Fuente: https://elsudamericano.wordpress.com/2022/06/04/rosa-luxemburgo-ante-el-relanzamiento-del-marxismo-critico-en-el-siglo-xxi-por-luis-arizmendi/ JUNIO 4, 2022
ROSA LUXEMBURGO ANTE EL RELANZAMIENTO DEL MARXISMO CRÍTICO EN EL SIGLO XXI por Luis Arizmendi
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I. La lectura histórico-concreta de El Capital y el nacimiento del marxismo crítico
Mirar retrospectivamente, a un siglo de distancia, una de las intervenciones más radicales en la fundación del marxismo clásico, como la que realizó Rosa Luxemburgo, resulta tanto propicio como prolífico prospectivamente en un tiempo como el nuestro, en el que se encuentra en curso el renacimiento internacional del marxismo crítico debido a la explosión de la crisis más grave en la historia de la mundialización –una crisis que, desde el carácter unificado aunque múltiple de sus colapsos, constituye en sí misma una era que cabe denominar como crisis epocal del capitalismo (Arizmendi, 2013).
Marxismo crítico o marxismo clásico –que son sinónimos– en contraste con el limitado término “marxismo occidental” inventado por Perry Anderson (1979), constituye una expresión adecuada para nombrar ese horizonte del discurso crítico que, tanto en Occidente como en Oriente, se negó, una y otra vez, a la conversión del marxismo en un “saber que no sabe nada”, precisamente, porque fue integrado y vencido por alguna de las versiones del mito del progreso y del discurso del poder moderno. Es decir, por la ilusión de que la marcha de la modernidad y de la mundialización se encuentra regida por una dinámica generalizable e irrefrenable que hace tanto del progreso económico como del progreso político un camino ineluctable. Visto, así, puede identificarse que la desfiguración que introdujo el marxismo progresista se desdobló incluyendo dentro de sí, además del «marxismo soviético» en Oriente, al “marxismo socialdemócrata” en Occidente. Antes que Historia y Conciencia de Clase de Georg Lukács (1969) o Marxismo y Filosofía de Karl Korsch (1971), la fundadora teóricamente más vigorosa del marxismo crítico –que tanta influencia ejerció para la célebre obra de Lukács– fue, inapelablemente, Rosa Luxemburgo.
Apareciendo en la antesala de lo que Hobsbawn (1998: 26-61) ha dado en llamar la “época de la guerra total” (1919-1945), en la historia internacional de las grandes lecturas de El Capital –que cuenta con nombres inolvidables como Henryk Grossman, Román Rosdolsky, Ernest Mandel, Isaak Illich Rubin, Jindrich Zeleny y, por supuesto, los mismos Lukács y Korsch–, sin duda alguna, Rosa Luxemburgo ocupa un alto lugar: ni más ni menos debe ser reconocida como la autora fundadora de la primera lectura poderosa del magnum opus de Marx.
Inspirada en un libro que ella no vio publicarse –la Introducción a la economía política (1972), que editó en 1925 Paul Levi a partir de rescatar los manuscritos que pudo de la casa de Rosa Luxemburgo después de ser asesinada–, La Acumulación del Capital (1967), su obra maestra, que se publicó en 1913, expone ampliamente lo que, en el marco de la caracterización epistemológico-política de las grandes lecturas de Marx, podría clasificarse como la lectura histórico–concreta de El Capital.
En 1906, el Partido Socialdemócrata Alemán estableció en Berlín una Escuela Central dirigida a la formación de cuadros. Menos de dos años despues, en reemplazo de Antón Pannekoek, Rosa Luxemburgo empezó a impartir una cátedra en la que buscó llevar mucho más lejos la primera recuperación que efectuó de El Capital, cuando lo empleó como plataforma de su obra (originalmente su tesis doctoral) El desarrollo industrial de Polonia (1979). Mientras ahí la teoría del desarrollo capitalista de Marx, que va de la acumulación originaria a la gestación de la gran industria, es interpretada y empleada como fundamento de la conceptualización histórico- concreta del capitalismo en Polonia –con el objetivo político de demostrar que, dado su desarrollo económico, la revolución socialista tenía viabilidad en ese país de Europa Oriental–, La acumulación del capital asume el desafío de construir una conceptualización original de El Capital dirigida a dar cuenta del desarrollo histórico-concreto de la economía mundial de principios del siglo XX –con el objetivo de convocar, frente y contra la tendencia a la barbarie moderna, a asumir la necesidad de la revolución anticapitalista internacional y, más bien, global–. La Introducción a la Economía Política constituye un texto inconcluso, preparado desde 1908 pero escrito entre 1916-17, mientras se encontraba en la cárcel de Wronke acusada de «alta traición a la patria» por oponerse a la ‘Gran Guerra’ y llamar a una huelga general contra el gobierno en Alemania, cuya función consistía en abrir el acceso popular a la peculiar perspectiva teórico-política de El Capital a partir de trazar su differentia specifica ante las otras perspectivas del discurso económico, funcionales al discurso del poder moderno. Es una obra de la que apenas lograron salvarse cinco de los diez capítulos de su proyecto original, con el cual Rosa Luxemburgo pretendía darle forma redonda a los manuscritos de sus clases para aproximarse a la especificidad epistemológica de la crítica de la economía política. Como ella misma señala, La Acumulación del Capital nació de que a la hora de intentar exponer el proyecto completo de El Capital en la Introducción a la economía política, “no conseguía exponer con suficiente claridad el proceso global de la producción capitalista en su aspecto concreto, ni sus límites históricos objetivos” (1967, 9). La Acumulación del Capital es el intento sumamente polémico pero militante y sincero de desarrollar El Capital de Marx para descifrar el capitalismo mundial de principios de siglo XX y contribuir a la conceptualización crítica de la tendencia al derrumbe. En este sentido, El desarrollo industrial de Polonia, la Introducción a la economía política y La Acumulación del Capital son la trilogía que sintetiza el programa y los aportes de la lectura histórico-concreta luxemburguista de El Capital.
