Fuente: Umoya num. 102 1er trimestre 2021 Joaquín Robledo
El estudio de la Historia que no vivimos se construye de forma paulatina a partir de vestigios que dejaron los que estuvieron vivos en aquel entonces; el de la historia más reciente encuentra ingentes cantidades de información. En ambos casos, el historiador reconstruye el pasado aportando un sentido integral al material disponible. El resultado de este esfuerzo intelectual es un ejercicio con pretensión de aséptico.
Si alguien se encargase de realizar un trabajo académico, detallado, riguroso, sobre la historia del fútbol de selecciones de países del África subsahariana tendría dudas sobre qué foto ilustraría la portada. Son varias las selecciones que han hecho méritos. Entre ellas, sí, Camerún. Si el trabajo fuese sobre el fútbol de Camerún, la imagen elegida para estampar la portada sería la de Roger Milla. Si el mismo trabajo fuera escrito dentro de veinte años, cabría la posibilidad de que Samuel Eto’o albergara tal privilegio. El primero fue elegido allá por el año noventa como mejor jugador africano de la historia; el segundo ha superado los logros de aquel, pero su desempeño es aún demasiado reciente, le falta ese poso que aporta la distancia para desbancarle.
La memoria, sin embargo, juega en otra categoría. Ni tiene pretensión académica ni prioriza racionalmente. Es voluble, fragmentaria, subjetiva, manipulable, social. Se puede entender la memoria tanto de forma individual como colectiva. Y dentro de esta, las comunidades que forman los distintos comunes se unen con lazos diferentes: territoriales, familiares… generacionales.
Todas las generaciones comparten algún recuerdo que les marcó en conjunto. La que abandonaba la niñez a principios de los ochenta responde con una mueca de nostalgia cuando en cualquier verano azul resuena aquello de “del Barco de Chanquete, no nos moverán” o cuando se topa con alguna alusión gráfica del Naranjito, aquella mascota naif del Mundial 82.
A un veinteañero de hoy le puede sorprender que, no hace tanto, no era sencillo encontrarse con una persona de otro color. Es más, existían en nuestra mirada trazos de curiosidad, sensaciones de exotismo. Más aun en la España rural. Era tan así que cuando advertí la presencia de un chico negro -en realidad, mulato- en un folleto del colegio San Juan de Dios de Palencia, el internado al que me iba a incorporar para estudiar sexto de EGB, me entusiasmé. Tanto que nada más llegar al centro (1980) pregunté por él, y enseguida supe que se llamaba Enrique Mbomio-Mba.
Con esta perspectiva, la elección de la selección de Camerún para este texto no es más que un ejercicio de memoria de una generación. Su participación en el Mundial de España aportaba un toque de singularidad por el simple hecho de su procedencia: el África negra. Existía el precedente de Zaire en el 74, pero los de mi generación éramos demasiado pequeños como para fijar recuerdo alguno de ellos. Para los mayores, por no haber tanta tele, por no participar España, la repercusión fue mucho menor que la impronta que dejaron Los Leones indomables en el 82. Su paso por el evento no fue, ni mucho menos, anecdótico: si bien es cierto que no consiguieron acceder a la segunda fase, también lo es que su eliminación se produjo sin haber sido derrotados en ninguno de los tres partidos que disputaron. Si alguien se tomó a broma la participación de los cameruneses, poco tardó en ser consciente del error. Tres empates ante Perú, Polonia e Italia fueron su bagaje. El mismo que Italia, que sin embargo clasificó porque en sus empates hubo un gol más a favor y en contra.
Posteriormente, el elenco camerunés obtuvo sus cinco triunfos
en la Copa Africana de Naciones, el oro en los Juegos Olímpicos de 2000 en Sidney o las siete presencias mundialistas en las que
destaca el acceso a los cuartos de final en el Mundial del 90. Pero
eso es historia y ya hemos dicho que la memoria es otra cosa.
Con la misma perspectiva memorística, el jugador icónico no fue el citado Milla sino el portero Thomas N’Kono. Su agilidad bajo
palos, su posición adelantada -en lo posicional y en lo temporal, fue un pionero-, su gama de recursos -algunos inhabituales como blocar el balón con una mano-, su intuición, sus larguísimos saques de puerta, sus reflejos, su lectura del juego… sorprendieron a los profanos y a muchos que iban de entendidos. Pero es que además rompía consensos estéticos: aparecía en el campo con pantalones largos, dicen que por su sentido del pudor, probablemente porque los pantalones cortos en un portero solo son aconsejables para campos en perfectas condiciones. Fue tan
sobresaliente la participación de N’Kono en el Mundial que le sirvió para ser elegido en ese 1982 como ‘Futbolista africano del año’. Ya lo había sido en 1979.
También para encontrar acomodo en un equipo europeo: tras más de un lustro en el Canon Yaoundé, fichó por el Espanyol de Barcelona donde permaneció hasta 1990. Los últimos años de su carrera los disputó con el CE Sabadell, el CE L’Hospitalet y el Club Bolívar de Bolivia. Estiró aún más la fecha de su retirada yendo a jugar a Brunei e Indonesia. Tras abandonar el fútbol en activo pasó a ejercer su magisterio tanto en el cuerpo técnico de la selección camerunesa como en el Espanyol donde continúa.
La memoria de otra generación y de otro país también resultó atrapada por el carisma de N’Kono: el italiano Gianluigi Buffon, según afirma, se inspiró en el desempeño de Tommy en el mundial del 90 para tomar la decisión de jugar de portero. No fue mala elección, ni mucho menos.