Fuente: Portal Libertario OACA 22.09.2020 18 Sep 2020 05:17 PM PDT
«Todos los sistemas de control se basan en el binomio castigo-premio. Cuando los castigos son desproporcionados a los premios y cuando a los patrones ya no les quedan premios, se producen las sublevaciones.»[1]
Burroughs
En esta segunda década del siglo cada vez son más frecuentes las revueltas urbanas a lo largo y ancho de la geografía global, con sutiles variaciones en cuanto a su duración e intensidad. Hong Kong, Francia, Argelia, Irak, Haití, Líbano, Cataluña, Ecuador, Bolivia, Sudán, Chile, Bielorusia y, ahora, Estados Unidos de Amérikkka, han sido sede de multitudinarias protestas ampliamente reseñadas en los medios de domesticación masiva. Como he señalado en otras ocasiones, éstas manifestaciones tienen motivaciones muy particulares que las explican; sin embargo, es indiscutible que todas poseen un vínculo intangible que funge como denominador común de la mayoría de estas movilizaciones: el hartazgo y la rabia de la desesperanza.
Lejos de la retórica izquierdista que insiste contra toda evidencia que «mientras haya miseria habrá rebelión», lo que en verdad ha motivado las rebeliones recientes no ha sido la «miseria» sino la conjunción del hartazgo y la desesperanza. Estos dos factores –que impulsan la añoranza por lo «malo conocido» y anhelan el retorno al Estado benefector, al capitalismo industrial y a la sociedad del trabajo–, son los causantes del malestar generalizado que ha desembocado en la revuelta global de nuestros días.
Resulta cada vez más axiomático que la «miseria» solo produce «miseria». Es decir, servidumbre, mendicidad e incluso, pérdida de toda dignidad. Tal como reza el proverbio: «el hambre es mala consejera». Es la madre de todos esos especímenes que se cuelgan un letrero al cuello que reza «Hago cualquier trabajo» (hasta para las SS, como nos recuerda George Steiner). Por eso, en lugar de crear rebeldes y refractarios, la miseria engendra enfermedad, desnutrición, mortalidad, miedo, explotación sexual, corrupción, soldados, policías, delatores y votantes: miseria humana. Razón por la que se enaltece la miseria desde la izquierda, sabedores que entre sus fauces se ceba el porvenir, o sea, se contabilizan los futuros votos. Solo hay que consignar algunos «premios» y, enunciar abracadabra: la carroña clientelar permanecerá garantizada por un período de tiempo relativamente prolongado, hasta que «ya no quedan premios» (Burroughs dixit) y vuelvan las sublevaciones.
Eso ya lo infería el célebre autor de Los Miserables, pavimentando su brillante carrera política de la mano de su exitosa carrera literaria. En el Libro Séptimo de su conocidísima novela, intitulado «El argot», el poeta y novelista remata:
«Desde el año 1789, el pueblo entero se dilata en el individuo sublimado; no hay pobre que, teniendo su derecho, no tenga su rayo luminoso; el más mísero y desvalido siente en sí la honradez de Francia; la dignidad del ciudadano es una armadura interior; el que es libre es escrupuloso; el que vota reina. De ahí la incorruptibilidad; de aquí el aborto de las desordenadas é insanas concupiscencias; de aquí los ojos bajados heroícamente ante las tentaciones».[2]
Víctor Hugo, después de aventarse un clavado en la profunda alberca de la miseria, otea su maravilloso potencial. Como bien señala Walter Benjamin:
«Fue el primer gran escritor que usó títulos colectivos en su obra: Les Misérables, Les travailleurs de la mer. La multitud significaba para él, casi en un sentido antiguo, la multitud de los clientes –esto es, sus lectores– y de sus masas de votantes».[3]
Ciertamente, la miseria ha avivado incontables revueltas en la historia pero, de manera infalible, han sido «pacificadas» con dosis proporcionales de garote (la neutralización por miedo), pan (la neutralización por subsidio[4]) y, circo (premios de consolación y reformas políticas). Justo, en la aplicación proporcional de estas raciones radica la culminación del conecepto «proletario», en referencia a los ciudadanos sin tierra carentes de trabajo que conformaban la clase más miserable de las ciudades romanas (proletarius), cuya única utilidad –para el Estado– era su capacidad de generar proles (descendencia/hijos).
Estas hordas de excluídos, fueron pacificadas con garrote, pan y circo y, empleadas como «mano represiva» (legionarios), engrosando las reservas de los ejércitos del Imperio. Tal reflexión, motivó a San Charlie de Tréveris –catorce siglos después– echar mano del término «proletario», aterrizando su única definición en una apretada nota a píe de página a lo largo de los copiosos folios de El Capital, donde delimita a priori todas las chapucerías de los marxianos contemporáneos que intentan, de manera arbitraria, subsumir dentro del concepto «proletario» las configuraciones identitarias más insólitas (pueblos originarios y afrodescendientes) tratando de subsanar las limitaciones racistas y las estrecheces economicistas de la visión marxiana.[5]
De payasos y profetas
A propósito del «pauperismo» o la miseria generalizada de las clases jornaleras, ya por allá de 1844-46, decía Proudhon citando a Antoine Eugène Buret[6]:
«La descripción de la miseria de las clases jornaleras […], tiene algo de fantástico que oprime el corazón y espanta. Son escenas que la imaginación se resiste a creer, a pesar de los certificados y de los expedientes gubernativos. Esposos desnudos, ocultándose en el fondo de una alcoba sin amueblar, con sus hijos también desnudos; poblaciones enteras que no van el domingo a la iglesia por no tener ni harapos con que cubrirse; cadáveres insepultos durante ocho días por no haberle quedado al difunto un sudario en que amortajarle, ni dinero con que pagar el ataúd y al sepulturero, en tanto que el obispo goza de cuatrocientos o quinientos mil francos de renta; familias enteras amontonadas en miserables pocilgas, haciendo vida común con los cerdos, y ya en vida ganadas por la podredumbre, o habitando en agujeros como los albinos; octogenarios que duermen desnudos sobre desnudas tablas; la virgen y la prostituta expirando en medio de la misma desnudez e indigencia; en todas partes la desesperación, la consunción, el hambre, ¡el hambre!… ¡Y ese pueblo, que expía los crímenes de sus amos, no se subleva!»[7] (subrayado mío).