Parada firmemente frente al nacimiento del marxismo progresista, que desde el ‘Bernstein-Debate‘ generó sus dos principales lecturas desvirtuantes de El Capital, la historicista y la neoarmonicista, Luxemburgo se negó a reducir a decimonónica la obra de Marx como a su desfiguración regresiva que trata los Esquemas de Reproducción del Capital Global como la presunta prueba de verdad, no ofrecida por la economía convencional, de un capitalismo en equilibrio regido por un crecimiento económico ad infinitum.
Desde muy temprano, al poco tiempo de su llegada a Alemania, país al que se trasladó desde Polonia para dotarse de la plataforma para influir en todo el movimiento socialista europeo, Luxemburgo –apodada elogiosamente «Rosa, la Roja», por su impactante capacidad oratoria– tomó una indeclinable posición por cuestionar, en los congresos del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD), al fundador del marxismo progresista: Bernstein, líder de la socialdemocracia no sólo alemana sino europea y yerno de Marx. En 1898, empieza a publicar en el “Leipziger Volkszeitung”, en vísperas del Congreso de Hanover, sus incisivos cuestionamientos a los ensayos que Bernstein, desde dos años atrás –poco después del fallecimiento de Engels, al que tuvo que esperar–, venía publicando en “Die Neue Zeit” y que son la base del nacimiento del marxismo progresista con el revisionismo en su libro Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia (1982). A contrapelo de la reducción de la Ley General de la Acumulación Capitalista a ley decimonónica que tanto propulsa la lectura historicista de El Capital, Rosa Luxemburgo fue la fundadora del marxismo crítico que abrió la lectura de El Capital que posiciona justo esa ley como uno de sus fundamentos vitales. A partir de inaugurar los intentos del marxismo clásico por conceptualizar la Teoría de la Economía Mundial desde la Ley General de la Acumulación Capitalista –intento que tendrá una versión diferente posteriormente con Grossmann–, Luxemburgo produjo su poderosa lectura histórico-concreta de El Capital sosteniendo que de ningún modo ésta era una obra anacrónica y que, más bien, desde ella podía percibirse que era una entera falacia eso de que la dinámica de una acumulación destructiva, que produce cada vez mayor devastación social justo en la medida en que produce cada vez mayor riqueza, era mera cosa del pasado y no del siglo XX.
Interviniendo a contrapelo en una etapa histórica sumamente peculiar, hacia los últimos años de la belle époque –que parece llegar para dejar en el olvido la pobreza instalada masivamente por el nacimiento de la modernidad industrial en Europa–, Rosa Luxemburgo se negó a admitir las ilusiones de que el auge de la acumulación del capital elevaría el nivel de vida de todas las naciones e inauguraría una belle époque mundializable y sin fin. Desde un horizonte irrenunciablemente iconoclasta, luego de la ‘Larga Depresión’ (1871-1893) y adelantándose a la Gran Depresión (1929-44), a contracorriente de la belle époque europea y en medio de ella, fue incisiva al postular que una modernidad capitalista sin crisis, regida por un crecimiento económico ad infl– nitum, era sólo una ilusión del mito del progreso. No titubeó al enfrentarse en los Congresos del SPD y afirmar que la Teoría de la Crisis y la Teoría del Derrumbe conforman la irrenunciable “piedra angular del socialismo científico”, el leitmotiv de El Capital y su crítica a la mundialización capitalista.
Aunque cuestionó frontalmente ante todo a Bernstein –que en términos teóricos siempre fue de muy poca talla (Luxemburgo, 1978a)– y a Otto Bauer –que fue uno de los autores principales en el desvirtuamiento neoarmonicista de los esquemas de reproducción del Libro II de El Capital (Luxemburgo, 1967: 404-454)–, es sumamente relevante percibir que su perspectiva se contrapone profundamente a la del pensador par excellence del marxismo progresista: Rudolf Hilferding.
Con El Capital Financiero, Hilferding (1971) se posicionó indudablemente como el autor central en la lectura neo-armonicista de El Capital forjada por el marxismo progresista. Abriendo la línea que hizo de Marx un autor dualista, Hilferding sostuvo que entre el Marx de la Teoría de la Crisis expresada en los Libros I y III de El Capital, se encontraba en el Libro II otro Marx –una especie de anti-Marx diríamos nosotros–, que postulaba la viabilidad de un capitalismo en armonía o equilibrio ad inifinitum. Según él, el capitalismo del siglo XX había dejado atrás la legalidad histórica que entrecruzaba inexorablemente crisis cíclicas y acumulación del capital.
Con el desplazamiento del capital industrial por la centralidad del capital financiero, había sucedido una mutación histórica. Una nueva configuración del capitalismo, gracias a la expansión indetenible de los monopolios y los bancos, haciendo definitivamente a un lado la economía anárquica, estaba integrando la economía planificada como plataforma de múltiples Estados, para empezar en Europa pero, a partir de cancelar la tendencia decreciente de la tasa de ganancia, detonaba la tendencia a su mundialización conforme se avanzara en la gestación de un trust global. Desvirtuando los esquemas marxistas de reproducción del capital, Hilferding planteó que los monopolios se habían dotado a sí mismos de un nuevo e inédito poder: podían encargarse no sólo de la anulación de la ley del valor desde la definición volitiva del sistema de precios, sino también de garantizar que los dos sectores de la economía moderna –el productor de medios de producción y el productor de medios de consumo– generaran sus productos en la escala requerida para asegurar la reproducción de la totalidad de la economía, cancelando así la repetición inevitablemente cíclica de las crisis y lanzando el crecimiento económico hacia una dinámica armónica irreversible. “Capitalismo organizado”, término con el cual Hilferding caracterizó esa presunta nueva configuración, constituye el concepto que expresa de forma redonda su cuestionable concepción del capital financiero –tan elogiada en el marco de la belle époqae por el marxismo progresista, pero también en el apogeo de los trente glorieuses, la fase de auge de tres décadas posterior a la Segunda Guerra Mundial, y que ahora, ante lo que llaman “financiarización de la economía mundial”, sin aprender de las consecuencias histórico-políticas de esa perspectiva, desatinadamente varios autores afines al marxismo progresista están poniendo de regreso otra vez–.
