«En la Rua do Loreto» de Djaimília Pereira de Almeida

Fuente: http://www.afribuku.com/rua-loreto-djaimilia-pereira-almeida/                                                                                 Djaimília Pereira de Almeida                                                           15 SEPTIEMBRE, 2020

Autora invitada: Djaimília Pereira de Almeida

Vivió en Lisboa, en la Rua do Loreto, una chica que se rodeaba de basura en la parada del 28, donde dormía. Me asustaba por la noche. Aturdida, al despertar, creo palpar la suerte que tengo de vivir en el presente, por tener a quien me ame, sin saber bien qué significa palparla, pues la chica también es contemporánea mía. Con el paso de los meses, la basura acumulada a su alrededor hizo imposible que allí se aguardase la llegada del tranvía, pareciendo más bien que el punto de paso se había convertido en una vivienda permanente, nauseabunda. Tenía el rostro reluciente e hinchado como una muñeca e, incluso ausente, una sonrisa muy bella. Todas las mañanas, arreglaba su casita de cajas, como si hiciese las tareas del hogar. Apilaba cajas de cerillas y colillas de cigarro. Su figura operática, agigantada, contrastaba con su voz melodiosa, que parecía pertenecer a otro cuerpo, no al de ella. La voz anunciaba, quizá, la chica que había sido.

Baila entre bolsas de basura, cambiando de sitio sus tesoros. Abre una caja y pone dentro una hoja de periódico aplastada. Coge unos billetes usados del suelo y los guarda en un hatillo, o los lanza al aire sobre su cabeza en un aguacero de confetis. Alinea las cerillas quemadas en el asiento de la parada mientras se escarba los dientes con un alambre. Se rasca el pelo: corto, con las puntas quemadas. Se quita la cera de los oídos y se lame los dedos, sonríe con ojos de buen juicio. O ríe sin razón, se tumba con la cara tapada, con la cabeza en una caja. Me quedé observándola desde una pastelería, al otro lado de la calle, una hora entera. La princesa, cansada, veía pasar a la clientela: la rutina de una colonia de flamencos. Esa vez, no me vio. Sentada, era el único punto negro en el paisaje en contraste con el rosa-ocre del palacete y los tonos pasajeros de los transeúntes en redor, salpicaduras de color que la miraban divididos entre la sorpresa y el asco, hablando por el móvil. Ocupaba el espacio de tres personas y las ahuyentaba con piropos y peticiones, besos vibrantes; sustos que daba a las chicas, gritándoles de repente, con los brazos sobre sus espaldas desprevenidas, como una tarántula benigna. No esperaba el tranvía, sino la muerte, con la paciencia de una niña que se ha perdido de un adulto.

La dibujé en una servilleta. ¿Cómo se llamaría? Me salió un borrón enmarañado, redondo. A la salida del café, me puse las gafas oscuras para que mi mirada no se cruzara con la suya. Crucé la calle y, aprovechando un instante en que metió la cabeza en una bolsa, bajé rápido la Calçada do Combro.

Collage de la autora

La segunda vez que la vi, habían pasado tres años. No pensé que me la iría a encontrar y no cambié de acera. La sorprendí cuando se le volaba una servilleta y, por poco, no tropezamos. A un palmo de mi rostro, se tapó la nariz como si le oliese mal, y con su voz nasal, preguntó: “Querida, ¿me das un vaso de leche?”. Parecía recién salida de una salsa de coles podridas ahogadas en pachuli. Me sonrió, me guiñó un ojo y se sentó con las piernas abiertas, distraída, los trapos negros que le cubrían se abombaban sobre el zigzag de la vía del tranvía, formando la cola de una dama antigua de luto a quien solo le falta una sombrilla rodando sobre el hombro. “¡Vuelve a tu país!”, chillan desde un coche. “Querida, ¿me das un vaso de leche?”. Incluso pensé que se dirigía a mí, pero se lo había pedido al primer turista que cruzó la calle.

Solía cambiar de acerca al divisarla o me esforzaba para que no cruzásemos la mirada, si me veía obligada a pasar junto a la parada. Temía que me hablase como solo había temido en mi vida los besos de las viejas en misa, cuando era niña. Y entonces se me pegase, al darme un abrazo apretado, su aliento a vino en el cuello, el pelo sucio como mi nariz, saludándome, feliz, como a una amiga. Ese abrazo imaginado de ternura persiste en mí, revelando mi cobardía, al desviarme de su mirada.

En la parada del tranvía, cuando se adormece al sol, tal vez las manos le tiemblen o también ella toque el ritmo de la Marcha Fúnebre en las cajas, como hago yo sin darme cuenta, mientras fumo en la ventana.

Tal vez no sea digna de su memoria. No sé cómo se llamaba la chica de la parada del tranvía. Un cierto día, desapareció. Gigante, sube la Calçada do Combro con la punta de los pies descalzos. Las uñas están negras, recorvas. Las rodillas mugrientas, las carnes flojas, el cabello inmundo suelta por la acera un aroma a carne asada. Lanza besos al tranvía y a la gente dentro de los cafés, que salen a la calle a verla pasar. “Querida mía, ¿me consigues un vaso de leche? ¿Un cigarrito?”. A falta de alguien que le haga caso, bebe de la leche de una taza imaginaria, con la mano derecha, fuma con la izquierda por una boquilla invisible. En cierto momento, se cansa de la subida. Le gustaría sentarse como una señora, alzar el trasero con elegancia, pero cae en la calzada como una piedra.

Está desnuda, la barriga se le pliega sobre el pubis. Eleva los brazos, se despereza, como un orangután hembra cansado. Permanece allí, lamiéndose los brazos, llevándose a la nariz el olor de las axilas, acariciando a un bebé que nadie ve, dándole de mamar con un cariño maternal.

Esta vez, no la vi. Me contaron que abrió las piernas, se olió y se sintió, quién sabe, terriblemente desamparada, empezó a llorar de desesperación. Alguien llamó a la Policía Municipal. Se la llevaron, le cubrieron la espalda con una manta, de nuevo una niña en el asiento de atrás del coche patrulla, quizá se chupase el dedo.

Por la noche, regresa a mi cuarto, tumbada en el suelo, al lado de mi cama, desnuda entre las bolsas y los cobertores sucios. Le extiendo mis dedos. Tiene las palmas frías y sudadas. Solo cuando estamos las dos solas soy lo suficientemente mujer para socorrerla. Dormimos cogidas de la mano.

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* Djaimilia Pereira de Almeida (1982) es una escritora luso-angoleña. A Visão das Plantas, Colagem / Coragem e As Telefones son sus últimos libros.

* Este texto fue publicado en Buala y ha sido reproducido con permiso de los editores. Para leer el original, en portugués, clic aquí.

*Traducción: Alejandro de los Santos.

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