Y sí, desde luego que el «pueblo» se ha sublevado infinidad de veces. Los «motines del pan», ocasionados por la privación de alimentos básicos, han sido la contestación de la prole a las hambrunas desde los albores de la civilización, dejando un nutrido registro de efímeras asonadas desde el siglo XIV al XX, con marcada frecuencia en los siglos XVII, XVIII y XIX[8]. Como bien advierte Bakunin:
«Desde que existen sociedades políticas, las masas han estado siempre descontentas y han sido siempre míseras, porque todas las sociedades políticas, todos los Estados, republicanos lo mismo que monárquicos, desde el comienzo de la Historia hasta nuestros días, han sido fundados exclusivamente y siempre, solo con la diferencia de grado en la franqueza, sobre la miseria y el trabajo forzoso del proletariado. […] De ahí un eterno descontento. Pero este descontento raramente produjo revoluciones»[9].
Uno de los motines del hambre –característicos de la época preindustrial– del siglo XVII, de los que se tiene mayor documentación, fue el acontecido la primavera de 1652 en la ciudad de Córdoba en la región andaluza.[10] Casi finalizando el siglo pero de este lado del Atlántico, tendría lugar otra algarada provocada por la miseria: el motín del hambre de 1692 de la Ciudad de México, también conocido como el «motín del pulque».[11] En los siglos XVIII, XIX y XX, igualmente figuraron los motines engendrados por la miseria. Empero, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, estas revueltas serían aprovechadas eficazmente por los «putschiistas» devotos del coup d’État. La miseria comenzaría a parir revoluciones.
La carrera del «revolucionario profesional» empezó a dar frutos en el siglo XIX, consolidandose la estrategia golpista hacia la «toma del poder». Por eso, para San Charlie, Blanqui y sus camaradas, eran la viva encarnación de «los verdaderos jefes del partido proletario».[12] De tal suerte, se alentaba la formación de «especialistas» en los menesteres de la Revolución y se «sacraliba» la política, transformando la Nación, el Estado, el Pueblo, la Raza o, el Proletariado, en una entidad sagrada, es decir, una entelequia suprema, intangible y trascendente, eregida como eje de un sistema de valores, símbolos, ritos, mitos y creencias, que demanda sacrificio, militancia, fidelidad, culto y subordinación del individuo y de la colectividad. Así tomaba cuerpo el simbolismo político en la sociedad de masas[13] y se propagaba «un modo de concebir la política que excede el cálculo del poder y del interés, y se extiende hasta abarcar la definición del significado y del fin último de la existencia»[14]. Para ello, se dotaba a las masas de esperanza en el futuro (¡otro mundo es posible!), mientras se les amaestraba como carne de cañón; es decir, en tanto aprendían el arte de los imbéciles y se diponían a matar y a morir en nombre de la Verdad que los hará felices, enunciada por algún payaso y/o profeta.
Para decirlo con el compañero Bonanno:
«Si hubo un tiempo en el que pensé que sería útil ser un payaso para la revolución, y los mítines sin duda constituyen una actividad teatral como cualquier otra, ahora ya no creo en esta necesidad, no por la inutilidad específica del payaso, que siempre tendrá su papel en todos los movimientos políticos, sino por la posibilidad de que la revolución se pueda lograr tocando la lira al pueblo, con todas las cuerdas de la armonía establecida […] Traer a colación la verdad como símbolo del sacrificio por el cual uno está dispuesto a morir, y por lo tanto a matar, sugiere a otros, si hay una pizca de inteligencia, la solución del enigma, el lugar del truco a ser resuelto para beneficio de todos. ¿Pero quién responde a la esfinge?»[15]
El proceso de incubación
A finales del siglo XIX, la miseria incubó el huevo de la serpiente. Las hambrunas decimonónicas abonaron el terreno para los fascimos (rojo y pardo). Desde 1890, una sucesión de malas cosechas en las regiones del Volga, causó estragos a millones de campesinos en la Rusia zarista. Comunidades enteras huían a las ciudades en busca de alimento. Más de medio millón de personas morían literalmente de hambre o como resultado del tifus y el cólera. A pesar de la hambruna, las autoridades permitieron la exportación de granos, lo que provocó incontables motines y rebeliones campesinas que serían reprimidas por el Ejército imperial a sangre y fuego. Esta situación, indujo a los dirigentes populistas a impulsar su llamado «hacia el pueblo», enrolando a cientos de estudiantes provenientes de las principales ciudades que –desde su visión romántica–, concebían la aldea como una armoniosa comunidad colectiva que encarnaba las aspiraciones socialistas del «alma campesina». Así concluiría la última década del XIX, marcada por las abismales desigualdades del imperio ruso, con una ralea de aristócratas privilegiados y una enorme «masa» de miserables asechada por el hambre y las enfermedades.