Como supo resaltar el marxista polaco Román Rosdolsky (1978: 538552), en su análisis comparativo de las posiciones en la polémica internacional sobre los esquemas de reproducción del capital, fue a Rosa Luxemburgo, no a Lenin -que se encontraba en un país económicamente atrasado, Rusia-, a quien correspondió la tarea de leer El Capital demostrando que la Teoría de la Crisis y la Teoría del Derrumbe constituyen el “núcleo revolucionario del marxismo”. Desde Alemania, Luxemburgo podía ver que los neoarmonicistas rusos, Bulgákov y Baranovski, “demostraban demasiado”. Deslizando un quid pro quo inocultable, habían hecho de la demostración de la viabilidad del surgimiento del capitalismo en Rusia, más bien, la presunta prueba de la viabilidad de la eternidad del capitalismo ruso (1967: 226-245). Y en eso los neoarmonicistas alemanes los habían rebasado, puesto que habían llegado hasta formular la presunta viabilidad de la eternidad del capitalismo armónico europeo y mundial.
Antes que los firmes cuestionamientos enderezados desde el marxismo crítico por Grossmann (1979a: 389-401) y Korsch (1978:128-129) a Hilferding le son sumamente relevantes los contrastes radicales entre las lecturas de El Capital de Luxemburgo y el autor par excellence del marxismo progresista.
Impugnando radicalmente las lecturas historicista y neoarmonicista de El Capital –antecedente indudable de la lectura modular que construyó el “marxismo analítico”–, Rosa Luxemburgo forjó una conceptualización original, sumamente sugerente más por las problemáticas que abre que por las soluciones que aporta, de la Teoría de la Economía Mundial como fundamento de la Teoría de la Crisis.
Su teorización es enteramente incomprensible si se pretende cuestionarla sin percibir que lo que ella efectivamente consigue vislumbrar proviene de una toma de posición iconoclasta ante la frontera entre dos periodos históricos de la mundialización capitalista. No sólo intervino a contrapelo de la belle époque, en el interregno entre las dos primeras grandes crisis capitalistas, intervino hacia el cierre de una fase de la mundialización y el inicio de otra nueva –en los albores de la fase que comenzó a estar regida por lo que Wallerstein (1996: 40) denomina la tendencia a la desruralización del sistema-mundo moderno–. Su insistencia, acerca de la necesidad imperiosa e imprescindible del precapitalismo por el capitalismo para la realización de la plusvalía global, que presuntamente no tiene modo alguno de transformación en masa de ganancia al interior del sistema, aunque se equivoca en su conceptualización de los esquemas de reproducción de El Capital, justo lo que proyecta es el hecho de que la fase de mundialización formal de las relaciones de producción capitalistas –recorrida, aproximadamente, entre 1850 y 1914-1918– había llegado a su fin.
La explosión de la Primera Guerra Mundial como disputa entre los Estados metropolitanos por la redistribución de las colonias africanas y asiáticas expresó el hecho de que el capitalismo ya dominaba la totalidad espacial del orbe y por tanto sus límites geohistóricos formales se habían alcanzado. En el tiempo del arribo a éstos límites, si bien no descifró la especificidad de la nueva fase naciente –cuya tarea ya no correspondía a la mundialización de la producción capitalista, puesto que ésta se acababa de cumplir, sino a la mundialización de su gran industria, fase que abarcó aproximadamente de 1914-1918 a 1971-1991 (Arizmendi, 2011: 17-23)–, sin embargo, Rosa Luxemburgo vislumbró que el tránsito haría una nueva etapa de la mundialización de ningún modo significaba la pérdida de la centralidad del capital industrial –por la supremacía del capital financiero–. Manteniendo la centralidad del capital industrial al cuestionar la mundialización capitalista, fue justo ella quien inauguró para la historia del marxismo clásico la crítica a la relación entre capitalismo y militarización y, más aún, a la historia por venir del siglo XX a partir de la herencia de la encrucijada con la que Marx había impugnado la dinámica de largo plazo de la modernidad capitalista: la encrucijada Socialismo o Barbarie. Aunque exacerbó los límites de la mundialización de su tiempo al caracterizarlos como límites definitivos, Rosa Luxemburgo, como nadie, se adelantó al mirar el siglo XX como el Siglo de la Barbarie –un siglo en el que, ciertamente, las guerras nunca se detuvieron y sólo cambiaron de lugar–.
Desde un mirador exactamente contrario, que llevaba al ámbito de las relaciones internacionales el mito del progreso, Kaustky –maestro de Hilferding–, con su concepción del “superimperialismo” o “ultraimperialismo”, había difundido la ilusión de que las alianzas crecientes entre los Estados metropolitanos generaban la tendencia, gradual pero ascendente, hacia la conformación de un solo cártel global, de suerte que, según él, la posibilidad de una confrontación bélica entre ellos quedaba definitivamente superada y cancelada debido a sus intereses económico-políticos entrecruzados y compartidos. En la antesala de la Primera Guerra Mundial –que hizo pedazos al marxismo progresista y su ilusión del “superimperialismo”–, Rosa Luxemburgo abrió horizontes al producir, desde su lectura histórico-concreta de El Capital, la crítica a la militarización como fundamento de la mundialización capitalista y la barbarie.
Lejos de las ilusiones de la tendencia hacia la armonía tanto económica como política de la mundialización capitalista, con base en su sincero compromiso por llevar El Capital más lejos, amplió los esquemas de reproducción del Libro II agregando un sector III compuesto por la economía militar. Tadeusz Kowalik (1971: 135-141) comprendió que Rosa Luxemburgo, del lado del marxismo, y Keynes, del lado de la economía convencional, fueron los autores que propiamente estrenaron el escudriñamiento de la interrelación estructural entre capitalismo y militarización. Pero –y esto Kowalik lo pasa por alto– mientras Keynes lee la militarización de la economía capitalista desde el mito del progreso, Rosa Luxemburgo la cuestiona desde la encrucijada Socialismo o Barbarie. Mientras para Keynes la militarización constituye una fuerza que dinamiza la demanda efectiva y, en consecuencia, la concibe como el pernicioso costo imprescindible pero finalmente positivo para lograr que el capitalismo impulse su crecimiento económico y, desde ahí, active la multiplicación del bienestar social; Rosa Luxemburgo, en el capítulo final de su magnum opus, analiza el militarismo como “campo de acumulación de capital” que opera como plataforma de la barbarie. La conceptualiza como una especie de doble de los ámbitos precapitalistas que, desde dentro del capitalismo, cumple las funciones que aquellos espacios externos a él deben cumplir, puesto que hacia ella puede canalizarse y realizarse la plusvalía que el sistema no puede realizar dentro de sí. Incluso, Rosa Luxemburgo va más lejos porque reconoce la militarización como campo que abre nuevos canales de explotación de plusvalía en los capitalismos metropolitanos. La asume como un campo que no hace más que agudizar la contradicción histórica nuclear del capitalismo: la contradicción entre la tendencia hacia la expansión de la explotación irrefrenable de plusvalor y la tendencia al agotamiento de los espacios para su realización en las economías nacionales y planetaria. Así, la lectura luxemburguista de El Capital ve la militarización creciente en el siglo XX como la constatación irrefutable de la relación entre mundialización capitalista y barbarie moderna.
