Fuente: https://arrezafe.blogspot.com/2020/02/las-unicas-verdades-que-podemos.html?utm_source=feedburner&utm_medium=email&utm_campaign=Feed%3A+ElArrezafe+%28el+arrezafe%29 Terry Eagleton 10 febrero, 2020
“Las únicas verdades que podemos alcanzar son aquellas que resultan apropiadas para seres finitos como nosotros mismos”
Jarosław Modzelewski
Fragmento extraído de Sobre el mal, de Terry Eagleton.
«…somos animales contradictorios, pues nuestros poderes creativos y destructivos emanan más o menos de la misma fuente. El filósofo Hegel creía que el mal florecía a la par que la libertad individual. Una criatura dotada de lenguaje puede expandir mucho más allá el restringido radio de acción de las criaturas no lingüísticas. Adquiere, por así decirlo, poderes divinos de creación. Pero, como la mayoría de las fuentes potentes de invención, estas capacidades son también sumamente peligrosas. Un animal así corre el peligro constante de desarrollarse demasiado rápido, sobrepasarse a sí mismo y acabar quedándose en nada. La humanidad tiene un cierto elemento potencial de autofrustración o autoperdición. Y eso es lo que el mito bíblico de la Caída se esfuerza por formular, pues Adán y Eva emplean sus poderes creativos para deshacerse a sí mismos.
El hombre es el Hombre Faustiano, de ambición demasiado voraz para su propio bienestar y eternamente impelido más allá de sus propios límites por el reclamo de lo infinito. Esta criatura hace el vacío a todas las cosas finitas en su arrogante relación amorosa con lo ilimitable. Y como el infinito es una especie de nada, el deseo de esa nada constituye una expresión de lo que más adelante veremos que es el impulso de muerte freudiano.
La fantasía faustiana, pues, delata el desagrado puritano por lo carnal. Para alcanzar el infinito (un proyecto conocido, entre otros nombres, por el de Sueño Americano), necesitaríamos abandonar de un salto nuestros desconsoladamente limitantes cuerpos. Lo que distingue al capitalismo de otros modos de vida históricos es su conexión directa con la naturaleza inestable y contradictoria de la especie humana. Lo infinito (el inacabable impulso por obtener beneficios, la marcha incesante del progreso tecnológico, el poder permanentemente creciente del capital) siempre corre el riesgo de aplastar y ahogar a lo finito. El valor de cambio —que, como bien reconoció Aristóteles, es potencialmente ilimitado— prevalece sobre el valor de uso. El capitalismo es un sistema que necesita estar en perpetuo movimiento simplemente para mantenerse donde está. La transgresión constante forma parte de su esencia. Ningún otro sistema histórico revela tan descarnadamente la facilidad con la que unos poderes humanos benéficos en potencia acaban pervirtiéndose en aras de unos fines funestos. El capitalismo no es la causa de nuestra situación de «caída», como tienden a imaginar los izquierdistas más ingenuos. Pero, de todos los regímenes humanos, es el que más exacerba las contradicciones incorporadas en un animal lingüístico.
Tomás de Aquino enseñó que nuestro raciocinio está estrechamente ligado a nuestros cuerpos. Dicho en términos muy generales, pensamos como lo hacemos porque somos la clase de animales que somos. Es parte intrínseca de nuestro modo de razonar, por ejemplo, que siempre lo hagamos dentro del contexto de una situación concreta. Pensamos desde dentro de una perspectiva particular del mundo. Eso no supone un obstáculo para aprehender la verdad. Todo lo contrario: es la única manera que tenemos de captarla. Las únicas verdades que podemos alcanzar son aquellas que resultan apropiadas para seres finitos como nosotros mismos. Y ésas no son ni las verdades de los ángeles ni las de los osos hormigueros. Sin embargo, quienes ambicionan en exceso se niegan a aceptar esas limitaciones habilitadoras. Para ellos, sólo las verdades que estén libres de toda perspectiva pueden ser auténticas. El único punto de vista válido es el que se tiene desde el ojo de Dios. Pero ése es un punto de observación desde el que los seres humanos no veríamos nada en absoluto. Para nosotros, el conocimiento absoluto equivaldría a la ceguera total. Quienes intentan abandonar de un salto sus situaciones finitas para ver con mayor claridad acaban por no ver nada de nada. Quienes aspiran a ser dioses, como Adán y Eva, se destruyen a sí mismos y acaban ocupando una posición más baja que la de las bestias, que no están tan atormentadas por la culpabilidad sexual como para necesitar un taparrabos. Aun así, esta aberración forma parte esencial de nuestra naturaleza. Es una posibilidad permanente para animales racionales como nosotros. No podemos pensar sin abstracción, lo que implica ir más allá de lo inmediato. Sabemos que hemos ido demasiado lejos cuando los conceptos abstractos nos permiten calcinar ciudades enteras. Integrada en nuestra capacidad para interpretar y dotar de sentido se encuentra la eterna posibilidad de que nuestros planes se tuerzan. Sin dicha posibilidad, la razón no podría funcionar.
