La revolución del Octubre chileno

Fuente: https://werkenrojo.cl/la-revolucion-del-octubre-chileno/  Gustavo Burgos                                                                              El Porteño                                                                                       

El levantamiento popular chileno de octubre del 19, se ha de incorporar al arsenal político de los explotados sirviendo como una pieza programática fundamental para comprender el desarrollo de la lucha de clases y la experiencia de la clase trabajadora en el contexto internacional.  Como toda revolución protagonizada por los explotados, una de sus primeras batallas políticas consiste en ser reconocida como tal y esta es la primera de las tareas que hemos de abordar los marxistas revolucionarios.

Hasta el día de hoy son múltiples los sectores políticos —de la burguesía liberal y de la pequeñaburguesía— que califican a este proceso como un «despertar ciudadano», transversal y de los  «territorios» cuyo alcance fundamental es el reclamo de mayor participación en las decisiones sociales y en el reparto de la riqueza social generada por el modelo. Su triunfo principal: haber logrado instalar una Convención Constitucional que redacte una Constitución democrática y que es presidida por una mujer mapuche.

Es moneda corriente en estos análisis, como corolario,  atribuirle al levantamiento un sentido integrador de las identidades y minorías, o el carácter motorizador de más amplios consensos sociales. No es necesario explicitar, de entrada, que todo consenso es la imposición de la voluntad de una minoría.

Todas estas lindezas —que por clemencia denominaremos «posmodernas»— se presentan como superadoras del ideario revolucionario, reducen a la clase obrera al burocrático e impotente «mundo sindical» e invariablemente proponen como respuesta a cualquier problema social su «visibilización», institucionalización y la creación de algún estatuto jurídico. Es lo que llaman «la sociedad de derechos».

En un sentido práctico el posmodernismo propone como salida a la crisis social el fortalecimiento institucional capitalista, en tanto las ideas deben ser calificadas no por aquello que declaman, sino por aquello que materialmente convocan a realizar. Por eso más allá de la parafernalia democrática y progresista, el discurso identitario, de minorías y de consenso social, en la práctica se revela como aristocrático, antidemocrático y patronal, del momento que traducen toda su política en el mero accionar institucional y electoral.

La  pusilanimidad descrita sirve de base a la elevación de categoría programática, el desarme político y organizativo de los trabajadores. En efecto, todo el discurso contra los partidos, las jerarquías y los programas políticos, propone un modelo organizativo  aparentemente horizontal, sin estructura operativa y sin programa. Tal planteamiento — aunque resulte increíble y contra toda evidencia histórica— es presentado como representativo de un nuevo modelo de transformación social que se hace cargo de las «nuevas realidades» del mundo contemporáneo.

Quiénes así se expresan, retrocediendo 2500 años en el pensamiento político hasta la caverna de Platón, pretenden demostrar que el simple enunciado de sus postulados «construye realidad». Pero la lucha de clases, ese inclemente y feroz topo del que nos hablaba Marx, pone a cada cual en el lugar que el enfrentamiento social demanda. Así las cosas el Frente Amplio, hace muy poco el epítome de la renovación política, ha devenido de forma incuestionable en uno de los pilares del régimen capitalista chileno, al punto que uno de sus máximos dirigentes se empinará con la mayor de las certezas como el próximo Presidente de la República. La Lista del Pueblo que hace 6 meses, se nos presentara igualmente como la revelación del proceso constituyente incorporando a los independientes y a los movimientos sociales con 27 representantes en la Convención, ha naufragado de forma estrepitosa: perdió a sus convencionales y muere fraccionada por querellas internas que poco tienen que ver con la política.

Está demostrado, las palabras no construyen realidad, sino que el accionar de las clases en la historia y es precisamente el de la clase trabajadora chilena el que a partir del levantamiento popular de ese ya lejano 18 de Octubre, que se expresó como crisis revolucionaria, abrió espacio a un proceso político que sigue en curso y cuyo contenido de clase la proyecta como revolución socialista.

Nos hemos referido a la «lectura» que la pequeñaburguesía hace del proceso, angustiada por el colosal enfrentamiento entre la burguesía y el proletariado. El destino de tales corrientes ya está signado por el proceso político, reducido al plano electoral institucional, sin que merezca mayor interés por su previsible evolución. Sin embargo, es necesario poner de relieve qué ocurrió en tal levantamiento y de qué forma el mismo sigue vivo azuzando el conflicto social.