El concepto de imperialismo que deriva de la lectura luxemburguista de la acumulación mundial y la militarización es peculiar. No va a considerar, como Bujarín, que el ciclo que inicia la Gran Guerra detonará una cadena ininterrumpida e indetenible de confrontaciones bélicas entre potencias que conducirá inexorablemente al derrumbe cercano del capitalismo. Para ella, la Teoría del Derrumbe es más compleja y no debe ser reducida a una visión determinista de la historia de la mundialización.
Según su perspectiva, imperialismo es el nombre que cabe asignarle al ejercicio del poder económico-político y militar que despliegan las potencias metropolitanas contra las colonias, a la vez que entre sí mismas, en su disputa por el control monopólico de los restantes hinterland y los contornos precapitalistas de la economía planetaria, con el objetivo de garantizar la persistencia de canales circulatorios para la realización internacional de su plusvalía nacional, pero en el marco de una tendencia devastadora con la que la mundialización de la producción capitalista apunta a depredar y extinguir la totalidad de los ámbitos precapitalistas. Arrolladora en sí misma, porque empuja hacia la violenta proletarización de la fuerza de trabajo indígena y, a la par, a la expropiación capitalista de los recursos naturales estratégicos de las colonias, a esta tendencia no le corresponde, para Rosa Luxemburgo, un rumbo unívoco o unilineal. Justo porque las guerras pueden encargarse de hacer uso y abuso de la devastación para propiciar regresiones que reintegren y reconstituyan, una y otra vez, áreas precapitalistas en la economía mundial que doten de continuidad a la acumulación, desde una dinámica en la cual la exacerbación de la barbarie se le va cada vez más de las manos al capitalismo.
Es en este profundo sentido que deben leerse las inolvidables palabras de Rosa Luxemburgo en su célebre ‘Folleto Junius’ –escrito en 1915, en la Cárcel de Mujeres de Berlín–, cuando impactada por la complicidad de la socialdemocracia europea con la Gran Guerra, relanzó, por primera vez después de Marx, la encrucijada Socialismo o Barbarie para denunciar la tendencia epocal de la mundialización capitalista. Para ella, ciertamente, el derrumbe capitalista conforma una tendencia inevitable, pero que para nada debe ser leída desde el mito del progreso o, lo que es lo mismo, como presunto próximo tránsito espontáneo hacia una civilización postcapitalista mejor. Como lo esclareció Norman Geras, en su clásico The Legacy of Rosa Luxemburg (1980:14-38), esa encrucijada es sinónimo de que si el socialismo no avanza para detener y vencer la barbarie, sus efectos ominosos traerán consigo el hundimiento de todas las civilizaciones. Las guerras mundiales, por tanto, no tienen definida de antemano una trayectoria unívoca. Hacen de la dialéctica entre barbarie y mundialización un proceso indefinido ante dos caminos factibles: si son de cierta escala e intermitentes, las guerras funcionan como vehículos funcionales a la continuidad de la acumulación; si se despliegan a gran escala ininterrumpidamente, sobre todo entre metrópolis, traerán consigo el derrumbe de la mundialización dejando tras de sí sólo destrucción. Aunque imprecisa, vista desde el siglo XXI –con su acumulación de condiciones posibilitantes de una Tercera Guerra Mundial detonable desde Asia–, esta concepción luxemburguista de la dialéctica entre barbarie y mundialización no deja de ofrecer lecciones: denuncia la delgada frontera que existe entre guerras capitalistas como procesos funcionales a la acumulación mundial y el tránsito a una era de devastación y furor irreversibles.
Recordemos las inolvidables palabras escritas por Rosa Luxemburgo en su célebre Folleto Junius:
“¿Qué quiere decir retroceso a la barbarie a la altura de nuestra civilización europea? […] Esta Guerra Mundial es un retroceso a la barbarie. El triunfo del imperialismo conduce al aniquilamiento de la cultura, esporádicamente en tanto dure una guerra moderna y definitivamente si el periodo de guerras mundiales que acaba de comenzar siguiese sin trabas y hasta sus últimas consecuencias […] Se hunde toda cultura […], sobreviene la despoblación, la devastación, la degeneración, el mundo se convertirá en un gran cementerio […] Envilecida, deshonrada, chapoteando en sangre, cubierta de suciedad: así aparece la sociedad burguesa, así es la sociedad burguesa. Su rostro verdadero, desnudo, no lo muestra cuando, relamida y decente, parlotea de Filosofía, Cultura y Ética, Orden, Paz y Estado de Derecho, sino ahora: como una bestia feroz, como aquelarre de la anarquía, como flagelo pestilente de la cultura y la humanidad.”(1977: 270-1, 398-399).
En conclusión, cabe decir que cuatro son las coordenadas que caracterizan y articulan de modo global la lectura histórico-concreta de El Capital que fundó Rosa Luxemburgo: l) la conceptualización, sin reducirla a un constructo nacional, de la Ley General de la Acumulación Capitalista desde la Teoría de la Economía Mundial, 2) la fundación del estudio de la relación entre capitalismo y precapitalismo en la historia del marxismo crítico, 3) la inauguración de la crítica a la interrelación estructural entre capitalismo y militarización y 4) el vigoroso relanzamiento de la encrucijada socialismo o barbarie, originalmante formulada en el Manifiesto Comunista.
