Fuente: https://elsudamericano.wordpress.com/2022/05/31/la-promesa-por-humberto-costantini/
LA PROMESA por Humberto Costantini
- Fue su mujer la que dijo: “Ah che, vino la madre de Raúl”. Y lo dijo desde la cocina, cuando él estaba sentado en el patio, leyendo una revista de historietas y esperando la hora de cenar. Y se lo dijo precisamente cuando ya estaba tendida la mesa y cuando el olor a la cebolla frita y al guiso le hacía cosquillas en el estómago. Porque hacía diez minutos que había llegado de la oficina y estaba cansado y todavía llevaba prendidos a la ropa los saludos de los vecinos y las dos cuadras y media recorridas al bajar del colectivo y el sucederse de los mismos sitios familiares, conocidos desde la infancia y el cielo ese del crepúsculo que daba a todos los rostros un color particular, vivo, saludable, como si todos estuvieran alborozados o quemados por el sol, como si él también lo estuviera, a pesar de su color mate y de su cansancio y de su palidez normal de oficina.
“¡Para qué tiene que meterme a mí en esto!” Lo pensó pero no lo dijo, aunque hubiera sido preferible que su mujer se hubiera callado la boca y no él, porque estaba esperando que su mujer dijera una cosa así, porque tenía miedo que su mujer le fuera a decir una barbaridad, una cosa tan tremenda como la que dijo.
Y todavía tuvo esperanzas de que su mujer se olvidara, o de que él hubiera oído mal, o de que su mujer comprendiera al fin que no tenía que hablar de esas cosas y se callara la boca y no volviera a decir nunca más un disparate como el que dijo: “Ah che, vino la madre de Raúl”, con un tonito de inocencia como si dijera: “Ah che, vino, el almacenero de la esquina”.
Y por eso lo mejor era arrugar el entrecejo y meterse entre los dibujos de la revista y enterarse de que Poncho Negro llegaba al pueblo de Dos Cascadas en el momento en que iban a ahorcar a un hombre y entonces entraba a todo galope por la calle principal y de un balazo cortaba la soga y después se enfrentaba con el jefe de la pandilla y le decía: “Vengo a arreglar una vieja cuenta contigo, Bill».
Pero no pudo saber lo que le contestó Bill porque la mujer volvió a decir: «¿Oíste?», mientras hacía ruido con las cacerolas. Y entonces tuvo que contestar: «Si, ¿qué le pasa a doña Cata?». Y carraspeó y siguió mirando la revista pero sin enterarse para nada de lo que le contestó Bill.
Y le dio rabia haber dicho “doña Cata”, en vez de decir “esa mujer” o “esa tipa” como tendría que haber dicho, como hubiera sido lo justo, porque “doña Cata” eran las largas tardes de vera no pasadas en un patio lleno de sombra y un carrito de rulemanes que Raúl acomodaba continuamente y la hoja de cuaderno con la formación del cuadro –Oscar Cecilio Ferrara: back derecho, Raúl Casas: centreforward– y las figuritas de Raúl…
…y las dos tazas enlozadas con el café con leche humeante encima de la mesa, “A tomar la leche ahora, después siguen jugando”, “Ya vamos doña Cata” y las manos hábiles de doña Cata sobre los trajes de murga, “Decile a tu mamá que me compre un metro de satén si quiere que le haga el disfraz a la Pochita” y la enredadera y la balaustrada y el ruido de la máquina de coser y la radio con la novela de las cinco y la alegría de estar allí tirado en la frescura del patio, sin apuro por volverse ni por hacer los deberes, satisfecho porque si de todo aquello que lo recibe a él, al Oscarcito, como algo familiar, como algo que también pertenece a la casa, degustando, naturalmente de ese tiempo sin medidas, distinto, prodigioso…
“¡Por el hijo, vino!” Sonó la voz de la mujer entre el chisporroteo del aceite. Pero él se quedó callado porque eso ya lo sabia y lo que quería que le contestara la mujer era lo que andaban buscando de él, lo que andaba buscando “esa tipa” de él, y por eso se agarró otra vez a la revista, para no tener que preguntarle nada.
“Vengo a arreglar una vieja cuenta contigo Bill.”
“Vengo a arreglar una vieja cuenta contigo Bill.” “Vengo a arreglar una viej…”
No aceptar el disparate, no verse atrapado por el disparate. (Y claro que vino por el hijo, pedazo de estúpida, ¿por quién va a venir?)
“Ande con cuidado Poncho Negro, desde hace una semana soy el alcalde de este pueblo, ¿me oye?” pero no pudo entender lo que significaban las palabras: cuidado, ponchonegro, alcalde, destepueblo, aunque no les quitaba la vista de encima para leerlas cuatro, cinco veces. No las entendió tampoco cuando dirigió la mirada hacia la puerta del dormitorio, no para observar la estera de juncos arrollada en lo alto, ni el bordado de las cortinas, ni el pedazo de uniforme que se alcanzaba a ver y que estaba a la entrada, colgado de una percha, sino para pensar en la contestación de Bill.
