más de 800 mil infectados. Los pedidos de reparación y justicia por parte de las víctimas chocaron contra la inconsistencia de unas Naciones Unidas que leyeron su supra-nacionalidad como una supra-legalidad, asumiendo su “culpabilidad” pero no su “responsabilidad” en términos jurídicos.
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Mientras escribimos esto, un nuevo terremoto político sacude al país: el magnicidio del presidente de facto Jovenel Moïse en la madrugada del 7 de julio en su residencia privada en Pèlerin 5. Nuevamente, con una realidad nacional sobredeterminada desde el exterior, y con un crimen, internacionalizado, que involucra a 28 mercenarios y paramilitares de nacionalidad estadounidense y colombiana.
Frente al vacío de poder generado, e inducido por el propio Occidente mediante al apoyo a un régimen como el de Moïse que hacía año y medio había consumado la ruptura del orden democrático -sin Parlamento, sin elecciones, sin Primeros Ministros legales y con su mandato constitucional vencido-, diversas potencias y organismos se posicionan ahora en la misma senda del intervencionismo interminable.
La Colombia de Iván Duque, participe en el propio magnicidio con militares retirados de sus Fuerzas Armadas, conmina a la Organización de Estados Americanos a intervenir de manera perentoria en la isla. El presidente norteamericano Joe Biden se manifiesta dispuesto a “ir en ayuda de Haití”, mientras el Departamento de Estado confirma el envío de agentes del FBI y de la Agencia Nacional de Seguridad. El presidente de la vecina República Dominicana, Luis Abinader, acelera los planes para construir un muro fronterizo que parta en dos la isla La Española. A la vez, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas se reúne, a puertas cerradas, con Haití y su crisis como el punto central de dio su temario.
¿Volverá la llamada “comunidad internacional” a tropezar con la misma piedra del humanismo que niega a los seres humanos, de la justicia a control remoto y de la paz de los cementarios? ¿Asumirá esta vez, ante una nueva y eventual intervención, su responsabilidad en el exterminio a cuentagotas, el caos inducido, la violencia sexual sistemática y la propagación de epidemias? ¿Apoyarán los Estados miembro de la ONU y de su Consejo de Seguridad, bajo cálculos mezquinos o cándidos argumentos, una nueva guerra unilateral de este tipo o cualquiera de sus variantes concebibles?
Una vez más, y por enésima vez, la espada de Damocles de la ocupación interminable pende en el aire.