Fuente: https://elsudamericano.wordpress.com/2022/01/13/la-produccion-espiritual-en-el-sistema-de-la-produccion-social-por-ruben-zardoya/ 13.01.22
LA PRODUCCIÓN ESPIRITUAL EN EL SISTEMA DE LA PRODUCCIÓN SOCIAL por Rubén Zardoya
La producción social
Podemos distinguir los hombres de los animales por la conciencia, por la religión o por lo que se quiera. Pero los hombres mismos comienzan a ver la diferencia entre ellos y los animales tan pronto como comienzan a producir sus medios de vida (…) Lo que son coincide, por consiguiente, con su producción, tanto con lo que producen como con el modo de cómo producen.1
La concepción materialista de la historia comienza allí donde la vida social, en toda la diversidad de sus formas de existencia, se identifica con la producción, con el proceso por el cual los sujetos sociales producen y reproducen sus condiciones de vida, las formas históricas de organización de la actividad y la cultura, su propia humanidad. No se trata simplemente de reconocer en “el hombre” (como solía decirse) a un ser activo y, ni siquiera, a un ser práctico, determinado por su actividad material sensorial.
En efecto, la reelaboración crítica de las categorías de actividad y práctica, configuradas por el pensamiento filosófico precedente y, en particular, por la filosofía clásica alemana, constituyó un momento de extraordinaria importancia en el proceso de formación del marxismo. Sin embargo, es precisamente la comprensión de la naturaleza productiva de la actividad práctica humana el punto de apoyo sobre el que se hicieron girar todas las conquistas históricas del pensamiento social con la finalidad de asentarlas sobre una base auténticamente científica.
La categoría de producción social se instala, así, en el centro de la concepción marxista de la vida social.
Repárese en que, en este contexto, por producción social no se entiende simplemente la creación de bienes materiales, e, incluso, espirituales, sean estos productos alimenticios o locomotoras, preceptos morales o centrales electronucleares, sino la construcción de la propia sociedad, del propio ser humano en sus formas históricas concretas, la producción de la forma social en que el hombre se apropia de la naturaleza y de las relaciones humanas. Ya de por sí, la idea de que la sociedad no simplemente “está”, “existe”, sino se produce, constituye una revolución en las ciencias sociales. Este descubrimiento (o si se quiere, esta perspectiva) lo debemos a los fundadores del socialismo científico.
Sólo a partir de esta premisa es posible comprender de forma materialista la tesis de que “la esencia humana no constituye una determinación abstracta inherente a cada individuo aislado, sino el conjunto de las relaciones sociales”;2 sólo así es posible plantear en términos científicos el llamado problema de la naturaleza (o la esencia) humana, que por siglos ha constituido el leitmotiv del pensamiento social: se trata del problema de la producción y reproducción de las relaciones sociales en toda la multiplicidad de sus modalidades históricas.
El homo sapiens es, ante todo, un ser que se produce a sí mismo, un ser que, en el proceso de producción, objetiva sus fuerzas esenciales en el material de la naturaleza y crea por esta vía una “segunda naturaleza”, la naturaleza humanizada; un ser que vive en esta naturaleza y que, mucho más allá de su frágil organización corpórea, es esta naturaleza humanizada. Nos distanciamos así de la concepción que identifica la producción con el acto unilateral de transformación de la naturaleza, de traspaso al objeto de las fuerzas productivas del ser humano. Este acto de objetivación supone, como su fin inmediato, el acto opuesto, la desobjetivación, el tránsito de las capacidades productivas objetivadas al propio ser humano; la apropiación y reapropiación por parte del sujeto de su propia obra, de su propia creación, de su humanidad realizada en los productos del trabajo. Según una feliz expresión, el hombre (y la mujer) es un ser que se devora a sí mismo en el trabajo y a través del trabajo.
