Fuente: https://www.prensalibre.com/internacional/bbc-news-mundo-internacional/vendi-drogas-y-participe-en-robos-cuando-era-policia/ 26.10.21
“Vendí drogas y participé en robos cuando era policía”
Un expolicía encarcelado por diversos delitos en EE. UU. confesó en un podcast detalles de sus fechorías.
Los policías que se pasararon de la raya: Wayne Jenkins y Momodu Gondo. BBC
Durante los últimos cuatro años, Jessica Lussenhop ha estado reportando sobre el auge y caída de una brigada de policías corruptos en Baltimore, en Estados Unidos. Cuando estaba a punto de completar su serie de podcasts sobre el tema, recibió una llamada inesperada desde la cárcel.
Me encuentro en mi “estudio de radio” adaptado para la pandemia -o sea, en el closet de mi apartamento- rodeada de ganchos en los que cuelgan camisas y vestidos. Tengo los ojos puestos en mi celular. Está apoyado sobre una maleta que a su vez está sobre un cubo de plástico mientras sostengo una grabadora y un micrófono listos para activar.
Cuando suena el teléfono, coloco la llamada en altoparlante y escucho una robótica voz femenina pregrabada: “Tiene una llamada prepagada. Usted no será cobrada por esta llamada. Esta llamada es de…”
Una voz humana interrumpe: “Wayne Jenkins”.
“… un recluso en una prisión federal”, el robot se queda en silencio.
Wayne Jenkins, exsargento del Departamento de Policía de Baltimore, actualmente el preso número 62928-037 de la prisión federal en Kentucky, está en la línea. Hasta este momento, sólo había escuchado a Jenkins en grabaciones secretas del FBI, en conversaciones telefónicas interceptadas, en videos de cámaras ocultas y en la audiencia de junio de 2018, cuando un juez federal lo sentenció a 25 años de cárcel. Fue surrealista escuchar su voz, hablándome.
He estado reportando sobre Jenkins y la unidad élite especial de rastreo de armas (GTTF, por sus siglas en inglés) que una vez comandó, durante casi cuatro años. Él y seis miembros de esa unidad se encuentran ahora en prisión federal por crímenes que van desde conspiración hasta asociación delictiva y robo, todos cometidos bajo la apariencia de trabajo policial legítimo.
Robaron drogas y efectivo, vendieron narcóticos y armas incautadas de vuelta a las calles, plantaron evidencias falsas y hasta cometieron invasiones de hogares.
A lo largo de los años, les escribí varias veces a todos estos expolicías en prisión, solicitándoles que me ayudaran a entender su impresionantes crímenes, Mi esperanza -tal vez inocente- era que al oír a uno de estos hombres hablar abiertamente de cómo se pasó al lado oscuro podría ayudar al público a entender mejor cómo la policía podía caer en la casual corrupción día a día. Tenía la expectativa que pudiera fomentar una discusión más honesta sobre lo que se necesitará para reformar y hasta redefinir lo que significa ser policía en EE.UU.De los siete hombres, el que menos pensé que aceptaría una entrevista fue Jenkins, el “niño dorado” del Departamento de Policía de Baltimore caído en desgracia. Como líder de la brigada, recibió la pena de cárcel más larga y las autoridades federales que enjuiciaron al grupo lo vieron a él como el más culpable. En los años desde su arresto, jamás había dado una entrevista pública.
No obstante, aquí estamos, yo en mi “estudio” en el clóset y él al frente de una fila de 20 a 30 reclusos, todos esperando su turno en el teléfono de la cárcel. No tengo ni idea de lo que quiere decir o por qué después de cuatro años, está rompiendo su silencio.
“Sobre todo lo que te diga, me someteré a un polígrafo”, dice Jenkins al comienzo de esa primera llamada. “Estoy en prisión por 25 años, no hay razón de mentir”.
El 1 de marzo de 2017, el sargento Wayne Jenkins y seis de sus agentes subordinados de la unidad especial de rastreo de armas entraron al edificio de Asuntos Internos del Departamento de Policía de Baltimore pensando que estaban allí sólo para esclarecer un asunto menor por el daño a un vehículo.