Durante los primeros años del siglo XX, la miseria en las zonas rurales continuaría en ascenso, mientras que en las ciudades el desempleo alcanzaba niveles insólitos, lo que desató una ola de manifestaciones y huelgas, en su mayoría emplazadas por los anarquistas. En el verano de 1903, una gigantesca huelga general estremecía el sur de Rusia; en tanto, los «marxistas revolucionarios» se arrancaban el cuero durante su II Congreso en medio de una batalla campal por el control del Partido Obrero Social Demócrata Ruso, lo que originó la irreconciliable división entre bolcheviques y mencheviques.
La «conciencia revolucionaria» se había acrecentado considerablemente con la progresiva escolarización del campo, lo que aunado al descontento generalizado por la derrota militar frente al imperialismo japonés, ubicaba los ánimos al borde de la revolución social.
En los primeros días de 1905, estallaron huelgas en diferentes ciudades del país. El 9 de enero, tuvo lugar una masiva manifestación en Petrogrado (San Petersburgo), encabezada por el cura Gueorgui Garpón. Más de 140 mil mujeres, hombres y niños, empuñando imágenes religiosas y retratos del Zar, marcharon hacía el Palacio de Invierno suplicándole al «Padrecito del pueblo» que aliviase la tremenda miseria que estaban soportando. Los cosacos abrirían fuego contra los manifestantes, dejando un saldo de miles de muertos y heridos. Gorki, bautizaría aquella masacre como «El domingo rojo» y Lenin –el nuevo payaso/profeta–, la interpretó como «la agonía de la tradicional fe de los campesinos en el “padrecito zar”, y el nacimiento del pueblo revolucionario».[16] Sin embargo, para 1913 los miserables de toda Rusia –al grito de «Dios salve al Zar»–se aprestaban a celebrar los trescientos años de gobierno de la dinastía Romanov.[17] A mediados del siguiente año, la embriaguez patriotera conducía a los miserables de nueva cuenta a la guerra como carne de cañón.
Hacia el final de la Gran Guerra, el escenario se exhibía caótico a lo largo y ancho de Rusia. La exigua industria estaba consagrada a satisfacer las necesidades castrenses («el hambre de proyectiles») y, aunque la producción agrícola no se interrumpió, la amplia red de ferrocarriles del Imperio se puso al servicio de la guerra, paralizando el flujo de alimentos a las ciudades. La hambruna resultante, dio paso a intensas protestas y motines.
El 23 de febrero de 1917, las obreras de las fábricas textiles de Petrogrado –bajo las órdenes del partido bolchevique–, se lanzaron masivamente a las calles con el lema «¡No más hambre!», dando inicio a la denominada «revolución de febrero» que desembocó en la abdicación del Zar Nicolás II. El 3 de abril, llegaría a la estación de trenes de la otrora capital imperial procedente de Zúrich el payaso/profeta de la nueva Revolución, contando con el puntual financiamiento del Reich.[18] Treinta y cuatro semanas después, se pondría en marcha el fascismo rojo, prolongándose hasta finales del año 1991. El hambre no desapareció con su implantación pero todos los motines de subsistencia fueron ahogados en sangre.[19] La «pacificación» con garrote, pan y circo, tampoco prescribió con la muerte de Lenin (21 de enero de 1924), por el contrario, se intensificó con su sucesor Iósif Stalin. El nuevo payaso/profeta impondría una gigantesca red de campos de concentración, tristemente conocida como Gulag.[20]
Con diferentes protagonistas, aunque con el mismo guion –experiencia de la que podríamos y, deberíamos, extraer importantes pistas que nos ayuden a entender el presente–, la incubación del fascismo continuó su curso. Desde finales de los ochocientos hasta el año 1913, durante la llamada «Era giolittiana», el Reino de Italia impulsó la integración de su economía en el contexto capitalista internacional, promoviendo la «modernización económica y social». La gran inflación resultante de la Primera Guerra Mundial, derivó en la miseria generalizada a partir de 1918, sembrando el descontento entre los excluidos. Ante la «crisis», los sectores obreros llamaron a huelga extendiendose los conflictos en toda la bota itálica. La rápida descomposición del Estado liberal posunitario y la turbulencia revolucionaria,[21] abonaron el terreno para el ascenso al poder de Benito Mussolini.
Con la llegada de este payaso/profeta, se instauró un nuevo régimen totalitario con los mismos rasgos del «fascismo genérico».[22] Rápidamente incorporó elementos propios, construyendo un «paradigma» a la italiana («fascismo específico»), fundado en el corporativismo, la exaltación del «pueblo», la redención obrera y, el nacionalismo. La ideología de este otro fascismo también se presentaba como una doctrina revolucionaria, ungida de principios socialistas (anticapitalistas, antiparlamentarios, antiliberales y, desde luego, antimarxistas y ultranacionalistas), que propugnaba la intervención del Estado mediante corporaciones profesionales que agrupasen a trabajadores y empresarios afectos al regimen de partido único[23]. Para garantizar el buen funcionamiento del sistema, sería necesario consolidar el terror contra los intelectuales disidentes, las minorías étnicas y, los opositores al régimen (traidores a la nación), a través de un aparato policial extremadamente represivo; afianzar las fuerzas armadas al servicio del líder y su organización partidista –dispuestas a extender el proyecto fascista hacia el exterior– y; emprender la permanente movilización de la sociedad en función del fortalecimiento del Estado.
