Canto de los hornos crematorios (La Indagación) Peter Weiss

Fuente: https://elsudamericano.wordpress.com/2021/06/15/canto-de-los-hornos-crematorios-la-indagacion-peter-weiss-1965/  

CANTO DE LOS HORNOS CREMATORIOS (La Indagación) Peter Weiss

Cáp. (escena) 11. “Canto de los hornos crematorios” – Die Ermittlung (La Indagación)

Peter Weiss, 1965

*

La obra de teatro reproduce los juicios de Auschwitz, –a los que Peter Weiss acudió en calidad de testigo– llevados contra algunos políticos y funcionarios del régimen nazi.

I

JUEZ.—Señor testigo, usted formaba parte de los conductores de los coches de Sanidad en los que se transportaba el ácido cianhídrico zyklon B a las cámaras de gas.

TESTIGO 2.—Fui destinado al campo como conductor de tractor y luego tuve que prestar servicio también como conductor de los coches de Sanidad.

JUEZ.—¿A dónde iba usted?

TESTIGO 2.—Estaba encargado de recoger a los médicos y enfermeros.

JUEZ.—¿Quiénes eran los médicos?

TESTIGO 2.—Ya no puedo recordarlo.

JUEZ.—¿A dónde llevaba usted a los médicos y enfermeros?

TESTIGO 2.—Desde el viejo campo hasta el andén del campo de barracones.

JUEZ.—¿Cuándo?

TESTIGO 2.—Cuando llegaban transportes.

JUEZ.—¿Cómo se anunciaban los transportes?

TESTIGO 2.—Con una sirena.

JUEZ.—¿A dónde iba usted luego?

TESTIGO 2.—A los crematorios.

JUEZ.—¿Los médicos iban también?

TESTIGO 2.—Sí.

JUEZ.—¿Qué hacían allí los médicos?

TESTIGO 2.—El médico se quedaba sentado en el coche o a su lado de pie. Los enfermeros se encargaban de hacerlo todo.

JUEZ.—¿Qué cosas?

TESTIGO 2.—Las gasificaciones.

JUEZ.—A su llegada, ¿estaba ya la gente en las cámaras de gas?

TESTIGO 2.—Se estaban desvistiendo.

JUEZ.—¿No se producían alborotos?

TESTIGO 2.—Cuando yo estuve allí todo iba pacíficamente.

JUEZ.—¿Qué pudo ver usted de la marcha de las gasificaciones?

TESTIGO 2.—Una vez introducidos los presos en las cámaras, los enfermeros iban a los respiraderos, se colocaban las caretas antigás y vaciaban el contenido de las latas.

JUEZ.—¿Dónde estaban los respiraderos?

TESTIGO 2.—Había un terraplén oblicuo sobre la parte subterránea del edificio, con cuatro casetas.

JUEZ.—¿Cuántas latas se vaciaban?

TESTIGO 2.—De tres a cuatro en cada agujero.

JUEZ.—¿Cuánto rato duraba eso?

TESTIGO 2.—Un minuto aproximadamente.

JUEZ.—¿No gritaba la gente?

TESTIGO 2.—Si alguien se había dado cuenta de lo que iba a pasar, sí que se podía oír algún grito.

ACUSADOR.—Señor testigo, ¿a qué distancia estaba su coche de la cámara de gas?

TESTIGO 2.—A unos veinte metros.

ACUSADOR.—¿Y desde allí podía oír lo que ocurría abajo en las cámaras?

TESTIGO 2.—Alguna vez bajaba para esperar.

ACUSADOR.—¿Qué hacía usted entonces?

TESTIGO 2.—Nada. Me fumaba un cigarrillo.

ACUSADOR.—¿Se acercó a los agujeros de la parte superior de la cámara?

TESTIGO 2.—Paseaba a veces un poco para estirar las piernas.

ACUSADOR.—¿Qué oía usted entonces?