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Los momentos universales de la producción social
La producción supone el consumo como un momento opuesto e idéntico a él. “En la producción el sujeto se objetiva –escribe Marx– y en el consumo, el objeto se subjetiva”.3
Solo como premisa y resultado del proceso de producción social, el sujeto adquiere la posibilidad de objetivarse, de superar los límites de su corporeidad orgánica y plasmar sus potencialidades humanas en el material de la naturaleza. De igual modo, únicamente como partícipe y artífice de este proceso, el sujeto es capaz de desobjetivar las formas de actividad cristalizadas en los productos del trabajo por las generaciones de seres humanos que se han sucedido a lo largo de la historia, y convertirlas en formas de su actividad, en modos de apropiación práctica pensante de la realidad, de humanización de la naturaleza y las relaciones sociales.
En la producción, que supone el consumo como su momento contrapuesto, comienza y se cierra la espiral de la actividad humana.
Producción y consumo no han de concebirse, por tanto, como etapas o elementos yuxtapuestos de la actividad, sino, antes bien, como momentos orgánicos de un mismo proceso de producción social, que no solo tienen su realidad en sí, sino y ante todo, en el momento opuesto que los determina y les otorga su forma histórica específica. Se trata, por consiguiente, de momentos abstractos – objetivamente abstractos– de una misma relación íntegra de producción social: una relación de identidad dialéctica. “La producción es también inmediatamente consumo. Consumo doble, subjetivo y objetivo”;4 consumo, por una parte, de las facultades humanas que se ponen en funcionamiento en el acto de producción y, por otra, de los medios de producción y de la materia prima, material y espiritual, que sufre una metamorfosis en el proceso. Así mismo, “el consumo es también inmediatamente producción”5 producción física e intelectual del sujeto, de sus facultades humanas, de sus capacidades activas, que por esta vía se forman y enriquecen.
El consumo no es, como puede parecer a primera vista, un simple punto final en el que desaparece el producto tras haber cumplido su cometido. La producción determina el consumo por cuanto no sólo le provee su objeto, sino también las formas en que éste puede ser consumido (la forma subjetiva específica en que los productores se ponen a disposición de la sociedad y ofrecen su producto a la actividad de los demás, considerados como consumidores), así como la necesidad subjetiva de consumir unos u otros objetos que la producción pone en circulación. Pero, a su vez, el consumo determina la producción, en tanto constituye su finalidad inmanente, su presuposición y razón de ser.
Toda producción humana constituye la realización de un plan ideal, y en ello radica su differentia specifica con respecto al llamado trabajo instintivo que realizan los animales superiores. El consumo es la fuente de esta motivación ideal, el fin que produce el objeto de forma subjetiva, como impulso hacia la actividad. Más aún, la propia idea de un producto no destinado al consumo constituye un absurdo. El “herrero” que entierra cuchillos y herraduras en el patio de su casa, el “artista” que echa al fuego sus versos o cuadros una vez concluidos, y el “político” que se arenga a sí mismo o idea proyectos de reorganización social sin salir de su gabinete, no son sino abstracciones inservibles o, en el mejor de los casos, momentos irracionales del proceso de producción social. En el consumo y en su destinación al consumo, el resultado del trabajo humano se hace producto, vale decir, realidad de un sujeto para otro sujeto, ser objetivado de un sujeto puesto al servicio de otro, mediador, en fin, de las relaciones sociales.
“De modo que la producción no solamente produce un objeto para el sujeto, sino también un sujeto para el objeto”.6
A su vez, el consumo no sólo consume un objeto, sino también y en primera instancia, un sujeto, el sujeto de la producción, sus capacidades, su ser objetivado. Lo que se produce y se consume, más allá de toda apariencia, es la subjetividad, las facultades activas, las fuerzas productivas, es decir, la capacidad humana de crear y apropiarse de la naturaleza y de las relaciones sociales en el proceso de autoproducción.