Antes de esto, habían sido elogiados como unos de los mejores policías dedicados al rastreo de armas en la ciudad -incautando decenas de armas de fuego ilegales cada mes- y demostrando una “ética profesional por encima de cualquier reproche”, en palabras de un supervisor. Jenkins era una estrella ascendente en el departamento, por su capacidad de producir grandes incautaciones de drogas y armas regularmente.
Pero cuando los agentes salieron de los ascensores en el segundo piso del edificio, se encontraron con un escuadrón de tácticas especiales del FBI. Los siete fueron esposados.
Resultó que los agentes federales tenían la unidad bajo vigilancia desde hacía meses. Con teléfonos interferidos y dispositivos de grabación ocultos, habían recopilado una gran cantidad de evidencia que demostraba que los policías habían robado a ciudadanos, registrando cientos de horas extras que nunca habían trabajado, robado drogas y hasta vendido armas de fuego ilegales en las calles.
Cinco de los expolicías, incluyendo Jenkins, se declararon culpables. Pero dos de ellos se declararon inocentes y se les hizo un juicio que yo cubrí para la BBC. Fue ahí donde la magnitud de la mala conducta de los agentes se hizo pública.
En enero de 2018, una larga lista de víctimas tomó el estrado -muchas de las cuales estaban vinculadas al tráfico de drogas- y contaron historias horrorosas de cómo fueron robados por los policías durante detenciones vehiculares y allanamientos de sus casas. Algunos trataron de interponer quejas, pero fueron ignorados. Shawn Whiting, un hombre de cuya casa le robaron US$16.000 y kilo y medio de heroína, declaró en su testimonio que sabía que como traficante de drogas, su palabra tenía mucho menos peso que la de los policías.
“No he ido juicio por el simple hecho de que [el tribunal] les creería a ellos y no a mí”, le dijo al jurado.
Varios de los expolicías también rindieron testimonio -ahora vestidos en las prendas de la prisión en lugar de uniformes- y detallaron las tácticas fomentadas por su líder, Jenkins. Declararon cómo les dijo que cargaran pistolas de aire comprimido para plantar cerca de una persona desarmada que hubieran herido o matado, cómo solía decomisar grandes cantidades de drogas de sospechosos sin entregarlas al archivo de evidencia de la policía. Dos de los agentes relataron cómo hablaba abiertamente de allanar las casas de traficantes de alto perfil que llamaba “monstruos”, por la cantidad de drogas y dinero que esperaba encontrar allí.
Uno de los testigos más sorprendentes fue un hombre llamado Donald Stepp, un fiador, que reveló que había vendido las drogas que Jenkins le traía de sus redadas. Dijo que en total, habían vendido como US$1 millón en narcóticos.
“Era la fachada de una empresa criminal”, dijo Stepp de la fuerza especial de rastreo de armas. “Para mí era obvio, cuando estaba tomando millones de dólares en drogas del Departamento de Policía de Baltimore y vendiéndolas, que… esto no era un departamento de policía normal”.
Stepp testificó que el acuerdo era tan lucrativo, que lo continuó durante años antes de que lo arrestaran en diciembre de 2017.
“Estoy aquí por codicia”, dijo. “Es así de simple”.
Jenkins no testificó en el juicio, pero de una manera, él fue la estrella de todo el proceso.
Después de tres semanas de sorprendentes testimonios, el jurado encontró culpables a los dos agentes restantes. Los siete cumplen condenas en prisiones federales en diferentes partes del país. La sentencia más severa fue para Jenkins: 25 años. Está previsto que quede en libertad en 2038.
Después de que fuera enviado a la prisión federal, le escribí a Jenkins una carta todos los años -al igual que muchos otros periodistas, autores, productores y cineastas documentalistas -pidiéndole una entrevista. Nunca me contestó, y no parecía estar respondiendo a nadie más tampoco.
Supuse que nunca lo haría.
El verano pasado, cuando estaba terminando la serie “Bad Cops” (“Policías corruptos”), un extraño correo electrónico apareció en mi buzón. El mensaje decía: “Saludos. Soy el agente y representante del señor Jenkins. Contácteme”.
Después de un curioso ir y venir con un hombre que fue compañero de celda de Jenkins, terminé dentro de mi clóset esperando esa llamada.
En la penumbra veo el número de la oficina de prisiones iluminarse en la pantalla de mi celular.
“Hola, señora”, Jenkins dijo cuando contesté. “Este es Wayne”.