Distinguiéndose de aquellas lecturas posteriores del marxismo clásico que le atribuyeron al concepto de capitalismo contenido en El Capital, ante todo, un alcance estructural (Althusser, 1969), genético-estructural (Zeleny, 1978) o una validez epistemológica universal desde un método de aproximaciones sucesivas a la realidad concreta (Grossmann, 1979b), Luxemburgo produjo la primera lectura poderosa en el debate internacional en torno a El Capital que, sin dejar de ser cuestionable y aleccionadora a la vez, resalta porque intentó emplear y desarrollar este magnum opus para descifrar la tendencia epocal de la mundialización capitalista.
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II. La paradoja Luxemburgo y el barroquismo
Procede denominar paradoja Luxemburgo al leitmotiv que guía su cuestionamiento al Libro II de El Capital. Ciertamente, por un lado, como incisivamente lo percibe Grossmann (1979a: 183-184), Luxemburgo se equivocó al plantear la presunta imposibilidad de la realización de la plusvalía al interior del sistema capitalista –error en el que, pese a hablar de una imposibilidad no total sino parcial, la siguió Fritz Sternberg (1979: 60-84)–. No comprendió, como se demuestra en El Capital, que el capitalismo cuenta con las condiciones necesarias y suficientes al interior de sí mismo para la realización de la masa de plusvalor como masa de ganancias, gracias al entrecruzamiento de la reproducción ampliada tanto del capital constante como del capital variable de ambos sectores y al ciclo del rédito creciente de la burguesía. Atribuir una imposibilidad inexistente a la realización intracapitalista del plusvalor global, fue justo lo que llevó a que ella construyera una improcedente fundamentación extracapitalista de la acumulación mundial del capital. Aunque es falso que el capitalismo dependa invariable y estructuralmente del precapitalismo para su ciclo de realización, es decisivo no pasar por alto –y en esto consiste la paradoja: que ella cuestiona a Marx en su intento por heredar a Marx.
En un libro que tuve el honor de ayudar a elaborar, Circulación capitalista y reproducción de la riqueza social, Bolívar Echeverría (1994a: 93) señaló que, originariamente, el interés de Rosa Luxemburgo por la relación entre capitalismo y precapitalismo surgió del impacto que le produjo el conocimiento del intercambio epistolar entre Karl Marx y Vera Zasúlich, la líder narodniki. Lo que en esas cartas es conceptualización de la relación entre capitalismo y precapitalismo para explorar las condiciones de posibilidad de una revolución socialista en Rusia (Marx y Engels, 1980), Rosa Luxemburgo lo convirtió en el desafio histórico de repensar la relación entre capitalismo y precapitalismo como fundamento de la acumulación mundial del capital. En el curso de 1905, en Varsovia, por viva voz de Zasúlich, Luxemburgo se enteró de la existencia de estas cartas, que fueron escondidas por Bernstein, justo porque en ellas se exponía una concepción de la mundialización capitalista radicalmente contrapuesta a la perspectiva pro-colonialista o pro-imperialista que él propagó, propulsando que regulara la práctica del SPD y de la II Internacional.
Empleado ante todo como una referencia puramente retórica, lo que Bernstein denominaba “mal colonialismo”, el proyecto de dominación por Europa de otras naciones para acrecentar sus ganancias capitalistas, le servía para que, a partir de oponerse a él, pudiera promover lo que llamaba un “buen colonialismo”. Es decir, la ilusión de que la expansión del capitalismo europeo por el orbe que, al absorber y refuncionalizar al precapitalismo, desplegaba la tendencia a mundializar “la cultura y la civilización”. Promotora firme de esa versión del mito del progreso, al final del camino la socialdemocracia europea se topó con la Primera Guerra Mundial, que aunque Bernstein individualmente no apoyó, aquélla sí lo hizo.
Rechazando la idea de que el capitalismo se expande a través de un “crecimiento por contagio”, que supuestamente al apoderarse de territorios no-capitalistas duplica en ellos, convirtiéndolos en su doble análogo o similar, la civilización europea, Luxemburgo no sólo insistió en que esa era una ilusión del mito del progreso, sino que, heredando de las cartas de Marx a Zasúlich la teoría de la mundialización capitalista por “integración funcional bipolar”, esto es, formulando que el capitalismo se desdobla estructuralmente en polos centrales y polos periféricos de modo que éstos se encuentran imposibilitados para ser el doble de aquéllos, buscó llevar más lejos la crítica a esa integración bipolar al incluir la relación capitalismo/precapitalismo pero como relación entre territorios. Al edificar, en La acumulación del capital, su conceptualización de la economía mundial fundamentada en la presencia complementaria del proceso de reproducción capitalista y el proceso de reproducción no-capitalista como sustento imprescindible de aquel, Rasa Luxemburgo buscó heredar la problematización de la relación entre capitalismo y no-capitalismo formulada por Marx e imprimirle una nueva forma: la de una contradicción territorializada en la mundialización capitalista.
En este sentido, Luxemburgo cuestionó los esquemas de reproducción del Libro II de El Capital, pero pretendiendo heredar las cartas de Marx a la líder narodniki para construir su teoría de la mundialización capitalista.
Brillante, más por las problematizaciones de suma relevancia que abre que por las soluciones que para las mismas aporta, habría que decir, ante todo, que son tres los límites esenciales propios de la lectura luxemburguista histórico-concreta de El Capital. Primero, como señaló Grossmann (1979a: 182-183), se equivocó al repetir, aunque bajo otra forma, la caracterización que la lectura neoarmonicista había efectuado del Libro II de El Capital: los esquemas de reproducción del capital de Marx de ningún modo responden a la idea de una armonía o un equilibrio general crónico o estructural en la economía capitalista. Segundo, como Rosa Luxemburgo reconoció al elaborar su Introducción a la economía política, ciertamente no consiguió “exponer con suficiente claridad el proceso global de la producción capitalista”, ya que, sin comprender la fundamentación intracapitalista de los esquemas de reproducción, formuló la imposibilidad, enteramente inexistente, de realización del plusvalor global al interior del sistema. Deslizando, así, un quid pro quo esencial: que al capitalismo le sea funcional el precapitalismo como mercado internacional de realización del plusvalor, de ningún modo es sinónimo de que el capitalismo dependa ineluctablemente del precapitalismo para esa realización. Y, tercero, last but most important, al pretender corregir y completar los esquemas de reproducción de El Capital mediante la fundamentación extracapitalista de la acumulación global, Rosa Luxemburgo sobredimensiona los límites de la fase de la mundialización capitalista de su tiempo atribuyéndoles un significado que no les corresponde: más que identificarbs como límites de una fase, los caracteriza como límites sistémicos tendencialmente definitivos. Aunque hacia la segunda década del siglo XX lo que llegaba a su fin era la planetarización formal del capitalismo –límite espacial que motivó la polémica en torno al derrumbe–, para devenir en límite tendencialmente definitivo tendría que haber estado soportado en su planetarización real, es decir, en la mundialización de una estructura tecnológica que sintetice amenazadoramente la combinación esquizoide de progreso y devastación propia de la modernidad capitalista –límite al que sí tiende nuestra era, que no por casualidad se vuelve a interesar en Rosa Luxemburgo–.