Una caracteristica esencial del fascismo es su talante anticapitalista y antiburgués[24], manifiesto en su crítica al materialismo imperante en el capitalismo, por lo que demanda su transformación hacia un «capitalismo organizado» (Capitalismo de Estado o, Capitalismo Monopolista Totalitario) fuertemente regulado, que permita la «redistribución del poder social, político y económico.»[25] Para ello apela a sentimientos fuertemente arraigados en el «pueblo», encarnandolos en los símbolos y, su representación en el Estado, por medio del establecimiento de lazos directos entre las «masas», el partido dirigente y el líder.[26] De tal suerte, toda esfera de la actividad humana queda sujeta a la intervención estatal. Como sentenciara el Duce: «todo dentro del Estado, nada en contra del Estado, nada fuera del Estado.»[27]
Pero pese a esta «estatización forzada» (o gracias a ella), el régimen fascista va a gozar de gran popularidad y total aceptación entre las «masas». El estímulo a las actividades de ocio popular; la política de integración; la construcción del «hombre nuevo» a través del sistema de educación y; el fomento de la seguridad social mediante la «Carta del Trabajo»[28] –prometiendo derechos sociales y, un orden de paz y armonía entre obreros y patronos, como fuerzas productivas al servicio de la Nación–, le otorgará el beneplácito popular al fascismo, dotando de especificidad este fenómeno político.
En Alemania, la situación no sería muy diferente. El Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei) llegó al poder en 1933 en medio de una gran convulsión social y una profunda depresión económica. El crack de Wall Street de 1929 tuvo severas repercusiones como consecuencia de la enorme dependencia de los prestamos a corto plazo del exterior, allanando el camino de la Revolución nacionalsocialista. La tasa de desempleo entre 1929 y 1932 se incrementó de 6 a 18%, la producción industrial registró una caída de 40% y, la renta per cápita se contrajo en 17%. Esta conjunción de factores estimularon «el ascenso de un nuevo movimiento de masas que, en un período de crisis, movilizó a una gran proporción de la población, seducida por los atractivos de un líder carismático como era Hitler.»[29]
Desde los años noventa del siglo XIX, el movimiento völkisch atesoró fuerzas con el discurso cohesionador a pesar de su organización multiforme y sus diversas preocupaciones ideológicas, a veces contradictorias y rivales entre sí, pero inequívocamente orientadas hacia el antisemitismo, el pangermanismo, la eugenesia y, la reformación de la vida cultural y religiosa. Al interior de este movimiento, cobraba pujanza la presencia juvenil que se sacudía «literalmente las represiones y coacciones de una rancia existencia burguesa»[30] Dando inicio el siglo XX, el movimiento popular cosecharía adhesiones ante las dificultades económicas que acarreó la Primera Guerra. La economía alemana estaba severamente afectada por la prolongación del conflicto. La miseria provocó motines de hambre (1915) e importantes huelgas (1917) socavando la moral en el frente interno.
A mediados de 1917 –bajo la dictadura militar de Lundendorff y Hindenburg– se fundó el Partido Patriótico Alemán (Deutsche Vaterlandspartei/DVLP), con el apoyo de la Alldeutscher Verband. De orientación ultraderechista, nacionalista y militarista. La nueva formación política acogió en su seno al movimiento völkisch, junto a otras corrientes antisemitas del nacionalismo radical alemán, llegando a contar con un millón doscientos cincuenta mil afiliados. Tras la revolución de noviembre de 1918, que puso fin a la monarquía de Guillermo II y, dio paso a la república parlamentaria, el Partido Patriótico se disolvió. Muchos de sus miembros pasarían a engrosar las filas del Partido Nacional del Pueblo Alemán (DNVP); el resto de sus integrantes, bajo la dirección del obrero ferrocarrilero Anton Drexler y el periodista Karl Harrer, conformaron el Círculo Político de Trabajadores (Politischer Arbeiterzirkel). Radicalmente opuesto al capitalismo y al comunismo, el «Círculo» se dedicó en cuerpo y alma al activismo y la agitación política entre los trabajadores.
El 5 de enero de 1919, Drexler y Harrer fundarían en Múnich el Partido Obrero Alemán (DAP) con tan solo 40 militantes. Uno de sus futuros miembros sería Adolf Hitler, quien dos años más tarde, se consolidaría como líder indiscutible del partido. Después de su activa participación en el brutal aplastamiento de la insurrección espartaquista, junto a las milicias de voluntarios (Freikorps), la formación política cambiaría su nombre por el de Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP) y, haría público su Programa de 25 puntos –coautoría de Drexler y Hitler– el 24 de febrero de 1920.
Al calor de la miseria, crecía el espíritu ultranacionalista y la cultura racista, lo que facilitó el incremento acelerado de la militancia del partido. El discurso demagogo del NSDAP, centrado en el ataque a los bancos y las grandes empresas, junto a la defensa del socialismo de Estado como propuesta económica garante de la seguridad social, ejerció gran influjo entre los trabajadores y una enorme aceptación general, proporcionándole dos victorias con mayoría simple en las elecciones democráticas parlamentarias de 1932 y, el posterior nombramiento de Hitler como canciller (1933).