TESTIGO 2.—Cuando las tapas de los respiraderos se levantaban se oía un gran rumor subterráneo, como si allí bajo tierra, hubiera mucha gente.

ACUSADOR.—¿Y qué hacía usted entonces?

TESTIGO 2.—Los respiraderos volvían a cerrarse y yo tenía que regresar.

JUEZ.—Señor testigo, usted era un preso que trabajaba como médico en el comando especial incorporado al servicio en los crematorios. ¿Cuántos presos se encontraban en ese comando?

TESTIGO 7.—Un total de ochocientos sesenta hombres. El comando de presos fue disuelto al cabo de unos meses y sustituido por un nuevo equipo.

JUEZ.—¿Quién era su superior?

TESTIGO 7.—El doctor Mengele.

JUEZ.—Señor testigo, ¿cómo se efectuaba el envío a las cámaras de gas?

TESTIGO 7.—El silbido de la locomotora ante la puerta de entrada era la señal de que entraba un nuevo transporte en el andén. Eso significaba que en una hora poco más o menos los hornos tenían que estar en plena marcha. Se conectaban los motores eléctricos, éstos impulsaban los ventiladores que avivaban el fuego en los hornos para que alcanzaran la temperatura necesaria.

JUEZ.—¿Pudo usted ver cómo llegaban los grupos del andén?

TESTIGO 7.—Desde la ventana de mi oficina podía ver la parte superior del andén y el camino que llevaba al crematorio. Las gentes llegaban en filas de a cinco. Los enfermos eran trasladados en camiones. El terreno del crematorio estaba cerrado por una verja. A la entrada colgaban letreros de advertencia. Los acompañantes debían permanecer fuera y el comando especial se encargaba de la conducción. Sólo podían entrar los médicos y enfermeros, y los de la sección política.

JUEZ.—¿A cuál de los acusados vio usted allí?

TESTIGO 7.—Vi a Stark y Hofmann, también a Kaduk y a Baretzki.

DEFENSOR.—Advertimos que nuestros clientes han negado su participación en esos sucesos.

JUEZ.—Señor testigo, continúe su información.

TESTIGO 7.—La gente cruzaba la puerta con lentitud y cansancio. Los niños iban pegados a las faldas de sus madres. Había ancianos que llevaban niños en brazos o empujaban cochecitos de niño. El camino estaba cubierto de basura. A derecha e izquierda había algunos grifos de agua en el suelo. Con frecuencia las gentes se echaban encima y el comando les permitía beber, pero les apremiaba para que se dieran prisa. Tenían que recorrer aún cincuenta metros hasta llegar a las escaleras que conducían abajo a las cabinas para desvestirse.

JUEZ.—¿Qué se veía de los crematorios?

TESTIGO 7.—Sólo el edificio con la gran chimenea cuadrada. En el subterráneo estaba a un lado la cámara de gas, y en dirección longitudinal, la sala para desvestirse.

JUEZ.—¿Se veía bien el crematorio?

TESTIGO 7.—Estaba rodeado de árboles y arbustos a una distancia de unos cien metros de la alambrada del campo. Enfrente quedaban la alambrada exterior y las torres de vigilancia. Detrás venía ya el campo libre.

JUEZ.—¿Qué tamaño tenía la sala para desvestirse?

TESTIGO 7.—Unos cuarenta metros de largo. Doce o quince gradas bajaban hasta ella. Tenía unos dos metros de altura. En el centro había una serie de pilares.

JUEZ.—¿Cuántos hombres bajaban de una sola vez?

TESTIGO 7.—De mil a dos mil personas.

JUEZ.—¿Sabía la gente lo que les aguardaba?

TESTIGO 7.—Sobre las estrechas escaleras había unos letreros. En distintos idiomas decían: SALA DE BAÑO Y DESINFECCIÓN. Eso sonaba a tranquilizador y calmaba a muchos que se sentían desconfiados. Con frecuencia vi gentes descender las escaleras con alegría, y madres jugar con sus niños.