De suyo se entiende que toda relación entre la producción y el consumo supone cierta diferenciación y coexistencia de diversas funciones sociales realizadas por grupos relativamente independientes de individuos que, en su conjunto, crean la riqueza material y espiritual de la sociedad. La formación y el desarrollo de las capacidades productivas sociales (o, lo que es lo mismo, la formación y el desarrollo del ser que produce y reproduce sus condiciones de vida), así como de las facultades humanas individuales, supone la división de los géneros de producción como una de sus condiciones primarias. La división del trabajo constituye la forma social específica de existencia de la producción.
Pasamos por alto, a propósito, la hipótesis especulativa de una sociedad en extremo rudimentaria en la que todos los individuos, y cada uno de ellos por separado, solo producen y consumen los productos de su propia actividad, es decir, en la que no existe diferenciación alguna en el proceso de producción social. Por el contrario, esta homogeneidad, en virtud de la cual cada individuo resulta un representante íntegro de la totalidad y no se diferencia de los demás en términos sociales, es sólo posible en un peldaño tal del desarrollo en el que el ser humano es aún un producto pasivo de sus condiciones de vida y mantiene una actitud esencialmente consumidora ante la naturaleza. En cuanto al individuo separado de la sociedad, recreado repetidas veces en la literatura artística a partir del advenimiento de las relaciones capitalistas de producción, no resulta difícil comprender que, como productor y consumidor de su vida, sólo puede actuar en tanto representante de los nexos sociales productivos de la civilización de la que ha sido arrancado.
En las condiciones de la división social del trabajo, donde cada individuo constituye una expresión unilateral de las capacidades productivas humanas universales y realiza una función social orgánica dependiente de las que realizan los demás, la relación entre la producción y el consumo (entre productores y consumidores) no puede ser sino un mutuo traspaso de actividades productivas realizadas por separado. Este traspaso, sustancialmente diferente en las diversas etapas del desarrollo social, tiene lugar a través de dos momentos fundamentales, mediadores de la relación entre la producción y el consumo. Estos momentos son la distribución y el cambio.
En un primer acercamiento, la distribución parece ser una simple repartición de los productos del trabajo entre los diferentes individuos. Con independencia de la voluntad y, como norma, de la conciencia de estos, los resultados del trabajo se ven encaminados objetivamente (es decir, en correspondencia con las regularidades propias de un organismo social dado) por diversos cauces y se ponen a disposición de sujetos diferentes que se apropian de ellos y adquieren la facultad de decidir sobre su destino. A los ojos del individuo aislado, la existencia de una gradación o determinación de la proporción en que las personas se apropian de los resultados del trabajo, aparece como un hecho preestablecido, como una realidad que precede cada vez al proceso de producción. La distribución se presenta como una necesidad externa al individuo que condiciona sus posibilidades de consumo y, en correspondencia, su lugar en la sociedad. No se toma conciencia, en este caso, de que la existencia de estas cuotas diferenciadas de apropiación de los productos constituye un resultado histórico, a saber el resultado de la división social del trabajo y la consecuente diferenciación de los individuos en grupos que desempeñan un papel diferente en la organización y realización del proceso productivo, de forma tal que la distribución, “antes de ser distribución de productos es: 1) la distribución de los instrumentos de producción; y 2) la distribución de los miembros de la sociedad entre los diferentes géneros de producción”.7
La distribución constituye la forma social de la sujeción y afirmación de los productores en las diversas formas de la actividad social y, por consiguiente, su subordinación a determinadas relaciones de producción. Esta sujeción, que encuadra a los sujetos como partícipes diferenciados y orgánicos de un modo específico de producción social, es el fundamento real que determina la parte de la riqueza material y espiritual que les corresponde y conforma sus individualidades, sus modos de ser y de pensamiento. La distribución resulta, por consiguiente, la forma socialmente instituida de mediación entre la producción y el consumo de la riqueza humana, la expresión más acabada de la diferenciación de los seres humanos como personificaciones de las relaciones sociales, la disposición de la “cuota de humanidad” que corresponde a cada individuo, grupo o clase social.
