Fuente: https://www.investigaction.net/es/final-del-juego/
- 16 Ago 2021
Julian Assange, de WikiLeaks, agoniza lentamente en una prisión del Reino Unido, mientras Estados Unidos mantiene su lucha para que muera en una suya, pero hay esperanzas.
“El objetivo es la justicia, el método es la transparencia. Es importante no confundir el objetivo y el método”.
– Julian Assange
Una multitud de equipos de noticias de televisión y manifestantes con pancartas se agolpan en la calle frente al Tribunal de Magistrados de Westminster. Son poco antes de las 11 de la mañana del 4 de enero de 2021; mascarillas contra una plaga invisible, chaquetas y gorros de lana contra el frío del invierno londinense. El acceso a la sala ha sido muy restringido, y para los que están reunidos aquí las únicas pistas de lo que está ocurriendo dentro provienen del puñado de periodistas que ven un enlace de vídeo y twittean los procedimientos en directo. Y ahora, el giro.
“Dios mío”, tuiteó la periodista australiana Mary Kostakidis. “No hay extradición”.
Poco después, contra todo pronóstico, Stella Moris sale de la sala y se dirige a la avalancha de medios de comunicación que esperan, con un atisbo de sonrisa. “Por favor, tengan paciencia porque he tenido que reescribir mi discurso”, dice al grupo de prensa. Los abogados que representan a su prometido, el editor australiano encarcelado Julian Assange, acaban de derrotar un intento de extraditarlo desde la prisión londinense de Belmarsh para enfrentar cargos en virtud de la Ley de Espionaje en Estados Unidos. El Departamento de Justicia estadounidense pretende encarcelarlo por 175 años.
La impactante sentencia encabeza los boletines de noticias en todas las zonas horarias de la Tierra.
“Esperaba que hoy fuera el día en que Julian volviera a casa”, dice Moris. “Hoy no es ese día. Pero ese día llegará pronto. Mientras Julian tenga que soportar el sufrimiento y el aislamiento como preso sin condena en la cárcel de Belmarsh, y mientras nuestros hijos sigan privados del amor y el cariño de su padre, no podemos celebrarlo. Celebraremos el día que vuelva a casa”.
La sentencia podría ser el freno capaz de poner fin a este tortuoso maratón. “La victoria de hoy es el primer paso hacia la justicia en este caso”, dice Moris.
Jennifer Robinson ha estado en el equipo legal de Assange desde los días de euforia de 2010, y pensaba que lo había visto todo. “La sentencia fue el resultado correcto, pero por todas las razones equivocadas. Es aterrador, porque [el magistrado] está de acuerdo con los fiscales estadounidenses en todos los puntos sobre la libertad de expresión y la posibilidad de perseguir y extraditar a los periodistas”, me dice. “Significa que cualquier gobierno, en cualquier parte del mundo, puede intentar perseguir y extraditar a un periodista residente en Gran Bretaña o a un ciudadano británico que haya publicado información veraz”.
En una sorprendente capitulación a los fiscales estadounidenses, el tribunal aceptó que, a pesar de que la mayoría de las publicaciones se produjeron mientras Assange estaba en el Reino Unido y en Europa, “la conducta en este caso se produjo en Estados Unidos porque la publicación de los materiales causó daño a los intereses de Estados Unidos”.
“Sentarse en la sala y escuchar al juez aceptar los motivos de EE.UU. fue duro”, me dice Moris meses después de dirigirse a la prensa fuera del tribunal. “Me había preparado para lo peor, pero mi instinto me decía que era imposible que Estados Unidos se saliera con la suya en esta parodia. Por eso, cuando se leyó la parte final de la sentencia, fue un alivio increíble. Era la primera vez que se producía una ruptura en esa trayectoria que se había cernido sobre él durante los últimos 10 años y lo había acorralado”.
Es un precedente impactante: la sentencia aceptó los argumentos de los fiscales estadounidenses de que el periodismo de seguridad nacional puede considerarse una forma de espionaje, independientemente del lugar donde se produzca, lo que deja a otros editores y periodistas expuestos a ser acusados de espías.