JUEZ.—¿Nunca cundía el pánico entre tanta gente en aquella sala tan estrecha?

TESTIGO 7.—Todo se hacía muy rápido y con gran eficacia. Se daba la orden de desvestirse y mientras aquella gente aún se miraba con desconcierto, el comando especial les ayudaba a quitarse la ropa. A los lados había bancos con unas perchas numeradas encima, y se repetía que las ropas y zapatos habían de colgarse atados y que cada uno tenía que recordar el número de su percha para que al regreso del baño no se produjeran confusiones. La gente se desvestía bajo una luz muy fuerte, hombres, mujeres, ancianos, jóvenes y niños.

JUEZ.—¿Jamás se lanzó esa gente contra sus guardianes?

TESTIGO 7.—Sólo una vez oí como uno gritaba: Quieren matarnos. Pero otro respondió: No puede suceder eso. Quedaron tranquilos. Y si los niños lloraban, sus padres les consolaban y jugaban con ellos mientras eran llevados a la sala contigua.

JUEZ.—¿Dónde estaba la puerta de entrada?

TESTIGO 7.—Al final de la sala para desvestirse. Era una recia puerta de madera de roble con una mirilla y un pomo para abrirla y cerrarla.

JUEZ.—¿Cuánto rato tardaba la gente en desvestirse?

TESTIGO 7.—Unos diez minutos. Luego todos eran empujados a la otra sala.

JUEZ.—¿No se empleaba jamás la violencia?

TESTIGO 7.—La gente del comando especial gritaba: rápido, rápido, el agua se enfría. Y también a veces se amenazaba o pegaba o alguno de los guardianes disparaba un tiro.

JUEZ.—¿Se disimulaba la finalidad de la otra sala con unas duchas?

TESTIGO 7.—No. Allí no había nada.

JUEZ.—¿Qué tamaño tenía esa sala?

TESTIGO 7.—Más pequeña que la anterior. Algo más de treinta metros de largo.

JUEZ.—Pero si mil personas o más tenían que apretarse allí dentro, era preciso que se produjeran alborotos.

TESTIGO 7.—Ya era tarde. Los últimos eran empujados y la puerta se cerraba herméticamente.

JUEZ.—Señor testigo, ¿cómo se explica usted que aquellas gentes permitieran todo eso? Al ver aquella sala tendrían que comprender que se acercaba su fin.

TESTIGO 7.—Ninguno salió de allí para poder contarlo.

JUEZ.—¿Qué había en esa sala?

TESTIGO 7.—Las paredes eran de cemento, con unos respiraderos. En el centro había unos pilares y a derecha e izquierda dos columnas con planchas de hierro perforadas. En el suelo había desagües. También allí la luz era muy fuerte.

JUEZ.—¿Qué podía oírse fuera?

TESTIGO 7.—Entonces sí gritaban y golpeaban la puerta, pero no era mucho lo que se oía, ya que también sonaba el zumbido de las salas de los hornos.

JUEZ.—¿Qué se veía a través de la mirilla?

TESTIGO 7.—Unos se agolpaban en la puerta y otros trepaban por las columnas. Luego, al ser lanzado el gas, sobrevenía la asfixia.

II

TESTIGO 7.—El gas se lanzaba desde arriba por las columnas de hierro perforado. Por el interior de las columnas había un canal en forma de espiral en donde se distribuía la masa. En el aire caliente y húmedo, el gas se deshacía rápidamente y penetraba a través de los orificios.

JUEZ.—¿Cuánto duraba hasta que el gas producía sus efectos y se presentaba la muerte?

TESTIGO 7.—Eso dependía de la cantidad de gas. Por razones de ahorro, muchas veces no se echaba suficiente cantidad, de forma que la muerte podía tardar hasta cinco minutos.

JUEZ.—¿Cuál era el efecto inmediato del gas?