Entre la producción y la distribución, por una parte, y el consumo, por otra, existe aún un momento necesario: el cambio, o bien, considerado en su totalidad, como un proceso, la circulación.
Miradas las cosas de modo superficial, el cambio se presenta como trueque de productos, como canje de los resultados del trabajo, realizado con vistas al consumo directo. Por férrea que sea la necesidad que los aliente –necesidad dimanada de las regularidades del proceso de producción– los mecanismos sociales de distribución de la riqueza no pueden constreñir y reglamentar el consumo de forma absoluta y sin distinción. Pues, como hemos visto, lo que se distribuye no son simplemente productos para el consumo, corbatas o conciertos para piano y orquesta, sino, ante todo, posiciones sociales, formas diferenciadas de participación en el proceso íntegro de producción de la sociedad y, por consiguiente, posibilidades de consumo. Se trata, es cierto, de posibilidades constreñidas y determinadas por una u otra de estas posiciones sociales –que no sólo configura y pone coto a la capacidad adquisitiva de los individuos, sino también determina sus necesidades, apetencias y aspiraciones, las demandas propias de consumo–. Su realización, sin embargo, implica un determinado grado de libertad individual: la apropiación de la cuota de riqueza social asignada por la distribución a cada individuo, se revela como adquisición de una determinada porción de los resultados del trabajo colectivo en correspondencia con sus requerimientos particulares. El cambio es la redistribución social de la riqueza marcada por el elemento de lo individual.
La casualidad hace aparición aquí como un momento inseparable del proceso, como forma singular de realización de la necesidad inherente a una forma dada de distribución. Así, a diferencia de esta última, el cambio tiene un carácter particular y fortuito. Sin embargo, al igual que aquella, es mucho más que un traspaso de productos de unas manos a otras.
El cambio representa la relación y el reconocimiento mutuo de los sujetos sociales como momentos unilaterales de una misma realidad social que los engloba y los hace depender los unos de los otros; es la igualación de capacidades humanas desiguales, la identificación de individuos contrapuestos, su complementación en una forma específica de la producción social. El cambio de los productos de la actividad de los diferentes individuos es un traspaso intersubjetivo de necesidades y capacidades objetivadas, de fuerzas productivas que se presuponen y complementan mutuamente. Al cambiar un par de zapatos por una guitarra o por la melodía que en ella se ejecuta (de forma directa o por mediación de algún equivalente, digamos, dinero), los individuos no hacen sino intercambiar su fuerza productiva, los modos de actividad social que en ellos han cristalizado. La conversión real que tiene lugar aquí es la de un individuo en otro, la de uno en todos y todos en cada uno. El cambio es la redistribución libre de la riqueza humana distribuida según la necesidad interna de una formación social dada, redistribución en la que, no obstante, los individuos permanecen y se afianzan en su diferenciación social como miembros inalienables de esta formación y de sus modos correspondientes de producción.
Es evidente que la relación entre la producción, la distribución, el cambio y el consumo, no puede ser representada en la forma de una serie lineal de actos yuxtapuestos y sucesivos en el tiempo. Solo en la abstracción carente de vida puede existir esta yuxtaposición y sucesión temporal rectilínea que supone la producción como punto inicial y el consumo, como punto final. La realidad de la actividad humana es mucho más compleja: producción, distribución, cambio y consumo se entrelazan entre sí de forma tal que cada uno de estos momentos se realiza en los restantes y conforma una unidad indisoluble con ellos. Esta unidad la otorga el elemento rector, la producción, que constituye la sustancia del proceso, engloba los restantes momentos como sus propias determinaciones y medios de realización y les confiere su peso específico. Distribución, cambio y consumo son condiciones y supuestos de la actividad productiva, cuyo nivel de desarrollo y forma de realización los configura y determina en esencia.