Esta escalofriante conclusión tenía una trampa: el magistrado reconocía que enterrar vivas a las personas en el sistema penitenciario estadounidense podría matarlas. “Estoy convencido de que, en estas duras condiciones, la salud mental del Sr. Assange se deterioraría haciendo que cometiera suicidio, con la ‘determinación obstinada’ característica de su trastorno autista… Encuentro que la condición mental del Sr. Assange es tal, que sería opresivo extraditarlo a los Estados Unidos de América”.
Opresivo. Seguramente ahora la administración entrante de Biden podría revertir la decisión de Trump de procesarlo. Por primera vez en la memoria reciente, hay esperanzas.
Era enero de 2010, y la soldado de primera clase del ejército estadounidense Chelsea Manning escribió una nota breve, destinada originalmente a The Washington Post. “Estos artículos ya han sido saneados de cualquier información de identificación de la fuente. Se trata de uno de los documentos más significativos de nuestro tiempo que elimina la niebla de la guerra y revela la verdadera naturaleza de la guerra asimétrica del siglo XXI. Que tengan un buen día”.
Ni The Washington Post ni The New York Times estuvieron interesados. Manning recurrió a un contacto en un servicio de chat cifrado. Aunque nunca se ha demostrado, los expedientes judiciales alegan que estaba hablando con Julian Assange en WikiLeaks.
Por aquel entonces, tres innovaciones ya diferenciaban a WikiLeaks de otros editores: el uso de buzones encriptados para proteger la identidad de las fuentes, las asociaciones con organizaciones de medios de comunicación establecidas para añadir alcance a la audiencia y protección institucional, y la preferencia por hacer públicos archivos completos en lugar de de hacerlo por goteo. “No se puede publicar un artículo sobre física sin los datos y resultados experimentales completos; esa debería ser la norma en el periodismo”, argumentó Assange.
WikiLeaks había estado publicando información privilegiada a gran escala desde 2006: una rápida ojeada a la línea de tiempo permite ver textos como “El saqueo de Kenia bajo el presidente Moi” o “Imágenes del desastre de 1995 en el reactor nuclear japonés de Monju”. El verdadero acto de apertura, el que lo pondría bajo los reflectores, fue el que proporcionó la soldado Manning.
Un video de 2007 muestra a los Apache estadounidenses disparando contra un grupo de hombres en una esquina de la zona este de Bagdad. “Mira a esos bastardos muertos”, se ríe uno de los aviadores. Dos de los bastardos muertos se revelarán más tarde como el corresponsal de guerra de Reuters Namir Noor-Eldeen y su asistente, Saeed Chmagh. Los helicópteros continúan su lenta órbita en torno a la polvorienta carnicería, con bromas casuales y tráfico de radio que se transmiten a través de un vídeo sin interrupciones. Poco después, destruyen una furgoneta que intentaba evacuar a los heridos; cuando llegan las unidades terrestres estadounidenses, se descubre que los disparos de los cañones han herido gravemente a dos niños que iban en la furgoneta. “Bueno, la culpa es de ellos por llevar a sus hijos a la batalla”, bromea uno de los tripulantes del helicóptero, mientras los soldados, a cientos de metros por debajo de él, acordonan la zona y evacúan a los niños heridos a un hospital de campaña.
Un día más en el Bagdad ocupado.
WikiLeaks publicó el clip en abril de 2010 en el Club Nacional de Prensa de Washington, DC, catapultando los horrores de la invasión de Irak de nuevo a los titulares. Lo titularon “Asesinato colateral”, un retoque de la anodina terminología militar que reclasifica a los seres humanos que gritan y sangran como “daños colaterales”: desafortunados y lamentables, pero necesarios y olvidables.
