Como se cuenta una matanza en la valla de Melilla

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Como se cuenta una matanza en la valla de Melilla                         

El gobierno español reitera en esta semana que agradece “la colaboración en la defensa de nuestras fronteras a las autoridades marroquíes”, después de la muerte de 37 personas al intentar cruzar la valla de Melilla. Mientras tanto, Marruecos está intentando ocultar los restos de la matanza. Las autoridades del reino alauita han ordenado la excavación de al menos 21 fosas comunes para enterrar, con celeridad, sin identificación ni autopsia previa, a los fallecidos. El Ministro español de Asuntos Exteriores, José Manuel Albares, sólo responde a las preguntas de los periodistas sobre este último extremo, indicando que “la Fiscalía de Marruecos ha abierto una investigación”.

Las muertes de migrantes en la frontera sur de la Unión Europea no son una novedad. La realización de una simple infracción administrativa (traspasar la frontera por un lugar no autorizado) puede convertirse en una sentencia de muerte de facto, si lo hace una persona pobre, negra y hambrienta. La Europa orgullosa de su flamante civilización liberal y de sus cartas de Derechos Humanos no parece inmutarse cuando la sangre que corre lo hace al otro lado de la valla que la separa de la miseria.

Pero no olvidemos que, en gran medida, esa miseria brutal e incontestable la ha provocado, y la sigue provocando, ella misma. Quizás la xenofobia o el complejo de superioridad tribal no sean inventos europeos (está por demostrar, en todo caso), pero el racismo sí lo es. Desde Frantz Fanon a Silvia Federici, muchos pensadores han avisado ya de que la diferenciación entre razas (y la consiguiente deshumanización de los negros y negras) es un producto histórico específico del proceso de colonización europeo de América, que tiene una importancia central en la génesis del modo de producción capitalista.

La antigüedad grecolatina no exudaba racismo, aunque tuviera otros vicios. Los textos de romanos y griegos casi nunca mencionan la raza de los personajes de que hablan y, cuando lo hacen, el color de la piel no viene acompañado de marcadores culturales que indiquen inferioridad o superioridad. La raza se vuelve definitoria (y marca la humanidad, o no, de los negros) con la expansión portuguesa y española tras las bulas papales que permiten a las naciones ibéricas repartirse el mundo, en el siglo XVI. Quienes colonizan América tienen problemas para mantener la productividad de las encomiendas, ante la “pobre resistencia” de los indígenas frente a las enfermedades importadas de Europa y las constantes violencias. En pocos años, el Caribe queda prácticamente despoblado de taínos y otros pueblos originarios. Esto impulsa el debate sobre la humanidad de los indígenas, que dará lugar a los discursos de prohombres que prefiguran el futuro concepto de los Derechos Humanos, como Bartolomé de las Casas y Francisco de Vitoria. Pero también provoca una convulsiva oleada de capturas de esclavos en África, que son enviados a las plantaciones americanas en terroríficos viajes, y encadenados a un sistema que necesita de su cosificación para operar en toda su crudeza.

El racismo nace donde los intereses materiales de los dueños de las plantaciones se funden con el discurso de los eclesiásticos, intelectuales del momento, que no pueden negar la humanidad de los pueblos originarios de América porque la bula papal que da derecho de posesión del territorio a la monarquía española está condicionada a su evangelización. Bartolomé de las Casas, “el abogado de los Indios”, precursor indubitable de las doctrinas de los Derechos Humanos, anima sin embargo a llevar a América a esclavos negros para realizar los trabajos inhumanos que los indígenas, como cristianos que son tras su evangelización, no deben ser obligados a hacer. Desarrolla también la revolucionaria doctrina de la reparación por la esclavitud en las encomiendas que, pese a que hoy día se ha extendido como una reivindicación común de los pueblos colonizados, nace inicialmente circunscrita a los pueblos originarios americanos.

Las plantaciones de esclavos son un flujo de excedente, no reconocido, para la acumulación originaria que da lugar al nacimiento del modo de producción capitalista. El cercamiento de los bienes comunales en Europa, la liberación de la fuerza de trabajo de las obligaciones serviles y el éxodo de masas a las ciudades, impulsan el trabajo asalariado como una nueva forma de producir. Pero el rápido éxito de este proceso de mercantilización y acumulación del capital difícilmente hubiese podido ser tan enorme y omnicomprensivo sin el masivo flujo de excedente, producido por trabajo esclavo, que viene de las colonias. El proceso de difusión de las relaciones sociales capitalistas precisaba de las fábricas de hilado, y de la relación salarial que las articulaba, pero también de las plantaciones de algodón basadas en el trabajo deshumanizado de los negros en otros continentes.

