Fuente: https://www.investigaction.net/es/el-preocupante-retroceso-de-joe-biden-en-materia-de-fiscalidad-internacional/ ROMARIC GODIN 08 Jun 2021
El preocupante retroceso de Joe Biden en materia de fiscalidad internacional
Washington ha fijado finalmente el tipo mínimo internacional del impuesto a las empresas en 15%. Un nivel muy bajo que supone un revés para las ambiciones de Joe Biden y debilita todo el edificio de sus planes económicos.
La administración Biden está dando otro paso atrás, esta vez en un área importante. Washington acaba de anunciar que aceptará una tasa mínima del 15% para las multinacionales. Hasta ahora, la posición de Estados Unidos era fijar la tasa en 21%, lo que era coherente con los planes fiscales de la administración, que incluían gravar los beneficios extranjeros a ese nivel.
Aunque el Departamento del Tesoro sigue defendiendo un porcentaje “más ambicioso y elevado”, la suerte parece estar echada. Esta tasa de 15%, ya mencionada hace unas semanas por Bercy, es el nivel considerado aceptable por los europeos y, sin duda, por una gran parte de las multinacionales estadounidenses. Además, se estima que la tasa media pagada por los gigantes digitales en los últimos 10 años es de 16%…
La tasa de 15% es sólo ligeramente superior al impuesto único de 12,5% propuesto por la OCDE, que fue ampliamente criticado, en particular porque no cambiaba el panorama general en términos de competencia fiscal y de ingresos mínimos para los países en desarrollo.
Desde el punto de vista político, esta decisión puede tener ventajas para quienes no quieren realmente que se endurezca el juego fiscal internacional, como es el caso de Francia (que, junto con Alemania, había apoyado oficialmente el tipo de 21%, pero no se mostró muy activa en el tema). Permite proclamar que se ha endurecido, dejando al mismo tiempo espacio para la competencia fiscal. Así, Francia, con un tipo de 25% en 2022, podrá seguir bajándolo hasta diez puntos, en nombre de la competitividad. En cuanto a Irlanda, seguramente tendrá que subir su tipo de 12,5% a 15%, pero la diferencia es tan grande con los principales países que, en general, su ventaja fiscal se mantiene.
La historia habría sido diferente con el 21%, porque esta tasa habría “aplastado” las diferencias y reducido el interés de la competencia fiscal. Los economistas Gabriel Zucman y Emmanuel Saez habían estimado en su libro Le Triomphe de l’injustice (Seuil, 2020) que un tipo mínimo de 25% podía poner fin a la “carrera hacia el abismo” que la Secretaria del Tesoro estadounidense, Janet Yellen, había denunciado el pasado mes de abril. Seis semanas han sido suficientes para enterrar estas ambiciones.
Oficialmente, Estados Unidos se escuda en la necesidad de un consenso global para avanzar, pero esta versión oficial es dudosa. Estados Unidos sigue siendo una gran potencia que sólo cede a la voluntad de Irlanda o Francia porque cree que esto le conviene. Washington ha preferido no enredarse en un pulso sobre este tema y parece evidente que ello se debe, sobre todo, a que la administración Biden ha considerado que es lo mejor para las empresas estadounidenses. Y el hecho de que el piso de la tarifa esté cerca de lo que los GAFAM pagan en promedio, puede no ser un simple detalle.
Este retroceso no es sólo anecdótico. Va al corazón del proyecto de la nueva administración. En la construcción de una nueva alternativa socialdemócrata al neoliberalismo, Joe Biden pretende dar la vuelta a la tortilla fiscal para financiar una ambiciosa política de redistribución e inversión pública. El componente vinculado al impuesto a las empresas es esencial: no sólo permite financiar una parte del plan, desactivando así la clásica acusación de “irresponsabilidad” del plan por parte de la derecha, sino también considerar que las empresas hacen un mal uso de sus beneficios y que, en consecuencia, está justificado que los poderes públicos los canalicen para el interés general.