Piñera se impuso con cierta comodidad en las presidenciales del 2017 ante un opaco candidato de la Nueva Mayoría, un ya olvidado —tuve que buscar en Google su nombre— Alejandro Guillier. La Derecha pinochetista calificó el triunfo con adjetivos rimbombantes («aplastante», «histórico», etc.) precisamente porque sabían que había sido un triunfo electoral pírrico que abría sombrías proyecciones. Desde su instalación, la segunda presidencia de Piñera reveló su precariedad y su falta de apoyo popular. La frustrada designación de su hermano Pablo como embajador en Argentina, fue el primero de esos síntomas. Luego se produjo la humillante, en la práctica destitución, del Ministro de Cultura Mauricio Rojas, un tránsfuga, ultrarreaccionario y negacionista de las violaciones a los DDHH. Todo esto ocurrió antes de los primeros seis meses de gobierno, un invierno que terminaría con un pequeño levantamiento popular en la denominada «Zona de Sacrificio» del complejo industrial Quintero-Puchuncaví y el sospechoso asesinato del pescador y activista Alejandro Castro, el «Macha», el 4 de octubre de 2018. La respuesta popular,  que mereció este crimen reeditó ya como protesta callejera la repulsa popular a Piñera que hasta ese momento se había hecho sentir principalmente en las redes sociales, haciendo desaparecer de escena por completo los intentos de la Nueva Mayoría (ex Concertación) de rememorar los 30 años del triunfo del No en el Plebiscito de Pinochet.

Poco más de un mes después —el 14 de noviembre del mismo año— el asesinato del comunero mapuche Camilo Catrillanca, fue la chispa que encendió el movimiento. Pasaron horas desde que el comunero fuese asesinado por las FFEE de Carabineros en la lejana Temucuicui, para que en Santiago la Plaza Baquedano se llenara de manifestantes bajo el verso de Raúl Zurita proyectado contra los edificios: «Que su rostro cubra el horizonte». Miles y miles de manifestantes salieron a ocupar plazas y avenidas. Miles que demandaban justicia para el mapuche y castigo a los policías asesinos, responsabilizando a Piñera y a su primo el Ministro de Interior Chadwick, como autores de este alevoso crimen político. Todos los intentos de justificar el asesinato de Catrillanca —al que inicialmente se calificó como delincuente desde La Moneda— terminaron en un completo fracaso, ocasionando el mayor descrédito de un gobierno que a todas luces carecía de toda legitmidad.

Tres días después, los portuarios de Valparaíso, tras más de treinta años de inactividad huelguística, anunciaban la paralización del puerto no el más grande, pero el de mayor tradición política del país. Los obreros portuarios se movilizaban contra la precarización laboral y los despidos masivos perpetrados desde las concesionarias portuarias de Luksic y Von AppenLuksic, el primero, el grupo económico más grande de Chile y uno de los más importantes de América Latina, pactó rápidamente y logró sacarse el conflicto de encima. Sin embargo Von Appen (TPS) endureció su posición y demandó de Piñera el apoyo político y de la fuerza pública. Los trabajadores —una asamblea llamada Fuerza Portuaria que agrupaba poco más de 400  portuarios—respondieron endureciendo las medidas y formando piquetes de autodefensa que paralizaban el centro de la ciudad y enfrentaban en agotadoras jornadas de lucha callejera a las FFEE antimotines.

Mientras Piñera trataba de restarle relevancia al conflicto calificándolo como «privado», el propio Von Appen demandaba una intervención represiva que aplastara físicamente el movimiento. Esta división en el frente patronal fue aprovechado por los portuarios quienes comenzaron a acaparar la atención pública despertando la solidaridad de otros sectores de trabajadores. La situación, por su explosividad, tensionó a todo el arco político: Piñera que trataba de evitar comprometerse en nuevas acciones represivas, herido como estaba por el caso Catrillanca; la oposición, por su lado reducía su discurso a un impotente llamado al diálogo. El en ese entonces debutante alcalde frenteamplista de Valparaíso, Jorge Sharp, intentó traducir la política opositora de diálogo, sin que tuviese ningún resultado. La llamada «alcaldía ciudadana» hizo manifiesto su compromiso de clase con el empresariado sumándose a la presión dirigida desde las cámaras empresariales por el «desorden», el impacto en el comercio y la actividad turística en la medida que se aproximaban las fiestas de fin de año.

