Fuente: https://periodicogatonegro.wordpress.com/2021/09/22/las-formas-que-toman-los-cerdos/ Suena el despertador a las 640 a.m:. He dormido mal, unos mosquitos en una habitación sin ventanas, en un cuarto de hotel barato pero autopercibido “boutique”. Sus habitaciones están determinadas por los colores del arcoíris. El cuarto donde duermo está en la planta dos de un edificio estilo colonial con patio central, el color de la que me asignaron es amarillo. Un amarillo entre plátano dominico maduro y limón Verna o Eureka. La banana se me hace muy dulce, el limón me resulta demasiado ácido. Desde que migré al reino de España he preferido las limas, verdes, compactas y con un dejo de sabor a coco al final. Quizás la sensación que me llevo de este último día de vacaciones tenga esa mezcla empalagosa de la dulzura del plátano pasado, que en su interior se vuelve miel, con una textura lo más parecida al puré y el ácido del citrus del limón capaz de manchar el mármol más fuerte.
Suena el despertador, pospongo para dormir unos 7 minutos más. Vuelve a sonar la alarma, de un sobresalto, me levanta de la cama. Me paro, un poco incierto de donde estoy, desorientado por el color amarrillo con el que está pintada la piecita de cama de una plaza, en una típica finca andaluza de patio interior. Cierro los ojos intentando ordenar lo que tengo que hacer: ir a la estación a coger el tren de las 850 de la mañana es la meta. La noche anterior ya tenía preparada la maleta, había separado la ropa: una camisa guayabera manga corta de lino color verde militar, al tacto es áspera, a lo lejos se da a ver como suave, tiene dos bolsillos, y cuello mao; un pantalón de jean negro corto, antes largo, transformado en bermuda a principios del verano, (el corte ha despelechado el borde del pantalón, tiene unos flecos de unos 1,5 cm de largo) para los pies tengo una zapatillas deportivas, las que uso para entrenar, son grises con negro, tienen una línea en naranja hecha de la misma costura, son tremendamente cómodas, aunque creo que no se ven tan bien.
Suena el despertador, temprano de mañana, es lunes 23 de agosto de 2021, el calor afuera es insoportable. Dormir bien, con el privilegio de tener el espacio refrigerado, es complejo cuando el aire te pega sobre la cara y no hay forma de que no sea así. En una habitación de 12 metros cuadrados sin ventanas, resulta bastante difícil que el aire no se estanque. El punto medio entre no sufrir calor y no congelarte representa una paradoja compleja, como la de vivir en una ciudad grande, llena de gente que te desconoce e ignora, pero en el anonimato y la circulación constante de nuevas personas se puede encontrar oxígeno fresco para poder “hacer tu vida”. Prefiero eso a la presión que producen las miradas en una ciudad pequeña, donde todos se conocen y te vuelves parte del pueblo que te cree su pertenencia. Esa presión te aprieta la piel, te marca, te llena de moretones que no hacen morado.
Frágil borde entre lo distante y lo cercano, ser parte y partir, sentir la soledad de la polis y la posibilidad de ser uno.
Suena el despertador, estoy en Sevilla, España. Tengo hora y media para llegar a la estación de Santa Justa donde me espera el tren de vuelta a Barcelona. Me alisto, dejo la tarjeta magnética que abre mi habitación amarilla en una pequeña caja negra con 4 cifras, cual candado de maletas. Llevo conmigo un carry-on gris topo con rueditas y una mochila que simula camuflaje verde con negro. Bajo los dos pisos en ascensor y emprendo la caminata. Google maps dice que son 26 minutos a pie desde el alojamiento hasta la estación. Comienzo el trayecto sin haber desayunado. La noche anterior he comido liviano en un restaurante chino cercano. Un comedor inmenso, abierto a medias por las medidas anti-covid, el calor y la falta de terraza. Si hay algo que encuentro, quizás lo único, que hace a la “españitud”, es la afición de las personas del reino por las mesas de los bares apostadas en las calles: las terrazas. Cuerpos que son capaces de esperar por horas, haciendo colas insoportables para conseguir su espacito de escaparate social entre cañas y tapas. No he visto este fenómeno tan profundizado en ningún otro lugar excepto aquí. El restaurante chino está vacío, las luces están casi apagadas, intuyo que es para mantener la temperatura. Dentro hay solo una pareja, un chico vestido de negro rapado a los costados y el pelo largo al centro sentado con una joven de cabellos morado con una camiseta en el mismo tono, están sentados a la par. Cuando me dan la mesa, ya sentado, me giro a mirarlos una y otra vez. La primera vez que lo hago, confundido, me resulta atractivo el verlos con camisetas de mangas largas en medio de ese infierno veraniego. La segunda lo hago porque me perturba su silencio. Llevo veinte minutos sentado y no han hablado entre sí. La chica, con aspecto de fan de animé, sólo cruzó palabra con la camarera para pedirle palillos para comer. Se respiraba algo de enojo en ese silencio, y el pedido de los palos de madera fue lo más parecido a querer demostrar una habilidad: poder comer con ellos. ¿Una disputa con su novio silente? No lo sé. Por mi parte, a pesar de estar en Sevilla, prefiero comer comida china. Hay algo de la comida en el Reino de España que se me torna un desafío, todo es cerdo/a en todas sus variantes: chuletas, lomo, costillas, piernas, paletas, “manitas”, rabo, criadillas –testículos-, seso, aguja –parte alta del cuello-, lengua, oreja, sangre –en embutidos-. El animal crecido para ser estallado en trozos comestibles.
