Regular los monopolios o regular la competencia: el debate entre…

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Regular los monopolios o regular la competencia: el debate entre Croly y Brandeis

Regular los monopolios o regular la competencia: el debate entre Croly y Brandeis

En plena era de crecimiento desbocado de las desigualdades, un viejo problema relacionado va tomando nueva relevancia: la emergencia de gigantes empresariales con poder monopolista o cuasi-monopolista, como Amazon, Google, Alibaba, Microsoft, Facebook, Apple, Huawei o los bancos «too big to fail«. Un problema que no sólo amenaza al trabajo, la pequeña y mediana empresa o los consumidores: también pone en jaque a la democracia, en forma de chantajespuertas giratoriasfinanciación electoral y corrupción. Se trata, como digo, de un viejo problema. Tan viejo, que a inicios del siglo XX motivó uno de los debates más interesantes de la historia de EE.UU., poco conocido a este lado del Atlántico: el debate entre los candidatos presidenciales Teddy Roosevelt y Woodrow Wilson. Que, en realidad, fue un debate entre sus dos intelectuales de cabecera, respectivamente: Herbert Croly, teórico político; y Louis D. Brandeis, jurista. El primero apostaba por fortalecer el poder del gobierno central para regular los monopolios; el segundo quería dificultar su aparición mediante la regulación de la competencia. Para entender este debate, hay que remontarse al siglo XIX.

Durante su primer siglo de vida, los EEUU compartían con las potencias coloniales europeas males como la esclavitud africana, la limpieza étnica de poblaciones indígenas o el sometimiento patriarcal de las mujeres. En estos ámbitos no eran, pues, ningún paraíso igualitario. En cambio, la estructura de clases de la época sí era bastante más igualitaria en EEUU que en Europa, al menos por lo que respecta a la población blanca: en las zonas industriales, los salarios tendían a ser relativamente altos para la época; en el campo (con la excepción del Sur esclavista), la distribución de la propiedad era razonablemente igualitaria; y en el conjunto del país se observaba una gran movilidad social. La razón de todo ello era la existencia de un mecanismo de escape para las clases populares en tiempos de penuria: la expansión hacia el Oeste, donde se encontraban enormes extensiones de terreno, a menudo deshabitadas o, en todo caso, pobladas por tribus indígenas cada vez más diezmadas por las epidemias y las guerras con EEUU y las potencias europeas. Cuando en las zonas industriales los salarios bajaban, cualquiera con un mínimo de ahorros podía marcharse al Oeste a ocupar alguna de las numerosas parcelas vírgenes controladas por el gobierno estadounidense. Lo cual, a su vez, presionaba al alza los salarios en las zonas industriales.

Todo ello dotó a la cultura política de EEUU (y, en particular, del Oeste) de una peculiar mezcla de individualismo, patriotismo, igualitarismo y republicanismo democrático que hace que la política estadounidense anterior al siglo XX sea difícil de entender para ojos europeos. Por ejemplo: hoy situamos al Partido Republicano en el centro-derecha y al Partido Demócrata en el centro-izquierda, pero en el siglo XIX el gran clivaje en los relativamente igualitarios EEUU no era el eje izquierda/derecha (que sobre todo -aunque no únicamente- tiene que ver con la redistribución), sino la discrepancia entre dos modelos de desarrollo: libre comercio y descentralización versus nacionalismo económico y centralización. Antes de la Guerra Civil, el Partido Demócrata defendía el primer modelo y el Partido Whig el segundo. En el breve período en que la controversia sobre la esclavitud se convirtió en el clivaje central, los antiesclavistas de ambos partidos fundaron el nuevo Partido Republicano, y el anterior sistema de partidos saltó por los aires. Una vez acabada la Guerra Civil y abolida la esclavitud, sin embargo, el debate sobre el modelo de desarrollo volvió a ser central, con el Partido Demócrata reuniendo de nuevo a los partidarios del libre comercio y la descentralización, y el Partido Republicano asumiendo el modelo económico Whig.

La expansión hacia el Oeste como mecanismo «natural» de control de las desigualdades tenía, sin embargo, un límite igualmente natural: el océano Pacífico. En 1890, la Oficina del Censo de EE.UU. anunció que esta expansión había llegado a su fin. Ya hacia aquella fecha, la disponibilidad de tierras para el cultivo y la ganadería era cada vez más escasa. A medida que la tierra se acababa, las desigualdades en todo el país se empezaron a disparar. Una de las consecuencias fue que de una economía poblada por pequeños y medianos productores se pasó, en poco tiempo, a la emergencia de grandes colosos industriales y financieros, con poder monopolista o cuasi-monopolista: los llamados trusts. Gigantes como la Standard Oil de John D. Rockefeller, la U.S. Steel de J. P. Morgan o la American Tobacco Company de James B. Duke, capaces de imponer su voluntad a competidores, pequeños proveedores, consumidores y gobiernos por igual.

