Nuestros dolores no caben en sus urnas tanto como ningún programa partidario es capaz de detener lo irreparable porque viven de ello. Tanto como ninguna vida entra en un cajón.

Ante la muerte, ante la devastación, ante la sorpresa insoportable que arrasa una presencia, pretender encausar lo caótico de lo social hacia un orden partidario deja al desnudo el sinsentido fracasado y aspiracionista de ese emprendimiento esperanzador llamado democracia.

Ante el dolor, toda coordenada vital enloquece. Los parámetros de frío y calor, de dormir y despertar, de hambre y saciedad se descalibran dejando a la vista los guiones que nos ordenan imponiendo acciones, horarios y ropajes a lo vivo.

¿Qué hacer con el dolor? ¿Cómo vivir cuando esa irrupción, ante la que jamás se está a la altura, arrasa?

Ante los instantes eternos de la presencia de ese desborde no hay palabra que alcance, no hay agua que sane, no hay sueño que descanse. Solo el ardor hondo del dolor.

Y a sus pies, todo infinitivo se angosta: comer, dormir, coger, respirar.

Ni hablemos de votar.

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