Hay otro sentido en el que la libertad y la destructividad se encuentran estrechamente vinculadas. En la compleja red de los destinos humanos, en la que tantas vidas se hallan intrincadamente engranadas, las acciones libremente elegidas de un individuo pueden generar efectos dañinos, por completo imprevisibles, en las vidas de un sinfín de otras personas anónimas. Pueden incluso regresar a nosotros, bajo una forma ajena, para atormentarnos. Los actos que nosotros y otras personas hemos realizado libremente en el pasado pueden acabar fusionándose en un proceso opaco que no parece tener autor y al que nos vemos enfrentados en el presente con toda la incorregible fuerza del destino. Somos, en ese sentido, criaturas de nuestros propios hechos. Nuestra condición integra una cierta autoseparación que nos resulta ineludible. «La libertad», señala Adrián Leverkühn en la novela de Thomas Mann Doctor Faustus, «siempre se inclina hacia las inversiones dialécticas ». De ahí que el pecado original ataña tradicionalmente a un acto de libertad (comerse una manzana), pero sea al mismo tiempo una condición que nosotros no elegimos y que no es culpa de nadie. Es un «pecado» porque implica un sentimiento de culpa y daño, pero no es «pecado» entendido como un mal voluntariamente infligido. Al igual que el deseo para Freud, no se trata tanto de un acto consciente como de un medio comunitario en el que nacemos.
El carácter entretejido de nuestras vidas es la fuente de nuestra solidaridad, pero es también la raíz del daño que nos causamos mutuamente. En palabras del filósofo Emmanuel Lévinas, es «como si la persecución a la que nos somete el Otro fuera un elemento básico de la solidaridad con ese Otro».[2] En un momento conmovedor en la novela Ulises de James Joyce, el sufrido protagonista judío, Leopold Bloom, se pronuncia a favor del amor como opuesto del odio. La idea sería aceptable si fuese cierta. Pero hay motivos freudianos de peso para considerar que el amor está profundamente ligado al resentimiento y a la agresividad. Tal vez no sea verdad que siempre acabemos matando el objeto de nuestro amor, tal como decía Oscar Wilde, pero de lo que no hay duda es de que tendemos a sentir una profunda ambivalencia hacia él. Y no es de extrañar, puesto que el amor es un proceso laborioso que nos obliga a arriesgarnos peligrosamente. El novelista Thomas Hardy sabía que, después de una serie de decisiones libres y consideradas con los demás, podemos acabar arrinconados en esquinas de las que no podamos movernos ni un centímetro en dirección alguna sin infligir un doloroso daño a quienes nos rodean.
«La gente parece no ser capaz de moverse sin matarse entre sí», comenta Sammy Mountjoy en Caída libre, de Golding. De ahí a tener la impresión de que el simple hecho de existir ya supone ser culpables hay un camino muy corto. Y ésta es la sensación de la que la doctrina del pecado original da supuestamente fe. «La culpa se reproduce en cada uno de nosotros», escribió Theodor Adorno. «Si […] supiéramos en todo momento lo que ha sucedido y a qué concatenaciones debemos nuestra existencia, y hasta qué punto está ésta entrelazada con la calamidad aunque no hayamos hecho nada malo […] si fuéramos plenamente conscientes de todas las cosas en todo momento, seríamos realmente incapaces de vivir».[3] Estar implicado en una calamidad sin haber hecho nada malo: he ahí la esencia misma del pecado original, según la percibe Adorno. Está estrechamente relacionada con lo que el arte trágico ha considerado tradicionalmente como la figura del «inocente culpable», el chivo expiatorio que, precisamente por estar libre de culpa, carga con los delitos y las faltas de otros.
Ahí radica el gran absurdo de la doctrina católica de la Inmaculada Concepción, según la cual María, la madre de Jesús, fue concebida sin pecado original. Según esta lógica, el pecado original sería una especie de mancha genética de la que alguien puede tener la fortuna de estar liberado al nacer, del mismo modo, más o menos, que cualquier otra persona podría tener el infortunio de nacer sin hígado. El pecado original, sin embargo, no tiene que ver con nacer santo o maligno. Sí tiene que ver, sin embargo, con el hecho mismo de nacer. El nacimiento es el momento en el que, sin que nadie haya tenido la decencia de consultarnos al respecto, nos introducimos en una red preexistente de necesidades, intereses y deseos: una maraña inextricable a la que contribuiremos con el mero hecho en bruto de nuestra existencia y que moldeará nuestra identidad hasta la médula.
Por eso, en la mayoría de iglesias cristianas, los bebés son bautizados al poco de nacer, mucho antes de que sepan nada sobre el pecado o sobre ninguna otra cosa. Y es que ya entonces han reordenado drásticamente el universo sin tener siquiera conciencia de ello. Si damos crédito a la teoría psicoanalítica, tienen ya grabada una red invisible de impulsos que vinculan sus cuerpos a los de las demás personas y que constituirán una fuente constante de aflicción para ellas.