El conflicto terminó en un acuerdo tripartito, en el que Piñera comprometió bonos y recursos en capacitación. Un triunfo parcial que no impidió que el grupo más relevante de activistas de este conflicto pasara a engrosar las listas negras de Von Appen, planteando por lo mismo otras tareas políticas al sector. La Unión Portuaria apoyó después de esperar por semanas que el movimiento se ahogara en el aislamiento y la corrupta y veterana burocracia sindical de Roberto Rojas fue desplazada por una de nuevo cuño, encabezada por Pablo Klimpel que ha encabezado un nuevo período de silencio sindical. Los portuarios escribieron una página más en su historia de lucha, sin embargo habían protagonizado la primera huelga política después de iniciada la transición del 90, que no sólo enfrentó al gobierno, sino que barrió con la burocracia sindical e instaló una asamblea permanente —la mentada Fuerza Portuaria—  dando forma a los primeros grupos de autodefensa del movimiento, una Primera Línea nacida en el conflicto.

Este conflicto, que hemos detallado en grandes líneas, rompe el delicado equilibro en el que se sustentó el régimen de la transición post Pinochet. El elemento determinante para este salto no fue la envergadura del conflicto sino que su radicalidad y la capacidad que tuvo para acaudillar un movimiento que enfrentó, clase contra clase, al régimen en su conjunto. La asamblea de la «Fuerza Portuaria» fue una señal y una lección para el conjunto de los trabajadores. Esto se vio nítidamente reflejado durante el 2019 en el formidable paro docente, que por casi 60 días puso nuevamente en las cuerdas a Piñera, un movimiento huelguístico en que las asambleas de base, asambleas de trabajadores, fueron disputando el poder político que la burocracia PC-Concertación tuvo de forma omnímoda durante casi tres décadas sobre el gremio docente.

Este marco general de agudización de los antagonismos de clase, sentó las bases para el estallido revolucionario. De un lado un gobierno débil y de discurso versallesco, caracterizado por la continua autoproclamación como el mejor gobierno de la historia, con un presidente con aspiraciones de líder mundial y un discurso oligárquico delirante, colisionó frontalmente con un amplio espectro de conflictividad social, con un creciente agotamiento de las ilusiones democráticas y una tendencia a la acción directa. Por eso el simple salto de los torniquetes de los secundarios —precedido por declaraciones provocadoras de los ministros del gobierno y la ocupación policial de la columna vertebral del transporte público del Metro— actuó como detonante para un levantamiento popular sin precedentes en nuestra historia. De forma casi muda y sin dirección política formal, millones de trabajadores ser volcaron furiosos a las calles en todas las ciudades del país.

Sólo en Santiago fueron incendiadas 20 estaciones de Metro y atacadas severamente otras sesenta más. Los edificios corporativos de los bancos, multinacionales, concesionarias, portales de autopistas, fueron saqueados e incendiados. Vehículos nuevos fueron usados como barricadas y sus locales comerciales del gran comercio de los Mall fueron saqueados, haciendo ver las escenas iniciales de Robocop como una torpe e infantil parodia. Los muchachos alimentaban las barricadas con ropa nueva, con televisores y refrigeradores. Los supermercados fueron igualmente saqueados por turbas no sólo empujadas por el hambre sino que también en un acto de justicia social. «Ahora nos toca a nosotros» murmuraban mientras salían con carros de los enormes supermercados de las grandes cadenas. Ritualmente, al menos la primera semana los locales eran saqueados y luego incendiados. La fuerza represiva devino en absolutamente incapaz para enfrentar tamaña insurrección.

Piñera, que mientras se iniciaron las manifestaciones fue fotografiado celebrando un cumpleaños en una elegante pizzería del barrio alto de Santiago, instruyó a sus ministros para que salieran a reparar junto a la fuerza pública los destrozos y colaboraran en el aseo de la ciudad. No tuvo tiempo de farsa alguna. El mismo 19 de octubre, rodeado de los altos oficiales del Ejército anunció la declaración del Estado de Excepción Constitucional, toque de queda en todo el territorio nacional y la ocupación militar del país, una escena explícita de autogolpe de la que abrió el campo para la masiva y sistemática violación de los DDHH. Por orden de Piñera fueron asesinados más de 40 compañeros en un espacio de dos meses, más de 400 fueron mutilados ocularmente, miles de detenidos fueron a abarrotar los cuarteles policiales donde fueron abusados por Carabineros. Decenas y centenares de miles fueron metódicamente apaleados y gaseados por el aparato represivo del Estado capitalista.

Cada uno de estos atentados, como suele ocurrir en los estallidos revolucionarios, lejos de atemorizar a la población, actuaban como convocatoria a nuevos y más amplios sectores a la movilización. Piquetes de autodefensa, formados por trabajadores jóvenes se desplegaron contra la ofensiva militar del régimen, piquetes expresivos del movimiento y bautizados como la Primera Línea de la insurrección. En los barrios obreros reverdecieron las asambleas populares y cabildos que daban espacio a la organización y a la discusión política. Los trabajadores encontraban en estas formas de organización la trinchera que por décadas la burocracia sindical le había negado en sus centros de trabajo. Liberados del discurso derrotista e institucional de los partidos del régimen y de la burocracia sindical, los trabajadores comprobaron en la práctica que era posible acabar con el gobierno y echar abajo el régimen del hambre y la explotación.

