Fuente: Umoya num. 97 4º trimestre 2019 Beatriz Castañeda Aller
“Francia es un Estado terrorista” o “STOP al genocidio de Francia” son algunas de las categóricas sentencias ciudadanas que pueden observarse estos días selladas en las paredes de las calles de Mali. Son fruto de las protestas que desde el 23 de marzo inundan el país tras la masacre de ciento sesenta habitantes del poblado de Ogossagou por parte de los llamados “cazadores de dogones”. Detrás de este detonante se esconde la inconsciente violencia del gobierno, el abuso de las agresiones de Francia y, por encima de todo, la voluntad del pueblo maliense de construir una modernidad propia e independiente de los intereses neocoloniales.
Mali es, desde hace unos años, testigo de numerosos episodios de violencia que el gobierno enfrenta con una ferocidad, si cabe, aún mayor. Tanto es así que los y las malienses han salido a la calle en las últimas semanas para demostrar de manera práctica que la respuesta a la fuerza no debe ser necesariamente la contrafuerza, que hay maneras más impredecibles de combatir, de negarse a ser absorbido y de transformar. Sin embargo, lo cierto es que para el gobierno de Mali la contrafuerza se ha vuelto una herramienta insoslayable de legitimación. La seguridad es, junto con el apoyo versátil de las élites del país, la base de su continuidad en el poder. Es por ello que autores como Patrick Chabal y Jean-Pascal Daloz han defendido la tesis de la existencia en numerosos países africanos de una verdadera instrumentalización del desorden. La masacre de Ogossagou perpetuada por el cuerpo de contra-crimen “los cazadores de dogones” en consonancia con el gobierno ha sido la última cristalización de una estrategia contra el terrorismo cuyos costes humanitarios el pueblo de Mali no está dispuesto a aceptar.
Sin embargo, el desorden no solamente se está volviendo útil para los propios gobernantes africanos; también para aquellos países de quienes fueron colonia y quienes parecen seguir sin querer alejar del todo sus antiguos territorios de su campo de visión. La compra de defensa extranjera no es un caso aislado entre Francia y Mali, es un fenómeno común en África. Y el pueblo maliense sabe muy bien que la presencia del ejército francés no es gratuita, ayuda a estrechar las conexiones mercantiles entre sus élites y las del país extranjero, unos intereses que están muy lejos de beneficiar al ciudadano. Todo ello con el aliciente de la paradoja que supone que Francia quiera erigirse como la potencia que llegará para librarlos del mal de una violencia que emerge precisamente de la escasez de recursos, fruto en gran medida de su huella colonial. Frente a todo ello, el pueblo maliense se está erigiendo como un nuevo locus de enunciación que se mueve en busca de una transformación que emerja de la ciudadanía. Es una lucha no solamente contra una política patrimonial, en términos webberianos, conformada por una élite con escasa vocación civil, sino también contra la incursión de una potencia extranjera que busca entorpecer el desarrollo de su propia racionalidad, una racionalidad que vaya más allá de la idea de actores y observadores externos. Mali, así como otros territorios silenciados, evidencian que pueden existir y existen otras formas de modernidad y desarrollo, otros discursos. Es la defensa de la idea de una paz y modernidad entendida como un proceso liderado por sus ciudadanos, y no como un equilibrio exportado desde Occidente.