El resultado al que llegamos no es que la producción, la distribución, el cambio y el consumo, son idénticos, sino que todos ellos son miembros de una totalidad (…) Una producción determinada determina, pues, consumo, distribución, cambio determinados, así como relaciones recíprocas determinadas de estos diferentes momentos. Sin duda la producción en su forma unilateral está también determinada por otros momentos (… )
Una acción recíproca tiene lugar entre los diferentes momentos. Este es el caso para cada todo orgánico.”8
En esta interacción orgánica, la producción resulta un momento y, al mismo tiempo, la totalidad del proceso de la vida social.
La producción es la sustancia que permanece a través de todas sus modificaciones como condición básica y principio generatriz del proceso histórico, la arcilla en perpetua automodelación que vincula a los individuos y garantiza la continuidad del desarrollo social, la matriz universal que prefigura y engendra, en calidad de órganos suyos propios –bien que conectados con ella de las formas más enrevesadas– todas las modalidades de la vida en sociedad, todos los modos de actividad, todas las instituciones que participan en el proceso de creación y recreación del ser humano.
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La exigencia primera del estudio marxista de cualquier forma de la vida social es esclarecer el proceso por el cual ésta es producida como forma productora de sociedad, de uno u otro ensamblaje de relaciones sociales; como eslabón –condición, premisa, medio– del proceso histórico de producción, distribución, cambio y consumo de la riqueza humana, de la naturaleza humanizada. La realización de este supuesto teórico implica enfrentar una tarea dual: en primer lugar, obliga a elucidar el proceso de formación, diferenciación, funcionamiento y desarrollo de la forma social en cuestión; y, en segundo lugar, vistas las cosas por el reverso, exige la explicación del modo en que ésta participa de la producción de una forma histórica dada de humanidad o, lo que es lo mismo, la identificación de las capacidades y fuerzas esenciales (fuerzas productivas) humanas que ella contribuye a crear –y el modo en que lo hace– en su vínculo orgánico con las restantes formas de la actividad.
Lo anterior concierne en plena medida a la producción espiritual, considerada como una forma específica de la actividad social. Es cierto que el pensamiento es siempre un reflejo de la realidad. El reconocimiento explícito o implícito de esta idea constituye la característica distintiva de todas las formas históricas de materialismo, en particular a partir de la obra adelantada de Baruch Spinoza. Pero la especificidad de la concepción marxista del pensamiento radica en el reconocimiento de que este reflejo constituye una forma específica de la producción social: la producción de ideas, la producción espiritual. Las ideas se revelan así como fuerzas productivas, como fuerzas que, según expresión de José Martí, pueden llegar a ser más poderosas que un ejército. Más allá de los procesos fisiológicos que les sirven de substrato, del lenguaje que hace las veces de vehículo suyo y de los objetos de la cultura en los cuales se objetivan, las ideas viven en la actividad de los seres humanos que las producen, las asumen, las cultivan, las enriquecen, las difunden y defienden, luchan por enraizarlas en las relaciones sociales, viven y mueren en torno a ellas.
Con la división social del trabajo, el desmembramiento de la sociedad en clases y la profesionalización de los individuos que las conforman, el pensamiento y el ser (pensamiento y ser humanos, sociales), atributos de lo que podemos llamar sustancia sociohistórica, devienen esferas aisladas de actividad, funciones sociales realizadas por destacamentos diferentes de seres humanos que, pese a todas las barreras que el antagonismo de los intereses va colocando entre ellos, intercambian los resultados de su trabajo (sus formas de actividad), los obligan a entretejerse, asociarse y disociarse, fundirse en nuevas combinaciones y productos híbridos para formar ese engranaje de relaciones sociales que llamamos humanidad.