Pero para que este sistema funcione, es evidente que hay que hacer pagar al capital. Una cosa es pensar en elevar el tipo del impuesto de sociedades del 21% al 28% y fijar un tipo del 21% para los beneficios obtenidos en el extranjero, y otra bien distinta es arbitrar los medios para hacerlo. Durante mucho tiempo, los controles de los flujos de capital han hecho que se apliquen estos tipos. La administración Biden ya no piensa en ello hoy en día, dado el nivel de financiarización de la economía estadounidense. Lo que quedaba era este piso internacional, que hacía obsoletas las estrategias de evasión fiscal. Con un 21%, ya era un asunto complicado pero factible. Pero está claro que un tipo del 15% ya no puede preservar esta estrategia. Es una opción de statu quo internacional.
Por supuesto, esta decisión también puede verse como una concesión a Europa en la competencia que Estados Unidos mantiene ahora con China. Washington prefiere evitar cualquier conflicto con la Unión Europea en materia de impuestos internacionales, para asegurar un frente unido contra Pekín. La aceptación del gasoducto Nord Stream 2 entre Rusia y Alemania el 20 de mayo también iría en esta dirección. Pero esta interpretación implicaría ver a Estados Unidos como una potencia debilitada, obligada a retroceder para tener aliados. Y, sobre todo, se contradice con la idea de que el “New Deal” de Biden sería la mejor defensa contra el modelo chino, la prueba de que la democracia aún puede conducir al bienestar. Pues este retroceso en la fiscalidad internacional debilita todo el edificio de Biden.
Los “Bidenomics” afrontan sus contradicciones
¿Qué es lo que puede ocurrir? Si se adopta el tipo del 15%, necesariamente habrá presión sobre los planes fiscales de Joe Biden que se están estudiando en el Congreso. En el Senado, los demócratas sólo tienen una mayoría ligada al voto de la presidenta de esa cámara, que ostenta la vicepresidenta Kamala Harris. Pero los senadores demócratas más conservadores ya están tratando de presionar para que se reduzcan los aumentos previstos. Sin un acuerdo internacional ambicioso, estos senadores podrán esgrimir su temor a que las empresas se marchen y destruyan el empleo local. Entonces podrán pedir una reducción de los niveles de los tipos impositivos para las empresas. Además, ya han obtenido una satisfacción, puesto que a principios de mayo, Joe Biden dijo que estaba abierto a una tasa “entre el 25% y el 28%”.
Esta vez, el tipo impositivo mínimo sobre las rentas extranjeras también podría ser un objetivo. Todo esto tendrá un efecto dominó en la otra parte del debate del Senado: la del financiamiento. Los tres planes de Biden (anti-Covid, de inversión y social, por un total de 6 billones de dólares) fueron diseñados para ser financiados a través de dos canales, por los puestos de trabajo y el crecimiento creados, y por los ingresos de los aumentos de impuestos. Por lo tanto, las subidas de impuestos no financian la totalidad del gasto.
Sin embargo, a pesar de lo ambicioso de estos planes y del cambio de tono en la Casa Blanca y el Departamento del Tesoro, los demócratas seguían convencidos de que el aumento del déficit sólo podía ser temporal. De hecho, Janet Yellen, ex presidenta de la Reserva Federal, siempre ha sido una firme defensora de la disciplina fiscal y una escéptica del multiplicador presupuestario. Como recuerda el economista Matthew Klein en su artículo, “ella siempre subestimó la capacidad de crecimiento de la economía estadounidense”. Ya advertía en 2016 y 2017 de la falta de “espacio fiscal”. Y recientemente alertó, en una entrevista que conmovió mucho a los mercados financieros, que “a largo plazo, los déficits gubernamentales deben contenerse para mantener [las] finanzas federales en una senda sostenible”.