No las entendió porque el pedazo de uniforme tenía otras palabras cosidas a la tela junto con los botones dorados y que no eran: cuidado, ponchonegro, alcalde, destepueblo, sino otras palabras, palabras venidas desde muy lejos, palabras que él debía escuchar atentamente porque venían en la voz del hermano de su madre, del tío Antonio, a quien él tenía mucho respeto y por eso tenía que seguir mirando el pedazo de uniforme y decir: “Sí tía, sí tía”, lo mismo que antes.
“Ahora sos un oficial de carrera Oscar, como si hubieras salido de la escuela, ¿entendiste?” “Podés llegar muy arriba si querés, Depende de vos, ¿entendiste?” Y él como ahora dijo: “Sí tía, sí tía” porque como ahora no se le ocurrió decirle nada más que eso y porque el tío Antonio le inspiraba respeto y porque gracias a él iba a ser un oficial de carrera, como si hubiera salido de la escuela y además porque el uniforme chingaba un poco por delante y había que arreglarlo. El uniforme azul, el lindo uniforme azul con los botones dorados y la camisa celeste y la visera brillante cómo las alas de un escarabajo.
El lindo uniforme azul que él paseaba todas las tardes por las dos cuadras y media de la calle Espinosa al bajar del colectivo, el lindo uniforme azul que los chicos miraban con un poco de miedo a pesar de que quien lo llevaba era el Oscar de la otra cuadra y no un serio y desconocido oficial de policía. El lindo uniforme azul que obligaba a don Pedro a decirle: “Buenas, buenas” en vez de: “Chau pibe”como le había dicho siempre.
El lindo y elegante uniforme azul que le hacía cambiar la forma de pensar en algunas cosas, no en muchas, porque para casi todas las cosas él seguía siendo el Oscar, el muchacho de la otra cuadra, el chico de los Ferrara, pero había cosas en las que no se podía pensar igual que antes, ¿me entiende señora?; ¿me entendés Raúl?, pero no les habló nunca así a doña Cata ni a Raúl, simplemente se fue apartando de ellos, los fue dejando de ver poco a poco, sobre todo cuando murió el padre de Raúl y ellos se mudaron a esa piecita de Villa Ballester.
“Ya va a estar la comida viejito, ¿eh?”, y entonces pensó de pronto que a su mujer se le habían ido de la cabeza todos esos disparates y se agarró con fuerza a esa frase que era como una soga que le tendían para sacarlo de allí. Por eso le contestó alegremente, rápidamente, para tapar lo antes posible el silencio y evitar de que se llenara de nuevo con esa cosa, idiota de doña Cata y de que vino por el hijo. Y se frotó las manos y se arrimó a la cocina para revisar las cacerolas y para pasarle la mano por la cintura a su mujer y hacerle sentir en esa forma que ella era una cosa buena para estar allí, en la cocina, y para pasarle la mano por la cintura y para tocarle el traste, pero que no se metiera a hablar de lo que no le importaba y que se callara la boca de una vez por todas.
“Dice si vos sabés algo”, volvió la mujer a darle vuelta a la manijita y era como si le rechazara el abrazo porque inmediatamente tuvo necesidad de retirar la mano de la cintura y de volverle la espalda y de dirigirse hacia afuera para arreglar una arruga del mantel y decirle mientras la alisaba, “Eso le pasa por meterse en líos”.
“No te metás en líos Raúl”. Estaban en un rincón del patio, junto a la enredadera y la gente llenaba la casa y de vez en cuando se acercaba alguno a Raúl y le recitaba su pésame y Raúl tenía los ojos enrojecidos por haber llorado o a lo mejor por falta de sueño.
Y él se había quedado solo con Raúl en el rincón del patio que ahora era un patio extraño, distinto al patio que él conocía, no solamente porque hacía muchos años que no se acercaba por allí, o porque algunas cosas las habían cambiado de lugar, sino porque las plantas, las macetas, aquella jaula, tenían ellas mismas una expresión distinta, como si pesara algo sobre ellas…
“…No te metás en líos Raúl, haceme caso.” Y era como si el patio o las macetas o aquella jaula hubieran llevado de pronto hacia ese tono fraternal.
