Un paso adelante: el intelectual y la sociedad por Roque Dalton

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UN PASO ADELANTE: EL INTELECTUAL Y LA SOCIEDAD por Roque Dalton

El intelectual y la sociedad”, VV.AA., pp. 9-26, S. XXI Edit. México. 1969

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La Habana, Cuba. Mayo de 1969

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El problema no es nuevo. Por el contrario, se ha planteado, en voz alta y de hecho, en el seno de las revoluciones históricas que conocemos y también en el simple marco de la teorización literaria y de la teorización política, marxista, burguesa-revolucionaría y burguesa-contrarrevolucionaria. Los surrealistas, con un encanto de niños terribles que todavía nos emociona, plantearon las alternativas del problema precisamente desde sus extremos imposibles: Aragón despertó del sueño en las filas del PC francésDesnos, en el campo de concentración de Terezin. Breton murió fiel a un sueño: el de un estera romántico, en el fondo, por más que las convulsiones humanas del siglo hayan dotado a su expresión de tanta belleza contemporánea.

Mucho antes, los escritores rusos habían vivido la primera revolución proletaria: un dramático encuentro, en realidad, en torno al cual se acuñó por vez primera el término de la desgarradura. El alma del artista: un himen del tamaño de una bandera, apto para ser lucido en los recitales, desde la tribuna, pero siempre en el terrible peligro de caer al suelo, entre los pies de la multitud de zapatones desgarrantes. Maiakovsky, Bloc, Yesenin, Babel. Gorki, desde luego, cuya relación con Lenin está llena, por cierto, de enseñanzas que preferimos sospechosamente olvidar. Pero, ¿por qué no, también, sin dudas, Lunacharski? Pero… ¿y el stalinismo? Y los nombres y los hechos posteriores: Gramsci, Julius Fucik, el Foro de Yenan, la lucha cultural vietnamita, el polémico encuentro entre el existencialismo y el marxismo –es decir, Sartre, Schaff, Lukács, Gorz, Fischer, etc.–; la desestalinización y el “deshielo”, la coexistencia pacífica, el “tercermundismo”, los affaires Pasternak, Siniavski-Daniel, etc. Y los hechos más recientes aún: la Revolución cubana; la obra, la vida y la muerte del comandante Ernesto Guevara, la Revolución Cultural china, la ofensiva del imperialismo en la cultura a nivel mundial, el planteamiento de las necesidades específicamente culturales de la Revolución latinoamericana, los pronunciamientos del compañero Fidel Castro sobre los problemas culturales, etc. Lo menos que podemos hacer, pues, al aceptar hablar sobre estos temas, es confesarnos conscientes de nuestras limitaciones: a cada paso correremos el riesgo de estar haciendo llover sobre mojado, de inventar el agua azucarada o de no ser capaces de vencer las contradicciones que impone la necesidad de examinar problemas a la vez particulares y generales, ocurrencias concretas y en algunos casos de apariencia intrascendente, pero relacionadas y operantes en un marco histórico amplísimo. Nuestras limitaciones no deben inhibirnos: “Toda piedad aquí es cruel si no incendia algo” –digo por ahí en un poema. Es decir: hablamos desde y para Cuba, desde y para la América Latina. Y no hablamos por cierto para un continente abstracto, lujo de alguna de esas cartografías culturales tan adentradas en el espíritu europeo; lo hacemos para una América Latina preñada de revolución hasta los huesos. Todo, pues, aquí, tiene otro sentido. Incluidas nuestras limitaciones.

Las relaciones entre el intelectual y la revolución, hablando por ahora en un sentido restringido del intelectual (es decir, refiriéndonos al escritor y al artista), resultan un tema mucho mas fácil de enfocar partiendo de la realidad cubana. Esta comodidad reside en el hecho de que, aun suponiendo que este convencimiento pueda despertar sonrisas en algunos amigos extremadamente escépticos, creemos que en Cuba se ha desbrozado ya muchísimo terreno, se han sentado las bases materiales y situacionales para que una discusión sobre el particular sea verdaderamente fructífera. Es más, creo que en Cuba, sobre todo a partir de determinados discursos últimos de Fidel, se nos ha dotado ya frente a nuestra problemática de una perspectiva científica indeclinable, cuya matización, enriquecimiento, profundización, etc., será cada día más un deber urgente de todos los revolucionarios cubanos y latinoamericanos. E, inclusive, una necesidad humana y social acicateante, una necesidad vital, para los menos revolucionarios, para los no-revolucionarios, para los contrarrevolucionarios…

En el siglo de las totalizaciones en que la guerra de Troya no se puede hacer con bombas atómicas porque desaparecen los tirios, los troyanos y los que ven la película, el oficio de comprender las evidencias debería ocupar un sesenta por ciento de las cavilaciones de quienes no nos quieren bien.