La miseria que viene
Las revueltas de subsistencia más connotadas de finales del siglo pasado fueron las de Argentina en 1989, durante la hiperinflación de los últimos días de gobierno de Raúl Alfolsín, destacando la proliferación de «ollas populares» y la expropiación colectiva del centro comercial Cruce Castelar en el Municipio de Moreno en Buenos Aires[31]. Aquella experiencia, pronto sería neutralizada con medidas oficiales de contención mediante la provisión de alimentos a las zonas populares, consolidándose como prácticas clientelares que favorecieron el empoderamiento de líderes y dirigentes sociales como mediadores con el sistema de dominación, garantizando el control social y la recuperación sistémica. Se repetirían los motínes de subsitencia en el país austral a comienzos del presente siglo originando el levantamiento de diciembre de 2001 que produjo la caída del gobierno de Fernando De la Rúa. Nuevamente serían apaciguados con garrote, pan y circo, mientras se asfaltaba el futuro del matrimonio Kirchner (2003-a la fecha) con el voto por la izquierda asegurada.
En lo que llevamos andado del siglo XXI, se ha registrado una retahila larga de protestas y rebeliones por hambre. En enero de 2007, bajo el lema de «sin maíz no hay país» y contra la ratificación del Tratado de Libre Comercio de Amérca del Norte (TLCAN), decenas de miles de manifestantes tomarían las calles de la Ciudad de México en protesta por el alza del precio del maíz. En septiembre de ese mismo año, en Myanmar (antigua Birmania) el aumento en los precios de los alimentos y la gasolina, provocó la insurrección de las monjas y monjes budistas conocida como la «revolución del azafrán». Durante la primavera del año 2008, estallaron motines en diferentes ciudades de Egipto, Marruecos, Haití, Filipinas, Indonesia, Pakistán, Bangladés, Malasia, Senegal, Costa de Marfil, Camerún y Burkina Faso.
Las rebeliones de los miserables se intensificaron con la llamada «crisis financiera internacional» que agravó el hambre en el mundo con la volatilidad creciente de los productos agrícolas al ser incluidos en las bolsas de «commodities», como resultado de la incursión de fondos especulativos en estos rubros. Desde entonces, los precios continúan en alza, arrojando a más de cien millones de personas a la miseria. Lo paradójico es que con la industrialización del agro –de la mano de los pesticidas y la manipulación biotecnológica– la actual sobreproducción agrícola es exuberante. Hoy, las hambrunas no se deben a la penuria ni a los infortunios meteorológicos sino a otros factores.
La especulación financiera de los productos alimentarios ha forzado a 820 millones de personas alrededor del mundo a vivir en extrema pobreza, de las cuales 265 millones podrían morir de hambre, según las proyecciones más conservadoras del Programa Mundial de Alimentos de la ONU. Se estima que unas 12,000 personas morirán de hambre diariamente como consecuencia del impacto económico de la pandemia, número muy superior a los que fallecerán por las secuelas del virus Covid-19. En tanto, ocho de las mayores corporaciones productoras de alimentos y bebidas han repartido entre sus accionistas más de 18.000 millones de dólares desde que inició la crisis sanitaria. Los economistas esperan que la contracción de la producción global genere alrededor de 450 millones de parados en el mundo pero, de enero a la fecha, han aumentado más de 40% sus fortunas los 12 multimillonarios más acaudalados del planeta.
Muy probablemente, esta miseria anunciada suscite incontables rebeliones que facilitarán el acenso de nuevos payasos/profetas y el establecimiento de nuevos gobiernos populistas. Pero, ninguna conducirá al ocaso del capitalismo ni al fin de la dominación. Con la «neonormalidad» que nos imponen, se reinventan los capitales y se remoza la dominación, regresando a los Estados fuertes y a la retórica nacionalista, en un marco de reorganización que vuelve a dejar fuera del texto la libertad individual y colectiva en busca de «soluciones urgentes», fortaleciendo las tentaciones autoritarias.
Otra vez, la miseria incuba al fascismo (rojo y/o pardo) disfrazado de solución revolucionaria y transformación radical y, se instituye como la razón de lucha que intenta reemplazar la vieja realidad. El auge contemporáneo del fascismo y su galopante institucionalización, nos revela su evidente aceptación a través de la reiterada narrativa de «la recuperación de los valores perdidos» que capitaliza el pasado –supuestamente «heroico» y siempre mejor que el presente– y lo moldea como producto disponible en un futuro mejor.
No podemos caer en la trampa de la «urgencia» y bajar la guardia ante el reemplazo autoritario de la realidad. El Poder mantiene cautiva a la realidad desde el primer día de su ejercicio sobre la faz de la Tierra. De ahí la imposibilidad de transformarla –como cínicamente proponen las izquierdas en todos los confines–; la cantaleta de “Otro mundo es posible” es la trampa contemporánea para prolongar la homonimia «Poder=realidad». Por ello la apetencia de poner en práctica un pensamiento-acción capaz de demoler la realidad. No de transformarla. Solo así se desarma la trampa de la totalidad. He ahí la necesidad de pensar la praxis anárquica en su dimensión excesiva, la necesidad de pasar de los sintagmas preposicionales al paradigma. Empero, para concretar un nuevo paradigma anárquico es imprescindible quemar todas las hojas de ruta.