Y Raúl lo miraba con los ojos enrojecidos y lo miraba de frente, violentando la posición del cuello para poder verle la cara. Y no dijo una palabra, no dijo: “Tenés razón Oscar, ésas eran cosas de muchachos”, como era lo natural, lo que tendría que haber dicho, no lo escuchó como se escucha al hermano mayor, no señor, sino que lo seguía, mirando a la cara como si él fuera el hermano mayor, como si él lo estuviera aconsejando de alguna forma incomprensible con ese estúpido silencio que tenía algo de paternal y de compasivo.
“…Te lo digo por tu bien Raúl, haceme caso.” y los ojos de Raúl lo seguían mirando con algo así como una expresión de lástima o de pena. “Por tu bien, ¿sabés?” Pero él sabía que no era solamente por su bien. En parte sí pero también por otra cosa. “Te lo digo por mí, por mi carrera Raúl, no seas pelotudo, ¿no ves que me estás embromando con esas pelotudeces? ¿No ves que me comprometés a cada rato? ¿No ves que allá todo se sabe y mañana pueden joderme a mí por haber sido amigo tuyo? ¿No comprendés pajarón?”
“¿Qué cosa le pasa?” y entonces se dio cuenta de que había aceptado el disparate, de que se había dejado atrapar por el disparate y más todavía cuando su mujer le dijo casi como pidiéndole disculpas: “Quedó en venir esta noche, viejito”.
Porque ya estaba allí el disparate, ya estaba allí tironeándole de los pantalones como un bicho molesto. Vendría la vieja y él tendría que decirle:
“Sientesé doña Cata” y “¿Qué la trae por aquí?” y todo aquello que había que ocultar estaría allí en todo momento, a sus espaldas, esperando un pequeño descuido suyo para asomar las narices y dejarse ver por doña Cata y para incitarla, a seguir preguntando más y para cansarlo con el esfuerzo de tapar todo aquello con miradas oblicuas al puño de la camisa y con frasecitas que él diría para que el disparate se mantuviese en su sitio, a una distancia conveniente, lo más lejos posible de sus pantalones “Sí, cómo no, cualquier cosa que sepa yo le aviso, váyase tranquila doña Cata, faltaría más”.
Y él tendría que soportar además la mirada de doña Cata, que seguramente no sería de súplica porque doña Cata no era así, sino que le diría: “Mirá Oscar” y se le iría directamente al grano, como si le estuviera dando una orden, como si todavía lo estuviera tratando como a un chico, como cuando antes le decía: “Mirá Oscar, quiero que me traigas tal cosa del mercado”.
“Cómo no, cómo no, váyase tranquila nomás.” Y eso en el caso de que ella no supiera ya algo y viniera a decirle, así porque sí, lo que tendría que hacer. “No puedo señora, entiendamé, yo no puedo hacer nada, estos son casos especiales”.
Porque la vieja no iba a entender que ahora era distinto. Que no era como cuando estaba en la veinticinco y venía don Mario para que lo aliviara de un par de boletas o venía Juan a diligenciar por alguna turrita en desgracia o algo por el estilo. Ahora era otra cosa.
Antes, a lo mejor, hubiera podido, ¿por qué no? haberlo seguido viendo a Raúl y hasta visitarlo en su casa, aunque prefirió no hacerlo por las dudas y porque el tío Antonio le había preguntado una vez: “Che, ese Raúl Casas, ¿es amigo tuyo?”. Pero ahora no, ahora desde que lo pasaron a la octava era otra cosa.
“…Ponéte contento Oscar, te conseguí pase para la octava. Vas a ascender pronto allí.”
Y él se presentó cuando le avisaron y era una mañana muy temprano y recorrió esa mañana por primera vez las cinco cuadras de la calle Urquiza hasta llegar al quinientos, pasando por Venezuela y miró las casas y la chapa de bronce de un médico y la verja del hospital Ramos Mejía y la gran arcada del Garage Urquiza pegada a la seccional y los miraba como saludándolos porque sabía que los iba a ver todos los días y «que se irían convirtiendo en cosas familiares, como la pared de don Pedro por ejemplo, o los adoquines de la calle Espinosa y los iría viendo después, tarde tras tarde, cuando saliera cansado de la oficina y recorriera otra vez esas cinco cuadras de la calle Urquiza, apurado por tomar el subte y con ganas de volver a su casa.
Y los toldos de las ventanas que daban hacia la calle ya estaban viejos entonces y se lo acuerda porque cuando él se presentó, el comisario Lombilla estaba hablando de los toldos y decía: “Che Saporiti, a ver si mandas cambiar esos toldos de una buena vez”.
Y el comisario Lombilla era un tipo macanudo que se ocupaba de poner linda la comisaría y que había mandado colocar un hermoso nicho iluminado con la Virgencita de Luján, al final del corredor y que debía ser como un padre para los empleados porque siempre decía: “Mis muchachos”, y que lo miraba sonriendo cuando él le alargó la tarjeta con los saludos del tío Antonio.
