Fuente: La Jornada/Robert Fisk 25.04.2020
Aun si aceptamos la diferencia de los decesos por Covid-19 en hospitales y asilos respecto de los fallecimientos en hogares –e incluso si estamos preparados para creer las intolerables dificultades para cotejar estos datos–, ¿por qué los voceros y voceras de Johnson (o el mismo primer ministro antes de enfermar) no apuntaron desde el principio que la cantidad diaria en los hospitales de Gran Bretaña era probablemente una subestimación del total de bajas británicas? Tal vez de un 100 por ciento. Creo que los ministros del gabinete pensaron que podrían hacernos tragar el cuento de que las muertes en hospitales representaban el total… hasta que alguien detectó que no era así, momento en el cual el resto (o parte del resto) de los finados fue adosado chapuceramente a la cifra original, con insufribles excusas con respecto a por qué tal vez no era exacta.
Por inconsciencia u otra razón, este gobierno de tories emplea todavía el mismo sistema de mentiras –o simple pereza factual– que le permitió salirse con la suya en el Brexit, y ahora trata de reutilizarlo en la batalla contra el Covid-19.
¿Cuántos ciudadanos británicos han muerto de coronavirus en estas semanas pasadas? ¿Más de 11 mil? ¿O son 22 mil? ¿O muchos, muchos más? La mayoría de las personas, no sólo los británicos, pueden aceptar grandes pérdidas, por inconcebibles que hubieran sido en tiempos mejores. Sospecho que una razón por la que los líderes políticos son tan afectos a escarbar en los sucesos de la Segunda Guerra Mundial es porque sospechan que los hombres y mujeres de ese tiempo estaban hechos de un material más recio. No necesitaban que los gobernantes, ni siquiera Churchill, los llamaran a luchar.
Hoy muchas personas –en especial en nuestro civilizado
Occidente– creen que nunca van a morir. Nuestras laptops, Skype y Google, WhatsApp y Facebook, han hecho que la muerte sea remota, impensable entre sucesos virtuales, algo que se puede evitar con una combinación de entretenimiento y relaciones públicas, Netflix y palabras alentadoras de los funcionarios. Nuestros antepasados no tenían esos engaños.
Los remanentes de aquella sociedad –quienes creen en la muerte como un hecho de la vida– son los médicos y enfermeros que hoy hablan cada noche de su dolor y tristeza. No hay duda de que esos trabajadores son héroes, pero preguntemos cuál es el verdadero enemigo, y la respuesta es mucho más difícil de hallar. Desde un punto de vista científico, sabemos que el virus existe dentro de nuestro organismo, y de ahí se lanza a infectar a nuestras familias, amigos, vecinos, conciudadanos, los inocentes, los ancianos y, sí, a veces también los niños. Todo un enemigo. Sin duda existe. El problema es que debemos conquistar un enemigo que también somos nosotros. Somos el enemigo que debemos destruir.
Y esto inquieta mucho a nuestros amos políticos. Porque, tradicionalmente, todo sacrificio debe ir acompañado de un sentimiento de valor, de la idea de que la adversidad –sea regirnos por un toque de queda de Johnson o, verdadero heroísmo, el valor de los médicos, enfermeros y conductores de ambulancias que arriesgan la vida– debe tener su recompensa. Y si nuestro enemigo no tiene forma corporal –si no tenemos un microscopio electrónico–, ¿a quién pondremos en su lugar? ¿Al gobierno? ¿A la policía? ¿A los delirantes solitarios que escupen a los policías o realizan reuniones clandestinas? Todos amamos a nuestros vecinos, pero nos encanta desquitarnos de ellos por ofensas o desdenes pasados.
Si estamos hartos de las prohibiciones que nuestros gobiernos creen que debemos seguir, podemos redirigir nuestro fastidio hacia nuestros conciudadanos que nos ponen en peligro o que hacen caso omiso de la peste que tememos, o la aprovechan para obtener ganancias.
Por supuesto, el mayor temor de todos los gobiernos en tiempos de peste es que el pueblo pueda volverse contra ellos. Están en territorio inexplorado
, como nos dicen todo el tiempo. Pero los intentos del gabinete británico de trazar nuevas rutas han sido ridículos. No necesitamos seguir la ruta de mentiras y promesas falsas –de estas últimas, limitarse a decir que las cifras bajarán de 250 mil a 100 mil
simplemente no necesita explicación en estos días–, pero debemos pasar por encima de esa repulsiva expresión, comunicación equivocada
, que supuestamente debía cubrir la indignante omisión del gobierno británico de no aprovechar el esquema de ventiladores de la Unión Europea.
Si rehusar la ayuda de la UE por pomposas razones políticas, no desconectadas del Brexit, tuvo algo que ver con el escándalo de la ayuda de los ventiladores de la UE, entonces –para usar otro cliché que pronto escucharemos de nuevo– deben rodar cabezas, incluso si los dueños de esas cabezas apenas se estaban recuperando ellos mismos del virus.
Lo que se revela en estos días es lo genuinas e inmensamente elocuentes –casi shakespereanas en su dolor– que son las palabras de médicos, enfermeros y paramédicos cuando se enfrentan a los micrófonos y cámaras. En un principio, como sabemos, los NHS amenazaron a esas magníficas personas con quitarles el empleo si se descubría –horror de horrores– que habían estado diciendo la verdad a la gente a través de los medios. Imagínense nada más. A nuestros salvadores les hubieran impedido salvarnos si hablaban demasiado. Por fortuna se tuvo la prudencia de abandonar esa amenaza. Si se hubiera cumplido, los británicos habrían necesitado más protección contra su gobierno que contra el Covid-19.
Porque basta escuchar unos minutos a esos hombres y mujeres, médicos, enfermeros, personal de ambulancias y asilos para que cualquiera entienda de qué se trata realmente la guerra
contra el coronavirus. Se trata de humanidad y compasión en medio de la muerte, algo que los partidarios del Brexit y sus ideólogos en Downing Street no entienden ni pueden entender. Después de todo, son los hombres y mujeres a quienes dejaron sin equipo de protección suficiente por sus recortes de costos.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
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