Al igual que las víctimas de los asesinatos colaterales, los soldados estadounidenses que recogen a los muertos y moribundos no tienen nombre en el video, son píxeles anónimos que se abren paso en la pantalla. Uno de ellos, el especialista del ejército estadounidense Ethan McCord, firmó más tarde una carta abierta de reconciliación y responsabilidad dirigida a las familias de los muertos y al pueblo iraquí en general: “… lo que se muestra en el vídeo de WikiLeaks apenas describe el sufrimiento que hemos causado… Sabemos que los actos representados en este video son sucesos cotidianos de esta guerra: esta es la naturaleza de cómo se llevan a cabo las guerras dirigidas por Estados Unidos en esta región”.
Para los que estamos cómodamente alejados del sonido de los disparos, la magnitud de estos sucesos cotidianos comenzó a vislumbrarse dos meses después, cuando WikiLeaks publicó 91.000 documentos clasificados conocidos como los Diarios de Guerra de Afganistán. Tres meses más tarde, se publicaron 391.000 documentos que componen los estupendos Diarios de Guerra de Irak. Un mes más tarde, un cuarto de millón de cables diplomáticos procedentes de los brazos más lejanos del Departamento de Estado de EE.UU. salieron a la luz: la primera entrega del “Cablegate”, un archivo que acabaría creciendo hasta casi tres millones de cables. Con un nivel de detalle asombroso, todo el sistema nervioso central de la única superpotencia mundial quedaba al descubierto.
“Lo que hace que las revelaciones de comunicaciones secretas sean potentes es que no se supone que las leamos”, escribió Assange. “Los cables diplomáticos no se producen para manipular al público, sino que se dirigen a elementos del resto del aparato estatal estadounidense, y por tanto están relativamente libres de la influencia distorsionadora de las relaciones públicas”.
Ahora, en colaboración con The New York Times y The Washington Post, así como con Le Monde, The Guardian y muchos otros, WikiLeaks mantuvo un asombroso ritmo de revelaciones explosivas. Assange llegó a la portada de la revista Time; de repente, era una de las personas más reconocidas del mundo.
Como cargas explosivas que se disparan una tras otra, las revelaciones tuvieron efectos profundos. La ficción de que la ocupación de Afganistán marchaba bien, se rompió definitivamente: “La discusión se convirtió en ¿cómo podríamos salir?” dijo Assange a una audiencia en la Ópera de Sidney por videoconferencia en 2013. “Es una debacle, un atolladero: ¿cómo podemos salir? El debate a partir de entonces vio un cambio muy importante en la percepción de esa guerra.”
Las negociaciones sobre la continuidad de la inmunidad para el personal estadounidense en Irak se desarrollaron en medio de la saturación mediática de un cable del Departamento de Estado en el que se detallaba un ataque aéreo estadounidense, con el objetivo de destruir pruebas de la masacre de una familia iraquí en 2006. “El primer ministro Maliki citó específicamente ese documento como razón por la cual la inmunidad no podía seguir siendo extendida”, recordó Assange. “Así que el Cablegate fue fundamental para acabar con la guerra de Irak. Tal vez hubiera terminado algún tiempo después, ¿quién sabe? Pero ese año, el Cablegate la terminó”.
En Túnez, la verdad sobre la connivencia del régimen con el gobierno estadounidense ayudó a atizar un levantamiento que se convirtió en la Primavera Árabe. Los detalles de las disposiciones contenidas en los borradores secretos de la Asociación Trans-Pacífica ayudaron a galvanizar la oposición y a hacer fracasar el acuerdo. Las comunidades de solidaridad y resistencia, empoderadas con la verdad, se organizaron en autodefensa colectiva.
Sin embargo, el valor perdurable de tales revelaciones no estaba en esas historias de alto perfil. El valor real era que, por fin, había un mapa del conjunto. “Sólo si se aborda este corpus de forma holística –más allá de la documentación de cada abuso individual, de cada atrocidad localizada– se puede ver el verdadero coste humano causado por el imperio”, escribió Assange.
Aparte de la clase política estadounidense y sus obedientes marionetas en Canberra, nadie dudaba acerca del interés público de este reportaje. A finales de 2011, cuando la Fundación Walkley de Australia añadió un premio a la creciente lista de premios internacionales a los medios, recibidos por WikiLeaks, señaló el “valiente y controvertido compromiso con las mejores tradiciones del periodismo: la justicia a través de la transparencia”.