Un tipo simpático que le dijo: “Muy bien Ferrara, me alegra que lo hayan destinado aquí. Su tío ya me ha hablado de usted”. Y que le habló un rato de la importancia de su nuevo cargo, lo mismo que un padre, lo mismo que un amigo y que después, mientras guardaba todo su papelerío en un cajón, lo invitó a conocer a sus compañeros “Che Saporiti, acompañalo a que se presente al Su”.
“No puedo señora. No es culpa mía. Usted no conoce cómo es aquello. Yo no puedo hacer nada, nada ¿me entiende?”
O mejor todavía: “¡Váyase carajo que me molesta! ¡No venga más por aquí! ¡Yo no sé nada de nada!”
Porque así tendría que decirle a la vieja y no dejarla hablar y empujarla hasta la puerta para no verle más la cara y cerrar bien la puerta para que todo el disparate y la mirada de esa tipa y Raúl y la imbecilidad de su mujer quedaran allí afuera, en la calle, sin poder entrar a su casa, sin poder llegar arrastrándose por el patio para tironearlo de la manga y de los pantalones “Mirá Oscar, vos podés decirme algo”. “No señora, yo no puedo decirle nada, antes sí podía pero ahora no puedo, ahora es distinto.”
Porque antes llevaba un lindo uniforme azul con botones dorados y trabajaba en la veinticinco y ahora no llevaba el lindo uniforme azul y trabajaba en la seccional de la calle Urquiza, en la octava, y había aprendido a conocer a muchos tipos como Raúl, tipos cabezones, que no hablaban y que lo obligaban a uno a hacerlos hablar y que se aguantaban los golpes de puro estúpidos y que por eso, porque eran estúpidos, no pensaban en sus familias y en sus carreras y andaban por ahí haciendo boludeces, tipos jodidos, como le había dicho Amore- sano.
Y Amoresano era muy gordo y cuando se reía se le sacudía toda la barriga y conocía una punta de cuentos que contaba muy bien y que después él a la noche se los repetía a su mujer y siempre le hablaba mucho guando trabajaban juntos o cuando no había nada que hacer y se encontraban para tomar unos mates. j. Y eso se lo había dicho la vez que trajeron a un viejo y Amoresano lo recibió y empezó a torcerle las muñecas y él viejo abría la boca como un pescado y hacia un ruido raro con la garganta y a Amoresano le dio rabia porque el viejo no hablaba y le pegó una trompada en el pecho y el viejo abrió más la boca todavía y se le pusieron los ojos en blanco y se quedó ahí mismo seco, sin pegar un grito siquiera. Y Amoresano le había dicho entonces eso de que estos tipos son jodidos y que así van a aprender.
Y ésa fue la primera vez que veía morir un hombre delante suyo y sintió una cosa que le tiraba en la nuca y se sintió mal y tuvo miedo de desmayarse pero no le dejó ver nada de eso a Amoresano sino que se mantuvo firme hasta cuando él mismo se agachó para buscarle inútilmente las pulsaciones al viejo y para preguntar después: “¿Y ahora, qué hacemos?” Se mantuvo firme porque Amoresano se hubiera reído de él y le hubiera contado después a todo el mundo que él había aflojado y lo contaría con mucha gracia imitándole los gestos y todos se morirían de risa y le tomarían el pelo porque Amoresano era muy chistoso y porque no era como González, un tipo seco, taciturno, con quien los muchachos hablaban poco y que le desconfiaban cuando les hacía alguna pregunta porque González era él mismo desconfiado y celoso de su puesto y porque era el ayudante de Solveyra Casares y tenía mucha banca y conocía algunas cosas que ellos no conocían.
Y González no golpeaba nunca sino que se las arreglaba con la máquina y para la máquina era incansable y era capaz de pasarse cuatro horas pegado al tablero manejando la corriente sin decir una palabra.
Y a lo mejor hubiera seguido recordando aquellos primeros meses en la seccional y sus primeras tareas y el primer ascenso y el aumento de sueldo, “Mirá viejita, ahora podemos comprar el lavarropas” y el automóvil negro que alguna vez llevó hasta su casa para sacarla a su mujer a dar una vuelta y ella se ponía contenta y ya le parecía que eran ricos y se hubiera olvidado de Raúl y de doña Cata y de toda esa cosa molesta que rondaba por ahí como un moscardón, si no fuera porque de pronto sonó el timbre de la calle y eso le hizo soltar los cubiertos en el plato y quedarse clavado en la silla como un imbécil viendo cómo su mujer se limpiaba la boca y se levantaba para abrir.
“Hola, adelante”, oyó la voz de la mujer, todavía antes de escuchar el tintineo de la llave.