TESTIGO 7.—Provocaba mareos y vómitos y paralizaba las funciones respiratorias.

JUEZ.—¿Cuánto rato estaba el gas en la sala?

TESTIGO 7.—Veinte minutos. Luego se conectaban los aparatos extractores y el gas era absorbido. Al cabo de treinta minutos se abrían las puertas. Entre los cadáveres aún quedaba gas, en pequeñas cantidades, que provocaba una irritación seguida de tos, por eso los miembros del comando de evacuación llevaban caretas.

JUEZ.—Señor testigo, ¿vio usted la sala después de abrirla?

TESTIGO 7.—Sí. Los cadáveres estaban amontonados cerca de la puerta y de las columnas, los niños y enfermos debajo, las mujeres encima y arriba de todo los hombres más robustos. Eso se explica porque se pisaban unos a otros y trepaban por encima de los caídos, ya que el gas actuaba al principio con mayor fuerza a la altura del suelo. Aparecían agarrados unos a otros, con la piel arañada. Muchos sangraban por la nariz y por la boca. Las caras estaban hinchadas y sucias. Los montones de gente aparecían salpicados de vómitos, orina y sangre menstrual. El comando de evacuación llevaba unas mangueras y rociaba los cadáveres. Luego eran arrastrados hasta los montacargas y conducidos así a los cementerios.

JUEZ.—¿Qué tamaño tenían los ascensores?

TESTIGO 7.—Eran dos montacargas con capacidad para veinticinco cadáveres cada uno. En cuanto uno estaba cargado se daba una señal con un timbre. El comando de arrastre estaba ya preparado arriba. Llevaban un nudo corredizo que ponían a los cadáveres en las muñecas. Por un conducto preparado para ello, los cadáveres eran enviados al horno. La sangre era lavada por un agua que corría constantemente. Antes de quemarlos un comando especial se encargaba de quitarles los objetos de valor que pudieran llevar. Cuantas joyas llevaran, cadenas, pulseras, anillos y pendientes les era quitado. Incluso el pelo les cortaban, atándolo inmediatamente y metiéndolo en sacos. Finalmente llegaban los extractores de dientes, unos expertos de primera clase formados bajo las órdenes expresas del doctor Mengele. Sin embargo, al extraer con pinzas e instrumentos especiales los dientes y puentes de oro arrancaban trozos enteros de mandíbula y huesos con adherencias de carne que limpiaban inmediatamente en un baño de ácido. En los hornos trabajaban cien hombres ininterrumpidamente en dos turnos.

JUEZ.—¿Cuántos hornos había?

TESTIGO 7.—En cada uno de los dos grandes crematorios, II y III, había cinco hornos. Cada horno tenía tres cámaras. Además de esos crematorios, II y III, al final del andén estaban los crematorios IV y V, cada uno de los cuales tenía dos hornos de cuatro cámaras. Esos crematorios estaban a unos setecientos cincuenta metros de distancia, detrás del bosque de abedules. En pleno funcionamiento podían trabajar hasta cuarenta y seis crematorios.

JUEZ.—¿Cuántos cuerpos cabían en cada cámara de los crematorios?

TESTIGO 7.—La capacidad de una cámara daba para entre tres y cinco cadáveres. Pero no solía ocurrir que todos los hornos trabajaran a un tiempo ya que, dado el exceso de calor, se estropeaban con frecuencia. El fabricante de esos hornos, la firma Toph e hijos, ha logrado mejorar sus instalaciones después de la guerra, en virtud de las experiencias adquiridas, según indica la escritura de su patente.

JUEZ.—¿Cuánto duraba la cremación en una cámara del horno?