Para ahuyentar judíos y moros, España se dedicó sistemáticamente a tener como ingrediente predilecto de sus comidas, cerdo. En sus más variadas presentaciones el cerdo está hecho: sopa, arriba del salmorejo, embutido, chorizo dentro de la tortilla, aglutinante en las comidas, determinante en la masa, bocata en sus más variadas medidas, bocadillo, croqueta, hortaliza en la ensalada; la lista es interminable, o quizás todo puede volverse una receta que tenga al cerdo como base o agregado, como aderezo o especie. El cerdo en las comidas funciona como la eucaristía cristiana, la pata de jamón expuesta funciona como un crucifijo que invita a los carnívoros cristianos a ser parte de la comunidad eclesial.
Mientras, en esta ciudad llena de vírgenes sollozantes e imágenes de cristos lacerados, mastico mis berenjenas con arroz blanco entre pensamientos de perniles vueltos crucifijos y bacon hechos hostias, siento la tranquilidad que me da el restaurante chino, refugio de trozos de animales muertos que cuelgan de los techos.
Suena el despertador. Estoy en medio del campo, en Santiago del Estero, Argentina. Es una tarde seca de fines de otoño, la temperatura es cálida. El polvo puede sentirse en los poros y puede olerse en cada respiración. Se escuchan algunos grillos cerca y el atardecer está próximo. Estamos con mi familia visitando a unos conocidos de mis abueles paternes; personas de campo que visten con camisas a cuadros, anchas, vaqueros azul oscuro regular fit, botas de cuero marrones; algunos llevan boina. Uno de los hombres encargados de la estancia, José, nos invita a les niñes a presenciar un acto que él denominó conmocionante: una de las chanchas del criadero daría a luz antes de que anocheciera. Nos dirigimos todes les niñes al chiquero. La condición de los animales es miserable, comen el cereal que la empresa no vende entremezclado con, lo que para mí es, basura. Soy uno de los más grandes de les chiques, no llego a los doce años. El olor de los “corrales” porcinos, tramados en parcelas de barro, segmentadas por alambre electrificado, es rancio. El olor a tierra seca queda opacado por el aroma fétidamente ácido que circunda. Me tapo la nariz con los dedos y frunzo el ceño. El señor que dirige la escena, José, me mira preocupado por mi delicadeza y hace un comentario a les otres niñes exponiendo mi condición, dice: “parece que tenemo’ uno acá que é’ muy fifi”. Su comentario no me inmuta, era algo a lo que estaba acostumbrado. Un niño, que parece mayor que yo, lleva una camiseta de la selección argentina canjeada con tapitas de Coca-Cola, un pantalón de poliéster negro con el logo de la copa del mundo USA 94, tiene pelos en las piernas y algo de bigote negro, sus zapatillas están cubiertas de manchas de clorofila y tiene pegados abrojos alrededor de los cordones desatados, ese, suelta un chiste:
“¿Sabe’ como le dicen a este? Papel celofán. É’ muy fino, muy fino, pero no sirve ni pa’ limpiarse el culo”.