“Buenas m’hija, ¿ya llegó tu marido?” Y doña Cata venía caminando por el patio con su vestido negro y con sus tacos y con su maldita soltura y el vestido negro se iba iluminando poco a poco con la luz de la cocina y entonces pudo ver que no era negro del todo sino gris o negro y blanco.
Y doña Cata estaba un poco más pálida que otras veces pero no había cambiado nada, después de dos años, cuando el velorio del padre de Raúl y era siempre ella, segura, maternal, autoritaria.
Por eso él se levantó y colgó la servilleta en el respaldo de la silla y se encontró diciendo como un estúpido justamente lo que tenía pensado no decirle: “Siéntese doña Cata, ¿qué la trae por aquí?”
Y ella le recibió la silla y se sentó y cruzó las manos en la falda y le dijo mirándolo a los ojos, sin desesperación, sin rabia siquiera, simplemente mirándolo a los ojos como quien espera confiada una respuesta que era imposible negarle: “Mirá Oscar, vos sabés dónde está Raúl y tenés que decírmelo”.
Y él iba a hablar para decirle que no sabia nada y que lo mejor que podía hacer era averiguar en la seccional de Villa Ballester o en el departamento central e hizo ademán de sacar un lápiz para anotarle la dirección y para decirle que podía ver al auxiliar Torres de parte suya.
Pero doña Cata no lo dejó terminar e hizo un gesto con la mano como si todo lo que estaba diciendo él fueran pavadas, cosas que ella esperaba oír antes de escuchar la verdadera respuesta, cosas sobre las que había que pasar por encima y arrojarlas inmediatamente a la basura con ese gesto tranquilo de la mano, antes de empezar a hablar en serio.
Y entonces se dio cuenta de que ella ya había estado, no una sino muchas veces, en todos esos sitios adonde él la quería mandar, nada más que para arrojar de sí aunque fuera por algunos días esa cosa absurda, ese disparate que veía acercarse, acercarse y que casi lo estaba tocando con los dedos.
Y tuvo que escuchar a doña Cata contarle con un tono inexpresivo, pero que bien podía ser de cansancio, todos los pasos que había dado antes de llegar a verlo a él. Y tuvo que mirarla cuando sacaba un papel arrugado de la cartera y le leía con una voz monótona, voz de haber repetido las mismas palabras muchas veces, el telegrama enviado por requerimiento del juez (así dijo ella: por requerimiento del juez): “Raúl Casas no ha sido ni está detenido en la Sección ni existe orden de arresto contra él”. Firmado: “Cipriano Lombilla”.
Pero ni siquiera pudo decirle: “¿Ha visto, señora?; ¡era como yo le decía!” porque doña Cata había guardado el papel en la cartera y lo miraba seria otra vez, atenta, como barriendo con la mirada todas esas tonterías que querían interponerse entre ella y su respuesta, como acercándolo imperiosamente a ella con un abrazo de su voz, de sus ojos y hasta de su cuerpo, “vos sabés algo Oscar, decíme dónde está Raúl”.
Y Raúl se le apareció por primera vez en las palabras que le oyó decir a González cuando los muchachos volvieron de la comisión: “A este Raúl Casas me lo llevan a la sala ahora mismo”.
Y entonces sintió algo así como un sobresalto y tuvo miedo porque González había hablado a espaldas de él y porque no se había dirigido a él sino a los otros y porque seguramente lo estaba mirando y había visto o por lo menos adivinado su sobresalto.
Aunque pensándolo bien era difícil que González se hubiera dado cuenta de algo porque él siguió trabajando sin levantar para nada la vista de los papeles. Y no la levantó tampoco cuando oyó los pasos de los muchachos en el corredor ni cuando poco después pasó el mismo comisario Lombilla delante de la puerta y dirigiéndose al mismo lado.
Y siguió trabajando en ese sumario largo y engorroso aunque se había quedado solo en la oficina y los muchachos no estaban, ni González, ni ningún jefe estaba allí para controlarlo. Siguió trabajando aunque los renglones se subían a veces uno encima del otro y entonces tenía que sacudir la cabeza para volverlos a su sitio y poder entender lo que decían. Y se propuso no levantarse de allí hasta terminar con el sumario, aunque el trabajo le llevara toda la tarde y por eso miró la hora en el reloj de la pared y se dio cuenta de que ya habían pasado veinte minutos desde que los muchachos habían salido para buscar a Raúl y llevarlo a la sala.
Y de pronto se sobresaltó otra vez y otra vez volvió a sentir miedo y se puso a pensar que había cometido una tontería al quedarse allí y que quedándose allí se estaba denunciando él mismo y que González iba a confirmar con eso que ese Raúl Casas era amigo suyo y que todo eso lo iban a registrar después en su foja de servicios e iba a ser una contra brava para su carrera.