En las prisiones federales, los reclusos solo tienen permiso de hablar por teléfono 15 minutos, antes de que la línea se corte automáticamente. Tengo tantas preguntas que hacer y no estoy segura de que esta sea mi única oportunidad de hablar con él.
“Especialmente como tenemos poco tiempo, ¿hay algo que le gustaría decir de una vez para empezar?”, pregunto.
“Para empezar, no estábamos viviendo lujosamente. Yo vivía modestamente, no nos estábamos enriqueciendo”, contesta. “Nunca tuve [quejas de robos] porque nunca les quité dinero a individuos. Sí le di drogas a Donny durante los últimos años que fui policía, pero no tomé dinero de la gente porque se habrían dado cuenta de que era corrupto. Así que en mi mente yo tenía algo como un código ético desquiciado”.
Inmediatamente me doy cuenta de que Jenkins habla increíblemente rápido. Tengo que desenredar sus respuestas a medida que se mueve de tema en tema, algunas veces tan rápido que no puedo seguirlo. Los primeros 15 minutos pasan en un santiamén. La línea se corta, sintiendo como si no hubiera progresado casi en nada. Entonces, como una hora después, vuelve a sonar el teléfono. Jenkins me dice que ofreció unas salchichas a otros reclusos en la fila para adelantarse.
A lo largo de cuatro llamadas telefónicas (cortesía del trueque de papas fritas), Jenkins dibuja al Departamento de Policía de Baltimore como un lugar donde el adoctrinamiento a la corrupción empieza casi inmediatamente. Me dice que la primera vez que robó dinero, era un novato en la fuerza. Sucedió cuando Jenkins y otros policías inspeccionaban un apartamento. En el dormitorio, Jenkins cuenta que él y un supervisor veterano encontraron una maleta llena de decenas de miles de dólares en efectivo. Jenkins afirma que el veterano lo incitó a que tomara el dinero.
“Decía algo como, ‘No te estoy diciendo que hagas nada, sólo digo que sí que sería bueno si tuviéramos cada uno US$10.000 para ir a Atlantic City’, cuenta Jenkins. “Y recuerdo tomar los US$10.000”.
Mucho de lo que me contó era mucho más sistemático. Afirma que desde muy temprano le dijeron que mintiera en los informes policiales y solicitudes de órdenes judiciales para que los arrestos parecieran como si tuvieran causa probable, o sea, una razón legal para detener a alguien. En realidad, dice, estaban arrestando por cualquier medio necesario.
“Esto era lo que declarábamos: ‘No dejes que la causa probable interfiera con un buen arresto’”, dice Jenkins. “Si tienes que mentir sobre lo que has visto o escuchado o de lo que fuiste testigo, con tal de que él sea el perjudicado, que tenga las drogas y que tenga las armas y cometió el crimen, simplemente atrápalo”.
Mencionó que frecuentemente, cuando él o sus colegas no querían registrar las drogas que habían incautado o hacer el papeleo de un arresto, simplemente confiscaban el alijo de drogas y los dejaban en libertad. Después, afirma, arrojaban las drogas por la ventana o en una alcantarilla.
“Pastillas de heroína, bolsas de marihuana”, dice. “Vi cómo lo hacían, juro por Dios, 500 veces”.
Jenkins nombra dos lugares específicos donde dice que arrojaban las drogas: un puente ferroviario cerca de la estación de policía del Distrito Este, y una salida de autopista camino a la estación de policía del Distrito Norte. Semanas después, voy personalmente a estos lugares para ver si encuentro algo.
En la salida de la autopista, encuentro cuatro bolsas pequeñas de plástico desparramadas a lo largo de una calzada sin tráfico peatonal. Pero nada más.
Jenkins también me cuenta que cada vez que la mala conducta de un policía era investigada por Asuntos Internos o por una agencia policial externa, era rutina que los agentes involucrados se reunieran, para cuadrar sus historias y evitar ser castigados.
“Inmediatamente, nos reunimos y repasamos nuestras historias. ‘Tú dices esto, tu dices lo otro, ¿entendido?’. Te enseñan que, en el instante en que alguien está en problemas nos reunimos y hablamos cara a cara”, comenta.