Si en la llamada comunidad primitiva, basada en la propiedad común de la tierra, los seres humanos apenas comienzan a producir de forma titubeante sus condiciones de vida y el pensamiento aparece “directamente entrelazado con la actividad material y el trato material de los hombres, como el lenguaje de la vida real”, “como emanación directa de sus comportamiento material”,9 el crecimiento de la capacidad productiva del trabajo y la diferenciación social de los individuos conduce al desdoblamiento, cada vez más acentuado, de la actividad en dos géneros contrapuestos e interdependientes: la producción material y la producción espiritual. La consolidación de esta división, la más profunda de cuantas se ha realizado en la sociedad, que escinde las capacidades humanas y las convierte en funciones productivas opuestas y, como tendencia, hostiles entre sí, constituye la expresión más cabal de que la historia ha firmado ya el acta de nacimiento de la formación social antagónica. Surge así la producción espiritual como un género específico de la actividad humana.
Huelga insistir en el carácter atributivo del pensamiento, es decir en su cualidad de momento inseparable de toda actividad humana. Nos interesa, en cambio, consignar el carácter histórico de la actividad espiritual como un género particular de profesión, como una forma diferenciada de la producción social, que cristaliza en destacamentos especiales de individuos. “Histórico” significa, en este caso, temporal, transitorio, que surge y se modifica bajo determinadas circunstancias y desaparece con la desaparición de éstas. Tales circunstancias son, en la forma más general, la diferenciación clasista de la sociedad y el antagonismo entre los seres humanos, la propiedad privada sobre los medios de producción y la explotación de unos seres humanos por otros, la organización política de la sociedad. Es ésta la formación social que, en el proceso de su consolidación y maduración, engendra “profesionales del pensamiento”, intelectuales, destacamentos especiales de seres humanos cuya profesión es producir ideas, formas ideales de la actividad.
Ahora bien, la polarización social de la producción en dos esferas con relativa independencia –la producción material y la producción espiritual– no supone la desaparición en cada uno de los polos del polo opuesto. En toda actividad humana, por rudimentaria o “groseramente material” que sea, está siempre presente el momento espiritual como su forma y finalidad interior; asimismo, toda actividad espiritual supone el empleo de fuerzas físicas humanas y de objetos materiales para su realización. La división social del trabajo no implica, pues, que el pensamiento solo viva en los estratos intelectuales. También las masas condenadas al trabajo físico producen de manera espontánea nociones y representaciones, formas espirituales que continúan entrelazadas con la producción y reproducción de su vida cotidiana y no logran diferenciarse de ésta. En este caso, el pensamiento permanece como un momento inseparable de la actividad material directa.
La separación de las potencias espirituales del proceso productivo de la vida material implica la bifurcación de la producción de ideas en dos formas diferenciadas: la producción espiritual profesional y la producción de ideas indiferenciadas de la actividad práctica cotidiana, la llamada “conciencia cotidiana”; término, a propósito, con el que la producción espiritual se capta de forma unilateral, estática, como resultado.
Sobre esta base, parecería posible presentar estas formas como tipos o clases de pensamiento simplemente coexistentes. La producción espiritual (profesional) se concebiría apenas como una modalidad de la producción del pensamiento, secundaria, por demás, con respecto a la “conciencia cotidiana”. Ello es así, efectivamente, en los peldaños iniciales del desarrollo de la sociedad antagónica y la división del trabajo físico y mental, donde la profesionalización de la vida espiritual apenas da sus primeros pasos y no puede sino cohabitar con la diversidad de formas de pensamiento que permanecen “directamente entrelazadas con la actividad material y el trato material”. Pero sería ingenuo afirmar la primacía e, incluso, el carácter productivo autónomo de la “generación espontánea de ideas” en el curso de la vida cotidiana una vez desarrollada y consolidada la división social del trabajo y la consecuente concentración de las funciones intelectuales en sectores especializados de las clases dominantes, aquellas que, a la par que su poderío económico, van imponiendo su cosmovisión a todos los grupos sociales, van destruyendo los cimientos de los modos de pensar y sentir que les son hostiles y perfeccionando los canales para la distribución y afianzamiento social de sus ideas, las ideas dominantes.