Cuando la Revolución cubana puso la industria editorial en manos del pueblo, y liquidó el pago de derechos de autor, hizo desaparecer las bases reales que hacían del producto intelectual una mercancía, sentó las bases de algo que algunos escritores cubanos no comprenden del todo todavía: el tipo especial de dignificación de la tarea creadora de bienes espirituales que la Revolución cubana propone. De acuerdo con el proyecto de hombre nuevo, integral, que la Revolución cubana se ha venido formando, tal dignificación, una vez establecido el destino popular y eliminado el carácter servicial-remunerable en dinero de la creación (típico fenómeno capitalista) y una ves trazada la perspectiva por parte de la dirección revolucionaria, queda por completo en manos y bajo la responsabilidad personal-social del creador. La Revolución cubana, consecuentemente, no envía a sus escritores a las “dachas de creatividad”, a las “colonias de superdotados”, al “retiro y a la meditación solitaria”, todos ellos experimentos fallidos de otras sociedades socialistas. Por el contrarío, y creemos nosotros que sobre la base de una experiencia muy bien asimilada en Cuba que tuvo como propósito fundamental el evitamiento-desde-el–primer-momento de la aparición del burocratismo, la Revolución aquí propuso y propone a sus escritores el “baño social”, el sumergimiento en el trabajo y en la vida. Las acusaciones de Milevan Djilas caen en Cuba en el vacío. Así la Revolución no sólo ha jugado limpio con los escritores y los artistas, sino que les ha abierto las puertas de la historia. Pero no de una historia cualquiera, sino de la nuestra: la que debe partir del subdesarrollo que nos impusieron. La falla ha surgido únicamente cuando el escritor o el artista le ha pedido a la revolución que lo vea a él de manera excepcional, es decir, que la revolución lo vea a él como él se ve a sí mismo, lo cual es una ingenuidad imperdonable, una falta de sentido histórico, cuando no simple mezquindad y mala fe. Lo que pasa también es que las proposiciones de la revolución están embarazadas de futuro y muchos de nosotros seguimos ostentando patéticamente demasiadas fidelídades al pasado, nuestro peor enemigo en el fondo. No creo que sea hacer una concesión jeremiaca, un golpe de pecho discursivo y sutil, declarar que es necesario, al plantear las relaciones entre la Revolución y los intelectuales en Cuba, examinar, aunque sea para absolvernos más tarde o más temprano, Ja siguiente pregunta, que puede parecer un contrasentido o una inquisición tardía: ¿estuvieron los escritores cubanos, los artistas cubanos, como grupo social y como individuos preparados a nivel histórico para enfrentar fructíferamente ese encuentro que ya tiene diez años de edad? Y esta otra, que la complementa: la intelectualidad latinoamericana ¿ha cumplido con sus deberes ante la América Latina en la tarea de manejar, pensar, elaborar, la experiencia cubana, el conocimiento de Cuba, las proposiciones de Cuba, las lecciones de Cuba y su Revolución? Las dos respuestas parecen identificarse. ¿Entonces…? Hasta ahora, el oficio de escritor y de artista ha sido, fundamentalmente, un oficio burgués o proburgués (hablamos aquí en términos de “clases fundamentales” y no nos hacemos cargo por ahora de la necesaria distinción con respecto a la pequeña burguesía, capa a la cual pertenece corrientemente el creador artístico y que tiene características sociales específicas en estos momentos y en este continente). El escritor objetivamente revolucionario y realmente operativo, funcional, en favor de los intereses mediatos e inmediatos de las clases revolucionarias ha sido la excepción (pienso en Mariátegui o en Brecht). Culturalmente, superestructuralmente, vivimos aún, a nivel mundial, la era del capitalismo, aunque histórica, económica y socialmente lo exacto sea decir que nos remontamos en la etapa de tránsito del capitalismo al socialismo. Se sabe que la desaparición de la base material no supone la inmediata desaparición de la superestructura por ella originada. Independientemente de nuestras intenciones, escribimos para quien sabe leer. Diría más: si escribimos poemas, escribimos para quien sableer poesía, y si escribimos ensayos filosóficos escribimos para (autodidactas o universitarios) filo-filósofos. Y lo hacemos en un mundo en el que la mayoría no puede leer, no digamos periódicos, sino los letreros que indican que está prohibido continuar el camino porque ahí comienza otra propiedad privada. Este es una hecho real. Agravado porque nosotros mismos, los escritores y artistas (salvo las excepciones de los genios naturales hijos de un peón brasileño o de un mendigo ecuatoriano, que por otra parte solemos mostrar como auténticos fenómenos de circo o, en el mejor de los casos, como pintoresquismos folklóricos), somos productos de la sociedad burguesa. Hablo de los escritores latinoamericanos, desde luego, y, en el caso de los escritores cubanos, de quienes tienen por lo menos mi edad. Buenas personas como solemos ser, hemos gastado abundante saliva y papel en declarar que escribimos para el pueblo. Esa aclaración en nuestros países ya habla por nuestra ubicación clasista. Realmente, en los hechos, ¿hemos escrito para los indios de Guatemala, Perú o Bolivia? ¿Para los obreros y los desocupados de México, Buenos Aires? Es más: ¿habríamos podido, podemos hacerlo? Hay que ponernos la verdad frente a la cara, como un espejo. Hasta la fecha, la inmensa mayoría, la casi totalidad de nosotros hemos sido burgueses y hemos escrito para la burguesía. Cuando hemos llegado a sectores amplios del pueblo ha sido generalmente por medio del populismo, o sea, que hemos llegado al pueblo, históricamente, mal. Independientemente de nuestros deseos y de nuestras intenciones. ¡Cómo no va a ser así, si algunos de nosotros lo hemos hecho incluso desde las filas del Partido Comunista! En el país de los ciegos, compañeros, el tuerto, fisiológicamente, es una especie de burgués, Y creo que también debemos aceptar que el carácter objetivo de esta situación, el carácter histórico de esta situación es para nosotros un atenuante moral muy hondo. No nacimos tuertos: el capitalismo que dejó ciego, en la enajenación, a todo el pueblo explotado, a nosotros nos extrajo solamente un ojo y se dedicó a alegrarnos el otro, con alevosía y ventaja. ¿Todo esto niega –se me preguntará– las posibilidades de existencia de una literatura revolucionaria dentro de la sociedad clasista o en toda la primera etapa de la construcción revolucionaría? No. Ni mucho menos. Pero es evidente que tal situación limita, al nivel de la dura realidad, las posibilidades de la literatura de ser un instrumento óptimamente eficaz de la revolución y las posterga, en lo fundamental, para un futuro más o menos cercano, más o menos lejano. Además, no es cierto que los escritores de intención y propósitos revolucionarios escriban de hecho únicamente para la burguesía: escriben también para los sectores más avanzados –siempre minoritarios– de las clases explotadas, para |a vanguardia política de la revolución, en una palabra. Lo que en sí ofrece un campo de trabajo de extraordinaria importancia. La situación cobra un nuevo carácter, se abre a todas las posibilidades generadoras de una práctica nueva, después del triunfo de la Revolución, después de la toma del poder por el pueblo, después de emprendido y avanzado el camino del socialismo. Esto es lo que está pasando en Cuba.

