Alter-feminismo e identidad, o la trampa de la derecha sin derechos

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Alter-feminismo e identidad, o la trampa de la derecha sin derechos

«Observo y sufro esas derechas alter-feministas tanto en Estados Unidos como en España, con sus matices y diferencias», escribe Azahara Palomeque.

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La presidenta de la Comunidad de Madrid Isabel Díaz Ayuso. ÁLVARO MINGUITO

Voy a confesarlo: rara vez escribo sobre cuestiones de género. Esto responde a que, conforme voy tecleando, el estómago se me encoge, la respiración se acompasa con las pulsaciones y ambas se me disparan; me cuesta, como mujer, visibilizar un tema al que me veo atada por patrones institucionales y sociales y, generalmente, cavilo en la intimidad mientras gestiono una feminidad que tiene todo de feminismo conductual –la sororidad que practico, mi relación igualitaria de pareja, la admiración infinita a una progenitora que, sin apoyos, nos crió a mí y mi hermana en el mejor matriarcado posible– y muy poco de activismo.

Quizá porque remueve demasiados fantasmas y traumas, mi voz pública se ha mantenido bastante ajena a unos debates tan relevantes como necesarios; sin embargo, el momento de enfrentar esos discursos resulta cada vez más ineludible ante la ofensiva caracterizada por erigir a la mujer y sus capacidades reproductivas en estandarte de una vuelta, como mínimo, a un tradicionalismo rancio, cuando no a posiciones abiertamente dañinas hacia nosotras. Me estoy refiriendo a esas derechas alter-feministas que observo y sufro a dos bandazos, tanto en Estados Unidos como en España, con sus matices y diferencias.

Pongamos que hablo del otro lado, un país –el americano– capaz de convertir a la familia tradicional en marca y plataforma de promoción sin que por ello existan a nivel federal derechos básicos como bajas parentales o políticas de igualdad. En el reino del neoliberalismo salvaje, donde el concepto ‘violencia de género’ brilla por su ausencia, están surgiendo una serie de mujeres empoderadas que combinan los roles arcaicos asociados al ángel del hogar con un supuesto espíritu emprendedor y una agresividad puntual que a menudo se manifiesta en el gusto por las armas. Quizá el personaje más mediático de esta saga materno-armada, mayoritariamente republicana, sea Sarah Palin, exgobernadora de Alaska y candidata a la vicepresidencia con John McCain en las elecciones de 2008. A ella le han seguido una ristra de señoras acaudaladas, principalmente dedicadas a la política, que reivindican tanto su papel de gestantes y cuidadoras como un liderazgo destinado a borrar cualquier conversación sobre desigualdad estructural.

A su apología de la maternidad como destino inexorable y el ‘si quieres, puedes’ laboral suele sumarse una postura contraria al aborto y a los derechos del colectivo LGBTQ, como en el caso de la congresista Marjorie Taylor Greene, quien recientemente se declaró en contra de la Ley por la Igualdad (Equality Act), actualmente estancada en el senado. Taylor Green, conocida por creer en la teoría conspirativa QAnon –según la cual habría un grupo secreto de progresistas que secuestran y devoran niños– representa esa rama del trumpismo femenino al que también se adhieren la gobernadora de Dakota del Sur, Kristi Noem, viral por un vídeo donde aparecía disparando a un faisán al grito de “menos Covid, más caza”, la propia Ivanka Trump, o la jueza del Tribunal Supremo, Amy Coney Barret, madre de siete criaturas y de la que se ha criticado su catolicismo fanático.

Coinciden todas ellas en abogar por la vida estrictamente uterina tanto como por el libre uso armamentístico, mientras se benefician de un profundo racismo que criminaliza la fertilidad de las minorías raciales y encomia la blanca. Un ejemplo de este fenómeno es la acusación reciente contra un centro de detención de inmigrantes en el que supuestamente habrían esterilizado forzosamente a varias internas, práctica que evoca una larga tradición eugenésica en Estados Unidos que ha afectado a miles de mujeres –en su mayoría negras e hispanas– a lo largo del siglo XX, según explica Dorothy Roberts en su libro Killing the Black Body (1997).

No es casualidad que, en una época donde los discursos están cada vez más globalizados y, en este caso, son herederos de un colonialismo que continúa perpetuándose sobre los cuerpos no blancos, ecos de esta violencia lleguen también a España en forma de una suerte de miedo al reemplazo por el cual habría que promover la natalidad nacional frente a la reproducción de las mujeres migrantes. Así, las recientes ayudas a la maternidad anunciadas por la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, contienen tintes implícitamente xenófobos al exigir diez años de empadronamiento en la región para poder optar a ellas. De nuevo, la derecha esgrime una defensa excluyente de la maternidad que viene esta vez de la mano de quien se atrevió a afirmar que los hombres “sufren incluso más agresiones que nosotras”.

El alter-feminismo de Ayuso ataca con una medida económica y asistencialista que omite otras vías más eficaces como sería la ampliación de guarderías públicas a las que tuvieran acceso los bebés de cualquier residente y que conllevaría como doble beneficio la creación de puestos de trabajo. No obstante, y a pesar de sus carencias, está claro que Ayuso ha sabido leer una necesidad social cada vez más transformada en eslogan identitario que, por su carácter inherente a la naturaleza de la especie –independientemente de las decisiones individuales– es susceptible de granjearle muchos apoyos. Lo ha hecho, además, sin cumplir el mandato personalista tan predominante en Estados Unidos: sin hijos y con 42 años, haciendo gala de nuevo novio y aludiendo a tomar cubatas en un karaoke, sería impensable un éxito como el suyo en la tierra del puritanismo yanqui.

El género, y no tanto la reparación de injusticias que subyacen a esta institución, vende como mensaje. Lo hace porque genera polémicas –y clicks–, porque sigue siendo fuente de conflictos dentro del propio feminismo y porque, en la era de la comercialización de identidades, sirve a ciertas estrategias de marketing que, vacías de derechos, atraen a una derecha sedienta de capitalizar logros históricos de sus contrarios. En mitad del proceso hay vidas en juego, violencias y terrores que a algunas nos volvieron silentes, y una igualdad que nunca llega. Superar el etiquetado y su empoderamiento falaz en pro de políticas públicas capaces de subsanar los distintos grados de opresión, incluyendo el racismo, debería ser prioritario.

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