A medida que Jenkins me cuenta esto, está dando nombres. Nombra al veterano que lo instruyó para robar la primera vez. También nombra a dos antiguos supervisores a los que se quejó de sus policías subordinados, Momodu Gondo y Jemell Rayam, diciendo que tenían fama de robar dinero. Pero le dijeron que esos policías tenían tanto éxito incautando armas, que no había nada que se pudiera hacer.
La BBC no está nombrando a estos tres antiguos supervisores, pues ninguno de ellos ha sido acusado de un crimen en conexión con este caso. Pero los llamé a ellos y también al Departamento de Policía de Baltimore, para ver si alguien respondía a esta lista interminable de acusaciones.
Un exsupervisor nunca respondió. El segundo rehusó a comentar. La esposa del tercero dejó un mensaje diciendo me que tomara lo que Jenkins me dijo y “métetelo”.
Nunca tuve respuesta del Departamento de Policía de Baltimore.
La conversación con Jenkins se vuelve más complicada cuando abordamos específicamente los crímenes de la unidad especial de rastreo de armas.
Jenkins firmó un acuerdo con la fiscalía en 2017 en el que detallaba siete robos en los que participó con otros miembros de la unidad, así como la asociación de tráfico de drogas con Donald Stepp, el fiador y traficante de cocaína que rindió testimonio en el juicio. Jenkins reconoció que robó drogas incautadas en el trabajo y se las entregó a Stepp, que luego las vendía. La pareja también robó objetos valiosos, como relojes finos, cuando invadían casas.
Pero quería discutir los detalles de su acuerdo con la fiscalía, diciendo que mucho de lo que contenía no era verdad. Un acuerdo con la fiscalía es un documento que enumera actos criminales específicos de los que el acusado acuerda declararse culpable. Jenkins tuvo que afirmar bajo juramento frente a un juez federal que lo que decía el documento era verdad. Ahora me resultava difícil entender y analizar todas las negaciones de Jenkins.
Por ejemplo, le pregunté sobre el robo de un hombre en una gran mansión en los suburbios de Baltimore, un robo por el cual él se declaró culpable en el acuerdo con la fiscalía.
“Había cámaras por todas partes, así que nunca hubiese tomado un sólo dólar”, me dice. “Más tarde esa noche, Gondo sí me dio dinero, eso fue horas más tarde, hablo de horas más tarde, me dio dinero”.
“¿Entonces sí tomaste dinero, a fin de cuentas?”, le pregunto un poco confundida.
“Lo tomé, sí. Sí, lo tome”, responde. También reconoció el robo del reloj de US$4.000 del hombre, que le dio a Stepp para que lo vendiera.
En la casa de otro hombre, la unidad especial abrió una caja fuerte y robó cientos de miles de dólares. En nuestra conversación, Jenkins dice que eso no es verdad, que los miembros de la unidad sí robaron dinero ese día, pero de otra parte en la casa. Siento como si estuviera hilando muy fino.
Cuando le señalo que ya se declaró culpable de estos incidentes, Jenkins me contesta que sólo firmó el acuerdo porque temía que si se iba a juicio, terminaría tras las rejas de por vida. Dice que no podía arriesgarse a eso como padre de una joven familia.
“Cadena perpetua con tres hijos pequeños. Merezco 10 a 15 años… vendí drogas como policía corrupto”, dice. “Me dieron 25 años. Tengo cargos en mi contra de gánster, cargos de asociación delictiva, cosas con las que culpan a la mafia, que entierra cuerpos en cemento”.
También le señalo que es una práctica bastante común que los fiscales presenten cargos tan graves que el acusado sienta que no tiene otra opción que declararse culpable. De hecho, es altamente probable -aunque no asegurado- que muchas de las personas que Jenkins metió en la cárcel fueran sometidas a esas mismas tácticas por los fiscales.
“Obviamente ahora que estoy aquí, veo ambos lados. Si pudiera echar para atrás en mi vida, sería fiscal”, dice. “Preferiría ser fiscal para no destruir excesivamente a las personas. Uno no entiende hasta que está de este lado lo que les hacen a las familias”.