Cuando Julio Cortázar dijo en el año 1963 que ciertas obras no accesibles a todo el mundo no sólo son ajenas a la Revolución sino que por el contrario “prueban que existe un vasto sector de lectores potenciales que, en un cierto sentido, están mucho más separados que el escritor de las metas finales de la Revolución, de esas metas de cultura, de libertad, de pleno goce de la condición humana que los cubanos se han fijado para admiración de todos los que los aman y los comprenden”, estuvimos de acuerdo con la verdad del concepto. Sin embargo, creímos que tal comprobación no dotaba ni a la literatura ni a los escritores de derecho alguno contra la realidad concreta en desarrollo, sino que, por lo contrario, aludía al marco en que los creadores cubanos deberían ejercitar su responsabilidad y registrar los avances de su conciencia revolucionaria. Aceptar el origen clasista no revolucionario del escritor, del artista cubano promedio, el carácter eminentemente burgués de sus actuales instrumentos expresivos, nos evita muchos eufemismos, muchas tergiversaciones, muchos rodeos, muchas falacias, y nos exime a todos de tomar aunque sea por un momento caras de jueces o de dómines. Se trata de ubicar un determinado conjunto de materia social para efectuar un análisis marxista. Creo que por el camino de manipular al toro por los cuernos nos evitaremos muchas instancias municipales; por ejemplo; la claridad o el hermetismo de la literatura moderna, por que no se entiende a Lezama Lima en Caibarién, el poeta para escribir poesía actual debe ingresar como obrero en la fábrica de cemento más cercana; la solución es escribir décimas; la solución es el recital-mitin en el Parque Central con la orquesta de Pello el Afrocán (en el fondo) introduciendo, casi maquiavélicamente en el oído de las masas inmersas en el verano, los Conciertos de Brandemburgo sutilmente arreglados para el ritmo de Cha-cha-chá y el Mozambique, etc. Instancias que no son negativas por “municipales” solamente, sino por parcializantes y confusionistas. El método de analizar marxistamente nuestra realidad, por otra parte, es el único que sirve para nuestros problemas, y hará de la revolución cultural de los primeros años de la URSS, de la reciente Revolución Cultural china (en los aspectos estrictamente culturales que nos interesan aquí). fenómenos dignos del nivel comparativo, pero nunca puntos de partida, modelos para la imitación, etcétera.