Assange se unió a la ceremonia de los Walkleys por videoconferencia desde Londres, con un tono sombrío. “Nuestras vidas han sido amenazadas, han intentado censurarnos, los bancos han tratado de cortar nuestra línea de ingresos financieros”, dijo a los asistentes. “Esta forma de censura está en muy pocas manos. Enemigos poderosos están tanteando el terreno para ver hasta dónde pueden llegar, viendo cómo pueden abusar del sistema que han construido para impedir cualquier escrutinio”. Su discurso en aquella lejana noche de premios adquirió más tarde una lúgubre clarividencia. “La respuesta es: pueden salirse con la suya en demasía”.
En diciembre de 2012, en el elegante barrio londinense de Knightsbridge, me reuní con Julian Assange y un puñado de familiares y amigos en la embajada de Ecuador para pasar una extraña Navidad en el exilio. Había conocido a Assange poco más de un año antes, en los últimos meses de escaramuzas legales antes de que el gobierno de Ecuador aceptara que “las represalias del país o países que produjeron la información… pueden poner en peligro [su] seguridad, integridad e incluso su vida”. Una larga furgoneta blanca repleta de equipos de vigilancia estaba estacionada en la calle; fue impactante hacer contacto visual con los oficiales uniformados en el edificio adyacente cuando corrí las cortinas por un momento. Estar sentado directamente en el campo visual de las agencias de inteligencia militar más poderosas del mundo, era una experiencia que yo apenas empezaba a comprender: para Assange, su equipo y el personal de la embajada, esa era su vida ahora.
Para entonces habíamos pasado un año tratando de despertar un poco de interés en el gobierno australiano, utilizando las diversas herramientas que un senador puede utilizar. Trabajo con los medios de comunicación, discursos, mociones, acercamientos directos a los ministros, largas sesiones nocturnas en las audiencias de la comisión de presupuestos. La primera ministra, Julia Gillard, declaró que el sitio web de WikiLeaks era “ilegal” antes de que la Policía Federal Australiana la contradijera. El fiscal general, Robert McClelland, propuso la idea de revocar el pasaporte de Assange, hasta que el ministro de Asuntos Exteriores, Kevin Rudd, la desechó.
Fue un espectáculo de mierda.
Los mensajes subsiguientes del gobierno se consolidaron rápidamente en torno a dos líneas claves: “Estamos seguros de que el Sr. Assange recibirá el debido proceso en cualquier procedimiento legal”, y “el Sr. Assange está recibiendo asistencia consular, como es el derecho de cualquier ciudadano australiano”. Asistencia consular –como si fuera un mochilero en Bali que ha extraviado su pasaporte– y el debido proceso dentro del intachable sistema legal británico. Los sucesivos primeros ministros jugaron a este señuelo a medida que los gobiernos iban y venían; todo ello mientras los muros se cerraban lentamente alrededor de Assange.
“Si quieres decir la verdad a la gente, hazla reír, de lo contrario te matarán”, aconsejó una vez Oscar Wilde. En sus apariciones públicas, Assange puede presentarse como alguien elocuente e hiperconcentrado, como alguien que elige las palabras con mucho cuidado, pero no siempre como alguien que haría reír. Este talante serio ha sido deformado hasta quedar irreconocible en una serie interminable de escabrosos documentales, libros reveladores y artículos sensacionalistas que lo pintan en cualquier parte del espectro, desde ciber sabio inescrutable hasta villano Bond de alta tecnología. En persona, fue un alivio descubrir que Julian Assange es cálido, reflexivo y muy divertido.