El pecado original no es el legado de nuestros primeros padres, sino el de nuestros padres directos, quienes, a su vez, lo heredaron de los suyos. El pasado es la sustancia de la que estamos hechos. Multitudes de espíritus de nuestros ancestros pululan incluso entre nuestros gestos más fortuitos, reprogramando nuestros deseos y jugando traviesamente con nuestras acciones hasta hacerlas fracasar. Y es que nuestra relación amorosa más temprana y apasionada es la que se produce cuando somos aún unos bebés desvalidos, y se halla entremezclada con la frustración y la necesidad voraz. Y eso significa que nuestra manera de amar siempre será defectuosa. Esta condición, como la doctrina del pecado original, radica en el corazón mismo del yo, pero no es responsabilidad de nadie. El amor es, a un tiempo, lo que necesitamos para florecer y aquello en lo que fracasamos porque hemos nacido para ello. Nuestra única esperanza estriba en aprender a fracasar mejor, aunque, como es evidente, nuestros fracasos podrían no llegar a ser nunca suficientemente buenos.
Jean-Jacques Rousseau, pues, se equivocaba al creer que los seres humanos nacen siendo libres. Pero eso no significa tampoco que nazcan siendo pecadores. Ninguna criatura carente de lenguaje (como entendemos que es un bebé o un niño de muy corta edad) podría serlo. El teólogo Herbert McCabe ha escrito que «todo el mundo es concebido de forma inmaculada».[4] Aun así, no deja de ser cierto que las cartas morales no están ni mucho menos marcadas a nuestro favor. Los niños pequeños son inocentes (literalmente, inocuos) del mismo modo que lo son las tortugas, pero no como lo son los adultos que se niegan a apuntar con una ametralladora contra la población civil. La inocencia de los primeros no les otorga ningún mérito particular. Nacemos centrados en nosotros mismos por efecto de nuestra biología. El egoísmo es una condición natural, pero la bondad implica un conjunto de complejas habilidades prácticas que tenemos que aprender. Los hombres y las mujeres se ven impelidos al nacer a una profunda dependencia mutua, una verdad que le resultaba escandalosa a Rousseau, quien, fiel a su estilo pequeño-burgués, atribuyó un valor excesivo a la autonomía humana. Pero el pecado original supone que toda autonomía total de esa clase sea necesariamente un mito y, como tal, una noción de carácter radical. Cuestiona la doctrina individualista que nos declara dueños en exclusiva de nuestras propias acciones. Supone, entre otras cosas, un argumento contrario a la pena capital. Con ello, no niega la responsabilidad, sino que simplemente insiste en que nuestras acciones no son más inalienables que nuestra propiedad. ¿Quién puede saber a ciencia cierta, en la gran madeja de acciones y reacciones humanas, quién es realmente el dueño de un acto en concreto? ¿Quién es exactamente el responsable de la muerte del angelical Simón de El señor de las moscas? No siempre es fácil determinar dónde termina mi responsabilidad (o, incluso, mis intereses, mis deseos o mi identidad) y dónde comienza la de otra persona. Son ininteligibles preguntas como «quién actúa aquí» o incluso «quién desea aquí».
Cierto es que la idea del pecado original no se reduce solamente a lo anterior. También debemos tener en cuenta, como ya he escrito en otro libro, «la perversidad del deseo humano, el predominio de la falsa ilusión y la idolatría, el escándalo del sufrimiento, la anodina persistencia de la opresión y la injusticia, la escasez de virtud pública, la insolencia del poder, la fragilidad de la bondad y el formidable poder de los apetitos y del interés propio».[5] Nada de esto significa que seamos impotentes para transformar nuestra situación actual. Lo que sí quiere decir, por el contrario, es que no lo conseguiremos sin antes admitir sobriamente nuestra descorazonadora historia. No se trata de una historia que descarte que el socialismo o el feminismo, por poner dos ejemplos, sean posibles, pero sí de una que elimina toda posibilidad de utopía. Hay ciertos rasgos negativos de la especie humana que no pueden ser sustancialmente modificados. La tragedia de guardar luto por los seres queridos que fallezcan, por ejemplo, no conocerá final mientras existan el amor y la muerte. Podemos estar casi seguros del todo de que no nos será posible erradicar la violencia sin sabotear al mismo tiempo determinadas capacidades nuestras que valoramos. Pero, si bien la anulación de la muerte y el sufrimiento tal vez sea un logro que no esté en nuestra mano conseguir, no se puede decir lo mismo de la injusticia social.»
Notas:
[1] R. L. Stevenson, The Strange Case ofDr.Jekylland Mr. Hyde, Londres, 1956, p. 6. [Hay trad, cast.: El extraño caso del Dr. Jekylly Mr. Hyde, Barcelona, Mondadori, 2000.]
[2] Hannah Arendt, Eichmann in Jerusalem: A Report on the Banality of Evil, Harmondsworth, 19 79, p. 54. [Hay trad, cast.: Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal, Barcelona, Lumen, 1967.
[3] Ibid., p. 288.
[4] Citado en Peter Dews, The idea of Evil, Oxford, 2007, p. 4.
[5] Primo Levi, The Drowned and the Saved, Londres, 1988, p. to 1. [Hay trad, cast.: Los hundidos y los salvados, Barcelona, El Aleph, 2002.]