Resumiendo: para comenzar a dilucidar la problemática de las relaciones entre la revolución y los creadores de cultura (en el sentido restringido que hemos dejado apuntado), es prudente enfrentarnos con la categoría de lo burgués que nos condiciona y nos motiva en medida importante, con la realidad social concreta en que se dará la operatividad de nuestra obra, con el grado de tendencia, simpatía, integración o militancia revolucionaria que hay en nuestro trabajo creador y en nosotros mismos como ciudadanos y trabajadores, Y si la operación le parece a alguien una molestia excesiva, innecesaria, nosotros diremos que es indispensable, precisamente por el tipo de tareas que le corresponde a la intelectualidad revolucionaria en el transcurso del proceso de construcción socialista en Cuba, y, a partir de Cuba, de América Latina.

Ello nos lleva a la necesidad de concretar en alguna forma esas tareas. Retomo el concepto que hace unos momentos emitía Roberto [Fernández Retamar], o sea; la teorización es la conciencia elaborada teóricamente. Creo que esto es básico para la formulación de mi criterio sobre la tarea fundamental que al intelectual cubano le deparan tos tiempos inmediatos y que al intelectual latinoamericano le deparan (aunque en otros niveles y con otras características) las necesidades reales de la Revolución latinoamericana. Creo, y si estas palabras van a aparecer impresas alguna vez yo pediría que se subrayaran suficientemente, que la inserción lógica del intelectual de la revolución está dentro de esa labor que hay que cubrir para hacer aprehensible el paso de la actividad del constructor del socialismo a la conciencia lúcida sobre sí mismo. Se trata (perdón por la redundancia) de una “labor elaborativa, básica para que el proceso actividad-conciencia tenga una continuidad siempre ascendente en la confrontación con la realidad en transformación. Las necesidades de fundamentar realmente esa labor específica son las que imponen al intelectual la obligación (y no lo digo en el sentido moral) de. sumirse en la más intensa práctica social que le sea posible, incluida la guerra de guerrillas, la cátedra universitaria, el trabajo agrícola, etc. Porque la obra de creación (el poema, el ensayo, la novela) no es anterior a la sociedad ni la trasciende antidialéctícamente: es una resultante de la labor de un creador socialmente condicionado. Es esa práctica social en el seno de la revolución (cuyo nivel superior debe ser la militancia partidaria, aunque no se excluyan otros niveles y grados suficientemente eficaces) la única actividad que puede transformar totalmente al intelectual “principalmente burgués”, del que partimos, en el cuadro intelectual que la revolución necesita para su construcción socialista y que vendría a ser el principal instrumento de transición entre la cultura de élite y de grupos que heredamos del capitalismo y la cultura integralmente popular, totalizada. Desde luego, habrá que trabajar mucho y no dejarse llevar simplemente por entusiasmos sustitutivos del esfuerzo cuidadoso, de la paciencia de cierta tenacidad especial. Sé que hablamos de una materia compleja en que los problemas individuales, los puntos de vista, los nuevos errores, harán difícil Ja tarea. El desarrollo de la Revolución cubana y las necesidades de la lucha revolucionaria latinoamericana nos obligan sin embargo a ser cristalinos en el problema ideológico. La discusión seria y la profundización en torno a todos estos aspectos deben sustituir de una vez por todas a esa “coexistencia pacífica” en lo ideológico en que prácticamente hemos vivido, a esa promiscuidad ideológica que hemos aceptado. Por otra parte, no es sólo la confianza en la Revolución, en nuestras organizaciones revolucionarlas, en nuestros pueblos, la que nos hace ser optimistas. Es que por fin estamos seguros, yo por lo menos lo estoy –perdónenme la prepotencia–, de que por fin está ahí, clara, nuestra posibilidad de ubicación social revolucionaría, las posibilidades de dejar de ser “revolucionarios de segunda categoría” como hemos sido siempre, y no siempre por culpa exclusiva de nosotros mismos. Y si nos dedicamos a hacerle mohines a esa realidad y a esa perspectiva, lo que mereceríamos sería una clase de patada en el lugar en que ustedes están pensando que debería oírse hasta en El Vaticano.