La “acumulación por desposesión” de que habla David Harvey, corre paralela a la desposesión de su humanidad para negros y negras. El racismo se convierte en una forma de ver el mundo, un “sentido común” de la gente “civilizada”. Lo “infrahumano”, lo “subhumano” debe ser elevado a la humanidad por la vía de la paternal vigilancia del hermano mayor occidental o, simplemente, aniquilado, cuando este último se siente amenazado.

Así que 37 personas mueren en la valla de Melilla y a nadie parece preocuparle. El gobierno español entiende que es necesario subcontratar la seguridad de sus fronteras con Marruecos, como cualquier entidad empresarial española lo hace con una empresa multiservicios, se garantice o no la seguridad de los trabajadores o los derechos laborales. Que sea enteramente discutible que el régimen político marroquí sea más democrático y garantista de los derechos humanos que, por ejemplo, el de Lukashenko, poco parece importar a la opinión publicada. Se trata de negros. Y de pobres. Se trata de la gente que nosotros podemos “salvar”, pero de la que nunca podemos ser responsables como los seríamos de un hermano. Es decir, de un humano.

Negros y pobres. Ni siquiera los llamamos “trabajadores”, ya que eso los colocaría en situación de ser objeto de la “solidaridad internacionalista” o sindical. Apelaría a la estentórea izquierda que grita su solidaridad con la clase obrera ucraniana, pero no ve interlocutores proletarios en África, porque allí son pobres, subdesarrollados, subsaharianos, pero nunca trabajan como los europeos.

Y, sin embargo, la gran mayoría de las materias primas que alimentan nuestra industria viene de África. Lo que explica, por otra parte, que la mayor huella ecológica de nuestro bienestar esté allí. Y no es sólo eso. Las naciones africanas están firmemente sometidas, en su mayor parte, al dogal monetario del Franco CFA que garantiza su dependencia y un inequitativo proceso de intercambio desigual con las exmetrópolis. Además, este proceso de intercambio desigual provoca recurrentes crisis de deuda que, convenientemente aprovechadas por los fondos globales que operan como “vulture funds” (fondos buitre), generan crisis económicas brutales que llevan a la privatización de los servicios comunes y a la entrega de los recursos naturales a los inversores internacionales. Como cuenta Abuy Nfubea, los pescadores senegaleses se lanzan a la valla de Melilla porque empresas europeas no les permiten pescar en el 80 % de los caladeros de su propio país.

Así, un proceso de desarrollo endógeno se vuelve imposible, por mucho que trabajen los africanos. Las materias primas se malvenden, y los prestamistas internacionales exigen retornos abultados y concesiones públicas. Cuando no, directamente, financian golpes de Estado o regímenes despóticos, induciendo guerras por los recursos y procesos de deshumanización de las masas. Completemos el cuadro con la “fuga de cerebros”, es decir, con la migración de los técnicos formados en África, tras un enorme esfuerzo financiero y educativo de sus países, que no se lo pueden permitir, al Norte, donde se les paga mejor y se les trata de desvincular de las necesidades de sus compatriotas. Un escenario endiablado, que hace que la palabra “pobreza” describa la situación africana de una manera un tanto incompleta por falsamente neutra.

Contemos las cosas de otra forma: 37 trabajadores, pues, mueren en la valla de Melilla. Trabajadores desposeídos de lo único que tienen, su trabajo y su prole. Y no sólo mueren, sino que son matados, en un proceso de subcontratación de la vigilancia de las fronteras de nuestro país a un Estado poco respetuoso de los Derechos Humanos. No han cometido ningún delito, sino que pretendían, en todo caso, realizar una infracción administrativa. Vienen de los sitios que las transnacionales y los fondos buitre saquean. De las tierras de donde salen las materias primas que consumimos. Tierras contaminadas y esquilmadas para que tengamos Iphones y coches eléctricos. Y son tan humanos como nosotros y nosotras.

Es una forma distinta de verlo. Distinta, pero necesaria.

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