Imaginemos por un instante que lo «normal» no sea el capitalismo ni la continuidad ad infinitum de la dominación sino ese mundo en ruinas al que nunca hemos temido. Pensemos en la destrucción definitiva del trabajo, en la demolición de todo lo existente, en el derrumbe terminante de la civilización. Caminemos, sin desviarnos, hacia ese objetivo. La pericia del fuego es una apuesta tentadora que alienta nuestros anhelos de liberación total e impulsa la reyerta. Hoy, lo único que tenemos que salvar es el fuego. El resto: ¡qué arda hasta las cenizas!
Gustavo Rodríguez,
Planeta Tierra, 1º de septiembre de 2020
(Extraído del folleto «El aroma del fuego: la rabia de la desesperanza en un mundo tripolar», septiembre, 2020.)
Notas
[1] Odier, Daniel, El trabajo (The Job). Entrevistas con William Burroughs, Enclave de Libros Ediciones, Madrid, 2014.
[2] Víctor Hugo, Los miserables, Cuarta Parte, Libro Séptimo-El argot, Garnier Hermanos Libreros-Editores, Paris, 1901, p. 282.
[3] Benjamin, Walter, El París de Baudelaire, 1º Edición, (Mariana Dimópulos, trad.), Eterna Cadencia Editora, Buenos Aires, 2012, p.136.
[4] Esta estrategia neutralizadora es harto común en América Latina, generalmente orquestada por una red clientelar, tejida por los partidos políticos y un conjunto variopinto de organizaciones sociales que se han instituido como interlocutoras con el Estado, ya sea mediante la movilización y/o a través de la negociación y el acuerdo con la dominación.
[5] «Por «proletario» únicamente puede entenderse, desde el punto de vista económico, el asalariado que produce y valoriza «capital» y al que se arroja a la calle no bien se vuelve superfluo para las necesidades de valorización del «Monsieur Capital», como denomina Pecqueur a este personaje. «El enfermizo proletario de la selva virgen» es una gentil quimera del señor Roscher. El habitante de la selva virgen es propietario de ésta y la trata tan despreocupadamente como lo hace el orangután, esto es, como a propiedad suya. No es, por ende, un proletario. Lo sería si la selva virgen lo explotara a él, y no él a la selva virgen. En lo tocante a su estado de salud, el mismo no sólo resistiría la comparación con el del proletario moderno, sino también con el de «personas respetables», sifilíticas y escrofulosas. Es probable, no obstante, que el señor Wilhelm Roscher entienda por selva virgen sus landas natales de Luneburgo.» Marx, K., El Capital, Tomo I, Vol. 3, capítulo XXIII: La ley general de la acumulación capitalista, Siglo XXI editores, México, 2009, nota número 71, p. 761.
[6] Cfr. vid. Buret, E: De la misère des classes laborieuses en France et en Angleterre, París, 1840.
[7] Proudhon, P. J., Sistema de las contradicciones económicas o Filosofía de la miseria, (F. Pi y Magall, trad. y prólogo), Primera Parte, Cap. VI, El Monopolio, Librería de Alfonso Durán, Madrid, 1870, p.p. 312-313.
[8] Hasta la segunda mitad del siglo XIX, las causas del hambre fueron las malas cosechas provocadas por las constantes heladas, las inundaciones y las devastadoras sequías que produjo la famosa «Pequeña Edad de Hielo», a lo que debe agregarse –como agravante– los habituales atropellos contra los desposeídos y las medidas draconianas impuestas por las clases dominantes.
[9] Bakunin, Miguel, Obras completas, Vol.1, 3ª Ed., Las Ediciones de La Piqueta, Madrid, abril 1986, p.159.
[10] Tras la terrible epidemia de peste que debastó la región entre 1649 y 1650, se registró un incremento sustancial en los precios del trigo provocando la hambruna entre los más desposeídos. La muerte por hambre de un niño en el Barrio de San Lorenzo, haría estallar un colérico motín a comienzos del mes de mayo. Una multitud de campesinos asaltaría la casa del corregidor y de prominentes acaudalados de la ciudad, expropiando masivamente el grano acaparado. La rebelión sería apaciguada con la mediación de Diego Fernández de Córdoba, que aceptó sustituir al corregidor (vizconde de Peña Parda) y establecer un precio fijo para el pan, exigiéndole a los campesinos cordobeses que entregaran las armas y regresaran a sus casas. El rey Felipe IV ordenó la entrega de recursos a la ciudad para la compra de trigo y otorgó el perdón a los amotinados, poniendo fin a la revuelta con abundancia de grano y el abaratamiento del pan. Cfr. vid, Díaz del Moral, Juan, Historia de las agitaciones campesinas andaluzas, Alianza Editorial, Madrid, 1967.