Uno de los incidentes más impactantes del acuerdo con la fiscalía es un evento que Jenkins ahora niega inequívocamente. En la primavera de 2015, la ciudad de Baltimore fue estremecida por disturbios civiles después de la muerte en custodia policial de Freddie Gray, de 25 años. En ese momento, decenas de farmacias fueron saqueadas y millones de dólares en medicamentos desaparecieron. En el acuerdo, Jenkins dice que “en abril de 2015, después de las revueltas tras la muerte de Freddie Gray, compró medicamentos de prescripción que habían sido robados por alguien que saqueó una farmacia para que DS pudiera vender los medicamentos”.
“DS” significa Donald Stepp.
“Nunca me llevé nada. Yo fui un héroe”, asegura Jenkins de su actividad durante los disturbios. “Nunca le quité nada a un saqueador, que Dios me ampare. Donny se inventó todo eso”.
Donald Stepp salió de prisión federal en enero de este año. Cumplió 20 meses de una condena de cinco años en conexión con el caso de la unidad especial de rastreo de armas, antes de que le dieran libertad por compasión.
Stepp estuvo en arresto domiciliario por seis meses con un grillete electrónico hasta finales de este verano. Hoy en día, es un hombre libre, viviendo sin restricciones con su esposa e hija pequeña en la parte oriental del condado de Baltimore. Le está yendo, como le gusta decir, “genial”.
Pero cuando le cuento que he entrevistado a Wayne Jenkins, su otrora socio narcotraficante, Stepp se disgusta. Estos dos antiguos amigos no se soportan.
“Nunca ha sido un amigo verdadero”, declara Stepp. “No le tengo ningún respeto”.
La historia de Stepp y Jenkins tiene raíces profundas. Sus familias se conocían desde chicos. Ya adultos, se toparon otra vez durante un juego ilegal de cartas que era frecuentado por los policías de Baltimore. Fue durante estos juegos que Stepp escuchó a Jenkins jactarse de los grandes alijos de droga que encontraba durante su trabajo como policía encubierto.
En esa época, Stepp administraba su propia compañía de fianzas, Double D Bail Bonds. Pero confiesa que también estaba luchando contra una adicción al juego y comerciando con grandes cantidades de cocaína. Eso hizo que fuera muy tentador cuando, en algún momento de 2011, Jenkins se le acercó para sugerirle que se asociaran. Jenkins dejaría de traer esas grandes incautaciones de drogas al archivo de evidencia y en su lugar se las daría a Stepp para venderlas.
“Me sentí cómodo con eso porque todos los policías que conocía, que fueron muchos durante los juegos de cartas, en mi opinión, eran los dueños de la ciudad”, Stepp le diría al jurado durante el juicio. “Pensé que era un negocio redondo”.
Stepp indica que Jenkins empezó a traer cargamentos de drogas casi a diario, escondiéndolos en un cobertizo con candado detrás de su casa. Los cargamentos incluían marihuana, cocaína y éxtasis, que Stepp se esforzaba en vender.
Jenkins empezó a llamar a Stepp a los sitios de arresto, exhortándolo a que entrara en las guaridas de los traficantes para robar cuanto dinero y narcóticos encontrara. Rastreaban a otros traficantes e invadían sus casas cuando no había nadie adentro. Esa asociación duró cinco años.
En diciembre de 2017, ocho meses después del arresto de Jenkins, el FBI y agentes del condado de Baltimore tumbaron la puerta de Stepp y lo arrestaron en la cocina de su casa. No pasó mucho tiempo antes de que Stepp sospechara que Jenkins lo había delatado.
Pero Stepp tenía un as bajo la manga: durante meses, había estado documentando sus crímenes en su celular. Tomó fotos de sí mismo y de Jenkins juntos dentro del departamento de policía, donde Stepp algunas veces recogía las drogas. Cuando Jenkins lo llamó a una casa que la GTTF estaba investigando, Stepp tomó fotos de los policías entrando y saliendo. Después, Jenkins salió cargando dos kilos de cocaína que echó en el vehículo de Stepp.
Stepp entregó todo a los fiscales de EE.UU. Debido en parte a su cooperación en el caso, recibió una sentencia mucho más corta que los policías de la GTTF.
“Él golpeó primero”, Stepp dice de Jenkins. “Ahora vamos a quemar la casa. Y eso fue lo que hice”.
Poco después de que Stepp traicionara a su antiguo amigo, Jenkins se declaró culpable.