TESTIGO 7.—Aproximadamente una hora. Acto seguido podía hacerse una nueva carga. En los crematorios II y III se quemaban en veinticuatro horas más de tres mil personas. En los casos de exceso de gente se quemaban los cadáveres también en fosas cavadas junto a los crematorios. Esas fosas tenían unos treinta metros de largo por tres de profundidad. Al final de las fosas había unos canales para la grasa. Esta era recogida en unos cubos y vertida sobre los cadáveres para que ardieran mejor. En el verano de 1944, cuando las cremaciones alcanzaron las cifras máximas, eran aniquiladas diariamente unas veinte mil personas. Su ceniza se cargaba en camiones y se lanzaba al agua de un río situado a unos dos kilómetros de distancia.

JUEZ.—¿Qué se hacía con los objetos de valor y con los dientes de oro?

TESTIGO 1.—Al recoger las ropas, el dinero y las joyas encontrados se echaban en un cajón cerrado que tenía un corte arriba. Antes, los guardianes ya se habían llenado los bolsillos. Los vestidos y zapatos que los propios presos dejaban ordenadamente colocados, eran entregados al Reich, el cual los cedía a los habitantes de las ciudades bombardeadas. El oro de los dientes se fundía. Precisamente en mi calidad de juez instructor fui requerido, ya que unos paquetes que se querían enviar fuera y que contenían oro a kilos habían sido confiscados. Descubrí que se trataba de oro procedente de dientes. Cuando calculé el peso de un empaste individual, comprendí que eran necesarias miles de personas para obtener tales cantidades.

JUEZ.—¿Se solicitó por entonces el concurso de un juez para averiguar lo que ocurría en el campo?

TESTIGO 1.—De alguna manera aún supervivían los conceptos propios de un estado de derecho. El comandante quería combatir la corrupción en el campo. Cuando yo le visité se quejó de que su gente no siempre estaba a la altura de aquel trabajo tan duro. Luego me condujo a las instalaciones de los crematorios donde me explicó todos los detalles. En los hornos todo estaba limpio como un espejo. Nada dejaba entrever que allí fueran quemadas personas. Ni el más pequeño rastro de ellas podía observarse en los hornos. En la sala de guardias estaban en sus bancos los vigilantes semiborrachos, y en las salas de aseo había unas muchachas muy lindas que guisaban en unos hornillos unas tortillas de patata para los hombres a cuyo servicio parecían estar. Cuando registré los armarios de aquella gente resultó que aparecieron llenos de objetos de valor. Elevé entonces una acusación de robo, dada mi condición de juez, y algunos fueron detenidos y condenados.

JUEZ.—¿Cómo se desarrolló la acusación?

TESTIGO 1.—Fue un proceso simulado. No podía detener a los de arriba y no cabía tampoco la acusación de crimen masivo.

JUEZ.—¿No veía usted, en cuanto juez instructor, otra posibilidad para dar a conocer lo que había visto?

TESTIGO 1.—¿Ante qué tribunal hubiera podido elevar mi acusación de las matanzas y de la incautación de objetos de valor llevada a cabo por altos cargos de la administración? No podía emprender un proceso contra la suprema jerarquía del Estado.

JUEZ.—¿No podía usted intervenir de alguna otra manera?

TESTIGO 1.—Sabía que nadie me hubiera creído. Habría sido ajusticiado o, en el mejor de los casos, me habrían encerrado por loco. También pensé en huir del país, pero tenía dudas sobre si me creerían o no, y me preguntaba qué podría suceder en el caso de que me creyeran, y si me era lícito declarar en contra de mi propio pueblo; sólo podía imaginarme que ese pueblo sería aniquilado por sus actos. Por eso me quedé.

III

JUEZ.—Señor testigo, se procede a informar sobre un levantamiento del comando especial. ¿Cuándo tuvo lugar ese levantamiento?

TESTIGO 7.—El 6 de octubre de 1944. El comando tenía que ser liquidado ese mismo día por los guardianes.

JUEZ.—¿Supo eso el comando con anterioridad?