[11] Después de un prolongado período de torrenciales aguaceros e inundaciones en el Valle de México, que afectaron severamente las zonas agrícolas, le siguío una plaga de chiahuixtle que dio cuenta de las pocas cosechas que habían subsistido a las aguas. La carestía de maíz y trigo y, la especulación de los comerciantes, indujo un alza en el precio de los granos, desatando en plena epidemia de sarampión el hambre en los sectores excluidos –«indios, negros, criollos y bozales de diferentes nacionalidades, chinos, mulatos, moriscos, zambaigos, lobos y españoles zaramullos (que eran los pícaros, chulos y arrebataropas)»–; ante la escasez de alimentos las mujeres indígenas se lanzaron al asalto de la alhóndiga en busca de sustento. Inmediatamente se produjo la revuelta en plazas, mercados y pulquerías, envalentonados y eufóricos por los efectos del «néctar de los dioses». Al grito de ¡Viva el pulque! se desencadenó la ira de los amotinados que enfilaron rumbo al Zócalo, dispuestos a quemar el palacio, matar al virrey y al corregidor. A las cinco de la tarde del 8 de junio de 1692, con piedras y machetes en mano, los sublevados quemaron el palacio virreinal, las casas del ayuntamiento, sus juzgados y oficios de escribanos, la puerta de la Real Cárcel de Corte, la alhóndiga y los cajones y puestos de la plaza mayor. Las expropiaciones de bienes y alimentos fueron masivas, siendo saquedas las tiendas de mercadería, semilla, hierro, loza y otros géneros. Al otro día la represión no se dejaría esperar, muchos de los amotinados serían ahorcados, otros azotados y se expulsaría de la ciudad a la población indígena hacia los barrios periféricos. Tras el tumulto, hubo bastante maíz y trigo que llevaron de la ciudad de Celaya para apaciguar a los sublevados. Cfr. vid, Robles, Antonio de, Diario de sucesos notables (1665-1703), vol. III, Porrúa, México, 1945. Y, Sigüenza y Góngora, Carlos, “Alboroto y Motín de México del 8 de junio de 1692”, en Relaciones históricas, UNAM, Biblioteca del Estudiante Universitario, México, 1954. Otra versión de los hechos, afirma que «el tumulto no había sido motivado por la falta de maíz, sino que antes bien tenían mucho escondido en sus casas; que lo habían escondido para tenerlo acumulado cuando se sublevaran, y que como la cosecha de maíz se había perdido y había poco y caro, compraron mucho más de lo necesario y lo enterraron para que con ello faltase a la gente pobre y éstos, viendo que valía la comida tan cara estarían de parte de los sublevados.», Carta de un religioso sobre la rebelión de los indios mexicanos de 1692, Editor Vargas Rea, México, 1951, recogido en Feijóo, Rosa, El Tumulto de 1692, Revista Historia Mexicana, El Colegio de México, Vol. XIV, N° 4, Abril-Junio 1965, p. 458.
[12] Marx, K., El 18 brumario de Luis Bonaparte, Fundación Federico Engels, 2003, p.21
[13] Cfr. vid. Mosse, George L., La nacionalización de las masas. Simbolismo político y movimientos de masas en Alemania desde las Guerras Napoleónicas al Tercer Reich, Ediciones de Historia Marcial Pons, Madrid, 2005.
[14] Cfr. E. Gentile, «La sacralización de la política y el fascismo», en J. Tussel, E. Gentile, G. Di Febo, (Eds.), Fascismo y franquismo cara a cara. Una perspectiva histórica, Biblioteca Nueva, Madrid, 2004, p.p. 57-59. Véase también, Gentile, Emilio (1973), La vía italiana al totalitarismo. Partido y estado en el régimen fascista, Siglo XXI, Madrid, 2005; y, Gentile, Emilio, Fascismo: historia e interpretación, Alianza editorial, Madrid, 2004.
[15] Bonanno, Alfredo, Miseria della cultura. Cultura della miseria, Colla Pensiero e azione, Parte Seconda, Cap. IV, Edizioni Anarchismo, 2015, p.175.
[16] Lenin, V.I. (1905), «El “padrecito Zar” y las barricadas», en Obras Completas, Tomo VIII, Akal Editor, Madrid, 1976, p.108.
[17] Las principales calles de San Petersburgo se engalanaron con los colores imperiales y los retratos de los zares, mientras largas cadenas de luces de colores encendían por las noches con la leyenda 1613-1913 y el águila bicéfala del imperio, deslumbrando a los forasteros, muchos de los cuales nunca habían visto la luz eléctrica. «La ciudad era un hervidero de curiosos procedentes de las provincias, y los transeúntes usualmente bien vestidos que paseaban en torno al Palacio de Invierno se veían ahora superados en número por las masas sin lavar (campesinos y trabajadores ataviados con sus blusas y gorras, y mujeres vestidas de harapos con pañuelos en la cabeza)». Cfr. vid. Figes, Orlando, La revolución rusa. La tragedia de un pueblo (1891-1924), Edhasa, Barcelona, 2010.
[18] Los alemanes brindaron ayuda económica a Lenin y los bolcheviques, con la intención de que la revolución en la retaguardia forzara la retirada de las tropas rusas del frente, tal como sucedió. En marzo de 1918, Rusia y Alemania firmaron un armisticio en la ciudad fronteriza de Brest-Litovsk (Bielorrusia), en virtud del cual los rusos renunciaron a grandes territorios (Estonia, Finlandia, Lituania, Polonia y Ucrania) y, la mitad de su industria. Al concluir la Segunda Guerra Mundial, la Unión Soviética recuperó todo lo perdido en Brest-Litovsk e implantó el fascismo rojo en toda su órbita de influencia.