En mi conversación con Jenkins, él le dedicó mucho tiempo a contradecir la versión de Stepp sobre su asociación. Afirma que fue idea de Stepp el empezar a vender las drogas conjuntamente, no al contrario. Dice que Stepp lo presionó. También asegura que sólo recibió unos US$75.000 de la venta de narcóticos, en contraste a la cifra que dio Sepp. Él llama a Stepp “el más grande exagerador que jamás conocí en mi vida”.
Cuando le cuento esto a Stepp, se enfurece. Afirma contundentemente que Jenkins me está mintiendo. Señala el acuerdo con la fiscalía, en el que Jenkins reconoce que su tajada de la venta de drogas fue aproximadamente US$250.000. Me recuerda que la fiscalía de EE.UU. lo encontró más confiable que a Jenkins.
“Él es un mentiroso patológico”, indica Stepp. “No le temo a nada de lo que sabe. Porque créame, me mantengo firme”.
Stepp sigue adelante con su vida. En marzo, el canal HBO anunció una nueva miniserie de David Simon, el creador de la clásica serie sobre el crimen en Baltimore “The Wire” (“Bajo escucha”, en España). El nuevo proyecto de Simon será una versión ficticia de la saga de la unidad especial de rastreo de armas, y empezó a rodarse en las calles de Baltimore este verano. Wayne Jenkins será interpretado por Joh Bernthal, el actor que protagonizó “The Punisher”.
HBO le pidió a Stepp que fuera asesor del proyecto, lo que aceptó con entusiasmo. Sus honorarios serán donados a las víctimas de la GTTF. Entretanto, su cuenta de Twitter está llena de fotos de él en el set, con gesto histriónicos junto a Bernthal y otros de los actores.
Está empezando un servicio de consultoría llamado Stepp Right Consultants, que ofrece guía y perspectiva a hombres y mujeres que están a punto de entrar en el sistema federal de prisiones. También está trabajando en sus memorias, que dice revelarán el contenido de los videos y fotos que tomó con Jenkins que nunca publicó. Hasta tiene una línea de confección que gira en torno a su negocio de fianzas, Double D Bail Bonds.
Aunque todavía no esté listo para dejar su antipatía hacia Jenkins, la curiosa travesía de Stepp parece -por ahora- encaminada hacia un final feliz.
“Es una historia surrealista. Pero se trata del gran hombre allá arriba”, señala. “Estoy agradecido, muy agradecido”.
Le pregunté a Jenkins varias veces por qué quiso darme la entrevista. Me dio un par de razones.
Una fue que sintió que había sido forzado a aceptar el acuerdo con los fiscales (la fiscalía de Maryland declinó hacer comentarios). Otra, para hablar de lo inútil que es la vida dentro del sistema penal.
“Lo juro, hubiera deseado saberlo antes de haber enviado a alguien aquí… ojalá hubiera sabido lo que es el otro lado”, dice. “No es como nada que pude haber imaginado. No es sorprendente que la gente salga peor de lo que entró aquí”.
Y, por supuesto, Jenkins también está esperando algún tipo de reducción de pena.
Pero creo que también me habló porque no le gusta la imagen que los medios tienen de él, de sociópata, como alguien casi inhumanamente malévolo.
Antes de nuestra entrevista, el representante de Jenkins quería que yo hablara con algunos de sus antiguos amigos de la escuela. Querían contarme que Jenkins era un padre dedicado, un buen entrenador de fútbol y un amigo leal. Me contaron que estaban perturbados por la manera en que lo pintaban como un “monstruo”.
No fue la primera vez que escuché esa palabra para describir a Jenkins. Mientras nadie debería olvidar por un instante que Jenkins y sus compinches causaron daños incalculables a los ciudadanos de Baltimore, no encuentro el sentido en catalogarlo como “monstruo”. La idea que la GTTF se corrompiera simplemente porque su sargento era singularmente malvado ignora todas las maneras sistémicas en las que fue exhortado a operar en la manera que lo hizo, y la más amplia cultura policial que lo apoyó (es de señalar que varios miembros de la unidad empezaron a robar dinero mucho antes de formar parte de la GTTF).
Señalarlo como el único individuo defectuoso en un sistema que de otra manera es perfectamente funcional es una forma de evitar el cambio en el departamento de policía, de eludir la responsabilidad. Va a tomar un esfuerzo inimaginable para cortar de raíz la corrupción en el departamento y es mucho más fácil encarcelar a los policías que pescan, y seguir adelante como si nada.
