Fuente: Iniciativa Debate/Domingo Sanz
Y de repente un murmullo.
Al autobús acaba de subir el único español que es legalmente distinto a los 47 millones restantes. Se llama Felipe VI y parecía que iba solo, pero ahora me doy cuenta que antes ha subido uno de esos armarios con piernas, y detrás otro. Una protección discreta.
Todos los asientos están ocupados y otros quince pasajeros vamos de pie. Sin que nadie se dé cuenta del porqué me desplazo hacia atrás, pues no me apetece estar cerca de él. Tengo la impresión que otros dos pasajeros hacen lo mismo que yo.
Ha pagado su viaje con dinero, de donde deduzco que no es titular de la tarjeta municipal.
De manera que parece espontánea, una de las personas que viajan de pie le da la mano y él corresponde, no sin que al mismo tiempo uno de sus dos guardaespaldas reaccione con un gesto mínimo, de los de por si acaso.
Acto seguido, otros imitan al primero y también quieren saludarlo. Él les va dando la mano. Desde mi refugio del fondo busco el gesto de cada pasajero en el momento de cruzar, con las del rey, mano y mirada. Tengo la sensación de que algunos le transmiten su voluntad decidida de cumplir siempre con lo que mande la ley.
Ahora uno le ofrece su asiento que, lógicamente, rechaza.
Le siguen dando la mano los que van de pie y los que están sentados, lo que provoca que se vaya acercando, alto y firme, aunque despacio, hacia donde estamos los pocos que, como quien no quería la cosa, nos habíamos desplazado hacia la parte trasera del vehículo. De momento, nadie se ha atrevido a romper lo que parece la unidad de España instalada en el autobús de una línea interurbana y regular.
Ya solo me separan del rey cuatro pasajeros y comienzo a preocuparme, pues hay tráfico, el cacharro no avanza y, aunque quisiera, no podría apearme para evitar la coincidencia.
Entonces siento la necesidad de ser coherente conmigo mismo, al margen de quien tenga enfrente, y decido repasar a toda velocidad lo que ha sido mi comportamiento habitual a la hora de saludar.
Recuerdo que, de las personas con las que he coincidido, pero nadie nos había presentado antes, como sería el caso, solo daba la mano a aquellas que, o no sabía nada de ellas, por lo de no ser un borde sin causa, o lo que sabía no me disgustaba.
En este grupo hubiera podido incluir a Felipe VI si no fuera porque estoy convencido de que, como mínimo, es conocedor del enriquecimiento ilícito que su padre ha conseguido gracias a la inmunidad e impunidad de que disfrutaba por ley, idéntica a la que él disfruta ahora y a la que ni siquiera tiene la vergüenza de renunciar voluntariamente.
Un enriquecimiento indecente del que él mismo será beneficiario principal porque la vida da muchas vueltas, pero la de quitarle a él lo que su padre nos quitó a nosotros no la dará, ni aunque con sus armarios armados sacara un saco ahora mismo y empezara a despojarnos a todos de todo lo que de valor lleváramos encima.
Y tampoco podría incluirlo en el grupo de personas a las que daría la mano porque estoy convencido de que, si abdicara voluntariamente, dejaría resueltos dos problemas tan importantes como para bajarse del autobús en La Moncloa y entregar a Pedro Sánchez las llaves de La Zarzuela.
El primero es el de la amenaza que, sí o sí, representa su figura para todos los españoles, en tanto que solo los líderes y partidos más franquistas, y, por tanto, más peligrosos, son los que le defienden, blindándose ellos mismos con su figura y su institución cada vez que lo mencionan.
Y el segundo es el de Catalunya, que consiguió agravar con su intervención del 3 de octubre de 2017 y que, por eso mismo, quedaría muy desactivado si España tuviera que convertirse en república.
Se me acababa el tiempo para tomar una decisión sobre si darle la mano o no, ya solo había otro pasajero entre él y yo, o incluso explicarle en voz alta porque no le saludaría, cuando, de repente otra vez, y a pesar de que a partir del momento en que el rey subió al autobús el chofer había suavizado la conducción de manera ostensible, en esta ocasión fue un frenazo lo que me despertó y me libró del grave dilema en que me encontraba.
Entonces, y ya con los ojos abiertos, me di cuenta que en realidad estaba en otro autobús, uno que en diciembre de 1955 circulaba por la ciudad de Montgomery, en el Estado de Alabama, USA.
Se trataba de aquel autobús en el que viajaba una persona que, como Felipe VI, también era distinta al resto de viajeros, aunque en este caso por ser, legalmente también, considerada inferior y potencial culpable de unos delitos que para los “superiores” no existían.
Usted ya lo sabe, se llamaba Rosa Parks y cambió el mundo por negarse a cumplir una ley que la discriminaba frente a los blancos de una manera tan injusta como aquí la Constitución discrimina a 47 millones de personas frente a una sola que puede cometer, sin el menor de los castigos, toda clase de delitos.
No sé si aquella Rosa mundial hacía lo mismo cada vez que subía al autobús, o lo que ocurrió ese día histórico es que reventó, por fin, porque un blanco que le reclamaba su privilegio le puso cara de amenaza. Como todas las caras que amenazan. Como la que puso Felipe VI contra los rebeldes catalanes el día 3 de octubre de 2017.
Pero en España siempre hay un maldito frenazo que llega a tiempo para salvar del fracaso a los que amenazan.