Esto es digno de mención porque durante más de una década Assange y quienes le rodean han sido objeto de una campaña sistemática de mutilación de la reputación. En 2011 se filtró a WikiLeaks un espantoso plan con los logotipos de Palantir Technologies, HBGary Federal y Berico Technologies. En él encontramos el plan básico: “Alimentar el combustible entre los grupos enfrentados. Desinformación. Crear mensajes en torno a acciones para sabotear o desacreditar a la organización adversa. Presentar documentos falsos y señalar el error… Campaña mediática para posicionar la naturaleza radical y temeraria de las actividades de Wikileaks. Presión sostenida. No hace nada y no ayuda a los fanáticos, pero crea preocupación y dudas entre los moderados”.
El contratista de seguridad privada Stratfor añadió este consejo –también filtrado posteriormente– en 2012: “Aumentar la presión. Trasladarlo de país en país para que se enfrente a diversos cargos durante los próximos 25 años”.
Además, mientras se hacían estas sugerencias, se reactivaron las acusaciones de conducta sexual indebida contra Assange en Suecia, que constituyeron la base de nueve años de “investigación preliminar”. Los retrasos procesales surrealistas y las inexplicables obstrucciones por parte de la Fiscalía de la Corona del Reino Unido, acabarían siendo calificados como una forma de “detención arbitraria” por el Grupo de Trabajo de las Naciones Unidas sobre la Detención Arbitraria. Nunca se presentaron cargos.
Nils Melzer es el relator especial de Naciones Unidas sobre la tortura: su trabajo es pedir cuentas de lo peor que puede hacer la humanidad. En mayo de 2019 visitó a Assange en la prisión de Belmarsh, tras la salida del australiano de la embajada, con dos profesionales médicos formados en la evaluación de víctimas de tortura y malos tratos. “En 20 años de trabajo con víctimas de la guerra, la violencia y la persecución política”, dijo, “nunca he visto a un grupo de Estados democráticos confabularse para aislar, demonizar y abusar deliberadamente de un solo individuo durante tanto tiempo y con tan poca consideración por la dignidad humana y el Estado de derecho”.
“Es obvio que la salud del Sr. Assange se ha visto gravemente afectada por el entorno extremadamente hostil y arbitrario al que ha estado expuesto durante muchos años”, concluyó Melzer sin rodeos. “El Sr. Assange ha estado expuesto deliberadamente, durante un período de varios años, a formas progresivamente graves de trato o castigo cruel, inhumano o degradante, cuyos efectos acumulados sólo pueden describirse como tortura psicológica.”
La activista australiana Felicity Ruby, amiga de Assange desde hace mucho tiempo, fue señalada como objetivo de vigilancia por el contratista de la CIA, UC Global, actualmente ante los tribunales españoles por espiar a Assange durante sus largos años de limbo en la embajada. Ella recuerda que lo visitó en 2019: “Estar dentro del calabozo de Belmarsh durante menos de dos horas todavía me acecha hoy en día. Después de semanas de espera para entrar en la lista, tuve el privilegio de que me tomaran las huellas dactilares dos veces, me registraran la boca y los oídos antes de pasar por pasillos, puertas, alambres de púa y mallas, para llegar finalmente a una sala llena de sillas de plástico: verdes para los presos, azules para los visitantes. Belmarsh fue diseñada para la privación sensorial y el tormento, y está funcionando; [Assange] se está consumiendo en esa jaula infestada de COVID”.
La hábil campaña para desviar la atención del contenido de las publicaciones de WikiLeaks, y centrarse en el carácter de los editores, ha mutado ahora en algo verdaderamente amenazador.
Jennifer Robinson describe cómo el propio proceso se convierte lentamente en el castigo. “Si fracasamos en la lucha contra su extradición, se le enviará a Estados Unidos, donde habrá un juicio penal, habrá apelaciones hasta el Tribunal Supremo, lo que podría llevar otros 10 años, o más, para que al final se demuestre que tiene razón en un caso que nunca debería haberse presentado”.
“Lo están castigando, haciéndolo pasar por estos procesos que han sido inherentemente injustos y abusivos, y que se han alargado durante años y años”.
El denunciante de la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos, Edward Snowden, coincide en advertir sobre el riesgo de que Assange “permanezca en prisión indefinidamente mientras [el Departamento de Justicia] presenta interminablemente recursos sin mérito por venganza”.