Pero otro amigo de Jenkins me comentó algo inesperado. Reconoció que podía notar que algo andaba mal con Jenkins alrededor del período en el que se cometieron los crímenes de la GTTF.
“No somos estúpidos. Sabíamos que él no era un policía que iba por buen camino como se supone de los policías”, dijo. “Siempre tenía grandes cantidades de dinero en el bolsillo. Me solía decir que lo había ganado jugando al póker”.
Le pregunto a ese amigo por qué nunca le dijo nada a nadie. Me contesta con algo que nunca le escuché a nadie admitir en voz alta.
“Dijimos, ‘Sabes, les está robando a esos pedazos de mierda en Baltimore que son la razón por la que mis hijos no pueden caminar por las calles y sentirse seguros”, expresa.
Ese tipo de mentalidad supone que las víctimas de la GTTF –muchas de ellas de raza negra y pobres– merecieron lo que les pasó. Es un hecho deprimente que este punto de vista sea compartido por muchos en Baltimore. Es en parte la razón por la que la GTTF se salió con la suya durante todo ese tiempo.
La GTTF no tenía el monopolio del daño, por supuesto. Baltimore puede ser un lugar complicado y peligroso, y los hombres y mujeres que fueron blanco de los policías, pudieron haber hecho lo mismo. Algunas de las conversaciones más impactantes que tuve fue con las personas que se sintieron doblemente víctimas, tanto de la policía como de los criminales. La diferencia importante, sin embargo, es que los traficantes de drogas nunca hicieron un juramento de servir y proteger. No estaban siendo pagados por los contribuyentes para mantener la seguridad de la ciudad y no estaban operando con todo el poder y protección que tiene la policía.
No podía dejar de pensar en todas las víctimas de la unidad que conocí en los tres años que he trabajado en mi historia. Mis pensamientos vuelven a Kenneth Bumgardner, un padre trabajador que fue perseguido por la unidad cuando era sospechoso de tener marihuana. Volvió en sí en una congelada calle de la ciudad con la mandíbula hecha pedazos y no pudo comer alimentos sólidos durante meses.
“Finalmente estoy tratando de contrlar mi vida otra vez”, me contó. “Pero sigue siendo difícil, porque siento mucho dolor en mi boca durante la noche… estoy perdiendo muchos dientes. Sabes, los solía tener muy bien y bonitos”.
Pienso en Shawn Whiting, un extraficante de heroína que terminó en la cárcel durante años después de que los policías le robaran. No había nadie que le creyera y, hasta hoy, le tiene pavor a las fuerzas del orden.
“Tienes pesadillas de los policías hostigándote, golpeándote, encerrándote, es una pesadilla que tengo y nunca se ha ido”, dijo. “Es algo con lo que vivo a diario, asustado de la policía, preguntándome cuándo te irán a detener, plantarte drogas o algo así. O hacerte daño o hasta matarte”.
Las víctimas como Bumgardner y Whiting tuvieron el valor de hablar. No hay cómo saber cuántas otras personas resultaron afectadas. Alguien me dijo una vez que tomará una generación antes de que el impacto directo de la GTTF empiece a desvanecerse, y será imposible medir que consecuencias tendrá el trauma de la víctimas en las vidas de sus hijos, familias y amigos. Los efectos de los crímenes de esa unidad siguen extendiéndose por la ciudad y sin duda han hecho de Baltimore un lugar menos seguro para todos sus residentes.
Continué trabajando en esta historia durante todo este tiempo con la esperanza que cuanto más se conociera públicamente de la corrupción en el departamento de policía, más factible sería que hubiera algún tipo de verdadera reforma sistémica.
Pero Whiting no es tan optimista. Cuatro años después de que los policías de la unidad especial de rastreo de armas fueran arrestados, él afirma no ver una diferencia en las calles de Baltimore.
“La manera en que la policía actúa con los ciudadanos no ha cambiado”, me dijo recientemente. “Veo algunos policías hostigando a la gente, con las mismas tácticas que usaba la unidad especial de rastreo de armas”.
Le pregunté si pensaba que otro escándalo era inevitable.
“Absolutamente. Va a suceder otra vez”, aseguró. “Esto no ha terminado. Acaba de empezar”.