En la sociedad prerrevolucionaría, que es el caso de los países de la América Latina, la situación no es radicalmente distinta desde el punto de vista de la formulación esquemática del tema, pero desde luego merece un examen especial de acuerdo con la etapa que transcurre. Ahí evidentemente el papel de las capas intelectuales en la tarea de llevar la teoría y la conciencia revolucionarias al seno de las clases explotadas se refiere a las tareas inclusive más elementales de la actividad revolucionaria. Hay lugares de la América Latina –muchos lugares, la mayoría de los lugares– en que ya el mero hecho de enseñar el idioma nacional a un cuadro indígena puede ser una labor de extraordinaria importancia: ni digamos la dilucidación de concepciones teóricas en discusión que puedan entrabar –como se ha visto abundantemente en nuestros países– la actividad revolucionaria de toda una organización, de todo un movimiento revolucionario nacional. En la medida en que la Revolución latinoamericana está partiendo de un vacío de elaboración teórica profundo, en la medida en que nos encontramos en un momento de surgimiento do una nueva vanguardia revolucionaria en los países del continente (y hablo de una vanguardia político-militar que instrumentará las necesidades de dirección de la vía de la Revolución latinoamericana, la lucha armada, y no de una vanguardia literaria, como entendieran los camaradas de Rinascità que habíamos dicho en el texto de la reciente Declaración del comité de colaboración de la revista Casa de las Américas, la labor de los intelectuales tiene un campo amplísimo en la labor revolucionaria general, sobre todo porque en la América Latina no existen los focos de prestigio político-moral-doctrinario que en Cuba han estado personificados en Fidel Castro, Ernesto Guevara, la dirección revolucionaria en general; sino más bien existe una crisis de dirección que da a la elaboración de principios, líneas y normas para la lucha revolucionaria el carácter de una tarea delicadísima, conflictiva, que deberá ser sustanciada con una lucidez alimentada deconocimiento más profundo de la realidad, en uso de un instrumental elaborativcientíficamente motivado. Si bien en Cuba y en la América Latina la adhesión a la Revolución admite de hecho innumerables grados y niveles de intensidad, la situación moral del intelectual latinoamericano que ha llegado a la comprensión de las necesidades reales de la Revolución sólo podrá ser resuelta en la práctica revolucionaria, en la militancia revolucionaria. Está obligado a responder con los hechos a su pensamiento de vanguardia so pena de negarse a sí mismo, en un continente donde la superioridad moral es una de las pocas tarjetas de presentación que exige el pueblo para escuchar a quienes le solicitan sus adhesiones. En la praxis revolucionaria, el intelectual, como categoría histórica incompleta ante el progreso y el ahondamiento de la complejidad social, se realiza como hombre nuevo, como hombre integral: unidad de teoría y de práctica revolucionarias. Creo que es justo plantear esta instancia básica del problema –aunque corramos el riesgo de parecer extremistas– pues sí aceptamos esta perspectiva fundamental, luego podremos solucionar adecuadamente el problema de las prioridades en los casos concretos: ¿debo darle más importancia al trabajo de terminar mi importantísima novela o debo aceptar esta tarea peligrosa que me plantea el Partido, la guerrilla, el Frente, y en ejecución de la cual puedo perder, no mi precioso tiempo de dos meses sino todo el tiempo que se supone me quedaba?, ¿debo hacer sonetos o dedicarme a estudiar las rebeliones campesinas?, ¿mi próxima novela será un prontuario de mis prácticas sexuales –reales o imaginarias– o una trabajada sátira que demuestre gozosamente los mecanismos de la penetración imperialista en mi país? Es decir, no queremos decir que un escritor es bueno para la revolución únicamente si sube a la montaña o mata al Director General de Policía, pero creemos que un buen escritor en una guerrilla está más cerca de todo lo que significa la lucha por el futuro, el advenimiento de la esperanza, etc., es decir, del rudo y positivo contenido que todos los rizos retóricos han ocultado por tanto tiempo, que quien se autolimita proponiéndose ser, a lo más, el crítico de su sociedad que come tres veces al día. Por eso es que en el Congreso Cultural de La Habana situamos al Che Guevara como nuestro ideal, ¿no? Entiendo que quien consciente y responsablemente afirme que el Che Guevara es su ideal no puede luego venir con mentirijillas sin terminar siendo un sinvergüenza. Es decir, cuando hablamos aquí de los intelectuales latinoamericanos, nos interesa situar un alto nivel de perspectiva: el de sus responsabilidades ante la gigantesca tarea de la Revolución latinoamericana. Una vez aceptada la perspectiva principal (que nos compromete directa o indirectamente con la única forma de lucha viable para tomar el poder político en la América Latina, o sea la lucha armada), podremos analizar los casos concretos, repito. Y considerar inclusive cómo vamos a ayudar a aquellos compañeros y amigos (nosotros mismos, muchas veces) que pretenden, o pretendemos, seguir el curso de nuestra dantesca historia contemporánea con los criterios propios de nuestras viejas tías solteronas, que insisten en reparar los viejos paraguas, que pecan cotidianamente al tomar una segunda copita de oporto, y que creían que Fidel Castro no podía ser comunista, no podía de ninguna manera ser marxista-leninista, porque “es el vivo rostro de Nuestro Señor”.

Es obvio, o supongo que es obvio, que no quiero decir que los intelectuales cubanos y latinoamericanos no hayan cumplido en absoluto con sus deberes revolucionarios. En Cuba, los escritores y artistas estuvieron representados en Playa Girón, forman parte de las milicias nacionales revolucionarias, de los Comités de Defensa, del Ejército. Por regla general cumplen con su obligación frente al esfuerzo agrícola acelerado. Publican las revistas de pensamiento revolucionario más interesantes del mundo socialista. Pero no parece que hayan tenido en estos frentes múltiples la iniciativa que los nuevos tiempos reclaman, más bien se han quedado atrás, clamando de hecho por niveles excesivos de dirigismo. En la América Latina, el escritor es generalmente el outsider (sobre todo en el sentido político), mientras no es asimilado por la digestión del sistema. Independientemente determinadas vedettes que, incorporadas a la industria de la enajenación, cobran con su alto status social los dividendos del régimen, el escritor y artista latinoamericano promedio lucha en distintos niveles contra el régimen que lo discrimina, lo humilla y lo persigue: y más que el poeta y el escritor es el subversivo, el perseguido, el preso, el torturado. Y comienza a ser el asesinado. Y el que combate con las armas en la mano, en consecuencia. Los nombres de Javier Heraud, Edgardo Tello, Otto Rene Castillo encabezan la lista. En mi país, El Salvador, apenas se puede encontrar un escritor interesante de menos de cuarenta años que no haya estado preso unas cuantas veces, que no haya sido exiliado otras tantas, que no haya tenido duras experiencias de clandestinidad. Por el contrario, se trata aquí de enfrentarnos a los problemas que surjan en este terreno con criterios elaborados en concreto, precisamente tomando en cuenta esa experiencia positiva. De lo que se trata es de no forjarnos coartadas con nuestras cárceles, con nuestros sudores o nuestras cicatrices (–y éste era el miedo que Régis Debray tenía a mi respecto cuando me miraba beber tanta cerveza en Praga–) sino de dar, todos, un paso hacia adelante. Un nuevo paso hacia adelante.

 

 

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