[19] El disturbio por hambre más silenciado de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, fue el «motín de la mantequilla» en la ciudad de Novocherkassk, durante los primeros días de junio de 1962. En pleno esplendor del Imperio rojo, al calor de la denominada «guerra fría», Nikita Jrushchov ordenó instalar misiles nucleares en Cuba con la intención de amedrentar a Estados Unidos y evitar otra escalada militar contra su nuevo satélite. Consiente que la decisión podría desatar la Tercera Guerra Mundial, exigió al complejo militar-industrial soviético aumentar la producción de armamentos, decretando drásticos recortes presupuestales en cualquier sector que no estuviese relacionado a la esfera castrense. El 1º de junio, el Comité Central del PCURSS anunció un alza en los precios de la canasta básica (subió el valor de la carne, la mantequilla y los huevos). El golpe más duro por el alza de precios lo sufrieron los trabajadores cuyas empresas acababan de recortar los sueldos. Los empleados de la Fábrica de Locomotoras Eléctricas «Budyonny» de Novocherkassk, sería uno de los grupos más afectados. Ante la situación, los trabajadores se declararon en asamblea permanente lo que derivó en una masiva protesta en la que participaron más de 5 mil manifestantes. Las autoridades comunistas enviaron los tanques del Ejército Rojo con el objetivo de atemorizarlos pero al no poder persuadirlos ordenaron abrir fuego contra los trabajadores, asesinando a 26 manifestantes e hiriendo a 87. Siete personas fueron incriminadas por asociación ilícita y ejecutadas por los hechos; también serían sentenciados ciento cinco manifestantes, acusados de sedición y condenados a 10 y 15 años de cárcel, quienes al terminar su sentencia fueron obligados a firmar un documento jurando que nunca divulgarían estos hechos. Cfr. vid. Mandel, D., ed., Novocherkassk 1-3 yunya 1962, g.: zabastovka i rasstrel, Moscow: Shkola trudovoi demokratii, 1998. Y, Siuda, Pyotr, Novocherkassk Tragedy, Obschina, 1988, disponible en: https://libcom.org/files/1962%
[20] Solo durante la gran purga de1937-38, más de un millón de personas fueron asesinadas o bien fallecieron en los helados campos de trabajo forzado, la mayoría ex miembros del partido bolchevique, obreros y campesinos.
[21] Cfr. vid, Luebbert, Gregory M., Liberalismo, fascismo o socialdemocracia. Clases sociales y orígenes políticos de los regímenes de la Europa de entreguerras, Prensas Universitarias de Zaragoza, Zaragoza, 1997.
[22] Griffin, Roger, «Cruces gamadas y caminos bifurcados: las dinámicas fascistas del Tercer Reich», en Mellon, Joan Antón, Orden, jerarquía y comunidad. Fascismos, dictaduras y postfascismos en la Europa contemporánea, Tecnos, Madrid, 2002, p.109; Payne, Stanley G., Historia del fascismo, Editorial Planeta, Barcelona, 1995, p.12.
[23] Cfr. vid, Preti, Domenico, La modernizzazione corporativa (1922-1940): economia, salute pubblica, istituzioni e professioni sanitarie, Franco Angeli, Milano, 1987; Economia e instituzioni nello Stato fascista, Editori Reuniti, Roma, 1980. Y; Pinto, António Costa (ed), Corporatism and Fascism. The Corporatist Wave in Europe, Routledge, London, 2017.
[24] Paxton, Robert O., Anatomía del fascismo, Ediciones Península, Barcelona, 2005, p.11.
[25] Ibídem, pp. 18-19.
[26] Op.Cit, Mosse, George L., pp. 69 y ss.
[27] Mussolini, B., El fascismo, Bau Ediciones, Barcelona, 1976.
[28] En la «Carta del Lavoro» (Carta del Trabajo), «documento político del partido» autorizado por Benito Mussolini el 21 de abril de 1927 –aniversario de la fundación de Roma–, dictado por el Gran Consejo del Fascismo y publicada en Il Lavoro d’Italia dos días después (23), quedarían proclamados «los derechos sociales de los trabajadores italianos» en una trama jurídico-político-ideológica que «representa el punto culminante de la gran obra de renovación de la legislación general que ha reconstruido armónicamente todo el sistema de ordenamiento jurídico italiano, basándolo en los principios fundamentales de la Revolución fascista […] Este documento de nuestra Revolución social en cuanto corporativa […] presenta una feliz síntesis entre las dos fuerzas que siempre han acompañado la milenaria historia de Roma: tradición y revolución […] la luminosa idealidad que la revolución de las camisas negras, bañando con su sangre los atormentados campos de Europa, en siembra de una más alta justicia social entre los individuos y entre los pueblos, tiende […] a llevar hacia la victoria, con su fuerza y con su espíritu indómitos, contra los enemigos de una palabra enemiga de la Fe y la Civilización.» Vid. Mazzoni, Giuliano, Los principios de la “Carta del Lavoro” en la nueva codificación italiana, Revista de Estudios Políticos, 6, pp. 227-249. Disponible en: Dialnet-
[29] Fulbrook, Mary, Historia de Alemania, Beatriz García Ríos (trad.), Cambridge University Press, 1995, p.241.
[30] «Los miembros de los Wandervögel (“pájaros errantes”) se vestían con ropas deportivas amplias y cómodas y se dedicaban a realizar excursiones y acampadas por la campiña, cantando y tratando de adoptar un estilo de vida lo más natural posible; estos grupos aún mostrándose críticos con la política oficial (despreciando sobre todo la política parlamentaria de partidos) y el sistema de educación establecido, solían ser no solo muy nacionalistas, sino al mismo tiempo antimaterialistas y antisemitas, dado que en la sociedad moderna se identificaba a los judíos con la burda acumulación de dinero.» Ibídem, pp. 202-204.
[31] Del 24 al 31 de mayo de 1989 se registraron 282 acciones de expropiación masiva en Rosario, Córdoba, Mendoza, Tucumán y Capital Federal.