Aplico la estrategia que ya había aprendido unos siete años atrás en la sala roja del jardín de cinco: hacer como si no entendiera lo que dicen de mí o, en ocasiones más hostiles, volverme sordo. Los ayudantes del encargado del alumbramiento porcino se cercioran de dejarnos parados en primera fila para ver de cerca y en vivo como saldrán los bebés puercos. Somos seis o siete chiquilles parades ante una animal queriendo dar vida. Como si estuviésemos por asistir a un espectáculo ajeno a la condición humana, quedamos expuestos ante ese momento por el que todo mamífero viviente ha tenido que pasar: ser paridos del cuerpo de otro mamífero mayor. José se prepara con unos guantes de latex negros que le llegan por arriba de los codos, práctica muy similar a los preparativos del sexo “duro”, del fist fucking. Cierro los ojos ¿qué otra cosa puede uno hacer cuando es obligado, como niño, a asistir a un momento como este? El suelo de tierra se vuelve un charco rojo. El olor del hogar de cerdos se entremezcla con el de la sangre del animal. El hombre tironea une a une les cerditos del vientre de la madre. Uno de los ayudantes los limpia con el agua a presión que sale de una manguera verde con rayas blancas, el ruido de los chanchitos es inconfundible, una mezcla de chillido de dolor y ronquido profundo en medio de una noche muda. El partero José señala a les animalites. Su cara hace muecas inciertas. En su mano derecha tiene una cinta roja descolorida. Mientras el ayudante continúa rociándolos con agua, José revisa, a lo lejos, une a une los cuerpos de los recién nacidos y, sin dudarlo mucho, recoge uno de les cerdes y dice: “A este hay que prepararlo para carnearlo en navidad”. Aplico la estrategia usada en casos extremos: me vuelvo sordo, también enmudezco. Respiro fuerte y el olor a la vida que sabe de su pronta muerte, me atraganta. Por un momento me siento más lechón que humano. En los minutos de silencio entiendo que un animal no puede ser comida. Se me cierra el estómago, hasta hoy. Una alarma queda sonando: es allí cuando decido que nunca más volveré a comer un cadáver en mi vida.
Suena el despertador. Terminan los tiempos laxos y sin preocupaciones. Es el último día de vacaciones. Salgo a la calle, son las 700 am, hace calor, todavía no veo el sol. Lo cubren las casa bajas. Tengo más o menos 1560 segundos hasta la estación. Administro el tiempo para poder llegar a desayunar. Mi carrito maleta va haciendo un clacleo intenso al moverse entre las baldosas de superficies irregulares. Casi todas son grises con unos dibujos geométricos, parecen flores. Me dirijo a la estación por calle de La Imagen. Su nombre me fascina. En Sevilla las calles llevan el nombre de las cosas que adoran los cristianos, vírgenes, jesuces, santos, santas, momentos epifámicos, entre tantas otras cosas que hacen al kit religioso. Por las calles adoquinadas no circulan autos, no sé si se debe a que es de mañana temprano o a que la gente está en la primera misa. Sigo mi camino, intentando que el ruidaje de las ruedas de mi maleta no despierte a ningún durmiente y tampoco me altere a mí. Voy con mis auriculares escuchando la selección que Spotify ha hecho para mí esta semana. La música está bien, el algoritmo hace que se mezclen canciones de James Supercave, Xoel Lopéz, María José Llergo y KOMPROMAT.
Suena el despertador. No encuentro el móvil. El teléfono se cansa de sonar. No sé bien donde estoy, ni qué hora es. Nadie se inmuta ante el ringtone de la alarma, se llama “cristales”, lo escogí específicamente para evitar sobresaltos matutinos. Siento el cuerpo extenuado pero una sensación de sosiego me abraza. Registro un dolor de cabeza raro, se asemeja a la resaca. Estoy rodeado, tengo un cuerpo a la derecha, otro a la izquierda y uno durmiendo en los pies. No tengo claro como llegué ahí, tampoco cómo voy a salir del hueco que ocupo en ese territorio de 190 x 160 cm. El sol se cuela por una puerta-ventana de hojas largas. Una calidez suave cubre el cuerpo. El color de la luz y la temperatura me recuerdan que es primavera. Como si fuese una pantera que no quiere espantar a su presa, observo y me muevo con detenimiento. No quiero que nadie se despierte. Busco la pirueta exacta para no pisar a ninguno de los colechantes. Salto de la cama por el borde izquierdo, piso la baranda metálica color plata. El cuarto es más grande de lo que pensaba. Hay una persona más, dormida en el suelo. Diviso mi celular, está en un escritorio pequeño que tiene una pila de cuatro libros. El de encima de todo tiene una tapa rosa con geométricos. En un recuadro negro el título: MIERDA BONITA Pablo Gisbert. Antes de que la alarma vuelva a sonar, abro el libro al azar. El texto dice:
“
Las aventuras se practican en América.
Las fantasías sexuales se sacian en Asia.
La transgresión se vende en Europa.
La libertad se ha confundido con la adrenalina.