En las condiciones del intercambio universal de los productos del trabajo entre los diferentes individuos, toda creación de ideas “cotidianas”, así como de objetos materiales, no puede prescindir en modo alguno del consumo de las ideas –principios, imperativos, algoritmos, normas y reglas de actuación– generadas por los profesionales de la producción espiritual, sean éstas políticas, jurídicas, morales, religiosas, mitológicas o científicas. Sólo la más peregrina de las abstracciones sería capaz de concebir un individuo que, en los marcos de un sistema social con una división desarrollada del trabajo, pueda permanecer al margen de la influencia omnímoda de los “profesionales del espíritu” – científicos, moralistas, políticos, magos negros o artistas–, trátese de una influencia directa o mediada por la actividad de divulgadores, popularizadores, comentaristas, publicistas, maestros o charlatanes de barrio. Los individuos, por muy desvinculados que parezcan del trabajo profesional de los creadores de ideas, se ven siempre presionados, en el sentido más directo, por las formas espirituales que aquellos elaboran y ofrecen a la circulación social.
Cree la joven elegante que es ella quien escoge prendas de vestir o la pieza musical que tararea; imagina el enamorado que son suyos los argumentos con que rinde al objeto de sus desvelos; se le antoja al comerciante que las astucias con que hace pasar gato por liebre y logra vender su mercancía son de su propia cosecha; confía, en fin, el religioso en la originalidad de su forma personal de concebir la divinidad y vincularse con ella. Pero ocultos con una multiplicidad de velos, figuraciones y desfiguraciones, se erigen impertérritos los diseñadores de moda en París y en New York, los escritores de novelas de amor o compositores de tonadas románticas, los estrategas de las finanzas y los teólogos heterodoxos, fundadores de sectas y heresiarcas; personajes todos que, entre bastidores, los mueven con hilos invisibles y establecen, por atracción u oposición, no sólo el material ideal y la forma, sino también los límites de su vida espiritual.
Es evidente que el individuo posee siempre un margen de libertad –condicionado por su posición en el sistema de distribución social de la riqueza material y espiritual–, margen que le permite escoger a su arbitrio entre diversas posibilidades e, incluso, adecuar y modificar los esquemas y normas ideales elaborados por otros en correspondencia con la especificidad de cada situación vital concreta. Más aún, en el curso de esta adecuación y modificación son posibles actos aislados y esporádicos de auténtica creación espiritual. Ello, sin embargo, no obsta para que los profesionales del trabajo físico actúen, en esencia, como cambiadores y consumidores de los productos del trabajo espiritual, que vive enajenado de ellos como una fuerza impersonal de la que, en muchos casos, apenas tienen noticia o poseen una noción muy nebulosa. La llamada “producción espontánea (o cotidiana) de la conciencia” se ve subordinada en medida considerable a las formas sociales institucionalizadas de producción espiritual, constituye un eslabón y presupuesto suyo, un momento de su funcionamiento que tiende a perder autonomía. En las condiciones de la división antagónica del trabajo, esta relación de subordinación se acentúa, priva a los individuos de todo margen de auténtica libertad y estandariza sus formas de pensamiento, sentimiento y voluntad.
La investigación del pensamiento, entendido como forma social de realización de la actividad humana, se presenta así como un momento del estudio del proceso histórico de diferenciación de las formas de la producción social. Si el pensamiento no se considera estáticamente, en uno de sus momentos abstractos, como premisa o resultado de la producción social, sino dinámicamente y en la totalidad de sus formas en perpetua metamorfosis, lo que aparece ante el investigador es un proceso de formacion altamente determinado de producción espiritual: de producción, distribución, cambio y consumo de las ideas en los marcos de una formación social dada. La tarea –sumamente más compleja que la simple descripción de estructuras hechas, el ordenamiento, la clasificación y comparación de los “tipos de conciencia social” según criterios formales– consiste en descubrir las determinaciones sociohistóricas que condicionan el funcionamiento de una u otra forma específica de esta producción de ideas, entendidas como móviles de la actividad práctica, como proyecciones y motivaciones inmanentes de la acción humana en todas las esferas de la vida social.