Si bien Luxemburgo, rebasando por adelantado incluso lecturas posteriores del marxismo clásico, se embarca en demostrar que El Capital más que sólo construir un concepto de capitalismo de vigencia universal descifra la tendencia epocal de la mundialización capitalista, sin embargo, desespecifica esa tendencia al adjudicarle los límites formales de la fase de la mundialización que le tocó vivir. Justo por eso reinterpreta la tendencia epocal que denuncia El Capital, reconceptualizándola de modo histórico-concreto en función del choque del capitalismo con el precapitalismo.
Gilbert Badia (1975:515), quien ha realizado el estudio más completo de la “biografía intelectual” de Rosa Luxemburgo, tiene razón cuando formula que una peculiar ambigüedad, o un doble significado, atraviesa su concepto de ámbito, contorno o medio no-capitalista. Por un lado, es un término que en abstracto denota la presencia de un proceso de reproducción social no-capitalista, pero, por otro, en lo concreto alude a un territorio o área no-capitalista. La línea de teorización de procesos reproductivos no-capitalistas pero integrados al capitalismo, aunque se abre, rápidamente se cierra, para dejar exclusivamente en su horizonte la línea que refiere áreas precapitalistas pero externas a él. Sin dejar de estar esas dos líneas de modo un tanto confuso y zigzagueante, con mucho Rosa Luxemburgo se carga a la segunda.
Si recuperamos el cuestionamiento de Badia debemos concluir que el límite de la lectura luxemburguista de El Capital proviene de que al intentar sinceramente completar los esquemas de reproducción del capital, diseñados en términos abstractos por Marx, pretende completarlos en términos concretos. Por eso, les enclava de modo forzado, además exacerbándolos, la tendencia hacia los límites geohistóricos formales de la fase de la mundialización que ella veía concluir: la tendencia a la expansión de los territorios capitalistas que conduce hacia la aniquilación de los territorios precapitalistas.
Sin embargo, pese a este inocultable límite, es de suma trascendencia valorar el desafio que Rosa Luxemburgo lanzó para la historia del marxismo crítico: el reto de repensar la dialéctica de la relación entre capitalismo y precapitalismo.
En América Latina han sido las conceptualizaciones como las del boliviano René Zavaleta (1983) en torno a lo que denominó “formación social abigarrada”, la del peruano José Carlos Mariátegui (1979) sobre la “organización comunal” y el “colonialismo” y la del brasileño Ruy Mauro Marini (1973) acerca del capitalismo dependiente, antecedentes memorables de la exploración entre capitalismo y precapitalismo en este subcontinente. En esa indagación quien ha llegado más lejos es Bolívar Echeverría, marxista ecuatoriano mexicano profundamente influido por Rosa Luxemburgo (Arizmendi, 2014).
Para hacer emerger el alcance de la exploración echeverriana en torno a la relación del capitalismo con el precapitalismo en América Latina, es sumamente importante interconectar su intervención con la que realizó Ruy Mauro Marini (1973), en su célebre Dialéctica de la Dependencia.
Usando como plataforma la teoría de la economía mundial de El Capital, Marini fue el primero que se planteó desarrollarla para dar cuenta del capitalismo sui generis que se había conformado históricamente en América Latina. Siempre sostuvo que en este subcontinente el capitalismo se encontraba estructuralmente imposibilitado para convertirse en el doble de los Estados europeos. Señaló que la imagen de que el “subdesarrollo” constituye una fase ineludible pero superable dentro de un proceso histórico que puede arribar al “desarrollo” si se aplica la política económica correcta, es pura ilusión. El “subdesarrollo” no constituye la fase previa al “desarrollo”, integra su polo opuesto permanente en la economía del capitalismo mundial.
Desde el reconocimiento del intercambio desigual como vía de rendimiento de un tributo continuo que los capitalismos dependientes latinoamericanos deben cubrir para los capitalismos metropolitanos, ante todo para EUA –tributo que Bolívar Echeverría (2005) denominó renta tecnológica–, Marini hizo un doble descubrimiento. Primero, planteó que, para compensar las pérdidas que experimentan por cubrir ese tributo, los capitalismos latinoamericanos implementan, junto a la explotación a los trabajadores de la región, la expropiación de importantes porcentajes de su salario para convertirlos en fondo capitalista de acumulación. Es este proceso, que articula explotación de plusvalor y expropiación de valor al salario, al que calificó como sobre-explotación de la fuerza de trabajo. Condenados a configurarse como capitalismos dependientes, el impacto que su subordinación a la mundialización capitalista produce es muy radical: la expropiación sistemática e ininterrumpida de amplios fragmentos al salario hace que ¡os capitalismos de América Latina estén estructuralmente imposibilitados para garantizar la reproducción de su fuerza de trabajo nacional. Afectados ineludiblemente por la sobre-explotación, los salarios no cubren las condiciones mínimas para asegurar la reproducción vital de los trabajadores latinoamericanos. Segundo, sostuvo que así, como consecuencia inevitable de la sobre-explotación, la subsistencia de la fuerza de trabajo nacional en América Latina sólo logra abrirse paso si se despliega con base en estrategias mixtas de reproducción social. Es decir, si al lado de la mercantilización de la fuerza laboral, se despliega un proceso de autoconsumo sustentado en la persistencia de formas precapitalistas de reproducción vital.