Stella Moris es contundente cuando le pregunto cómo lo está llevando su compañero. “Está sufriendo”, dice. “Es una lucha diaria, despertarse y no saber cuándo y cómo va a terminar. Julian es increíblemente fuerte y saca fuerzas de saber que está en el lado correcto de la historia, que está siendo castigado por hacer lo correcto. Es un luchador, pero no hay persona que no se vea afectada por este progresivo cerco sobre él, tratando de quebrarlo en todos los aspectos”.
Assange lleva ya 11 años bajo alguna forma de arresto domiciliario, asilo político o prisión. Las tobilleras electrónicas y las largas furgonetas blancas han dado paso al aislamiento en una gélida prisión de máxima seguridad. “Me estoy muriendo lentamente aquí”, le dijo a su amigo Vaughan Smith en una rara llamada telefónica en la Nochebuena de 2020.
El Tribunal de Magistrados de Westminster está de acuerdo. Seguir por ese camino opresivo va a matar a Julian Assange.
Sin embargo, a los pocos días de su sentencia, el mismo magistrado negó la libertad bajo fianza mientras las autoridades estadounidenses consideraban sus opciones de apelación, dejando a Assange todavía atrapado en una celda.
“Debido proceso”, recitan los funcionarios australianos de mirada vacía cuando se les invita a comentar este asesinato en cámara lenta. “Asistencia consular”.
Hay una razón por la que la anterior administración estadounidense, en la que Joe Biden ejerció de vicepresidente, se había abstenido de presentar cargos. Matthew Miller, funcionario del Departamento de Justicia de Barack Obama, explicó en una entrevista de 2017 que lo llamaban el “problema del New York Times”: “¿Cómo se procesa a Julian Assange por publicar información clasificada y no a The New York Times?”
En 2017 Jennifer Robinson estuvo presente en la embajada ecuatoriana en Londres cuando el congresista republicano, Dana Rohrabacher, y el socio de Donald Trump, Charles Johnson, llegaron para hacer una oferta a Assange: entregar la fuente de las filtraciones de 2016 que detallaban un proceso de nominación cuestionado en el Comité Nacional Demócrata, a cambio de un “perdón, una garantía o un compromiso” para poner fin a la investigación sobre WikiLeaks.
“Dijeron que el presidente Trump estaba al tanto y había aprobado que fueran a reunirse con el señor Assange para discutir una propuesta”, declaró Robinson ante las audiencias de extradición en 2020.
Assange se negó a revelar su fuente. Y para la administración Trump, que The New York Times terminara siendo un daño colateral en una persecución contra WikiLeaks ya no parecía ser un motivo para romper el trato. Con la luz verde de un régimen más complaciente en Ecuador que el que le había ofrecido refugio en 2012, la Policía Metropolitana recibió el visto bueno: tras semanas de rumores y especulaciones en los medios, Assange fue sacado de la embajada y metido en una furgoneta con un ejemplar de Historia del Estado de Seguridad Nacional de Gore Vidal en la mano.
Con la posterior revelación de los cargos relacionados con las filtraciones de Chelsea Manning, la guerra retórica del presidente Trump contra la prensa se transformó abruptamente en una guerra legal. “Obtener y publicar información que el gobierno preferiría mantener en secreto es vital para el periodismo y la democracia”, escribió Dean Baquet, editor ejecutivo de The New York Times, en 2019. “La nueva acusación es un paso sumamente preocupante para dar al gobierno un mayor control sobre lo que los estadounidenses pueden saber”.
En junio de 2021, en un acontecimiento sorprendente y poco difundido, el testigo estrella del gobierno de EE.UU. deja al descubierto un enorme agujero en el caso de la acusación. Sigurdur Thordarson, condenado por pedofilia y malversación de fondos, confiesa a un periódico islandés que elementos clave de sus pruebas fueron inventados. El argumento central del gobierno, que Assange consiguió material clasificado a través de la solicitud y la conspiración para cometer intrusión informática, se basa en un testimonio que Thordarson admite ahora que era mentira.