Las fiestas, las ciudades y las personas están obligadas a no ser aburridas.
Porque el aburrimiento huele a fracaso.
Y, en definitiva, el aburrimiento no vende.
Creo que la vida tiene mucho de aburrimiento,
y en el aburrimiento hay algo de verdad:
No hay filtros.
El aburrimiento no tiene neones, ni vestuario, no tiene banda sonora.
Y pienso que el aburrimiento aún esconde partículas del verdadero, y ya extinguido,
ritmo natural humano.
Estar sin más.
Mirar sin más.
Caminar sin más.
El día en que definitivamente decidimos apartarnos de la naturaleza,
fue el día en que se confundió el aburrimiento con la pérdida de tiempo.
Porque de esta supuesta pérdida de tiempo nace lo único que nos separa de los
animales, la reflexión.
Las cosas avanzaron porque alguien, en su día, reflexionó.
El aburrimiento es el tiempo exacto de las cosas.
Y nosotros, por una sobreestimulación constante,
pensamos que toda falta de estímulo es una pérdida de tiempo.
Por eso, por favor, exijo tiempo para aburrirme.
Cierro el libro mirando alrededor. Mi ropa esta desperdigada por todos lados. Me pongo el bóxer gris liso. Paso mis pies por las botamangas del jean negro, siento la tela áspera por las piernas. Abrocho todos los botones de la bragueta mientras voy inspeccionando dónde está mi camiseta blanca con estampa de Unknown Pleasures de Joy Division sublimada en la parte de adelante. Mientras recojo las medias blancas del suelo y me las pongo, veo sobre la mesa de luz un frasco de popper Rush. Ato los cordones de mis zapatillas y me apuro a salir del cuarto. No sé dónde estoy, la sensación de tranquilidad que tenía en la cama al despertarme comienza a derrumbarse. Mi sigilo hace que ninguno de los que está en la habitación se inmute. Como si estuviera en esos juegos de abrir puertas para pasar al próximo nivel me tomo unos microsegundos para escoger la de salida. La reconozco porque lleva una traba grande que se desactiva presionando el centro. Miro por el hueco de las escaleras y reconozco que estoy en un segundo piso. Bajo los escalones de dos en dos. Salgo a la calle. El día está más bonito de lo que pensaba. Estoy en Lavapiés, bajando la cuesta puedo ver calle Argumosa. Entra un WhatsApp en el móvil. Miro la pantalla. Veo la hora y la fecha apostadas sobre el fondo que lleva la cara de Edgar “E” Gore de la peli Frankenweenie de Barton. Son las 2:56 pm. Es 27 de mayo de 2018. El nuevo mensaje es de un número terminado en 549 que no tengo registrado. Lo leo:
“¿Te gustó el cerdeo?”
Me siento ¿desconcertado? ¿Furioso? ¿Sucio? ¿Desencajado? No recuerdo qué pasó ayer. No tengo claro cómo terminé ahí ese domingo. Camino unas cuadras intentando volver de mi amnesia y bajar la ansiedad. Quiero anclar en alguna sensación de placer registrado de la noche anterior, no llego a asir ningún recuerdo. Suena el despertador, mejor dicho, la alarma del móvil que me recuerda mi dosis de emtricitabina y tenofovir. No tengo la pastilla conmigo, pero estoy a unos 500 metros de casa. Necesito comer algo pronto y una siesta. También un paracetamol para el dolor de cabeza.
Suena el despertador. Último día de vacaciones. Sevilla no es un sitio para visitar en verano. Antes de entrar a coger el tren a casa, de regreso a Barcelona, busco un lugar para desayunar. Son las 7:30 am. Encuentro una taberna abierta en la esquina de Av. José Laguillo y Antonio Cavestany, el bar de luces frías, como una nevera, se llama Carlos Alberto. El sitio tiene nombre de varón, cis heterosexual, tradicional y aristocrático. Me siento fuera del bar, en la terraza, con mi maleta gris y mi mochila camuflaje militar. Espero a que me atiendan. No viene nadie. Desde la barra del local me hace señas un chico de más de treinta y cinco años y menos de cuarenta. Me sonríe simpático moviendo la mano, haciéndome entender que tengo que entrar para poder pedir. Muevo mi cabeza asintiendo y dejo a la vista todas las arrugas de mi frente expresando extrañeza. Miro mis cosas que están estacionadas ya en una silla hecha con cables negros en trama gruesa industrial. Me pongo la mochila y hago los 50 metros que me separan del mostrador. Cerca de la puerta transparente de la entrada, otro cliente, un hombre de cincuenta años, desayuna mientras habla por teléfono en un castellano enrevesado con francés. A medida que me voy acercando puedo ver unos treinta o cuarenta platos de café con su cuchara encima y el sobre de azúcar, parece que las mañanas son de mucha faena en Carlos Alberto. Cruzo el umbral de vidrio templado. Detrás de la barra, sobre el mármol negro, donde se preparan los pedidos, diviso tres patas de jamón, una al lado de la otra. La primera está casi terminada, puede verse el hueso del animal, las otras dos están intactas. La carne está lista para ser comida. Se acerca un chico morocho de piel blanca, cara redonda, dientes grandes, sin barba, ojos color marrón oscuro, con algunos kilos de más que parecieran obligarlo a cumplir con el estereotipo de aquel que, en el régimen normativo de los cuerpos, debe compensar su sobrepeso con un trato amable.