Así, podría concluirse: las formas indígenas precapitalistas de reproducción social han subsistido de modo crónico en América Latina no sólo como producto de su resistencia –que indudablemente está ahí– sino por una combinación peculiar de resistencia y funcionalidad para los capitalismos dependientes de la región. Resistencia combativa y a la vez funcionalidad paradójica han sido el fundamento de una prolongada persistencia, de orden cuasi-estructural, de las formas comunitarias indígenas precapitalistas en el capitalismo de América Latina.
Desde un diálogo implícito pero esencial con Marini, Bolívar Echeverría desarrolló su propia concepción en torno a América Latina. Su innovadora y compleja perspectiva en torno al barroquismo no muestra todos sus alcances si se lee culturalistamente, si la crítica a la cultura barroca se formula sin reconocer su crítica a la economía y la política barrocas en el marco de la crítica a la mundialización capitalista.
Lo barroco en Bolívar Echeverría (1994b) no refiere únicamente un entrecruzamiento sumamente peculiar de la cultura de la Conquista con la cultura de la Contraconquista, que surgió desde el siglo XVII en América Latina. Siempre presente en su mirador la crítica a la mundialización capitalista, caracteriza la historia económica, política y cultural de América Latina como una historia en la cual el capitalismo naciente no sólo tuvo que acceder a entreverarse con formas sociales precapitalistas para prevalecer y abrirse camino en su acumulación originaria, sino que, desde fines del siglo XIX o principios del siglo XX –dependiendo de cada país–, una vez que la acumulación originaria concluyó, admitió la existencia limitada, circunscrita y marginada, pero cuasi-estructural del precapitalismo a su interior, precisamente, para garantizar, con base en estrategias mixtas, la reproducción de la fuerza de trabajo nacional y, desde ahí, el funcionamiento de la acumulación de capital dentro de una configuración del capitalismo imposibilitada para asegurar esa reproducción.
Modernidad barroca es un término que Bolívar Echeverría (2003) inventó para dar cuenta de la especificidad de una configuración del capitalismo dispuesta a realizar concesiones a las formas no-capitalistas preexistentes con las que se las tiene que ver, en su afán por absorberlas y refuncionalizarlas para ponerlas al servicio de su poder. La modernidad barroca se tornó la peculiaridad del capitalismo latinoamericano dentro de la economía mundial (Echeverría, 2008: 23).
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III. Los principios estratégicos de la política revolucionaria luxemburguista
Espontaneidad, huelga general y autodeterminación nacional constituyen tres principios esenciales a través de los que Luxemburgo da forma, de modo sumamente original y sugerente, a la autogestión como núcleo estructurador de su proyecto en torno a la estrategia y la táctica de la revolución anticapitalista.
Aunque el “socialismo real” ya se ha venido abajo, no se podría acceder en el siglo XXI al profundo significado de la concepción revolucionaria de Rosa Luxemburgo sobre la espontaneidad si se mantiene en pie el mito negativo del “luxemburguismo”. Como complemento producido al interior del “marxismo-leninismo”–ese mito positivo que el estalinismo diseñó sobre sí mismo para justificar su despotismo político y la estructura de poder vertical y mesiánica del “partido comunista” en la URSS y en el mundo–, el “luxemburguismo” fue generado como un mito negativo: como un discurso político presuntamente catastrofista y espontaneísta que negaba al “leninismo”, esto es, como un discurso que atribuía el derrumbe a causas puramente objetivas y mecánicas y, desde ahí, carente de toda visión organizativa, consideraba que las masas iban a rebelarse automáticamente ante el capitalismo. Edificados por el estalinismo de modo contrapuesto pero para ser complementarios, el mito del “marxismo-leninismo” y el mito del “luxemburguismo” constituyen una radical desfiguración tanto de Lenin como de Rosa Luxemburgo (Echeverría, 1978:19-21).
Lejos de ser sinónimo de automatismo, de una revuelta que surge prácticamente como reflejo de los hechos económicos, el incisivo concepto de espontaneidad de Luxemburgo es mucho más que coyuntural. Sin dejar de elogiar respuestas que en ciertas circunstancias concretas puedan ofrecer las masas auto-organizándose, es la autogestión como fundamento de la dialéctica entre masas y partido político lo que constituye su contenido crítico. Comenzando por la convocatoria a admitir los procesos de autogestión emanados desde los dominados modernos como un proceso aleccionador para el partido, el concepto de espontaneidad de Rosa Luxemburgo lleva a que, al estilo del “viejo topo”, el partido para ser auténticamente revolucionario propulse como su objetivo estratégico, con base en una labor subterránea y molecular, la generación y el desarrollo de la capacidad de autogestión en las masas. Exactamente contrario al proyecto del mesianismo autoritario –en el cual el líder, al abrigo de la promesa de la salvación, cancela y reprime toda intervención de la multitud en la toma de decisiones–, espontaneidad en Luxemburgo es el nombre de un proyecto que, más que respetar acciones de autodeterminación aisladas, se plantea como su reto alcanzar que las masas dejen de ser tales –un sujeto que se reduce a ser objeto de la acción política que sobre él se ejerce–. Espontaneidad es la denominación de un principio estratégico que asume el desarrollo de la autogestión en las multitudes para que devengan creativamente sujetos de la historia (Luxemburgo, 1978b).
Huelga de masas (o sea, huelga que involucra multitudes que pueden empezar impactando en una localidad o en cierta rama económica) y, más aún, huelga general (que constituye una convocatoria a una huelga nacional), constituyen formas de acción ensalzadas por Rosa Luxemburgo como medidas dirigidas a conquistar derechos que permitan mejorar el proceso de reproducción vital de los dominados modernos. Pero que muestran su mejor sentido cuando avanzan en la articulación de demandas mínimas entre sí para desarrollar demandas máximas y, en ese proceso, cultivan la construcción de un poder dual avant la lettre. Hacer de las huelgas de masas un recurso que responde a la ofensiva de la acumulación capitalista con contra-ofensivas dirigidas a desestabilizarla para construir abajo formas de democracia y autogestión que edifiquen un poder político que se adelante a su tiempo y así ir produciendo el futuro, ese es el sentido revolucionario de este principio estratégico. El ensayo clásico “Huelga de masas, partido y sindicatos” (1978c) –que comenzó a distribuirse a fines de 1906, para ser poco después retirado de circulación y destruido por la presidencia del SPD a petición de los sindicatos alemanes– constituye un ensayo que pasa de la huelga de masas como arma contra la acumulación capitalista a la huelga general como recurso de autoeducación de las multitudes, que irían de la autogestión que significa una negación parcial del sistema a la autogestión como su negación total.