“Este es el final del caso contra Julian Assange”, tuiteó Snowden.
“Ha surgido suficiente información para mostrar lo hueco y político que es todo el caso”, me dice Kristinn Hrafnsson. Este periodista de investigación de la vieja escuela, que se curtió en el sector de la prensa y la radio islandesas, se lanzó a WikiLeaks en 2010 para ayudar a dirigir la publicación de “Collateral Murder”. Desde 2018 es el editor jefe de la organización. “La presión sobre el gobierno de Biden para que anule el legado de Trump y abandone el caso va en aumento”.
Trump y sus colaboradores se han ido, pero el “problema del New York Times” ya no es hipotético. Una alianza sin precedentes de sindicatos de medios de comunicación, defensores de la libertad de prensa y organizaciones mundiales de derechos humanos se ha movilizado ahora para instar a Biden y a su nuevo fiscal general, Merrick Garland, a abandonar la apelación. En febrero de 2021, Amnistía Internacional, Human Rights Watch, Reporteros sin Fronteras, la Unión Americana de Libertades Civiles y una docena de otras organizaciones de alto nivel firmaron una carta abierta a la administración entrante. “Compartimos la opinión de que la acusación del gobierno [contra Assange] supone una grave amenaza para la libertad de prensa tanto en Estados Unidos como en el extranjero”, dice la carta. “La acusación contra el Sr. Assange amenaza la libertad de prensa porque gran parte de la conducta descrita en la acusación es una conducta que los periodistas realizan de forma rutinaria”.
Aquí, en Australia, una insólita alianza está ejerciendo mayor presión sobre el gobierno federal para que vaya más allá de las promesas vacías de asistencia consular. “El caso contra Assange siempre ha estado políticamente motivado con la intención de coartar la libertad de expresión, criminalizar el periodismo y enviar un claro mensaje a los futuros denunciantes y editores de que ellos también serán castigados si se salen de la línea”, dijo el presidente federal de la Alianza de Medios de Comunicación, Entretenimiento y Artes [MEAA], Marcus Strom, en un comunicado. Assange es miembro del sindicato de medios de comunicación desde 2007, pero la MEAA no es una voz solitaria dentro del movimiento sindical.
“Los cargos contra Assange están totalmente relacionados con su trabajo, que sacó a la luz graves crímenes de guerra cometidos por el ejército estadounidense en Irak”, reza una resolución de marzo de 2021 aprobada por el Consejo Australiano de Sindicatos (ACTU). “Seguir persiguiéndolo por este trabajo constituye un ataque a los periodistas, al periodismo y al derecho del público a saber. Instamos al gobierno australiano a que haga todo lo que esté en sus manos para presionar a las autoridades estadounidenses para que pongan fin a su persecución”.
La ACTU representa a casi dos millones de trabajadores australianos, a través de 36 sindicatos afiliados. Es una organización que rara vez se encuentra en el mismo lado de una discusión que el viceprimer ministro Barnaby Joyce. Sin embargo, aquí estamos. “Entonces, ¿por qué van a extraditar a Julian Assange exactamente –un ciudadano de Australia– a Estados Unidos?” preguntó Joyce retóricamente en un cruce televisivo en directo. “¿Por las acciones de un tercero… que le dio información que luego publicó? Seguramente no es diferente a los periódicos que luego publicaron lo que estaba en WikiLeaks. ¿Tal vez deberían ir todos a los Estados Unidos para ser juzgados bajo la ley estadounidense? Quiero decir, ¿dónde se detiene esto?”
Joyce es miembro desde hace tiempo del Grupo Parlamentario Bring Julian Assange Home, una alianza formal de parlamentarios de todos los partidos, copresidida por un antiguo denunciante de la Oficina de Evaluaciones Nacionales, el diputado independiente Andrew Wilkie. A principios de 2021, representantes del grupo se reunieron con Michael Goldman, encargado de negocios de la embajada de Estados Unidos en Canberra, para insistir en el caso. “La persecución del Sr. Assange por parte de EE.UU. obviamente no es de interés público y debe ser abandonada”, dijo Wilkie en un comunicado tras la reunión.