Las patas de jamón cumplen su función, me ahuyentan. La decisión ya está tomada antes de que el señor, detrás de la barra, llegue a preguntarme qué quiero: decido no desayunar ahí y buscar algo dentro de la estación. Al reparar en la simpatía del “gordito” que me pregunta sonriente “qué quiero” explicando que el camarero comienza su turno más tarde por lo que los clientes deben hacer el pedido en la barra, cambio de opinión y le pido un agua grande, agregando con mi acento argentino: “es para el viaje en tren”. Con movimientos lentos el hombre se mueve hacia una habitación contigua a la barra, a buscar un agua. Pareciera ser que las aguas grandes y frías ocupan mucho espacio como para mantenerlas en las heladeras cercanas. Atrás mío aparece el señor que desayunaba fuera. El señor de la barra me entrega el agua. Mientras que el otro pide la cuenta. Me cobra los 1,5 euros del agua con tarjeta. Pago, digo gracias y me pongo los auriculares. Me quedo parado unos segundos eligiendo la canción. La que toca es “You’re Still The One” de Okay Kaya. Antes de dar play, miro al caballero y sonriendo detrás de mi mascarilla le digo: “Adiós”. El, mirando con complicidad al hombre que estaba por pagar su desayuno, creído de que estoy ensordecido por la música de mis auriculares, me responde: “Adiós marica” con una sonrisa inmensa. Giro mi cabeza y veo al cliente sonriéndole, con unos dientes blancos preciosos que resaltan su piel tersa negra. Me quedo consternado, no me esperaba esa reacción. Solo atino a pensar que escuché mal, tomo fuerzas para creer que no me dijo eso. Es la única forma que veo posible para poder salir del sitio. La fuerza de todos los recuerdos más violentos de mi infancia marica se hacen presentes en los 38 pasos que separan la entrada del lugar y el semáforo de cruce de la calle. Mientras espero que la luz se ponga en rojo para cruzar la avenida, no puedo entender lo que pasó. Tengo la cara desencajada. Una palabra levantó la perilla y encendió los dolores más primarios de modo automático.
Llego a Santa Justa, la estación de tren, con las memorias descontroladas y con la impotencia de no haber podido reaccionar en ese momento. Pensé que con casi 40 años estas cosas no me pasarían, que las palabras no podían volverse cuchillos de nuevo. La gratuidad de ser asaltado por un insulto el último día de vacaciones me hace estallar de impotencia.
Necesito sentarme. Solo atino a entrar al McDonald’s, no quiero hablar, no quiero moverme, no quiero ser visto, no quiero nada. La solución es acercarme a la máquina donde, con solo poner mis dedos en la pantalla, puedo hacer el pedido. Espero solo unos segundos, los lugares de comidas rápidas hacen honor a su nombre. Busco una banqueta alta en un rincón del local, tomo lento el café buscando que cada sorbo pueda despertarme de este mal sueño.
Suena el despertador. Me cuesta arrancar este texto, quizás por eso tenga que escribir tantas veces la misma frase, recurrir a tantas otras historias vividas y escuchadas.
El despertador que suena trae una alarma distinta, no es una alarma para hacerme empezar la rutina diaria, no es un recordatorio de una medicación, no es un mensaje que entra. Me siento en riesgo de que se vengan nuevos golpes, nuevos insultos, volver a sentir el pasado imperfecto como presente continuo. El cuerpo está alarmado en rabia, estoy alerta a que las fuerzas de las normalidades quieran matar al cerdo marica. Quizás ese sea el modo de recordar que este es mi último día de vacaciones.
Eat a Pig Sandwich. Bern Boyle, 1989, postal
Fundamentalismo estético
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