Rosa Luxemburg, la flor más roja del socialismo, por Néstor Kohan

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Rosa Luxemburg, la flor más roja del socialismo — Néstor Kohan

La revolución es magnífica… Todo lo demás es un disparate

Carta de Rosa Luxemburg a Emmanuel y Matilde Wurm

(18 de julio de 1906)

El socialismo no es, precisamente, un problema de cuchillo y tenedor, sino un movimiento de cultura, una grande y poderosa concepción del mundo

Carta de Rosa Luxemburg a Franz Mehring

(febrero de 1916)

¿Por qué nos reencontramos con ella justo hoy?

Vivimos tiempos de crisis, rupturas, quiebres, reacomodamientos. Lo que parecía estable y eterno, tiembla, se resquebraja, se degrada, zozobra. El Estado de bienestar, los derechos sociales, las instituciones económicas de posguerra, el sistema político-partidario tradicional, los «pactos sociales» entre las burocracias sindicales y las patronales. Todo se pone en cuestión. Nadie queda al margen. No hay espacio para el aislamiento. El mundo capitalista se unifica explosivamente. Crece en extensión y en profundidad.

El capitalismo, desde su mismo nacimiento, ha transitado por muchas crisis. Hasta ahora siempre las ha resuelto de la única manera posible, la que única que conoce: con genocidio, barbarie, guerras, matanzas, tortura, explotación y saqueos. Los costos de las recomposiciones capitalistas los han pagado invariablemente los trabajadores, las clases subalternas, los pueblos sometidos y todos los oprimidos de la historia. La violenta recomposición capitalista que en Europa y EEUU siguió a las rebeliones de los ’60 y a la crisis de los ’70 y en América Latina vino de la mano de las peores dictaduras militares de la historia que aplastaron la insurgencia armada con más de 100.000 desaparecidos, cientos de miles de prisioneros torturados y varios millones de exiliados, no es la excepción. Constituye tan sólo un pequeño eslabón en la cadena oxidada con que el capital nos viene oprimiendo desde hace ya demasiado tiempo.

La mundialización capitalista, como proceso histórico social, y el neoliberalismo, como su legitimación ideológica, son producto de ese avance sangriento del capital por sobre los trabajadores y su intento por disciplinar y someter a todos los sujetos potencialmente contestatarios a escala global. La profundización de la explotación, la marginación y la exclusión social no son «accidentes», «errores» o «excesos» sino el alma viva de este sistema de dominación.

La propia izquierda, en sus diferentes vertientes, no ha quedado inmune a esas violentas transformaciones sociales ocurridas durante el último cuarto de siglo. La caída del muro de Berlín y el derrumbe ideológico que lo acompañó han sido apenas la punta del iceberg de una serie de cambios de época mucho más profundos.

La crisis terminal del stalinismo, otrora reinante en los países del Este, no vino sola. La socialdemocracia de los principales países capitalistas occidentales navegó durante los últimos años entre la corrupción descarada y la adaptación al discurso y la práctica neoliberal. Mientras tanto, en la mayoría de los países del tercer mundo los proyectos nacional-populistas de posguerra terminaban siendo fagocitados por las reformas neoliberales, los ajustes permanentes, la reestructuración de la deuda externa y la agresividad militarista del imperialismo.

Ese panorama sombrío, signado por la contrarrevolución económica, política, cultural y militar que tiñó el ocaso del siglo XX ha comenzado a disiparse. No por arte de magia ni por «mandato ineluctable de la historia» sino por las luchas sociales, las rebeliones populares y las movilizaciones masivas. Hoy se respira otro aire. Vuelven a discutirse los grandes problemas acerca de las alternativas al capitalismo que habían quedado fuera de la agenda de la izquierda durante demasiados años. En Venezuela y en Cuba enfrentadas cara a cara con el imperialismo norteamericano; en las rebeliones populares que derrocan gobiernos títeres en Ecuador y Bolivia; en Brasil, Argentina y Uruguay ante las frustraciones crecientes por las promesas incumplidas de los gobiernos «progresistas»; pero también en el movimiento altermundista de las grandes capitales europeas.

No es casual, entonces, que en ese horizonte de rebeldía y esperanza reaparezca el interés por Rosa Luxemburg [1871-1919] en todos aquellos y aquellas que se sienten parte del abanico de la izquierda radical, anticapitalista y antiimperialista.

Cuando ya nadie se acuerda de los viejos pusilánimes de la socialdemocracia, de los jerarcas cínicos del stalinismo, ni de los grandes retóricos tramposos del nacional-populismo, el pensamiento de Rosa Luxemburg continúa generando polémicas teóricas y enamorando a las nuevas generaciones de militantes. Su espíritu insumiso y rebelde asoma la cabeza —cubierta por un elegante sombrero, por supuesto— en cada manifestación juvenil contra la mundialización de los mercados, las guerras imperialistas y la dominación capitalista de las grandes firmas multinacionales sobre todo el planeta.

Nadie que tenga sangre en las venas y un mínimo de independencia de criterio frente a los discursos del poder puede quedar indiferente frente a ella. Amada y admirada por las y los jóvenes más radicales y combativos de todas partes del mundo, Rosa sigue siendo en el siglo XXI sinónimo de rebelión y revolución. Esos dos fantasmas traviesos que «el nuevo orden mundial» no ha podido domesticar. Ni con tanques e invasiones militares ni con la dictadura de la TV. Actualmente, su memoria descoloca y desafía la triste mansedumbre que propagandizan los mediocres con poder.

El simple recuerdo de su figura provoca una incomodidad insoportable en aquellos que intentan emparchar y remendar los «excesos» del capitalismo… para que funcione mejor. Los que reciclan y maquillan las viejas utopías reaccionarias intentando «convencer» pacíficamente y con buenos modales al capital para que nos explote —un poquito— menos y a sus instituciones para que sean —un poquito— democráticas. Cuando los desinflados y arrepentidos de la revolución entonan antiguos cantos de sirena, disfrazados hoy con el ropaje de la «tercera vía» o el «capitalismo con rostro humano», la herencia insepulta de Rosa resulta un antídoto formidable. Sus demoledoras críticas al reformismo —que ella estigmatizó sin piedad en Reforma o revolución y en La crisis de la socialdemocracia— no dejan títere con cabeza. Constituyen, seguramente, uno de los elementos más perdurables de sus reflexiones teóricas.

Volver a respirar el aire fresco de sus escritos permite admirar la inmensa estatura ética con que ella entendió, pregonó, militó y vivió la causa mundial del socialismo. Una ética incorruptible, que no se deja comprar ni poner precio alguno. Una ética que levanta su dedo acusador contra la corrupción mediante la cual el neoliberalismo del Tío Sam asfixió al mundo durante el último cuarto de siglo, acompañado por su obediente y servil sobrina, la socialdemocracia europea y latinoamericana.

Además de refutar y combatir apasionadamente al reformismo en todas sus vertientes, Rosa también fue una dura impugnadora del socialismo autoritario. En un folleto sobre la naciente revolución rusa que ella escribió en prisión, durante 1918, hundió el escalpelo en los potenciales peligros que entrañaba cualquier tipo de tentación de separar el ejercicio del poder soviético de la democracia obrera y socialista.

Ante el bochornoso derrumbe de la burocracia soviética —que dilapidó el inmenso océano de energías revolucionarias generosamente brindado por el pueblo soviético, tanto en asalto al cielo de 1917 y en la guerra civil como en su heroica victoria sobre el nazismo— aquellas premonitorias advertencias de Rosa merecen ser repensadas seriamente.

Texto completo aquí: https://rebelion.org/docs/17281.pdf

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