“Donde hay valor hay esperanza”, escribió en Internet el senador de los Verdes Peter Whish-Wilson. “Estamos construyendo una campaña para traer a Assange a casa”. Por fin, la campaña se ha extendido más allá de la bancada cruzada, con el impetuoso diputado del ALP [Partido Laborista Australiano], Julian Hill, marcando el tono en el parlamento: “Ha estado encerrado y confinado durante años, enfrentándose a la extradición a EE.UU. y a una sentencia de muerte efectiva, por cargos falsos y motivados políticamente… tratado peor que los responsables de los crímenes de guerra de EE.UU. en Irak y Guantánamo, que él y WikiLeaks expusieron”.
Parece que la dirección del ALP por fin está escuchando. “Ya es suficiente”, dijo el líder de la oposición, Anthony Albanese, en una reunión del grupo parlamentario en febrero de 2021. Una resolución de la conferencia nacional del ALP, un mes después, lo confirmó: “Los laboristas creen que ha llegado el momento de poner fin a este prolongado caso contra Julian Assange”.
Esta rara ruptura del bipartidismo es una señal, entre muchas otras, de que los políticos del establishment por fin están escuchando el mensaje. Un inusual acuerdo entre los Verdes, los independientes, los diputados laboristas y el viceprimer ministro de los Nacionales está ahora en la misma página que los organizadores de base, el movimiento sindical, Amnistía Internacional y Human Rights Watch. Ya es suficiente.
“Mi mensaje a otros periodistas –me dice Hrafnsson– es que deben tomar nota y actuar, porque les interesa luchar por este caso. Esto no se limita a los intereses de Julian Assange o de WikiLeaks: tendrá un efecto sobre el trabajo de los periodistas en general, en todo el mundo.”
Cientos de acciones populares han surgido en todo el mundo a medida que la magnitud de lo que está en juego ha captado la atención del público. La gira de conferencias “Home Run for Julian” de 2021 dio al padre de Assange, John Shipton, la oportunidad de reunirse con multitudes curiosas en docenas de ciudades de Victoria, Nueva Gales del Sur y Queensland.
Sin embargo, una década después de la noche de los premios Walkley, el horizonte de la “justicia a través de la transparencia” se ha oscurecido. Los arquitectos de la invasión de Irak y Afganistán –Bush, Blair y Howard– son hombres libres, celebrados como ancianos estadistas con el telón de fondo de cientos de miles de hombres, mujeres y niños muertos. La Policía Federal Australiana hizo una redada en la sede de la ABC y en la casa de la entonces periodista de News Corp, Annika Smethurst, para descubrir las fuentes de las historias sobre los crímenes de guerra en Afganistán y ampliar la vigilancia militar de cada uno de nosotros. Julian Assange cumplió 50 años en julio; durante todo el tiempo que usted ha estado leyendo este artículo, Assange ha estado aislado en una prisión de máxima seguridad, encerrado en tortuosas apelaciones y contra-apelaciones sin final a la vista.
“El gobierno australiano tiene la llave de la celda de Julian”, me dice Stella Moris en una llamada nocturna desde Londres. “Si el gobierno australiano interviniera a favor de Julian, esto se acabaría. Se puede revertir con la presión popular, y con la presión de los colegas de Julian en los medios de comunicación, llamando constantemente la atención sobre el hecho de que un hombre inocente está siendo perseguido por exponer los crímenes del Estado.”
“Saber que estás ahí afuera luchando por mí me mantiene vivo en este profundo aislamiento”, escribió Assange en una carta a un simpatizante en 2019.
La transparencia por sí sola no es suficiente para garantizar la justicia. Habrá que luchar.
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Scott Ludlam es embajador de la ICAN [Campaña Internacional para la Abolición de las Armas Nucleares] y ex senador de los Verdes Australianos por Australia Occidental.
Traducido por Edgar Rodríguez y América Rodríguez para Investig’Action
Fuente: The Monthly