Esto significa que el Departamento del Tesoro exigirá necesariamente redistribuir los planes de gasto en función de las subidas de impuestos que la presidencia habrá logrado imponer. En efecto, políticamente hay margen de mejora, ya que los republicanos están dispuestos a acordar un plan de inversión de 800.000 millones de dólares, es decir, un tercio del plan de Biden. Pero no se equivoquen: el gasto social será el más fácil de recortar para llegar a un acuerdo.
Las discusiones en el Senado están lejos de haber terminado, pero ya se están poniendo de manifiesto las contradicciones de las ambiciones y los planes de Joe Biden. Para forjar una nueva democracia social, el presidente estadounidense debe construir un equilibrio entre el capital y el trabajo. Se trata de hacer que las empresas paguen más y de redistribuir más. Pero Joe Biden, a diferencia de Roosevelt, se niega a enfrentarse a las grandes empresas, aunque haya aceptado el levantamiento temporal de las patentes de las vacunas.
Su visión es que, como pretende salvar el capitalismo y hacerlo sostenible, las grandes multinacionales deben ser necesariamente sus aliadas. Se beneficiarán plenamente de las ganancias de productividad obtenidas y de la mejor distribución de la riqueza. Pero esta visión choca con la de las empresas que se mantienen dentro de la lógica del capitalismo accionarial y dentro de una compleja ecuación práctica: ¿cómo aumentar su rentabilidad a corto plazo? Por lo tanto, el capital estadounidense no está dispuesto a renunciar a una cantidad significativa de impuestos o a la compensación de los empleados. Acepta de buen grado los beneficios futuros de las enormes inversiones previstas en el plan Biden, pero se resiste a pagar. No quiere reducir su rentabilidad actual por una posible e incierta recuperación de la productividad en el futuro. No quiere, en otras palabras, renunciar a la presa por la sombra. Esto es lo que demuestra este retroceso en la tasa internacional.
Desde el momento en que Joe Biden evita entrar en una lógica de confrontación con las multinacionales y las finanzas, lo que también demuestra esta retirada, su margen de maniobra se reduce. Está políticamente obligado a hacer constantes concesiones a la derecha. Así se entienden también las posiciones tan disciplinadas contra los desempleados adoptadas por Joe Biden en las últimas semanas. El 9 de mayo anunció que restablecería los controles de los desempleados para asegurarse de que buscan trabajo y aceptan los que se les ofrecen. También se negó a entrar en conflicto con los gobernadores republicanos de algunos estados que han anunciado la suspensión de 300 dólares mensuales en ayudas a los parados. Incluso cuando Donald Trump había sido más duro.
La lógica de Biden es clara: su plan es crear puestos de trabajo y los trabajadores deben aceptarlos. Así que hay una visión disciplinaria del trabajo que explica por qué, por el momento, las condiciones laborales son el pariente pobre de los planes Biden. El plan para aumentar el salario mínimo federal a 15 dólares la hora se ha aplazado hasta 2025. Habrá entonces un nuevo equilibrio de poder político. Esta elección muestra claramente que la posición de Joe Biden evita conscientemente el conflicto con el capital, lo que, dada la relación de fuerzas al otro lado del Atlántico, le impide construir el balance de fuerzas del que venimos hablando entre el capital y el trabajo.
Ciertamente, los planes de Biden, en su filosofía, siguen siendo una ruptura con la política del último medio siglo. Lleva a cabo una política innovadora frente a una Europa que se hunde en el conservadurismo. Por supuesto, la historia no está escrita y Estados Unidos puede seguir manteniendo sus líneas fiscales en solitario. Pero este repliegue bajo la presión del capital nacional es preocupante. Y el riesgo es que, enfrentada a los límites del capitalismo estadounidense moderno y a la competencia con China, la presidencia demócrata acabe conformándose con un neoliberalismo modificado que no resolverá nada y preparará la vía a nuevas crisis económicas y sociales.
Traducido del francés por Edgar Rodríguez para Investig’Action.
Fuente: Mediapart