El choque de trenes

Fuente: Iniciativa Debate/Jaime Richart                                                               

Aunque la idiosincrasia de las sociedades es muy variada, tan va­riada como sociedades y culturas, lo cierto es que la sociedad occi­dental y especialmente la española (pese a que la globaliza­ción barre el imaginario, las ideas y los rasgos naciona­les, debili­tando costumbres en favor de las anglosajonas), funciona más a golpe de refranes, de dichos populares, de prover­bios y de pautas comunes que de leyes. Incluso principios no escri­tos como “todo lo que no está prohibido (por las leyes), está permitido”, o “no todo lo que no está prohibido está permitido (por la moral)” for­man parte del acervo que orienta muchas veces a una persona an­te una situación más o menos delicada.

Aun­que respecto a estos dos principios, si bien parecen con­cluyentes desde una posición acrítica, no lo son tanto desde una perspectiva filosófica. No por­que no sean relativamente cier­tos, sino porque al discernir el com­portamiento más correcto en un momento dado, en el pri­mer caso se suscita la duda sobre si no fal­tará precisamente una ley para esa materia determinada, y en el segundo, la de qué clase de mo­ral hablamos: si es reli­giosa, o si es civil. Por ejemplo, la redu­cida al imperativo kan­tiano: “obra sólo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se con­vierta en ley univer­sal”…

Sin embargo, los dichos populares, los proverbios y el sentido común nos llevan en volandas y nos sentimos mucho más seguros a la hora de obrar, sobre todo cuando nuestra conducta va a afec­tar a terceros. En todo caso, el instinto y el egoísmo instintivo se enfrentan a menudo a la ley penal y a la moral predominante. Pero si la ley penal es concreta, la moral es incierta. Pues puede ser tanto religiosa, con todo su cortejo de contradicciones y de agravios comparativos (“útil” para el pueblo llano y débil o inexis­tente para las clases sociales de postín), como civil, esa ba­sada en el imperativo categórico kantiano mencionado, principio rector de la con­ciencia de quienes no nos dejamos guiar en abso­luto por una reli­gión, ni tampoco por sus pautas morales…

Aún así, a diferencia, por ejemplo, de los pueblos germanos guia­dos por la moral protestante de Lutero, de Calvino o de Zwinglio, pero también por la filosofía de otros, principalmente Max We­ber; o los neerlandeses, influidos además también por la filosofía de Spinoza, el pensamiento moral en España ha estado siempre mu­cho más impregnado de una suerte de catolicismo atroz, que por la filosofía salvo retazos de senequismo. Y si bien la moral reli­giosa cristiana, a su vez está determinada por la es­colástica de la filosofía de grecolatinos, léase estoicos, Aristóteles y Platón, la moral social común y los comportamien­tos no amorales, aunque pueda parecer otra cosa se sustentan en refranes, en dichos popu­lares, en proverbios y otros principios de origen vario que hacen de ensamblaje de la sociedad, más que en la moral y en la práctica religiosas propiamente dichas.

Digo lo anterior, porque conociendo muy bien la idiosincrasia ge­neral predominante de la sociedad española e hispana en su con­junto sé, primero cómo se las gasta el discurrir más extendido de los españoles; segundo, cómo y por qué reacciona una gran parte de la población contra dos territorios que persiguen su inde­pendencia desde tiempo inmemorial y de paso contra tantos espa­ñoles que les comprendemos y apoyamos porque, siendo ellos es­pañoles, lo somos más por la fuerza de las circunstancias que por el deseo de serlo.

Por todo ello y porque, fuera de los círculos independentistas de entonces, había muy pocas posibilidades de converger en las ideas, la mayoría de mis muchos escritos relativos a las dramáti­cas y belicosas vicisitudes entre el Estado español y la parte del pueblo euskaldún independentista, no vieron la luz y los guardo en la carpeta de lo “no publicado”. En aquel entonces los consi­deré impublicables, y aún hoy, aunque tienen mucha conexión con el asunto catalán, o precisamente por eso, los sigo conside­rando inoportunos pues podrían encender de nuevo el independen­tismo vasco que se sumaría al catalán, y con ello provo­car una situación francamente peligrosa, al me­nos desde el punto de vista retórico. Bastante tenemos con lo que hay…

En estas fechas, casi veinte años después del “conflicto vasco” no he podido reprimir la tentación de publicar sobre lo de Cata­luña, y sobre el pueblo catalán con motivo de unas gravísimas pe­nas y unas pe­nalidades sobrevenidas por un choque de trenes: el uno de alta velocidad, el del Estado español, y el otro de mercanc­ías, el del Go­vern catalá. Pero lo cierto es que cuando ponemos frente a frente al español me­dio frente al catalán medio, en mi con­sideración el español, sobre todo quienes le representan en la política y en la justicia, sale siempre perdiendo desde un punto de vista antropológico. Y siendo la envidia el pecado capital por anto­nomasia del español, como lo desveló en su día Díaz Plaja en su ensayo El español y los siete pecados capitales, es difícil que el observador movido por la objetividad posible, no aprecie que la diferencia entre am­bos pue­blos hace prácticamente imposible el entendimiento. Co­mo prácti­camente es imposible, por ahora, con la monarquía y la Cons­titución por medio y su modo de interpre­tarla, la reconcilia­ción de los dos bandos de la guerra civil que ahí siguen latentes, hasta que un proceso constituyente dirima la forma de Estado op­tando constitutivamente entre la monarquía y la república. Lo único posible por ahora es el hilván de acuerdos entre una parte de los representantes catalanes y el gobierno cen­tral en funciones; un hilván, para una investidura prendida con alfi­leres y una gobernabilidad sin asomo de estabilidad.

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