Por eso se levantó apurado del escritorio, dejando los papeles así como estaban, sin ordenarlos siquiera y se dirigió al corredor que estaba oscuro pero no hacia falta encender la luz porque un poco de luz llegaba de las oficinas y porque en el fondo del corredor estaba el nicho iluminado con la Virgencita de Luján que le señalaba el camino…
“Yo no sé nada señora, si el mismo comisario le está diciendo…” y doña Cata estaba allí, pesando con todo su cuerpo en la silla, con las manos cruzadas en la falda, mirándolo fijamente, escudriñando detrás suyo, como si el biombo extendido a sus espaldas hubiera empezado a desgarrarse y dejara filtrar ya un grito, una- partícula de todo aquello que estaba atrás, una hebra que doña Cata pretendía tomar con los dedos para arrancar todo y colocarlo de un golpe allí, encima de la mesa.
“…y si él le dice eso, señora…” y le pareció ver en aquellos ojos grises, serenos pero implacables, algo así como un relámpago de indignación o de desprecio, “… si yo supiera algo…” y deseó de pronto que el relámpago no estuviese dirigido hacia él sino al telegrama, o al comisario, o a la policía en general, pero no hacia él que era un buen muchacho, un muchacho de buen corazón, estimado por todos, dueño de una carrera y de una mujercita y de un hogar honrado doña Cata, un muchacho decente, con ganas de progresar y que por eso había querido pasar a la octava donde la carrera se hace más rápido, aunque tuviera que soportar, como era natural, algunos inconvenientes como éstos.
“¿Te caliento la sopa viejito?”, le dijo su mujer, a lo mejor con intención de quitar de en medio esa cosa tensa, oscura, que ella veía cernirse entre su marido y doña Cata y que era como un nubarrón o una tormenta que había que limpiar para que la sopa no se enfriara y para que su marido volviera a ser el maridito amable de todas las noches.
Y también para que ésa comprendiera que la estaba importunando y que el Oscar tenía razón y que si a su hijo lo habían metido preso por algo sería y que no volviera a molestarlo al Oscar con cosas que seguramente lo iban a comprometer.
Pero él, como un pavo, no pensó que le estaba haciendo un favor y contestó: “No, deja”, sin mirarla siquiera y la seguía mirando en cambio a doña Cata, con una cara de pavo tan grande que cualquiera se daba cuenta que estaba ocultando algo y que como siguiera cinco minutos más lo iba a desembuchar todo y no iba a pensar que con eso se estaba perjudicando y la estaba perjudicando a ella y a la casa, porque después de eso seguramente le rebajarían el sueldo o lo pasarían a otra seccional o lo despedirían del empleo sin más trámites y se quedaría en la calle sin poder comprar la heladera, ni arreglar la casa, ni hacer todo lo que siempre habían hablado.
Y ella tenia que quedarse allí, sin poder hacer nada, viendo cómo la vieja esa lo engatusaba y le iba a hacer soltar todo, porque el pavo de su marido no hacia más que mirar los dibujitos del mantel y decir, como si hubiera perdido toda la imaginación, como si no supiera decir otra cosa: “No sé nada doña Cata, le aseguro que no sé nada”.
…y cuando le abrieron la puerta de la sala tuvo que entrecerrar los ojos porque en la sala había mucha luz y él había venido caminando por el pasillo que estaba oscuro y después había bajado por la escalera que también estaba oscura y por eso el verde pálido de las paredes le lastimaba la vista.
Y Raúl estaba acostado sobre la mesa y estaba desmayado y las correas de las manos se las habían desatado porque estaban mal puestas y las movían para arreglarlas y de paso arreglaban la sábana mojada que tenia debajo y que se había corrido y aprovechaban a hacer todo eso ahora que estaba desmayado.
Y González tenía la picana en la mano pero no la usaba porque la cara del comisario Lombilla estaba muy cerca de la cara de Raúl, mirándolo atentamente y diciendo: “Vamos a esperar un rato”.
Y entonces Amoresano, que siempre le gustaba hacer ver que sabía mucho, dijo que estaba contraído y que había que ablandarlo. Y para eso le pegó en las mandíbulas con el puño cerrado y Raúl exhaló algo así como un quejido y movió la cabeza. Y después le siguió pegando en el cuerpo y en la cara y el comisario Lombilla le agarró los pelos y le levantó la cabeza para adelante y se la golpeó fuerte contra la mesa.
Y la cabeza hizo un ruido seco que se le metió en el estómago y le produjo náuseas y los golpes de puño se le metían también en el estómago y él tenía que encorvarse y apretar los músculos para que no le doliera.
Y así, apretando los músculos, se fue acercando a la mesa porque no podía pasarse toda la vida allí, parado al lado de la pared.