TESTIGO 7.—Todos sabían que iban a ser liquidados. Mucho antes ya se habían procurado, gracias a los presos que trabajaban en las fábricas de armas, cajas de ecrasita. El plan era matar a los vigilantes, volar los crematorios y huir. Pero el crematorio en el que guardaban los explosivos fue tomado antes de lo previsto, y los que estaban dentro se volaron ellos mismos. Aún hubo lucha, pero todos fueron reducidos. Algunos cientos se refugiaron al otro lado del bosquecillo de abedules. Se echaron sobre el suelo y los hombres de la sección política los liquidaron apuntándoles a la cabeza.

JUEZ.—¿Cuál de los acusados estuvo allí?

TESTIGO 7.—Boger fue quien dirigió la operación.

JUEZ.—¿Quedó destruido el crematorio por la explosión?

TESTIGO 7 —Al explotar cuatro barriles de pólvora saltó hecho pedazos todo el edificio y quedó destruido por el fuego.

JUEZ.—¿Qué pasó con los demás crematorios?

TESTIGO 7.—Fueron destruidos al cabo de poco tiempo por el propio personal del campo, ya que el frente se aproximaba.

ACUSADOR.—Señor testigo, ¿considera usted posible que el ayudante del comandante del campo no estuviera al corriente de los sucesos que ocurrían en el crematorio?

TESTIGO 7.—Lo considero imposible. Cada uno de los cinco mil miembros del personal del campo estaba enterado de los sucesos y cada uno rendía desde su puesto lo necesario para que todo funcionara. Además, lo sabían todos los maquinistas de los trenes, todos los guardaagujas y todos los funcionarios de la estación que tuvieron algo que ver con los transportes de material humano. Todas las telegrafistas y mecanógrafas por cuyas manos pasaban las órdenes de deportación, lo sabían. Todos los individuos de los cientos y miles de oficinas que se ocupaban de aquellos asuntos sabían de lo que se trataba.

DEFENSOR.—Protestamos contra esas afirmaciones dictadas sólo por el odio. Nunca el odio puede constituir razón suficiente para un juicio sobre los detalles aquí expuestos.

TESTIGO 7.—Hablo sin odio. No albergo deseos de venganza contra nadie. Me resulta indiferente cualquiera de los acusados y sólo pretendo dejar claro que no habrían podido realizar su obra sin el apoyo de otros millones.

DEFENSOR.—Aquí sólo entra en discusión lo que pueda ser atribuido a nuestros clientes según pruebas irrefutables. Las inculpaciones de carácter general, y sobre todo las que han sido dirigidas contra nuestra nación entera, empeñada, en el período que aquí examinamos, en una dura lucha, carecen de toda importancia.

TESTIGO 7.—Sólo ruego que se piense en la gran cantidad de espectadores que vieron cómo nos arrojaban de nuestras casas y cómo nos cargaban en vagones de ganado. Los acusados en este proceso que actuaron como peones en el campo, sólo son un eslabón final de la cadena.

ACUSADOR.—Señor testigo, ¿puede decirnos cuál es, en su opinión, y según sus cálculos, la cifra total de los asesinados en el campo?

TESTIGO 7.—De los nueve millones seiscientos mil perseguidos que vivían en los territorios dominados por sus perseguidores desaparecieron casi seis millones, y hay que suponer que la mayoría de ellos fueron deliberadamente liquidados. El que no fue fusilado, golpeado, torturado hasta morir, o asfixiado por el gas, encontró su fin por exceso de trabajo, hambre, enfermedad o miseria. Sólo en este campo fueron asesinados más de tres millones. Pero para calcular la cifra total de víctimas indefensas caídas en esa guerra de exterminio debemos añadir a los seis millones de asesinados por motivos racistas, los tres millones de prisioneros de guerra soviéticos fusilados y dejados morir de hambre, así como los diez millones de ciudadanos civiles que hallaron la muerte en los países ocupados.

