Fuente: Umoya num. 101 4º trimestre 2020 Gerardo González Calvo
La concesión del Premio Nobel de la Paz 2020 al Programa Mundial de Alimentos ha sido una decisión no solo acertada, sino también oportuna. Como muy bien subrayó el Comité del Nobel, se le ha otorgado el galardón “por sus esfuerzos en combatir el hambre en el mundo, especialmente en zonas de conflicto, evitando el uso del hambre como arma de guerra”. Añadió también que, debido a la pandemia del coronavirus, se está incrementando el hambre en el mundo porque castiga especialmente a los más pobres.
Si analizamos los persistentes conflictos desencadenados en África durante las últimas décadas, comprobaremos que el hambre se ha usado frecuentemente como arma de guerra, sobre todo en Sudán, Somalia, Etiopía y la República Democrática de Congo. Esto ha causado muchas más muertes y empobrecidos que las propias armas.
Es indudable que los 700 millones de personas que padecen hambre extrema en el mundo son, además de una vergüenza para la humanidad, el signo más visible de la falta de paz. Según un informe de la FAO, a esta cifra habrá que sumar entre 83 y 132 millones, debido a la crisis económica que está produciendo la expansión de la COVID-19. En la actualidad, el hambre afectaría aproximadamente al 10 por ciento de la población mundial.
Precisamente por eso, con ocasión de la celebración del Día Mundial de la Alimentación, el 16 de octubre, y del Día para la Erradicación de la Pobreza, el 16 el mismo mes, Manos Unidas denunció la indiferencia internacional ante esta lacra que nos convierte de alguna manera en cómplices de ella. Ningún análisis serio achaca ni las guerras ni el hambre a una fatalidad, sino a las ambiciones del poder político y económico a escala planetaria.
Josué de Castro escribió tajantemente a mediados del siglo XX, en la Introducción a su libro Geopolítica del hambre, que el hambre “es la más terrible de todas las calamidades sociales”. Respondía ya a dos preguntas que se formulaba en el capítulo primero: “¿Acaso la calamidad del hambre es un fenómeno natural, inherente a la vida, una contingencia tan ineludible como la muerte? ¿O bien se trata de una plaga social creada por el propio hombre?”
Este activista brasileño tenía muy claro que se debía a la segunda disyuntiva. Como también estaba convencido de que el hambre “constituye la más efectiva y constante de las causas de guerra y de que prepara el terreno más propicio para la eclosión de las grandes epidemias”.
Así lo entendió también el gran humanista francés Raoul Follereau, llamado El apóstol de los leprosos. Por eso, creó en 1964 la campaña de “Un día de guerra para la paz”, cuya finalidad era que todos los países dedicaran los gastos de un día de guerra para acabar con el hambre en el mundo.
Vencer el hambre es la mayor conquista para conseguir una paz sólida y duradera, que es el objetivo que se ha marcado desde su creación en 1961 el Programa Mundial de Alimentos. La concesión del Premio Nobel de la Paz reconoce esta ingente labor y nos estimula a seguir luchando contra esta gran pandemia, creada en el laboratorio del egoísmo y de la insolidaridad.