Y Raúl seguía desmayado, por suerte, y no lo podía ver, pero él si podía verlo porque se acercaba de atrás y entonces se le fueron apareciendo el cabello mojado y los moretones y el hilito de sangre junto a la boca y todo el cuerpo desnudo de Raúl que parecía brillante con la luz de la lámpara.
Y él hubiera querido preguntar si iban a seguir ahora, nada más que por saberlo o para preparar los músculos, los dientes y la cabeza al ruidito de la picana, pero no preguntó nada sino que se quedó ahí, mirando a Raúl y a González y a los muchachos que estaban todos en mangas de camisa y mirando también a Raúl a ver si se despertaba y oyéndolo a Amoresano que decía con un tonito de broma que los hizo reír a todos: “Te jodiste González, ahora hay que parar”.
“Creamé doña Cata, si yo pudiera ayudarla en algo…” Pero tuvo que seguir mirando los dibujitos del mantel y arañándolos con un dedo porque le pareció que doña Cata sabía más que lo que había dicho y que en alguna forma estaba viendo detrás suyo el cabello mojado de Raúl y los moretones y el hilito de sangre junto a la boca y la risa de él cuando Amoresano dijo: “Te jodiste González, ahora hay que parar”. Y cuando los muchachos desataron a Raúl y se lo llevaron y él se volvió con los otros a la oficina.
Todo eso lo estaba viendo y por eso se plantaba en la silla y lo miraba a él y le decía con el mismo tono de paciencia pero que sin embargo tenía algo de seguro, autoritario: “¿Por qué no me lo decís Oscar? Nadie va a saber que fuiste vos. Decíme cómo está Raúl, nada más que eso te pido”.
Porque ella no tenía que saltarle al pescuezo y clavarle las uñas y mordérselo hasta hacerle decir una por una todas las cosas que ése ocultaba como un imbécil y después matarlo allí mismo y pisotearlo por imbécil y por asesino, no tenía que hacer eso sino gobernar cada palabra, cada inflexión de voz, manejarla como una caricia para que el imbécil le dijera lo que era indispensable saber, “Decíme cómo está Raúl, Oscar”.
Porque si hacía lo que sus manos y su vientre y su sangre le estaban pidiendo lo podía perjudicar más a Raúl, porque ése, de cobarde, se vengaría en Raúl y no en ella porque a ella no se atrevía ni a mirarla a la cara. Y porque los compañeros de Raúl estaban trabajando y la huelga tuvo que aparecer en los diarios y un compañero de Raúl le dijo que tendrían que soltarlo a la fuerza. Pero éste sabía dónde estaba y tendría que decírselo y tendría que hacerle llegar a Raúl todo el amor y toda la rabia que ahora se le desbordaban por los ojos y las palabras de los compañeros y lo de la huelga y también tendría que cuidarlo y evitar de que le pegaran y arroparlo cuando tuviera fría y si no le podía alcanzar el paquete con comida por lo menos vigilar que le dieran de comer.
“Pensá que han sido tan amigos Oscar. Prométeme que te vas a ocupar de él. De que lo traten bien.”
Y ahora era otra cosa, porque si ésta no preguntaba más, si se dejaba de jorobar con sus preguntas entonces se podía conversar y se podía decir que sí, que en caso de que lo viera se ocuparía de Raúl y de que lo trataran bien, “pierda cuidado doña Cata”.
Porque después de todo, algo se podía haber hecho y el compromiso no era para tanto. Porque ahora que quienes lo estaban mirando eran doña Cata y su mujer y no el comisario Lombilla, ni González, ni los muchachos, podía pensar más tranquilo y hasta darse cuenta que a lo mejor había exagerado las precauciones y que González no lo estaba vigilando cuando dijo: “A este Raúl Casas me lo llevan a la sala ahora mismo” y que mañana no le costaba nada hacerse una corrida hasta el calabozo del fondo, el de Raúl, y preguntar cómo estaba y decirle al que estuviera a su cargo que ése era un tipo que había que vigilar porque lo iban a tener que soltar pronto y no podía salir muy marcado.
Y en esa forma cumpliría y se sentiría un buen muchacho, un muchacho de buen corazón, como se había sentido siempre y dejaría de tener aquel ruido seco de la cabeza y los golpes de Amoresano metidos en el estómago.
Y él no sería un cabrón que se quedaba sin mover un dedo cuando delante suyo torturaban a un amigo sino un buen muchacho, un muchacho de buen corazón que, dentro de lo razonable, había hecho todo lo posible por aliviarlo. “Váyase tranquila doña Cata, yo me voy ocupar.”
Y su mujer no sabía si alarmarse porque el Oscar estaba prometiendo una cosa que lo iba a perjudicar, o alegrarse porque en esa forma se sacaba a la vieja de encima y de todas maneras lo mejor era no decir nada porque antes de mañana había tiempo para conversar y para hacerle ver bien las cosas en caso de que su marido se fuera a meter en un compromiso.