Ante este y otros nuevos problemas derivados del cierre de la frontera, en todo EE.UU. comenzaron a aparecer movimientos y líderes que pedían reformas profundas de carácter político, social y económico. El conjunto de estos movimientos recibió el nombre de «progresistas«, y con el tiempo formaron facciones fuertes dentro de los dos grandes partidos estadounidenses. El aumento de las desigualdades preocupaba a los progresistas no sólo por razones de justicia: también veían en ello un disolvente de la independencia económica individual, que la cultura norteamericana de la época consideraba un fundamento indispensable de la libertad y la democracia. En las elecciones de 1912, la facción progresista del Partido Demócrata logró nominar a su candidato, Woodrow Wilson. Por el contrario, la facción progresista del Partido Republicano terminó por escindirse, creando una nueva formación llamada, precisamente, Partido Progresista. Así, en las elecciones presidenciales de 1912 concurrieron cuatro grandes candidatos: Wilson por el Partido Demócrata; Roosevelt por el Partido Progresista; Eugene V. Debs por el Partido Socialista; y William Howard Taft por el Partido Republicano.

Taft se presentó con un programa conservador moderado. Debs concurrió con un programa socialista clásico, abogando por la colectivización gradual de los medios de producción. Pero los dos grandes contendientes de 1912 fueron Roosevelt y Wilson. Los programas de ambos recibieron los nombres respectivos de Nuevo Nacionalismo y Nueva Libertad, y eran lo que, en la Europa de nuestros días, calificaríamos de programas socialdemócratas clásicos: ambos defendían una serie de mecanismos de redistribución de la riqueza y protección social, que irían conformando lo que más tarde sería el Estado del Bienestar. Ambos defendían, también, una mayor participación de los sindicatos (y la clase trabajadora en general) en la dirección de las empresas y la economía (lo que llamaban «democracia industrial»). Además, ambos defendían una serie de reformas anticorrupción y de regeneración democrática. Aunque el ascenso económico de EE.UU. iba diluyendo el eje proteccionismo vs. libre comercio, el programa del ex-republicano Roosevelt seguía siendo más proteccionista que el del demócrata Wilson. Pero la gran diferencia entre ambos programas se situaba en otro punto: ¿qué hacer con los trusts? Aquí era donde entraban en acción las ideas de Croly y Brandeis.

Para Croly, los trusts eran un resultado deseable de la evolución del capitalismo. Por un lado, habían alcanzado su posición, simplemente, ofreciendo más y mejores productos a menores precios, debido entre otras cosas a las economías de escala; sus competidores salían perdiendo, pero los consumidores, y la sociedad, salían ganando. Por otro lado, la emergencia de los trusts ofrecía la oportunidad de pasar de la anarquía y la irracionalidad de la libre competencia, a una planificación racional y eficiente de la economía nacional. El problema, para Croly, no era la fortaleza de los trusts, sino la debilidad del gobierno central, que era quien debía ejercer de árbitro y organizador de tal planificación. No nos confundamos, no obstante: Croly no era socialista, en sentido clásico. No creía que fuera posible abolir la propiedad privada, al menos a medio plazo; y no tenía claro que fuera deseable. Croly no proponía nacionalizar los trusts (aunque no lo descartaba en casos puntuales), sino expandir el poder del gobierno central (que él veía como la máxima expresión de la voluntad democrática de la nación) para regular los trusts en beneficio del interés general, y para redistribuir sus beneficios de forma más igualitaria entre toda la ciudadanía. Un modelo económico dirigista con horizonte igualitario, en resumen.

El punto de vista de Brandeis era distinto. Para él, los trusts a menudo no tenían nada que ver con la eficiencia. No ignoraba la existencia de las economías de escala, pero no creía que fueran infinitas. A partir de un determinado tamaño, las empresas no crecían por eficiencia, sino mediante la competencia desleal, las conexiones personales con la banca (recibiendo un trato de favor de gente que hacía negocios con el dinero de los demás), y la interrelación entre élites económicas y élites políticas (con la consiguiente capacidad para manipular gobiernos de forma favorable a sus intereses). El resultado no perjudicaba sólo a la competencia, como pensaba Croly, sino también a los consumidores y a la sociedad en general. Brandeis coincidía con Croly sobre la imposibilidad de volver al capitalismo desregulado pero relativamente igualitario propio de los EE.UU. del siglo XIX; y, por tanto, coincidía también en la necesidad de redistribuir riqueza y regular la economía norteamericana posterior al cierre de la frontera. Pero si Croly quería regular la actividad de los trusts, Brandeis proponía regular la competencia, es decir: diseñar mecanismos institucionales que dificultaran la aparición y consolidación de los trusts, tales como leyes anti-monopolio o agencias encargadas de supervisar su cumplimiento.

Regular los monopolios versus regular la competencia: ese era el debate. Un debate que, además, tenía otra dimensión: cuál debía ser el rol de los diferentes niveles de gobierno en una federación como EEUU. Para Croly, como hemos visto, regular los monopolios requería una importante expansión del gobierno central, que naturalmente se produciría a expensas de los gobiernos federados. Brandeis, por el contrario, asumía que para regular la competencia se necesitaría cierto fortalecimiento del gobierno central, pero quería asegurar que los gobiernos locales y federados («laboratorios de la democracia«) seguirían haciendo de contrapeso al poder de Washington, y que en la medida de lo posible se optaría por la cooperación entre los tres niveles de gobierno en vez de por la simple centralización.

