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María Teresa León, la guerrillera de la cultura que salvó las obras del Museo del Prado en la Guerra Civil
El 16 de noviembre de 1936, los aviones alemanes dejaron caer nueve bombas sobre el techo del Museo del Prado de Madrid y tres en sus jardines. Las obras corrían un evidente peligro y el Gobierno de la República ordenó evacuar el edificio. María Teresa León, secretaria y una de las fundadoras de la Alianza de Escritores Antifascistas, recibió la instrucción firmada por Francisco Largo Caballero de proteger y desplazar a Valencia los cuadros.
Las balas y los obuses daban miedo, pero más daba el fallar en aquella misión. María Teresa, acompañada por su segundo marido, Rafael Alberti, José Bergamín y Serrano Plaja, ya habían llevado a cabo la misma operación con las pinturas relevantes del palacio de El Escorial. Ahora había llegado el turno de Las Meninas y El bobo de Coriade Velázquez o el Carlos V de Tiziano.
Uno de los grandes sustos de su vida se lo dio el Coria de Velázquez, cuando desapareció ante sus ojos cubierto de una capa de moho. La explicación técnica era que los cuadros se enfrían al cambiar de temperatura y los hongos pueden cubrir la superficie, algo fácil de arreglar. «Bastará una limpieza. Jamás he respirado tan profundamente», asegura la escritora.
Esa anécdota –o más bien hito histórico– es una de las muchas que León recoge en su libro Memoria de la melancolía, escrito a finales de los años 60 y que ahora recupera la editorial Renacimiento con prólogo de Benjamín Prado. Es el segundo de la autora que reedita la empresa sevillana, que tiene el objetivo de crear una colección dedicada a la escritora. El año pasado salió al mercado el primer libro, El viaje a Rusia de 1934.
María Teresa León nació en Logroño en el año 1903, hija de un coronel llamado Ángel León y Oliva Goyri. Desde su infancia estuvo rodeada de intelectuales: Jimena, la prima mayor a la que admiraba tanto porque andaba sola por Madrid e iba a un colegio sin monjas, era la hija de María Goyri, la primera mujer que se doctoró en la facultad de Filosofía y Letras en la universidad española, y Ramón Menéndez Pidal.
También se acostumbró a vivir en diferentes ciudades desde bien joven, aunque por entonces no sabía que el desarraigo iba a ser su carga principal en la edad adulta. Por motivo de la profesión de su padre, además de en la capital, residieron en Barcelona y en Burgos. Poco antes de instalarse en esa provincia de Castilla y León, la escritora había sido expulsada del Colegio del Sagrado Corazón en Leganitos: «porque se empeñaba en hacer el bachillerato, porque lloraba a destiempo, porque leía libros prohibidos…».
Ese carácter rebelde le venía de la familia de su madre –su padre, sin embargo, había seguido a Primo de Rivera en la dictadura–, con su ‘tío loco’ (y acosador) o su propia madre, que primero se ponía la mantilla para ir a rezar y después para votar al Partido Comunista. Tuvo problemas para depositar su papeleta por su apellido, aunque tras hacerlo, fue a recitar unas oraciones para pedirle a Dios que ganasen.
La vida se puso cada vez más difícil con el paso de los años, como suele suceder. Se casó muy joven con Gonzalo de Sebastián Alfaro y tuvo dos hijos, Gonzalo y Enrique. Pero el matrimonio no fue feliz y rompió de forma complicada: «Les recordó que la separación no vino de la muchacha, que se paseaba del brazo de su padre coronel por las calles de Barcelona, vino de él, él, que temblaba en un pasillo de la casa pidiendo perdón».
Después llegó Rafael Alberti, de quien ya no se desunió. Se conocieron en Madrid, donde ella se había instalado. Ya escribía artículos en prensa que firmaba con el seudónimo Isabel Inghirami y había publicado Cuentos para soñar. «Ahora, cuando me veo junto a Rafael, me hace gracia pensar que entró en mí por tradición oral, en forma de estribillo, apoyándome en él sin conocerlo, sin saber que había escrito Marinero en tierra, y menos que era del Puerto de Santa María, y mucho, mucho menos, que hace hoy treinta y siete años que nuestras huellas por el mundo van paralelas».