DEFENSOR.—Aun cuando todos nosotros lamentamos profundamente la existencia de aquellas víctimas, nuestra misión aquí es reaccionar en contra de las exageraciones y de las inculpaciones ofensivas procedentes de ciertos lugares. Respecto de ese campo ni siquiera la cantidad de dos millones de muertos puede ser confirmada. Sólo ha sido suficientemente probada la matanza de algunos cientos de miles. La mayoría de los grupos mencionados procedía del Este, y no pueden contarse como asesinados los que actuaron en bandas y hubieron de ser liquidados, o los desertores que cayeron en los ejércitos enemigos. En este proceso han quedado de manifiesto con suficiente claridad las intenciones políticas que han dictado los testimonios que los testigos han podido emitir y concertar entre sí con harta libertad

Los acusados ríen aprobando.

ACUSADOR.—Eso constituye un desprecio y una ofensa consciente y deliberada a los muertos en el campo y a los supervivientes que se han mostrado dispuestos a declarar como testigos. Con esa conducta de la defensa queda patente la prosecución de la mentalidad que convirtió en culpables a los acusados de este proceso. Esto tiene que ser subrayado con todo énfasis y con toda claridad.

DEFENSOR.—¿Quién es ese acusador privado que lleva una ropa inadecuada? Es propio de las formas sociales centroeuropeas aparecer togado en las salas de la Audiencia.

JUEZ.—Orden en la sala. Acusado Mulka, ¿quiere decirnos ahora lo que dispuso usted conscientemente en relación con los actos de exterminio?

ACUSADO 1.—Nada dispuse a ese respecto.

JUEZ.—¿Nada supo de los actos de exterminio?

ACUSADO 1.—Hoy puedo decir que me sentí lleno de horror.

JUEZ.—¿Y si se sintió lleno de horror, por qué no se negó a participar en ellos?

ACUSADO 1.—Era oficial del Ejército y conocía el Código de Justicia Militar.

ACUSADOR —Usted no era oficial.

ACUSADO 1.—Sí. Yo era oficial.

ACUSADOR.—Usted no era oficial. Usted pertenecía a un comando de la muerte uniformado.

ACUSADO 1.—Aquí se ataca mi honor.

JUEZ.—Acusado Mulka, se trata de crímenes.

ACUSADO 1.—Nosotros estábamos convencidos de que con aquellas órdenes se trataba de alcanzar un objetivo de guerra secreto. Señor presidente, llegué a sentirme anímicamente destrozado. Enfermé por todo eso hasta el punto de que tuve que ingresar en el hospital. Pero algo he de subrayar aquí: todo lo vi siempre desde fuera y mantuve mis manos limpias. Alto tribunal, yo estuve en contra de todo aquello. Yo mismo fui una víctima del sistema.

JUEZ.—¿Qué es lo que le ocurrió?

ACUSADO 1.—Fui detenido por expresarme derrotista. Estuve tres meses en prisión. Al ser liberado caí bajo los terribles ataques aéreos del enemigo. Entonces pude salvar a muchos ya que trabajaba como soldado viejo desescombrando. Mi propio hijo murió. Señor presidente, no se debería olvidar en este proceso tampoco a los millones que perdieron la vida por nuestra patria, [los “heroes” nazis….] y no se debería igualmente olvidar todo lo que ocurrió después de la guerra y lo que continúa haciéndose contra nosotros. Quiero subrayarlo una vez más: no hicimos nada más que cumplir con nuestro deber, [también así hablaban los generales de Calígula] incluso aún cuando muchas veces nos resultara difícil y tuviéramos que desesperarnos. Hoy que nuestra nación nuevamente ha conseguido forjarse un puesto rector, deberíamos ocuparnos de otras cosas [“pasar la página”, (o también) “…los enanos serviles de la gerencia, leguleyos, cinicos, cobardes y narciscistas “descienden” de los borbones… etc…] y no precisamente de unas censuras [propaganda nazifascista] que hace ya mucho tiempo deberían haber sido superadas. [Bergoglio dixit]

Fuerte aprobación por parte de los acusados.

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *