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¿TIENEN ALMA LOS TEJONES? — Terry Eagleton
Ludwig Wittgenstein escribe en sus Investigaciones filosóficas que, si queremos obtener una imagen del alma, debemos observar el cuerpo humano.[1] Se supone que se refiere al cuerpo en acción, no tanto al cuerpo como objeto. La práctica constituye en gran medida el cuerpo, en el sentido de que, para Wittgenstein, el significado de un signo es su uso. El cuerpo humano es un proyecto, un medio de significación, un punto a partir del cual se organiza el mundo. Es un tipo de agencia, una forma de comunión e interacción con otros, una manera de estar con ellos más que simplemente junto a ellos. Los cuerpos son abiertos, inconclusos, siempre capaces de más actividad de la que pueden manifestar en un momento concreto. Y todo ello es cierto del cuerpo humano como tal, independientemente de que sea masculino o femenino, blanco o negro, gay o hetero, joven o viejo. Es comprensible, pues, que esa concepción específica del cuerpo no esté muy de moda entre los partidarios de la diferencia humana y los apologetas de la construcción cultural de las cosas.
Maurice Merleau-Ponty, para quien el cuerpo es nuestra manera habitual de tener un mundo, destaca que «poseer un cuerpo es para un viviente conectar con un medio definido, confundirse con ciertos proyectos y comprometerse continuamente con ellos».[2] O, como dijo y no dijo Marx, el yo es una relación con sus entornos (lo dijo y no lo dijo porque escribió esta frase en una de sus obras, pero la tachó en el manuscrito). [3] El cuerpo se halla en el origen de nuestros diversos modos de vincularnos los unos con los otros, razón por la cual el término puede emplearse para denotar tanto un fenómeno colectivo («un cuerpo de baile») como otro individual. Es lo que nos proporciona un campo de actividad, un campo que no es, en ningún sentido, externo a él. En Sobre la certeza, Wittgenstein se declaró perplejo ante la expresión «el mundo exterior». Tal vez se preguntaba exterior a qué. Sin duda, no a nosotros mismos. Por ser criaturas encarnadas, estamos tanto en el mundo como puedan estarlo nuestros sistemas de alcantarillado. El mundo no es un objeto dispuesto contra nosotros para que lo contemplemos desde cierta ubicación imprecisa situada en el interior de nuestro cráneo.
Entre otras cosas más glamurosas, los cuerpos son objetos materiales, y la objetificación última de la carne se conoce como muerte. Con todo, merece la pena comentar que Tomás de Aquino, igual que su mentor Aristóteles, se niega a usar la palabra «cuerpo» referida a un cadáver. Él se refiere a «restos de un cuerpo», así como nosotros recurrimos, a veces, a «restos mortales». Un cuerpo muerto es solo un cuerpo en cierto sentido léxico. Como comenta Denys Turner, no es que «una persona muerta sea una persona en la desgraciada condición de estar muerta». [4] Pero, por culpa de la herencia cartesiana y del daño que nos ha infligido, cuando oímos el título The body in the library, lo último que se nos ocurre es imaginar a un lector ávido en ella.* Imaginemos que alguien nos llama por teléfono y nos pregunta: «¿Está George?». Tendría sentido responder: «Sí, pero está dormido». En cambio, sonaría raro decir: «Sí, pero está muerto». Decir que George está muerto es decir que no está ahí; y para Aristóteles y Tomás de Aquino la razón por la que no está ahí es porque su cuerpo no está ahí, aunque sus restos sí lo estén. La lápida marca el punto en el que alguien ya no está presente. Los restos materiales de George pueden estar tendidos en el suelo del salón o guardados en el aparador, pero el cuerpo activo, expresivo, comunicativo, que se relacionaba y se realizaba a sí mismo, y que era el George terrenal, ya no está. Su cadáver no es una manera distinta de ser George, sino que precisamente tiene que ver con el hecho de no ser George en absoluto.
Uno también podría llamar sabiendo que George está vivo y preguntar: «¿Está ahí el cuerpo de George?». En ese caso también sonaría raro, como también lo parece hablar de «el cuerpo de la tetera» y no, simplemente, de la tetera. Sería como si en la tetera hubiera algo más que su constitución material. Asimismo, «el cuerpo de George» suena como si en George hubiera algo más que su cuerpo, y no es el caso. Solo nos sentimos tentados a imaginarlo porque George es un cuerpo de una cierta clase (activo, relacional, comunicativo, etcétera). Pero todo ello forma parte de lo que significa ser un cuerpo humano, no un conjunto de propiedades sobreañadidas a él. Es propio de esos cuerpos superarse a sí mismos. En un ejemplar de Mansfield Park hay algo más que letra impresa, pero no en el sentido de que esté la letra impresa y algo más (imágenes, por ejemplo) en la página.
Los cuerpos, en tanto que objetos materiales, no están muy de moda en estos tiempos de culturalismo. A pesar de ello, merece la pena recordar que, aun si los seres humanos pueden ser algo más, son pedazos de materia u objetos naturales, y que cualquier cosa más sutil o más atractiva en la que puedan andar metidos debe ocurrir en ese contexto. La objetificación no es siempre algo que lamentar, ni mucho menos. Se da cada vez que iniciamos una relación con otro, o con algún aspecto del mundo. Si hombres y mujeres difieren de otros pedazos de materia como pueden ser las grosellas o las palas, no es porque encierren cierta entidad misteriosa en su interior, sino porque son pedazos de materia de una clase altamente especializada, especificidad que cuando hablamos de mente, cuando hablamos de alma, pretendemos acotar, de manera bastante confusa por cierto. No se trata de pedazos de materia natural que llevan añadido cierto apéndice fantasmal, sino de montículos de material activos de manera inherente, creativos, comunicativos, que se relacionan, se expresan a sí mismos, se realizan a sí mismos, transforman el mundo y se trascienden a sí mismos (es decir, históricos). Todo ello simplemente es su alma. Hablar de alma es sencillamente una manera de distinguir entre cuerpos de este tipo (o de algún otro tipo de cuerpo animal) y cuerpos como puedan ser las horcas, las botellas o la salsa de carne.
Como Aristóteles, Tomás de Aquino y Wittgenstein también consideran el alma como la «forma» del cuerpo, como su principio animador o su modo peculiar de organizarse a sí mismo. En realidad no se trata de nada particularmente misterioso: es algo que tiene lugar a la vista de todos. Para Wittgenstein, el enfado en el rostro del otro está ahí, tan claramente como el de nuestro pecho. [5] Marx alude a que el otro está «presente en su inmediatez sensual» respecto a nosotros. [6] Podemos ver el alma de alguien de la misma manera en que vemos su dolor o su rabia. De hecho, ver su dolor o su rabia es ver su alma. «Mi actitud hacia él —escribe Wittgenstein— es una actitud hacia un alma. Yo tengo la opinión de que tiene una alma.» [7] Adiós al prejuicio de que la consciencia es privada. No se trata de que deba deliberar conmigo mismo acerca de si es un ser sensible antes de decidir no pegarle un tiro en la cabeza. Solo las personas muy inteligentes, como tal vez dijera Wittgenstein sarcásticamente, comprueban si tienes alma antes de invitarte a comer. Nuestra consciencia, por recurrir a un término ante el que Wittgenstein se mostraba escéptico con razón, está inscrita en nuestro cuerpo de un modo bastante parecido a como el significado está presente en una palabra. Nosotros no estamos presentes en nuestro cuerpo como un soldado va metido dentro de un tanque. En ese sentido, el cuerpo mismo es una especie de signo. Como comenta Jean-Luc Nancy, es un «signo de sí mismo», y no tanto cierta realidad distinta de él.[8]
Es muy propio del pensamiento antidualista negar que siempre estamos seguros de nuestra experiencia pero la experiencia de los demás tenemos que adivinarla, o deducir lo que sienten a partir de su comportamiento. Al contrario: a veces no estamos seguros de lo que sentimos (¿esto es ansiedad o irritación?), pero no tenemos la menor duda de lo que está viviendo otro. Esos gritos estremecedores los profiere porque acaban de dispararle en una pierna. Uno no «infiere» que está sufriendo porque lo vea arrastrarse, impotente, de un lado a otro, al menos no más de lo que un lector familiarizado con el término «microlepidópteros» «infiere», al toparse con él, que significa esa clase concreta de polillas que solo son del interés de ciertos especialistas. En la mayoría de los casos, no avanzamos a tientas desde el signo físico hasta el significado interno. Los dos se dan juntos, como cuerpo y alma. Ello no equivale a decir que nuestro comportamiento resulte siempre luminosamente transparente, así como tampoco el significado de un signo es siempre evidente por sí mismo. Bien puede haber enigmas y equivocaciones, casos dudosos y problemas de interpretación irresolubles. Pero no porque el significado de lo que hacemos sea privado o esté tan profundamente enterrado en nuestro comportamiento que no pueda extraerse fácilmente; no lo está en absoluto.
Las emociones están envueltas en nuestras necesidades, intereses, metas, intenciones, etcétera, y todo ello, a su vez, está envuelto en nuestra participación en el mundo público. No resulta siempre de ayuda hablar de que este o aquel sentimiento está «dentro» de nosotros. Gritar, gruñir o partir botellas de whisky en las cabezas de la gente no son asuntos internos. Es evidente que podemos ocultar lo que pensamos o sentimos, pero se trata de una práctica social compleja que debemos aprender, de la misma manera que aprendemos a no ser sinceros. Que los niños pequeños no sean capaces de disimular que se han hecho sus necesidades encima o que tienen hambre es uno de los inventos menos agradables de la naturaleza. Los chimpancés saben mentir, en el sentido de señalar una información a sabiendas de que es falsa. Pero, a diferencia de los famosos de Hollywood o los portavoces de la CIA, no son capaces de ser hipócritas, pues la insinceridad implica mantener una fachada en contradicción con los propios sentimientos, y para salir airoso de una operación tan compleja hacen falta los recursos del lenguaje. En todo caso, que no sean capaces de comportamientos descaradamente hipócritas no supone un elogio sin matices hacia los chimpancés, dado que una criatura incapaz de ser insincera tampoco es capaz de ser sincera. Que sea verdad lo que uno dice solo es posible si también es posible que sea mentira.
Para Wittgenstein, no podríamos aprender los nombres de las emociones ni las sensaciones si todos las disimuláramos siempre. (Hay quien considera a los ingleses la excepción a esta regla.) Si nadie actuara jamás a partir de sus emociones (si solo hubiera pesar, pero no comportamiento pesaroso), el discurso de la emoción humana no conseguiría ponerse en marcha. Existe una relación necesaria entre lo que sentimos y las manifestaciones físicas de eso que sentimos. El comportamiento pesaroso es un criterio para la aplicación correcta de la palabra «pesar» y, en parte, nuestra manera de captar el significado de esa palabra. Y es mediante la adopción del uso público de la palabra como yo puedo identificar un sentimiento propio como perteneciente a esa categoría de sentimientos. Si la relación entre sentir pesar y el comportamiento pesaroso fuera puramente contingente, todos podríamos tener experiencias totalmente distintas cuando nos echamos al suelo y nos ponemos a gritar tirados sobre una alfombra, y no dispondríamos de un lenguaje de la psicología común. En ese sentido, es el cuerpo el que nos salva de los falsos dioses del significado privado y del ego solitario.
Entendemos que los tractores y los secadores de pelo carecen de alma simplemente observando lo que hacen o, mejor, lo que no hacen. No nos hace falta escudriñar en su interior para establecer ese hecho. Ciertamente, asegurar que no tienen alma es asegurar que no tienen «interior», que carecen de las profundidades complejas que se manifiestan, pongamos por caso, en el comportamiento de Judi Dench, si bien con menos claridad en el de Lindsay Lohan. Con todo, importa reconocer que si Judi Dench tiene profundidades complejas no es porque haya nacido con ellas, como uno puede nacer sin un dedo o con un lunar en el hombro izquierdo, sino en virtud de su participación en una forma práctica de vida. La consciencia es precisamente esa participación.
Si el alma o el yo es distinto del cuerpo, siempre puede malinterpretarse como el señor soberano de este. En cambio, verla como la forma del cuerpo sugiere que no podemos hablar de la relación con nuestros cuerpos en tanto que sus propietarios. Porque, para empezar, ¿quién poseería a quién? Puede haber buenos argumentos en favor del aborto, pero la creencia de que el cuerpo de cada uno es nuestra propiedad privada de la que podemos deshacernos a nuestro antojo no es uno de ellos. Yo no he fabricado mi propio cuerpo, sino que mi carne deriva de otros. «Está claro […] que los individuos, sin duda, se hacen los unos a los otros, física y mentalmente, pero no se hacen a sí mismos», [9] comenta Marx. Es cierto que sí podemos hablar de usar nuestro propio cuerpo. «Si pudiera usar de mi cuerpo lo tiraría por la ventana», comenta, sombrío, el Malone de Samuel Beckett. Yo podría extender generosamente mis extremidades sobre un arroyo para que tú pudieras caminar sobre mi espalda sin mojarte la falda marca Victoria Beckham. Pero el cuerpo no se despliega como instrumento a partir de cierto punto de dominio o posesión fuera de él. Jean-Jacques Rousseau argumenta, no sin cierto elemento paradójico, que es precisamente el hecho de no ser dueños de nosotros mismos lo que nos permite ser autónomos. Si el yo no es nuestro y no podemos poseerlo, no podemos entregárselo a otro. Además, si somos señores de nosotros mismos, de ahí se sigue que también somos nuestros propios esclavos.
Comunicarnos por teléfono o correo electrónico con otro es estar corporalmente presente, aunque no físicamente. La presencia física implicaría compartir el mismo espacio material. Si una actividad no implica a mi cuerpo, no me implica a mí. Pensar es una cuestión tan corpórea como beber. Tomás de Aquino rechaza el prejuicio platónico según el cual cuanto menos intervenga el cuerpo en nuestras acciones, más admirables son estas .[10] Para él, nuestros cuerpos son constitutivos de todas nuestras actividades, por más «espirituales» o elevadas que puedan ser. Somos animales de principio a fin, no solo de cuello para abajo. Sí, sin duda somos también seres sociales, racionales e históricos, pero según la idea materialista se considera que somos esas cosas de una manera específicamente animal. No son alternativas a nuestra animalidad ni accesorios de esta. La historia, la cultura y la sociedad son modos específicos de «criaturidad», no maneras de trascenderla. Es inherente a los cuerpos animales trascenderse a sí mismos.
Así pues, la «mente», o el «alma», es una manera de describir cómo se constituyen ciertas especies de animalidad, su manera distintiva de estar vivas. En ese sentido, no hay problema a la hora de pasar del cuerpo al alma, pues decir «cuerpo» en el sentido de animal ya es decir «alma». Como comenta Alasdair MacIntyre, «Todo nuestro comportamiento corporal inicial hacia el mundo es, originalmente, un comportamiento animal», [11] un estado de cosas que nuestro posterior acceso al lenguaje no liquida. Tomás de Aquino nos enseña que la racionalidad humana es una racionalidad animal. Debemos ser capaces de razonar para sobrevivir y prosperar como criaturas materiales. Somos seres cognitivos porque somos carnales. Nietzsche también lo creía así, mientras que Marx alude a nuestra «consciencia sensual».[12] Si nuestro pensamiento es discursivo, en el sentido de que se despliega en el tiempo, es porque nuestra vida sensorial también lo es. Los ángeles, por ser incorpóreos, son otra cosa. De hecho, Tomás de Aquino no considera a los ángeles seres racionales, en absoluto. Ello no implica que el arcángel Gabriel esté mal de la cabeza, sino que, simplemente, el juego lingüístico de la racionalidad no tiene que ver con él, como no tiene que ver con un tarro de pepinillos en vinagre. John Milton, para el que los ángeles son seres encarnados que funden sus cuerpos completamente en el acto sexual, opina de otro modo.
La identidad humana es cosa corpórea. Tomás de Aquino habría creído en el alma desencarnada de Michael Jackson, pero no habría considerado que fuera Michael Jackson. Sería, por así decirlo, Michael Jackson esperando de pie para volver a ser él mismo al transformarse corpóreamente durante la resurrección general, de una manera, por cierto, bastante más espectacular que la que nos ofreció en sus múltiples reencarnaciones cuando estaba vivo. (Dicho sea de paso, a Wittgenstein le divierte la idea de que el alma «abandone» el cuerpo en el momento de la muerte, y se burla un poco de ella. ¿Cómo puede algo inmaterial salir de algo material? También destaca lo absurdo de suponer que la eternidad empezará cuando yo muera. ¿Cómo puede empezar la eternidad?) Uno de los peligros de ver el yo como alma desencarnada es que entonces uno puede sentirse con libertad para tratar a los demás como cuerpos sin alma. Si el cuerpo es solo un pedazo de materia sin espíritu, no tiene nada de malo frecuentar burdeles o explotar mano de obra esclava. Al hacerlo no se daña el alma de nadie (asumiendo que los esclavos la tuvieran, algo que muchos amos de esclavos se han permitido dudar). La Tess Durbeyfield de Thomas Hardy, una mujer cuyo cuerpo es saqueado por los demás para obtener beneficios tanto sexuales como económicos, recurre finalmente a la táctica desesperada de disociarse de todo, seccionándolo de lo que Hardy denomina su «voluntad viviente». La esquizofrenia, una enfermedad en la que puede llegar a sentirse el propio cuerpo como un apéndice ajeno, puede ser una última trinchera de supervivencia en un mundo depredador.
El alma de Tomás de Aquino es simplemente la manera específica en la que se organiza una criatura, el modo en que su forma de vida difiere del de otros organismos. Marx, posteriormente, mostrará su acuerdo con él. En ese sentido, resulta irónico que la mayor parte de quienes ensalzan la diferencia y la especificidad no demuestren interés por esa idea. «El carácter todo de una especie —declara Marx— reside en la naturaleza de su actividad vital, y la actividad libre de la consciencia constituye el carácter de especie del hombre.» [13] Así, a los lectores más sensibles de este libro les encantará saber que los tejones, en efecto, tienen alma, puesto que gozan de una forma peculiar de existencia material, aunque su alma difiera de la de una babosa, o de la de un afiliado al Partido Republicano. Sin embargo, lo que perturbaría en cierta medida a Tomás de Aquino es la idea de que los tejones, o los seres humanos, «tengan» alma, un alma que esté «unida» a su cuerpo. Lo que él rebatía era esa especie de platonismo, y tuvo problemas con las autoridades eclesiásticas por ello. Como escribe Maurice Merleau-Ponty, «la unión del alma y del cuerpo no viene sellada por un decreto arbitrario entre dos términos exteriores: uno, el objeto, el otro, el sujeto. Esta unión se consuma a cada instante en el movimiento de la existencia». [14] Es nuestra vida la que deconstruye la diferencia entre los dos, lo que no equivale necesariamente a afirmar que ambos se funden armoniosamente. Ya hemos visto que corresponde al cuerpo expresivo la capacidad para objetificarse a sí mismo, consciente de su carne en tanto que, hasta cierto punto, indomeñable y opaca. Es solo que no sentimos la resistencia del cuerpo al espíritu desde un punto desencarnado de él.
Así, uno de los principales teólogos cristianos resulta ser, en ciertos aspectos, un materialista de pura cepa, lo que no habría de causar tanto asombro teniendo en cuenta que el cristianismo es, en sí mismo y en cierto sentido, un credo materialista. La doctrina de la Encarnación implica que Dios es un animal. En la eucaristía, está presente en la materia cotidiana del pan y el vino, en la actividad mundana de masticar y digerir. La Salvación no es en primera instancia una cuestión de culto ni ritual, sino de alimentar al hambriento y atender al enfermo. Jesús pasa gran parte de su tiempo devolviendo la salud a cuerpos humanos tullidos, así como a alguna que otra mente trastornada. El amor es una práctica material, no un sentimiento espiritual. Su paradigma es el amor al forastero y al enemigo, algo que en principio no había de suscitar precisamente una oleada de comprensión. Wittgenstein comenta, provocador, que «el amor no es un sentimiento», aunque en su caso lo que tenga en mente no sea el digno anonimato de la caridad. [15] Lo que quiere decir es que el amor no es algo que pueda sentirse solo durante ocho segundos, como sí sucede con el dolor. No tiene sentido decir: «Esto no puede haber sido dolor, porque entonces no se me habría pasado tan deprisa». Pero del amor sí podría decirse. Uno no puede estar violentamente enamorado de alguien solo durante el tiempo que tarda en sacar el gato a la calle. El amor es disposición, situación, está imbricado en un contexto y una narrativa. Aun así, aunque en este punto Wittgenstein no está pensando en el Evangelio cristiano, «el amor no es un sentimiento» es una proposición que, sin duda, podría suscribirse en este.
La materialidad está bendita para el cristianismo porque es la creación de Dios. James Joyce era un gran devoto de Tomás de Aquino, y el Ulises, una novela a la que nada corpóreo es ajeno, es un texto tomista en cierto sentido. En el cristianismo se cree en la resurrección del cuerpo, no en la inmortalidad del alma. El acoplamiento sexual de los cuerpos es, para san Pablo, un anticipo del reino de Dios. El Espíritu Santo no es un fantasma sagrado, sino una fuerza dinámica que transforma la faz de la Tierra. La fe no es un estado mental solitario, sino una convicción que emana de compartir en la forma de vida práctica, comunitaria, conocida como Iglesia. Para los sofisticados griegos se trata de un disparate, de algo carnavalesco que contrapone la vida corriente a las ideas herméticas, que exalta lo más bajo y derroca a los poderosos de sus tronos. Consiste sobre todo en un compromiso con los muertos y no en un conjunto de proposiciones teóricas. Incluso Friedrich Nietzsche, para quien el cristianismo era la mayor catástrofe que se había abatido jamás sobre la humanidad, creía que reducirlo «a sostener que algo es cierto, a una mera fenomenalidad de la consciencia», era travestirlo.[16] En su centro tenemos a un vagabundo de clase inferior que vitupera a los ricos y a los poderosos y se relaciona con bandidos y rameras. Dado que su solidaridad con los pobres constituye una espina clavada en la carne de las élites sacerdotales y políticas, acaba sufriendo la clase de muerte que el poder imperial romano reservaba a los rebeldes políticos.
Tomás de Aquino defiende una concepción algo más sutil de la cuestión que los materialismos mecánicos. Como expresa Denys Turner, su objeción a dichos materialismos «era que, sencillamente, no acertaban mucho en el tema de la materia». [17] Según Turner, «en la materia misma hay mucho más de lo que capta el ojo del materialista medio actual» .[18] Escribe que para Tomás de Aquino el ser humano es «materia articulada, cosa que habla».[19] «Los materialistas de hoy —se queja— creen que la materia es todo lo que hay, y que la materia no tiene sentido y es muda, pues todo sentido tiene que ver con hablar acerca de la materia, pero no con una materia que habla.» [20]
Así pues, el cuerpo es la materia con significado, algo aplicable tanto a los perros salvajes como a los seres humanos. La inteligencia práctica es, en su mayor parte, inteligencia corporal. Un niño que todavía no habla alarga la mano para agarrar un juguete, y ese gesto es inherentemente significativo. Podría afirmarse que pertenece a una capa de significación preverbal, inscrita en nuestra propia carne. El significado se aferra a la acción como un forro a una manga. Está construido en el gesto material. No tiene que ver meramente con la interpretación de ese acto por parte del observador. Tampoco se trata de la propia concepción del niño o la niña pues estos carecen aún de medios para formularla. Con todo, si el cuerpo es materia articulada, ¿no es también así en el caso de una manguera o de un enano de jardín? Las mangueras, claro está, no son capaces de hablar, pero son pedazos de materia articulada en el sentido de que están estructuradas significativamente. A pesar de ello, quienes las diseñan son los seres humanos, que imprimen una intencionalidad en la materia muda de la goma y del metal y la conforman para desempeñar una función. En cualquier caso, el cuerpo humano no está solo dotado de significado: a diferencia de los enanos de jardín, el cuerpo humano también es fuente de significado.
Para Tomás de Aquino, la materia es el principio de la individuación. Lo que te hace ser tú mismo y no otra persona es la porción concreta de materia que resultas ser. En efecto, en algunas lenguas la palabra «cuerpo» puede ser un término arcaico para definir «persona»… En esos usos encantadores subyace una concepción no cartesiana de la persona humana. Con todo, ese uso también puede llevar en cierta medida a confusión dado que tener un cuerpo humano es una condición para ser persona, pero no sinónimo de serlo. El cuerpo es algo dado, mientras que convertirse en persona constituye un arduo proyecto histórico que puede llevarse a cabo de manera soberbia, atroz o sin pena ni gloria. En todo caso, es un hecho que para Tomás de Aquino yo no soy yo mismo porque tenga cierto tipo genérico de cuerpo o de alma, sino por ese paquete de carne concreto del que estoy hecho. Eso es lo que distingue a un miembro de una especie de otro. Si las almas humanas difieren unas de otras es porque estas animan cuerpos diferentes. A pesar de ello, lo que nos individualiza también nos une. Tener un cuerpo humano es gozar de una forma de solidaridad con otras criaturas de nuestra especie.
Tomás de Aquino es un materialista epistemológico, además de somático. Según él, todo nuestro conocimiento emana de nuestra implicación con la realidad material. Hablar de Dios, por ejemplo, deriva analógicamente de lo que sabemos del mundo que nos rodea. Si la metáfora, según sostiene, es el modo de discurso que más se adecúa al ser humano es porque incorpora significado al modo sensorial, que es donde nosotros, tipos de carne y hueso, nos sentimos más cómodos. Sin embargo, a pesar de lo mucho que insiste en los sentidos, Tomás de Aquino no sostiene, como los empiristas, que la mente sea simplemente un receptáculo pasivo de los denominados datos sensoriales. Por el contrario, nos enseña que el intelecto da sentido a la realidad de manera activa y es, por tanto, una forma de práctica en sí misma.
En este punto existe cierto paralelismo entre las epistemologías de Tomás de Aquino y de Marx. Aquel ve cualquier «dato sensible» concreto como una abstracción de la concreción compleja de nuestra experiencia considerada como un todo. Como describe Denys Turner, «el intelecto une, en actos de comprensión, la experiencia “abstracta” de cada uno de los sentidos, extrayendo de ese modo las realidades concretas y densas en las que se halla su significado».[21] Por su parte, en sus Grundrisse, Marx escribe en tono similar sobre la comprensión humana al definirla como una «elevación» desde lo abstracto a lo concreto. Por lo general, consideramos lo abstracto como algo elevado y abstruso, y lo concreto como sencillo y vulgar, pero ambos pensadores ponen patas arriba esa antítesis. Para Marx, el pensamiento se inicia con categorías abstractas como el dinero, que para él son nociones simples, y posteriormente procede a sintetizarlas en realidades tan complejas como puede ser un modo histórico de producción. Esos son los fenómenos realmente concretos, término que literalmente significa «convergencia de distintos rasgos».
También los caimanes son porciones significativas de materia, y la razón no está confinada a la humanidad. Otros animales son capaces de manifestarla, como Tomás de Aquino no tiene inconveniente en admitir. Para él, de hecho, ser animal es ser racional. La razón es solo la clase de facultad adecuada a tales formas orgánicas de vida, en contraste, por ejemplo, con el intelecto de un ángel. Un perro lobo puede verse guiado por creencias y razones. Tal vez no pueda abrir una cuenta de ahorro ni alistarse a las Girl Scouts, pero sin duda sí es capaz de llegar a la conclusión de que, ya que no van a sacarlo a dar un paseo, lo mejor será no gastar aire y dejar de ladrar. Con todo, su capacidad de raciocinio queda en gran medida confinada a su entorno más inmediato, lo que también puede decirse de los niños que dan sus primeros pasos. Estos son capaces de razonar, pero no de generar proposiciones de brillantez einsteiniana. Un perro tampoco puede evaluar críticamente su propio comportamiento, una clase de control propio que exige una autorreflexión que solo proporciona el lenguaje. Dicho en pocas palabras, no puede ser un animal moral más de lo que puede serlo un bebé. (Como, por cierto, tampoco puede serlo Dios, al que ningún teólogo de prestigio consideraría un ser moral.) Los bebés no pueden preguntarse a sí mismos si les habría ido mejor no naciendo, aunque sus hermanos mayores bien pueden tener una opinión formada al respecto. Un ave hembra no puede convencerse a sí misma de reprimir el instinto que la impele a alimentar a sus crías. No puede sentir asombro ante la futilidad de la empresa en la que está metida y largarse volando a las Bahamas.
Para Tomás de Aquino, lo que constituye la diferencia es que los seres humanos son animales lingüísticos además de sensoriales. Y eso es lo que marca principalmente nuestra racionalidad. El lenguaje media en nuestras sensaciones, pero no en las del caracol. Eso es sobre todo lo que nos permite cierto grado de distancia con respecto a nosotros mismos y, así, de autorreflexión crítica. El sistema de señales de los delfines resulta de una complejidad impresionante, pero es difícil no sentir que se ve ensombrecido por las obras de Proust. El lenguaje nos permite intimar con los demás más allá de la mera contigüidad física. Los amantes que pasan la noche despiertos, charlando, están mutuamente más cerca que los que solo se acuestan juntos. Sin embargo, y precisamente por eso mismo, los animales lingüísticos pueden crear más destrucción que los que no lo son. Las ardillas no son capaces de cometer genocidio, a menos que lo estén perpetrando con notable discreción. Su pensamiento está demasiado «pegado al hueso». Pero tampoco pueden crear un Don Giovanni, casi por el mismo motivo. Giorgio Agamben sostiene en Lo abierto que la humanidad se constituye distanciando, dominando y destruyendo su propia animalidad, aunque no acierta a profundizar sobre el hecho de que esa autoobjetificación, además de causa de calamidad, también puede ser fuente de valor. [22]
En sus Investigaciones filosóficas, como es bien sabido, Wittgenstein proclama que si un león pudiera hablar nosotros no entenderíamos lo que diría.[23] ¿No podríamos encontrar a un intérprete con buenos conocimientos de «leonés» y unos buenos auriculares? Para Wittgenstein, no. Según él, la forma de vida material de un león resulta tan remota de la nuestra que es imposible el diálogo. A causa de su fisiología, el león no organiza el mundo como lo organizamos nosotros. En La voluntad de poder, Friedrich Nietzsche, de manera similar, sostiene que los otros animales habitan esferas ajenas a la nuestra y, en consecuencia, no demuestra el menor interés en dar conversación a los pingüinos. Como Tomás de Aquino, Nietzsche cree que nosotros pensamos como pensamos a causa de los cuerpos que tenemos. Un cuerpo de otro tipo nos proporcionaría un mundo de otro tipo. Wittgenstein, sin embargo, podría estar equivocado cuando supone que esos reinos no son mutuamente equiparables. Alasdair MacIntyre, por ejemplo, defiende que, si los delfines hablaran, puede que los expertos fueran capaces de entenderlos.[24] También para Martin Heidegger se da cierto solapamiento entre nuestro mundo y el de las criaturas no lingüísticas, lo que defiende con su portentosa declaración según la cual «el perro […] sube las escaleras con nosotros».[25] (Hay algo tremendamente divertido en ese Heidegger de tono oracular y sonoro estilo filosófico que habla de subir las escaleras con un perro.)
Sean cuales sean nuestras diferencias con los animales, nuestras propias formas de razonar están, para Tomás de Aquino, profundamente enraizadas en nuestra naturaleza animal, lo que constituye una de las razones por las que el teólogo no es en absoluto el árido racionalista por quien algunos lo han tomado. Dado que nuestro pensamiento está imbricado en nuestra existencia sensorial y emocional, está destinado a diferir del «pensamiento» de un sesudo ordenador, que carece de vida sensorial o emocional en la que pueda imbricarse su «mente». Por el contrario, los primeros bienes de los seres humanos son materiales y emocionales: calor, sueño, sequedad, leche materna, contacto humano, liberación de las molestias, etcétera. A partir de esa humilde raíz crece la gratitud muda del recién nacido hacia sus cuidadores, lo que a su vez planta la semilla de lo que conocemos como moral. Es sobre esos cimientos de carne y sangre sobre los que con el tiempo llegamos a pensar, y nuestro pensamiento seguirá apoyado en ellos. Con todo, es cierto que si pensamos con la suficiente elaboración podemos llegar a prescindir de esa infraestructura material y emocional, enfermedad a la que por lo común denominamos «filosofía».
Razonar es algo que está entretejido en nuestros proyectos prácticos, pero dichos proyectos, en sí mismos, no son asuntos puramente racionales. La meta final de toda actividad humana son la felicidad y el bienestar. Pero, aunque la fatigosa tarea de aprender a alcanzarlos implica la razón, no puede reducirse a ella. Y no porque la racionalidad sea una cuestión clínica y desapasionada: razonar es esforzarse por ver una situación tal como es en realidad, una empresa agotadora que implica elevar la mirada por encima de nuestro narcisismo endémico y nuestro propio interés.[26] También exige paciencia, persistencia, habilidad, honestidad, humildad y valentía para admitir que uno se ha equivocado, predisposición a confiar en los demás, prevención ante las fantasías tranquilizadoras y las ilusiones beneficiosas, aceptación de lo que puede ir en contra de los propios intereses, etcétera. En ese sentido, la objetividad es una cuestión moral. No tiene nada que ver con una imparcialidad desapasionada. Todo lo contrario: nos interesa ser racionales. Puede incluso ser una cuestión de supervivencia. Mostrarnos abiertos a la realidad de una situación es manifestar una preocupación desinteresada por ella, y la preocupación desinteresada por lo que se encuentra más allá del bullicioso ego se conoce tradicionalmente como amor. En ese sentido, el amor y el conocimiento son aliados, afinidad más que obvia cuando se trata del conocimiento de otras personas. Solo podemos conocer a los demás si se prestan a ello voluntariamente, lo que a su vez implica confianza, lo que a su vez es, en sí mismo, una especie de amor.
Los sentimientos, como los pensamientos, pueden ser tanto racionales como irracionales. Pueden ser adecuados a la naturaleza de su objeto, o pueden resultar desproporcionados con respecto a esta, como ocurre en el caso del sentimentalismo. Es racional llorar la muerte de un ser querido, pero irracional tirarse por un precipicio cuando tu hámster exhala su último suspiro. Aun así, en este caso la razón no penetra hasta el fondo. Es cierto que, a menos que podamos ofrecer razones por las que amamos a alguien, a nosotros mismos nos costará entender lo que hacemos. Hemos de ser capaces de fundamentar el afecto que sentimos por otra persona: que tenga mucho dinero, que a su lado Kate Winslet parezca King Kong, que sea muy tolerante con los hombres vagos y narcisistas, etcétera. Aun así, la confabulación entre amor y razón no es plena. Después de todo, un tercero podría reconocer la fuerza de nuestros razonamientos sin estar necesariamente enamorado de esa persona. El amor y el bienestar, finalmente, trascienden a la razón, pero zozobran si la echan por la borda. Y lo mismo puede decirse de las relaciones entre la razón y la fe.
Una racionalidad no fundamentada en la existencia práctica, sensorial, no es solo defectuosa, sino que en realidad no es racional. Una razón descolgada de los sentidos es una forma de locura, como descubre el rey Lear. Un nombre para lo que podríamos denominar razonamiento sensual es la estética, que en un primer momento ve la luz no como discurso sobre el arte, sino como discurso sobre el cuerpo.[27] Representa un intento por parte de una forma notablemente fría de la razón ilustrada de incorporar lo que podría llamarse la lógica de los sentidos. La estética moderna inicia su andadura como intento de devolver el cuerpo a una forma de racionalidad que corre el peligro de librarse de ella por considerarla exceso de equipaje. Es en la obra de arte, sobre todo, donde la labor racional y la sensorial conspiran de manera fructífera. Sin embargo, lo estético no es solo un suplemento de la razón, tal como la Ilustración tendía a creer. Sin reconocer que su fuente está en la vida sensorial, la razón no puede, de entrada, ser auténticamente racional. Una racionalidad distintivamente humana es la que responde a las necesidades y los confines de la carne.
La relación entre la razón y la estética va más allá. La obra de arte es un modelo de lo que Aristóteles denomina «praxis», en referencia al tipo de actividades cuyos materiales les son inherentes.[28] A menos que tengas el talento de Joshua Bell, no tiene sentido tocar el violín más allá del tipo de ejecución característica de la actividad misma. Se trata de una forma de práctica que se basa en sí misma, se constituye a sí misma, se valida a sí misma. Reír, bromear, bailar, hacer el amor, tocar la flauta irlandesa, coleccionar prohibitivas jaboneras de porcelana y beber hasta caerse al suelo son cosas que no llevan a ninguna parte. La racionalidad que las gobierna no es instrumental. Esas actividades no se consideran simplemente medios para alcanzar un fin distinto a ellas, como sí ocurre cuando reventamos el parabrisas de un coche para sacar de él un bolso de Louis Vuitton olvidado. Es cierto que el arte puede ser instrumental en el sentido de que enriquece nuestro sentido de la existencia humana, pero eso solo lo conseguimos si prestamos una atención constante a la obra de arte misma, en lo que Marx llamaría su valor de uso en tanto que concepto opuesto a su valor de cambio. Su significado y valor son inseparables de su rendimiento real, lo que a ojos de Aristóteles también es cierto en el caso de la virtud.
En general, esas clases de actividad son las más valiosas. Es verdad que algunas acciones instrumentales resultan igualmente estimables (alimentar al hambriento, por ejemplo), y que sin cierta racionalidad instrumental nunca llegaríamos a librar al mundo de armas químicas. La mayoría de nosotros tampoco conseguiríamos levantarnos de la cama, condición indispensable para librar al mundo de las armas químicas. Aun así, casi todos nuestros mejores logros llevan el fin en sí mismos. Existen solo porque sí. Cuando emprendemos esas empresas es cuando somos más racionales. La razón deja de ser un mero instrumento o dispositivo de cálculo y pasa a ser una forma de autorrealización que ha de valorarse por lo que es en sí misma.
En cambio, al actuar instrumentalmente corremos el riesgo de renunciar a las cualidades sensibles y afectivas de las cosas en aras de la consecución de cierta meta. No nos demoramos con ternura ante la forma y la textura de un billete de tren antes de entregárselo a regañadientes al revisor. Para el marxismo, el capitalismo implica una orgía consumista de los sentidos. Sin embargo, paradójicamente, también es un estilo de existencia desencarnado, ascético, pues los objetos materiales se ven despojados de su fisicidad y quedan reducidos al estatus abstracto de bienes de consumo. Una abstracción similar recae sobre el cuerpo humano, como veremos a continuación. Bertolt Brecht soñaba con un futuro en que el pensamiento pudiera convertirse en un placer sensual real; y los socialistas por lo general auguran una época en que la razón instrumental, aun siendo totalmente indispensable en los asuntos humanos, ejerza una influencia menos despótica en nuestras vidas. El pensamiento político radical está sin duda al servicio de la práctica política; pero dicha práctica tiende a una condición en la que tal vez seamos más libres para disfrutar razonando solo porque sí. Esos socialistas que ensalzan cierto tipo de utilitarismo de izquierdas (la teoría solo es justificable si trae consigo el cambio práctico, preferiblemente en pocas horas) no alcanzan a ver que solo llegaríamos a emanciparnos de verdad cuando ya no sintiéramos la necesidad de disculparnos por ejercer la razón ante algún adusto tribunal de utilidad histórica.
Notas:
[1] Ludwig Wittgenstein, Philosophical Investigations, Oxford, Basil Blackwell, 1967, p. 178. [Investigaciones filosóficas, Barcelona, Crítica, 2008.] Para parte de lo que sigue recurro a mi artículo «The Body as Language», Canadian Review of Comparative Literature, 41, 1 (marzo, 2014), pp. 11-16.
[2] Maurice Merleau-Ponty, Phenomenology of Perception, Londres, Routledge, 1962, p. 94. [Fenomenología de la percepción, Barcelona, Altaya, 1999.]
[3] Véase Karl Marx y Friedrich Engels, Collected Works, vol. 5, Londres, Lawrence & Wishart, 1976, p. 44.
[4] Denys Turner, Thomas Aquinas: A Portrait, New Haven, Yale University Press, 2013, p. 62.
* En inglés, body significa «cuerpo» pero también «cadáver», por lo que la frase en teoría podría llevar a confusión. En castellano no se da dicha ambigüedad. De hecho, el título de la novela de Agatha Christie que se menciona, The body in the library, se tradujo al español como Un cadáver en la biblioteca. (N. del t.)
[5] Véase Ludwig Wittgenstein, Zettel, G. E. M. Anscombe y G. H. von Wright (ed.), Oxford, Basil Blackwell, 1967, p. 220.
[6] Marx, Early Writings, p. 355.
[7] Wittgenstein, Philosophical Investigations, p. 178.
[8] Nancy, The Sense of the World [Le sense du monde], p. 131.
[9] Engels y Marx, The German Ideology, pp. 55-56. [La ideología alemana.]
[10] Véase Nicholas M. Heaney, Thomas Aquinas: Theologian of the Christian Life, Aldershot, Ashgate, 2003, pp. 140-141. Para la visión de Tomás de Aquino sobre el alma y el cuerpo, véase específicamente Ralph McInerny (ed.), Aquinas Against the Averroists, Lafayette, Purdue University Press, 1993, y Thomas Aquinas, Light of Faith: The Compendium of Theology, Mánchester, Sophia Institute, 1993. Para comentarios bastante menos impactantes sobre la teología del cuerpo, véase Terry Eagleton, The Body as Language: Outline of a «New Left» Theology, Londres, Sheed & Ward, 1970.
[11] Alasdair MacIntyre, Dependent Rational Animals, Londres, Duckworth, 1999, p. 49. [Animales racionales y dependientes: por qué los seres humanos necesitamos las virtudes, Barcelona, Paidós Ibérica, 2001.]
[12] Marx, Early Writings, p. 355.
[13] Ibídem, p. 328.
[14] Merleau-Ponty, Phenomenology of Perception, p. 102.
[15] Véase Wittgenstein, Zettel, párrafo 504.
[16] Friedrich Nietzsche, The Twilight of the Idols and The Anti-Christ, Harmondsworth, Penguin, 1968, p. 151. [El ocaso de los dioses y El Anticristo, diversas ediciones.]
[17] Turner, Thomas Aquinas, p. 52.
[18] Ibídem, p. 51.
[19] Ibídem, p. 90.
[20] Ibídem, p. 97.
[21] Ibídem, p. 89.
[22] Giorgio Agamben, The Open: Man and Animal, Stanford, Stanford University Press, 2004. [Lo abierto: el hombre y el animal, Valencia, Pre-Textos, 2010.]
[23] Wittgenstein, Philosophical Investigations, p. 223.
[24] Véase MacIntyre, Dependent Rational Animals, p. 59.
[25] Martin Heidegger, The Fundamental Concepts of Metaphysics, Bloomington, University of Indiana Press, 1955, p. 210. [Los conceptos fundamentales de la metafísica, Madrid, Alianza Ensayo, 2007.]
[26] Véase John Macmurray, Reason and Emotion, Londres, Faber & Faber, 1962, p. 7.
[27] Véase Terry Eagleton, The Ideology of the Aesthetic, Oxford, Wiley-Blackwell, 1990, cap. 1. [La estética como ideología, Madrid, Trotta, 2011.]
[28] Véase Alasdair MacIntyre, After Virtue, Notre Dame, University of Notre Dame Press, 1981. [Tras la virtud, Barcelona, Crítica, 2004.]