En polémica directa con el anarquismo –que formula la ilusión del tránsito al postcapitalismo de un día para otro–, realizando un balance de los avances que se van logrando en Europa, América y Rusia a principios del siglo XX, Luxemburgo (l978d) insiste en que el sentido profundo de la lucha autogestiva con la huelga de masas reside en la construcción, paso a paso, de un poder político anticapitalista abajo que prepare un gobierno nacional. Huelga de masas y huelga general conforman acciones estratégicas que ponen al descubierto todo su alcance cuando son insertas como medidas revolucionarias para responder a la encrucijada Socialismo o Barbarie. “El militarismo, la guerra y la clase obrera” (Luxemburgo, 1981a) constituye un ensayo adelantado a un tiempo que se negó a oír, justo porque demuestra que la mejor respuesta contra la militarización de la economía mundial y las guerras capitalistas es la huelga general.
Ahora, last but not least, Luxemburgo fue la autora del marxismo crítico que inauguró la exploración de la interacción estratégica que podría suceder entre autogestión anticapitalista y autodeterminación nacional. Negándose a admitir que entre estas dos luchas no puede más que existir polaridad y antinomia, planteando que esa confrontación debilita tanto a una como a la otra, demostró que, en los Estados periféricos, la lucha por la autogestión anticapitalista, si no pretende remitirse a ser una lucha puramente local, tiene que plantearse la lucha por la autodeterminación nacional, a la vez que la lucha por la autodeterminación nacional no puede alcanzar firmemente sus objetivos si no asume la lucha por la autogestión anticapitalista.
Por supuesto, para ella, se trata de una convergencia necesaria pero nunca aproblemática. Por eso, en su ensayo “La acrobacia programática de los socialpatriotas” (1981b) denuncia que la lucha por la soberanía nacional puede convertirse en un obstáculo para la lucha por la autogestión anticapitalista, cuando, integrada y vencida bajo una forma burguesa, se remite a pretender circunscribir un territorio delimitado para garantizar la propiedad privada de ciertos recursos naturales estratégicos y de la fuerza de trabajo que lo habita a favor de ciertos capitalistas o grupos de poder, más aún cuando esa delimitación va acompañada de violencia política represiva.
Lo profundo de su perspectiva, sin embargo, reside en demostrar que, desde la periferia del capitalismo mundial, la lucha por la autogestión anticapitalista no tiene cómo abrirse camino sin asumir la lucha por la soberanía nacional. Incluso fue más lejos. En su importante y larguísimo ensayo “La cuestión nacional y la autonomía”, publicado en varios números de la revista polaca Przeglad Socjaldemokratyczny entre 1908 y 1909, es decir una vez que ya conocía las cartas de Marx a Vera Zazulich –ensayo de suma relevancia histórica que nunca fue editado en un solo volumen, ni siquiera en polaco, y que Bolívar Echeverría publicó unificado por primera vez en español (1981c)–, Luxemburgo puso a la orden del día la cuestión de las nacionalidades, demostrando que la revolución anticapitalista requería nutrir el proyecto de la autogestión desde dos fuentes: desde las formas de autogestión proletarias y las formas de autogestión precapitalistas. Sensible a que las alianzas entre las nacionalidades tienen que trascender situaciones conflictivas, puso un enorme énfasis en que las formas de autogestión precapitalistas podían convertirse en fuente anticapitalista si el proyecto de edificación del autogobierno del país construía las alianzas entre nacionalidades con base en principios socialistas.
Debe decirse que el desafío que ella lanzó para el marxismo crítico, el reto de repensar la relación entre capitalismo y precapitalismo, no sólo tuvo que ver con explorar el funcionamiento de la acumulación del capital: fue la heredera de Marx pionera en indagar la contribución que las formas de autogestión precapitalistas podrían desarrollar para la revolución internacional socialista.
Las fronteras alcanzadas por su atrevido pensamiento histórico-político ha dejado huellas indelebles para el marxismo crítico del siglo XXI. Lo que en su tiempo emergió como la polaridad entre la lucha por la revolución socialista y la autodeterminación nacional, mutatis mutandis, se corresponde con la polaridad entre movimientos autogestivos y movimientos estadocéntricos que hemos presenciado en la América Latina de la vuelta de siglo. Aunque existe una conflictividad inevitable entre ellos, el que las formas concretas de ambos movimientos los enfrente entre sí, no anula la necesidad y el desafío histórico de construir la asunción de la convergencia del anticapitalismo y de la autodeterminación nacional.
Si partimos de las lecciones político estratégicas que nos hereda Rosa Luxemburgo y damos el paso que sigue, en la América Latina del siglo XXI deberíamos decir que la lucha contra el tributo que impone la renta tecnológica, instalando tanto la sobre-explotación laboral crónica como la devastación de la naturaleza al interior de las naciones, hace imprescindible que las luchas por la autogestión anticapitalista y las luchas genuinas por la soberanía nacional desarrollen formas tácticas y estratégicas de convergencia desde alianzas eficaces y crecientes que permitan avanzar hacia la edificación de lo que Rosa Luxemburgo llamaba el autogobierno del país.2 De asumir ese desafío dependerá la capacidad para enfrentar la dominación tecnocrática autoritaria cada vez más amenazante del capitalismo mundial del siglo XXI.
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NOTAS:
1. En Reproducción, Crisis, Organización y Resistencia. A cien años de ‘La Acumulación del Capital’ de Rosa Luxemburgo. Varios Autores, CLACSO, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y Fundación de Investigaciones Sociales y Políticas. 1ra ed. 2014, pp. 37-55.
2. Al respecto véase el apartado IV del ensayo “La trascendencia de la lectura de El Capital de Bolívar Echeverría para América Latina”: El desafío de (re)pensar la dialéctica capitalismo/precapitalismo y el barroquismo, de Luis Arizmendi (2014). pp. 37-55