Fuente: https://www.lamarea.com/2021/11/26/rhodes-a-mi-la-musica-tambien-me-salvo-la-vida/
«A James Rhodes, Bach le salvó la vida. A mí, una canción de El Alfa ‘El Jefe’ con Tyga, de perreo sucio, del reggaeton más burdo».
El Alfa ‘El Jefe’ con Tyga. Captura de YouTube
James Rhodes repite muchas veces que la música le salvó la vida. A mí también. Seguramente no del mismo modo porque nadie ha abusado sexualmente de mí, pero en cierta manera me salvó la vida. Para una niña acomplejada, que creció con las burlas de sus compañeros de clase –y de algún miembro de la familia– porque le sobraban kilos, por ser gorda, a pesar de que no lo fuera; para una niña que se volvió adulta sin estar nunca a gusto con su cuerpo, la música le salvó la vida. O al menos ayudó a que la viviese mejor.
Tengo en la memoria clavada las veces que me han dicho que bailo mal. Todas ellas. A pesar de ser comentarios inocentes de amigas que no pretendían herirme y que no reprocho a ninguna de ellas. Pero esas palabras se quedaron ahí. Me hicieron más pequeña y, sobre todo, me dejaron más quieta. Me quitaron las ganas de moverme cuando salgo por la noche. Tornaron un drama un baile en pareja. Aún lo sigue siendo; me abruma el momento de dejarme llevar, la vergüenza de saber que no sigo el ritmo; se me quitan las ganas de salir solo de pensarlo.
La música me salvó la vida porque este año decidí ponerle freno a ese miedo absurdo, a esos complejos infundados y aprender a bailar. Como toda buena decisión que he tomado en la vida, ha sido motivada por mi mejor amiga, quien mejor me conoce y sabe que yo sola no me atrevo a tomar una decisión de ese tipo. Así que decidí superar la vergüenza de no tener ritmo; decidí que si no sabía dar dos pasos seguidos al compás, me pongo a cuatro patas y muevo la cadera. A pesar de que evidentemente todos alrededor me miren. ¡Pero que miren! A pesar de que al día siguiente sigan viniendo los mil demonios a cuestionarme lo que hice la noche pasada. ¿Cómo hiciste eso, Irene? ¿Qué se te estaba pasando por la cabeza? Pero ya nadie me dice que bailo mal, aunque lo haga. Solo porque decidí salir de la esquina de las pistas de baile y me atreví a moverme.
No voy a hablar de lo que supone el reggaeton en Latinoamérica. No quiero comentar las noches por Cuba mientras sonaba Que se seque el malecón o lo que supuso las primeras notas de Despacito en cualquier país de América Latina en el verano de 2017. De cómo marcó nuestra adolescencia el Dale, don, dale. Tampoco de la fuerza que da ver a una mujer como Karol G subirse a un escenario y decirle al mundo –y a los hombres que la rodean– que si ellos tienen los papeles de su culo es porque lo habrán pagado caro. Haciéndose valer en un mundo machista, como cualquier otro, incluido el de la música clásica o el de la ópera (¿verdad, Plácido?). No abordaré la declaración de intenciones de algunas canciones y de lo absurdamente malas que son otras. De hot dogs o estrellas Michelín. Pero del imaginario que crean al sonar todo el rato y todo el tiempo en cualquier esquina, desde las ciudades a los pueblos más pequeños del continente, mezcladas con la salsa, las rancheras o los vallenatos. Tampoco voy a hablar de lo que ha hecho por el español cualquiera de estas canciones, algo que ningún curso, clase o seminario ha logrado. Porque en los clubs de Nairobi suena La Gasolina. Aunque nos pese.
A James Rhodes, Bach le salvó la vida. A mí, una canción de El Alfa El Jefe con Tyga, de perreo sucio, del reggaeton más burdo. Es una canción simple, repetitiva. “Cuando ella mueve las chapa’, el piso lo trapea”. “Trapea, trapea, trapea, trapea”. Una canción que me hizo sonreír a las chicas que tenía alrededor mientras las miraba, imponentes, grandiosas, maravillosas, mientras movíamos de la forma más grosera el culo. No es la canción más feminista del mundo, pero cada cual con sus contradicciones. Y que queréis que os diga, tampoco pongo la mano en el fuego por Bach, un señor blanco, europeo y rico de finales del siglo XVIII.
La cuestión es que esa canción, y otras tantas de música urbana están consiguiendo que yo, esa niña acomplejada que nunca logrará quitarse tantos años de culpas y resentimientos, me sienta bien bailando. Que disfrute. Que viva feliz de la vida y de mi cuerpo. Que, tras una vida de autorrepresión, de quedarme sentada en un rincón o moviendo el peso de pierna a pierna, me quite el ridículo y la vergüenza que me da bailar como loca. Mal, seguramente. Pero bailar, mover el cuerpo, sentirme libre. Sentirme a gusto.
Así que sí, Rhodes, quizás en 100 años Bad Bunny no pase a la historia –aunque alguien que ha cantado himnos que se corean por multitudes en manifestaciones debería–, pero está siendo la historia de nuestra generación. A ti te salvó Bach, a nosotras Bad Bunny. Quizás no es la música que escuchemos todos los días (tampoco Bach, ya te lo digo), pero son las que pedimos cada noche en los bares. Y no nos vamos a avergonzar de ello.