Fuente: https://www.lamarea.com/2021/10/01/el-matrimonio-anarquista/
José Ovejero reflexiona sobre ‘El matrimonio anarquista’: «Lo que plantean Nadal Suau y Begoña Méndez es casarse como forma de rebeldía, de salirse de las expectativas y no tanto de calzarse una institución como de reinventarla».
A ver: cuántas veces habéis oído la expresión “sentar la cabeza” para alguien que por fin se casa, consigue un empleo estable, deja de lado rebeldías y desórdenes, que eso está muy bien cuando eres joven, pero en algún momento tienes que madurar, pasar a la edad adulta, lo que significa entender la vida como un proyecto a largo plazo, no como una sucesión de explosiones y acontecimientos, sino como una inversión que irá arrojando beneficios, pequeños, es verdad, pero regulares.
La institución del matrimonio se ha vuelto sinónimo de estructura que nos sujeta y conforma; también que nos protege; casarte es empezar a vivir como tus padres, como tus abuelos, pensar en los hijos y en la hipoteca, en la pensión de jubilación. Pero lo que plantean Nadal Suau y Begoña Méndez es justo lo contrario: casarse como forma de rebeldía, de salirse de las expectativas y no tanto de calzarse una institución como de reinventarla. ¿Se puede entonces compaginar matrimonio y anarquía, un matrimonio además de clase media entre dos personas con empleo estable, en absoluto poliamorosos, sino decididamente monógamos? Pues no es fácil.
De eso habla este libro escrito por Begoña Méndez y Nadal Suau, quienes un día, después de años de ser pareja, decidieron casarse pero no para sentar la cabeza, sino que, como dicen, “no nos ha interesado ‘volver’ a esa institución, sino crearla, hacerla en origen sin guardar memoria de su pasado”. El matrimonio anarquista (Hurtado & Ortega Editores, 2021) contiene las cartas que Nadal y Begoña se escriben desde febrero de 2020 hasta mayo de 2021, en las que intentan explicarse y comprender su relación.
Como siempre en el género epistolar, hay un “tú” explícito, la persona a la que van dirigidas las cartas, y otro a menudo implícito que es el lector. Porque las cartas están escritas no solo para que las lea la pareja, sino para que las lean desconocidos: y les cuentan escenas minúsculas de la vida cotidiana, pero también y sobre todo las reflexiones que van hilvanando sobre lo que significa vivir juntos, convertir la pareja en un refugio frente a un mundo áspero, pero esforzándose para que no sea una burbuja insolidaria –calentarse al calorcito del hogar mientras fuera se pasa frío–; se habla de celos y de resistencia, del deseo y del fantasma de la infidelidad, de una monogamia consciente y militante, de los defectos propios y ajenos, de los excesos que caben también en la vida reglamentada de la pareja, –lo del sexo, drogas y rock and roll no vale solo para la vida promiscua– y de madrugar al día siguiente para ir al trabajo.
Pero ¿por qué escribirse si están juntos, quizá más juntos que nunca en este periodo que en parte coincide con el confinamiento? Porque una de las cosas que une a esta pareja es la escritura. Escribir es importante para ellos pero también lo es leerse mutuamente. Como son escritores, saben que una parte de lo que somos solo se expresa en lo que escribimos, más bien, en cómo escribimos: cada escritor, cada escritora, escarba en lugares diferentes y con ánimo distinto, se pelea o juega con el lenguaje, pone el cuerpo o el intelecto, se defiende o ataca, ahonda o recorre superficies, se duele o se celebra. Quizá porque yo también formo parte de una pareja escritora, siento mucho interés por esa conversación que usa el desvío aparente de la literatura para comunicar de verdad; leer lo que escribe mi compañera es una manera de conocerla, de entenderla, de quererla más. “Si yo no escribiera», dice Begoña, «sin duda viviría mejor, pero estaría más triste. Si tú no escribieras, dormirías mejor, pero el mundo sería un poco más indecente”.
Por cierto: he usado las palabras “mi compañera” aunque estamos casados; a mí sí me cuesta decir “mi esposa” o “mi mujer” porque siento un rechazo instintivo hacia el lazo jurídico que implican esos conceptos; lo esencial para mí es que nos acompañamos, que caminamos juntos por decisión propia, y que los dos esperamos que el trayecto sea largo. Esta es quizá una de las razones por las que me ha fascinado la lectura de El matrimonio anarquista: comprobar cómo las palabras que usamos nos definen y definen no solo nuestra relación con los demás, también nuestra manera de buscar nuestro lugar en el mundo. Nadal y Begoña se esfuerzan por dotar de un sentido propio a las palabras que utilizan, redefinirlas: decir esposa, decir marido desde un lugar diferente, no dejar que la historia de la institución constriña los comportamientos y las actitudes, aunque a veces les entren dudas al constatar que el reparto de tareas sí se ajusta más de lo que quisieran a los roles tradicionales, o que el hecho mismo de aceptar la institución genera ciertas expectativas –pero no, no piensan tener hijos, su matrimonio es otra cosa–.
El matrimonio anarquista es una declaración de amor. Pero no solo están enamorados de la pareja, entendida como la otra persona que la constituye, sino de la pareja en sí, de lo que construyen juntos y de lo que les falta por construir. Es una declaración de amor hacia el amor que sienten. Un amor combativo y en crecimiento continuo.
Las cartas son la reivindicación de un diálogo único, consciente, apasionado; a veces más literario que íntimo, y a veces lo contrario, pero que parece buscar con empeño la verdad, arriesgarse a ella. Quizá el mayor obstáculo para conseguirlo sea aquella contradicción de la que habla el narrador de la novela de Julian Barnes La única historia, que dice: «Tendemos a encajar cualquier relación en una categoría pre-existente. Vemos lo que es común o general en ella, mientras que los participantes ven –sienten– lo que es único. (…) Quizá es una ilusión que tienen todos los amantes sobre sí mismos: que escapan a la categoría y a la descripción». Para una mirada exterior, el matrimonio de Méndez y Suau puede no resultar tan diferente o tan anarquista, pero sí muy consciente de su lucha por serlo: a pesar de las instituciones, de las expectativas y de las inercias inevitables.
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