Pero doña Cata descruzó las manos que estaban sobre la falda y las apoyó sobre la mesa y se recostó en el respaldo de la silla y era como si se hubiera relajado después ele un gran trabajo o de una gran tensión.
Y sus ojos tuvieron otra mirada, que no era dulce pero que era otra mirada, porque ella había comprendido las palabras del Oscar y sabía que, no mucho, pero algo iba a hacer, no tanto porque le había dicho: «Yo me voy a ocupar doña Cata», sino por ese gesto suyo de apartar la copa o por el tono de la voz, o porque de alguna manera ella sintió que el Oscar se ocuparía.
Y entonces pensó que lo mejor era retirarse ahora, antes de que el Oscar se pusiera otra vez a arañar los dibujos del mantel y a mirar de costado o se encerrara en alguna de esas frases sonsas que él decía nada más que para quitársela de encima.
O antes de que a ella misma se le derrumbara toda la energía con que había manejado cada palabra y cada gesto y perdiera las fuerzas y se pusiera a llorar ahí mismo o se le fueran las manos al pescuezo de ése y dejara escapar para siempre lo poquito que había ganado.
Por eso se levantó cuando él la estaba mirando todavía, después de haber dicho aquello de “Váyase tranquila doña Cata, yo me voy a ocupar” y cuando ella sintió que algo le estaba pasando por dentro al Oscar porque esa vez decía la verdad.
Por eso tomó la cartera que había dejado sobre la mesa y le tendió la mano a la muchacha que se apresuró a levantarse para acompañarla hasta la puerta y le tendió la mano al Oscar, pero a él se la retuvo y se la apretó fuerte y se quedó mirándolo a los ojos para que la promesa quedara allí, firme, adherida a la mano y a los ojos del Oscar y para que no se desprendiera de allí cuando ella estuviera en la calle.
Y él sintió la mano de doña Cata apretándole la suya y con el apretón tuvo conciencia de haber cometido una buena acción y que al fin y al cabo no era tan difícil ser un buen muchacho y conformarla a doña Cata para que se fuera tranquila.
Y cuando doña Cata le soltó la mano él iba a decirle: “Cualquier cosa que sepa yo le aviso”, para que la vieja no se apareciera por ahí todos los días y esperara tranquila que él le hablara por teléfono, pero ella ya había dado media vuelta y caminaba hacía la puerta acompañada de su mujer y el vestido volvía a parecer negro en la oscuridad del patio y no gris o negro y blanco como era cuando lo veía de cerca y los tacos de doña Cata resonaban en las baldosas y después siguieron golpeando en la calle cuando su mujer cerró la puerta y cuando volvía por el patio con el tintineo de las llaves.
Y la mujer no tenía apuro en hacerse explicar bien las cosas, porque total había mucho tiempo y era preferible hablar después, cuando tuviera la cocina limpia y pudiera sentarse para hablar con tranquilidad.
Por eso no preguntó nada sino que soltó un bufido al ver la sopa helada sobre la mesa y a su marido leyendo la revista de historietas con la silla inclinada contra la pared y dijo: “¡Ahora hay que calentar de nuevo toda la comida!” y lo dijo con rabia porque se estaba haciendo tarde y esta cena no se acababa nunca y porque en esa forma ella terminaría de limpiar la cocina a las mil quinientas.
Y él ni la miró cuando se llevaba los platos para volcarlos otra vez en la olla porque Poncho Negro lo había atacado a Bill y le había hecho soltar el revólver de un puntapié y se había esquivado el golpe que el feroz compinche de Bill le había querido dar por atrás y ahora estaba peleando a puño limpio con todos los bandidos.
Por eso tuvo que hacer un esfuerzo para retirar la mirada de la revista y levantarse de mala gana cuando después sonó el teléfono y tuvo que dejar a Poncho Negro peleando contra todos para descolgar el tubo y escuchar una voz pagada que le decía:
“Che Ferrara, véngase en seguida para aquí.” Pero no pudo averiguar bien el motivo por el cual tenia que dejar todo y salir en seguida para la oficina, aunque lo preguntó varias veces, porque la voz no pudo aclararle nada y porque lo único que pudo oír fueron unas pocas palabras que la voz dijo antes de que escuchara el ruido de colgar el receptor:
“Los muchachos…”
Y él tuvo que preguntar: “¿Cómo? ¿Qué cosa?” porque en el teléfono había mucho ruido y no se podía oír bien o porque la voz le hablaba despacio, como con medias palabras, o porque la voz no le quería decir otra cosa:
“Parece que se les ha ido un poco la mano.”