En sus memorias hay un goteo constante de nombres cruciales de la historia de la cultura española. Desde León Felipe hasta Emilia Pardo Bazán –que le regaló un libro por su comunión con una dedicatoria «A la niña María Teresa León, deseándole que siga el camino de las letras»–Buñuel, Pablo Neruda, Alejandro Casona, Federico García Lorca, Miguel de Unamuno, Ignacio Sánchez Mejías o Pedro Salinas.
Y también políticos como Dolores Ibárruri o Stalin, con quien se reunieron en Moscú: «Sabía bien quiénes éramos. Le habían dicho que Rafael era un poeta español querido por su pueblo, algo así como un Maiakovski. Yo, una mujer». Su condición de secundaria al lado de Alberti, pese a ser autora de una vasta obra y una activista reconocida, la tenía asumida: «Ahora soy yo la cola del cometa. Él va delante. Rafael no ha perdido nunca su luz».
El camino del destierro
La instauración de la República les pilló en Rota y el estallido de la Guerra Civil, en Ibiza. Al regresar a su casa de la calle Marqués de Urquijo, 45 se la encontraron revuelta y desvalijada, con una banda que ponía: «Requisada para la Contraguerra».
A partir de ese momento, su actividad se volvió constante y frenética: tuvo un cargo en el Consejo Central del Teatro y llevó las Guerrillas del Teatro a los frentes, participó en la fundación de la revista El mono azul (anteriormente lo había hecho en Mundo obrero) y fue la secretaria de la Alianza de Escritores Antifascistas. Además, escribía: La tragedia optimista (teatro), Una estrella roja; Ayuda, Madrid (cuentos), Crónica General de la Guerra Civil (ensayo).
Cuando el bando republicano perdió la guerra, emprendieron su periplo de exiliados por el mundo. Su angustia por haber sido expulsada de su país, de no poder pisar su tierra, la acompañó a todos sus destinos, que fueron Francia, Argentina e Italia. Trabajaron como traductores, escribieron (ella, siete novelas, ocho libros de cuentos, dos guiones cinematográficos, poemas y hasta un libro dirigido a las amas de casa argentinas titulado Nuestro hogar de cada día, en 1957), fueron periodistas y organizaron encuentros políticos y literarios.
Benjamín Prado dice en el prólogo que ella «cargó siempre con obligaciones que mantuvieran llena la nevera y las facturas saldadas». Asumió ese papel de trabajadora, de mujer que mantiene la casa, quizás como hizo con su posición de secundaria al lado de su marido. «¿Por qué estaremos haciendo siempre algo las mujeres? En las manos no se nos ven los años sino los trabajos (…) yo miro las manos, las muevo, las acaricio un poco para ver la blancura de su temperamento, les busco los nudos que les dejó la vida, la cicatriz del ansia, la desesperación, la credulidad, la amargura de sentirse traicionadas…».
Su hija Aitana nació en aquel país americano donde vivieron más de 20 años, antes de mudarse a Roma, donde residieron durante otros catorce años. Sus casas siempre tuvieron las puertas abiertas a los españoles que pasaban a verles, muchos intelectuales, amigos y otros que querían conocerles por pura admiración.
Como el grupo de jóvenes catalanes que les contaron que para ellos «el catalán es un arma». «Hablamos catalán valientemente y valenciano y mallorquín e ibicenco. Hablamos a gritos para que nos oigan y sepan que no estamos contentos con lo que sucede en España. Queremos destruir el mito que nos envuelve en su lechoso algodón desde Madrid», decían. Y llegaron muchos más, el matrimonio era una especie de embajador cultural del bando perdedor.
Pero en Roma, a María Teresa le pesaba cada vez más el exilio y le inquietaba el no reconocer aquel país que había dejado para huir de una dictadura y al que quizás algún día podría volver. Y lo hizo en 1977 junto a su marido, pero ya muy afectada por un Alzheimer que había borrado su memoria. Murió en 1988 en una residencia de Madrid, ciudad en la que está enterrada. Su epitafio es un verso de Rafael Alberti: «Esta mañana, amor, tenemos veinte años».
María Teresa León empezó este libro sabiendo que su mente empezaba a fallarle. «Sufro por olvidar y cuando se me despeja el cielo o me abren la ventana, siento que me empujan hacia adelante, hacia la pena, hacia la muerte. Entonces prefiero ir hacia lo que fue y hablo, hablo con el poco sentido del recuerdo, con las fallas, las caídas, los tropiezos inevitables del espejo de la memoria». La escritora no solo quiso dejar constancia de lo que fue su propia vida, sino también el sentimiento de aquellos que tuvieron que abandonar su tierra como ella.