Es fácil ver que, en ambas dimensiones, lo que distinguía a Croly de Brandeis era una diferente lectura de la centralización del poder, fuera político o económico. El punto de partida ético-político era, en muchos aspectos, similar: ambos consideraban que los gobiernos y los mercados existían para el florecimiento y la felicidad de las personas, y no a la inversa; creían en la libertad y la igualdad; opinaban que ambas eran importantes en la medida en que fomentaban la cooperación y la fraternidad; reivindicaban la virtud cívica, ejercida por ciudadanas y ciudadanos comprometidos con el bien común y no sólo con sus intereses egoístas; creían que la búsqueda del beneficio individual, si bien era natural y podía ser de utilidad para la sociedad, no debía ser el elemento central de la vida humana; y estaban convencidos de que las grandes desigualdades de riqueza amenazaban todos estos valores. La diferencia, como digo, era la diferente relación que cada uno observaba entre estos ideales republicanos y la centralización del poder. Croly valoraba la centralización como vía de incremento de la cooperación y la eficiencia; Brandeis, en cambio, en el mejor de los casos veía en la centralización un mal necesario, que si uno se descuidaba abría la puerta al autoritarismo, la pérdida de la libertad y la corrupción.

Esta diferente valoración de la centralización tenía que ver con las diferentes fuentes filosóficas de las que bebía cada autor. Croly, muy influido por el positivismo francés (su padre era seguidor de Auguste Comte), estaba fascinado por las macro-estructuras políticas y económicas modernas, y consideraba que eran el hábitat adecuado de la vida democrática. Brandeis, por el contrario, admiraba el ejemplo de la democracia ateniense, y tenía la convicción (común al republicanismo clásico) de que el lugar ideal para el ejercicio de la ciudadanía es la comunidad local, la proximidad; no creía en un regreso a la vieja ciudad-Estado, pero sí en las comunidades democráticas descentralizadas, regidas por el principio de subsidiariedad. Croly opinaba que el gran problema de la cultura norteamericana era la falta de espíritu cooperativo derivada de un exceso de individualismo, al que quería contraponer una versión democrática del nacionalismo de Hamilton. Brandeis creía que la auténtica cooperación nace de la autonomía individual, y trataba de adaptar el individualismo igualitarista de Jefferson a las condiciones del siglo XX, en una suerte de individualismo de Estado.

Croly apostaba por un capitalismo dirigista regulado por un gobierno central fuerte y democrático, con los trusts ocupando un lugar destacado. Brandeis aspiraba a una economía de mercado regulada por un poder público fortalecido pero descentralizado, y poblada por empresas de diferente tamaño, pero no de las dimensiones y el poder de los trusts. Ambos, en todo caso, apostaban por la redistribución de la riqueza, la cogestión (o el cooperativismo, donde fuera posible) y la negociación colectiva entre patronal, sindicatos y gobiernos. Por eso cuando Wilson, con el programa de Brandeis, ganó las elecciones de 1912, era cuestión de tiempo que el recién nacido partido de Teddy Roosevelt colapsara y sus efectivos pasaran, gradualmente, al Partido Demócrata, convertido en el gran partido del centro-izquierda estadounidense. El propio Croly se convirtió en un defensor crítico del gobierno Wilson. Desde entonces, durante décadas, las dos almas del progresismo influyeron en la agenda del Partido Demócrata, como se pudo ver durante la presidencia de Franklin D. Roosevelt (primo de Teddy y hombre de Wilson): si la National Recovery Administration encarnaba el modelo de Croly, la Ley Glass-Steagall contra las grandes concentraciones bancarias llevaba la huella de Brandeis.

Ambas almas perdieron peso en los años 90 ante la llegada de los neoliberales de Tercera Vía estilo Clinton, que mantenían cierto compromiso con la redistribución de la riqueza, pero que en buena medida dejaron de lado la agenda progresista de regulación y control del gran capital privado, fuera en el sentido neohamiltoniano de Croly o en el neojeffersoniano de Brandeis. La revocación de la Ley Glass-Stegall, por ejemplo, no tuvo lugar bajo Reagan o bajo alguno de los dos Bush, sino bajo Bill Clinton. Pues bien: precisamente uno de los resultados de décadas de neoliberalismo (en la versión «dura» de los conservadores o en la versión «suave» de la Tercera Vía) ha sido la reaparición, en las economías de todo el mundo (incluida la de EE.UU.), del poder descontrolado de los grandes monopolios y oligopolios privados. En el futuro inmediato habrá que preguntarse qué hacer al respecto, y nos vendrá bien releer a Croly y a Brandeis.

Lluís Pérez-Lozano es filósofo político. Doctor en Ciencia Política por la Universitat Pompeu Fabra, es miembro del Grupo de Investigación en Teoría Política de esta universidad, y director académico de la Fundació Josep Irla.

Fuente:

https://revistamirall.com/2020/04/27/regular-els-monopolis-o-regular-la-competencia-el-debat-entre-croly-i-brandeis/

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