Tres huelgas generales políticas 23 y 24 de octubre y 12 de noviembre terminaron por tumbar a Piñera. El 28 de octubre Piñera se vio obligado a retirar los militares de las calles, los que fueron derrotados por la movilización desde el mismo momento que el General Iturriaga —a cargo de la Región Metropolitana— dijera el 24 de octubre que él «era un hombre feliz y que no estaba en guerra» contrariando el discurso incendiario de Piñera, quién había declarado la guerra a los movilizados. Al día siguiente cerca de tres millones de movilizados salieron a las calles y plazas de todo el país, dando lugar a la llamada marcha más grande de la historia de Chile.

Los hechos descritos, salvo para un obtuso escéptico o un pusilánime, no pueden sino ser caracterizados como una revolución obrera. Un levantamiento de los trabajadores en contra del régimen capitalista en toda su forma y que sólo pudo ser contenido mediando el acuerdo expreso o tácito de todas las fuerzas políticas del régimen, aquellas con representación parlamentaria. En efecto, mientras la llamada Mesa de Unidad Social que agrupaba a las principales organizaciones de trabajadores perdía el tiempo en reuniones con los ministros de Piñera, proponiéndoles diálogo a quienes tenían sus manos manchadas con la sangre del pueblo, los partidos silenciosamente —desde la UDI hasta el Frente Amplio— articularon las redes para imponer sobre el movimiento, el 15 de noviembre, el Acuerdo por la Paz, un acuerdo contra el pueblo cuya primer y explícito sentido fue legitimar la represión, desmovilizar y reencauzar el proceso hacia la vía institucional. Que el único sujeto —el resto firmó representando a sus partidos— que haya firmado personalmente ese acuerdo, Gabriel Boric, sea hoy muy probablemente el próximo gobernante, revela la trascendencia de ese acto político.

A partir de ese Acuerdo, Piñera siguió en La Moneda con la única finalidad de administrar el proceso, pero dejó objetivamente de gobernar. A partir de ese 15 de noviembre el Gobierno pasó a las manos de las fuerzas conjuntas de sus suscriptores, quienes pactaron el proceso constitucional en curso, establecieron el régimen de acuerdos y se comprometieron a preservar la institucionalidad amenazada por la revuelta. Hace unos días, conversando con un viejo cuadro estalinista, éste me dijo sin ningún tapujo que el Acuerdo había que suscribirlo «sí o sí», porque lo contrario «era empujar al pueblo a un baño de sangre».

Hagamos a un lado toda diplomacia y el característico hablar oblicuo que tenemos los chilenos. Quienes suscribieron ese Acuerdo (UDI, RN, Evópoli, DC, PS, Frente Amplio) y quienes se sometieron a él (PC y satélites), no lo hicieron para impedir que el pueblo sea masacrado. Es más, buena parte de sus suscriptores han sido propiciadores de cuánta masacre haya tenido lugar en nuestro país. Porque esto no se trata de la moral barata con la que se llenan manifiestos por la democracia y los DDHH, esto se trata de que con ese Acuerdo se pactó defender el orden social cimentado en la gran propiedad privada de los medios de producción, el capitalismo, contra cualquier acción revolucionaria. El fondo del Acuerdo es un pacto contra toda revolución.

El poeta romano Horacio —un hombre cuya vida es un tributo a la resiliencia— dijo «parirán los montes, nacerá un ridículo ratón», en referencia a quienes prometen la grandeza en los textos y propician lo miserable en la realidad. La frase pareciera haber sido pronunciada mientras se observa el proceso constituyente chileno, que a la postre no es cualquier ejercicio jurídico, sino que una proeza institucional de enormes arcos y guirnaldas, totalmente vacía de contenido. Porque en esto se ha resuelto la promesa democrática de los acuerdistas, en la continuidad de la miseria del gobierno del gran capital.

Ayudado por la pandemia, el régimen logró empujar hacia abajo el movimiento de las masas. La tragedia de la naturaleza, como en todo el mundo, ha servido al poder para imponer disciplina social y Chile no fue la excepción. Contra los razonamientos idealistas, la sola intensificación de las condiciones de miseria —tal ha sido el efecto directo de la pandemia para los trabajadores— no resulta ser garantía para el despliegue de acciones de resistencia. Al contario, el desarrollo coetáneo de movimientos de masas importantes como el ecuatoriano y el colombiano, carentes igualmente de toda dirección revolucionaria han contribuido con su silente final a dar más cuerpo al proceso constituyente. Buena parte del activismo ha sido arrastrado tras el ideario democrático burgués, como decíamos al inicio de esta nota, tales concepciones han permitido reinterpretar los hechos recientes de la lucha de clases y significarlos en función de la escrituración de un texto constitucional. En lugar de una revolución un papel escrito. Así están las cosas.

Uno de los más representativos —no voy a utilizar la expresión «brillante»— convencionales de la —dispensen la redundancia— Convención Constitucional, el abogado Fernando Atria, adquirió notoriedad en el debate previo a la instalación de la Convención, en base a su tesis de la «hoja en blanco». Esto significaba que la Convención Constitucionalno tendría más límite en su accionar que sus acuerdos y que la institucionalidad resultante de tal proceso se superpondría, superadoramente, sobre la existente. Con esto se contestaba a la Derecha que pretendía que la Convención actuara como una simple cámara de reformas del orden institucional. Contra esta idea Atria afirmaba que donde no hay acuerdo, no hay norma. Por eso «hoja en blanco». Ahora instalado en la Convención su convicción es otra y adquiere la forma de la defensa de la institucionalidad, en la forma de la defensa de los 2/3 para generar normas constitucionales, cuando aclara que «pretender que la Convención puede cambiar unilateralmente esa regla no corresponde a lo que la Convención puede hacer. Entrar en esa discusión es un riesgo para el proceso constituyente». Dicho con claridad, el proceso constituyente es la institucionalidad.

¿Se movilizaron millones, entregaron sus ojos y vida para esto? Por supuesto que no. ¿Saltó por los aires el orden establecido para volver al estado inicial? Tampoco. Transitamos por un recodo en el camino del proceso revolucionario abierto, ante él la burguesía le ha opuesto sus esclusas institucionales, para ganar tiempo, para dividir y reinar. Para recrear la ilusión de que su democracia es el único orden posible, más allá de que otro resulte deseable, pero imposible.

La respuesta está en manos de la clase trabajadora, de los obreros, del proletariado, de la inmensa mayoría social protagónica del levantamiento revolucionario del Octubre chileno. Para articular tal respuesta resulta imprescindible la construcción de un partido político, un Estado mayor de las masas en lucha, una nueva dirección política que proclame abiertamente la necesidad de acabar con el régimen capitalista, de expropiar al gran capital y acabar con la propiedad privada de los medios de producción. Una dirección política que a partir del conjunto de las reivindicaciones que se levantaron desde las bases del estallido, se plantee acabar con la institucionalidad patronal siguiendo el camino abierto en Octubre del 19, que es el camino que han seguido todas las revoluciones obreras desde la Comuna de París en 1871. Una dirección política que levante la bandera roja de los trabajadores que significa que la lucha es sin cuartel, sin pactos, sin transiciones y cuyo objetivo es acabar con el aparato militar capitalista expresión orgánica de la explotación de clase. Una dirección que plantee abiertamente que la revolución obrera no es solo la muerte del capital, sino que el establecimiento del gobierno obrero, de los trabajadores, de los explotados, un gobierno sustentado en los órganos de poder, asamblearios, de base y apoyado materialmente en el armamento general de la población.

Compañeros, los marxistas lo sabemos en todo el mundo, pero lo sabemos particularmente los chilenos porque lo hemos vivido en carne propia: no hay vías pacíficas ni institucionales para la «transformación» revolucionaria de la sociedad. La derrota de la Unidad Popular es igualmente el fracaso de toda concepción frentepopulista y de colaboración de clases. Porque como dramáticamente advirtieran los Cordones Industriales en su Carta a Salvador Allende el 5 de septiembre de 1973, el frentepopulismo es «responsable de llevar al país, no a una guerra civil que ya está en pleno desarrollo, sino que a la masacre fría, planificada de la clase obrera más consciente y organizada de Latinoamérica, y que será responsabilidad histórica de este gobierno llevado al poder y mantenido con tanto sacrificio por los trabajadores, campesinos, pobladores, estudiantes, intelectuales, profesionales, la destrucción y descabezamiento quizás por que plazo y a que costo sangriento de no sólo el proceso revolucionario chileno sino también el de todos los pueblos latinoamericano que están luchando por el socialismo».

Ha sonado el clarín de la revolución obrera, que cada cual tome su lugar en la trinchera de los trabajadores.

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