La importancia de las individualidades en el proceso de producción, distribución, cambio y consumo de las ideas no puede ser subestimada en modo alguno. Todo lo contrario: el pensamiento sólo existe en y a través de los individuos, de sus formas de actividad. Precisamente en los individuos y, en particular, en aquellos que se dedican, como consecuencia de la división del trabajo, a la actividad intelectual, cristaliza la demanda social de producir ideas. El pensamiento no es simplemente un proceso psíquico subjetivo que transcurre en los lindes del cerebro de seres humanos aislados, sino una función objetiva de los sistemas sociales de producción en los que los individuos constituyen momentos singulares; un proceso social producido y reproducido con el concurso de todos los hombres y mujeres, objetivado en las formas de la cultura como vehículo de la producción material y, en general, de la actividad humana. El pensamiento individual es siempre individuación del pensamiento colectivo, es decir, singularización de las potencias productivas del espíritu, de las capacidades creadoras de la sociedad.
Desde este punto de vista, el problema consiste, más que en demostrar el condicionamiento material (fisiológico, por ejemplo) de la psiquis individual y de cada acto aislado de pensamiento, e incluso, más que en demostrar el carácter “terrenal” (material, humano) de todas las formas ideales, en deducir estas a partir del proceso de producción de la vida material de la sociedad en cada una de las fases de su desarrollo.
Así, por ejemplo, es mucho más fácil encontrar, mediante el análisis, el núcleo terrenal de las imágenes nebulosas de la religión que proceder al revés, partiendo de las condiciones de la vida real en cada época para remontarse a sus formas divinizadas. Este último método es el único que puede considerarse como el método materialista, y por tanto científico.10
El enfoque histórico y el enfoque formacional se presentan como momentos indisolubles de una misma proyección metodológica.
El imperativo fundamental de la concepción materialista de la historia es la consideración de toda realidad social, de toda forma de estructuración de las relaciones humanas, como un proceso y un producto del desarrollo de los modos de actividad (productiva en esencia) de los seres humanos. Esta exigencia puede formularse de la siguiente manera: no sólo el sistema desarrollado de las relaciones sociales, sino, ante todo, el sistema en devenir histórico, ha de constituir el objeto de la investigación. Sólo así es posible aprehender las regularidades del movimiento de este sistema –y de cada uno de los subsistemas que lo integran–, captar las tendencias de su desarrollo, comprender la jerarquía, las relaciones de subordinación orgánica de sus diferentes elementos. En correspondencia, el estudio dialéctico exige que toda forma de pensamiento (de producción espiritual), así como el sistema de formas de pensamiento que funcionan en una época determinada, sea investigada en el proceso de su génesis, de su constitución, diferenciación cualitativa, desarrollo y funcionamiento como órgano de un modo histórico concreto de producción social. Esto es lo que denominamos enfoque formacional de la producción espiritual: el estudio del proceso de metamorfosis histórica de esta forma de producción en el curso de la génesis, la formación, el desarrollo y el funcionamiento de las formaciones sociales y de las diferentes etapas de su movimiento.
No se trata de negar la relativa estabilidad y perdurabilidad de las diferentes formas históricas de organización de la producción espiritual, ni la validez del estudio de estructuras hechas de la “conciencia social”. En efecto, como toda forma de producción, la producción espiritual en cada época histórica se presenta como un todo interiormente estructurado y vinculado orgánicamente con las restantes esferas de la vida social. Los productores de ideas van organizándose en diversas profesiones –devienen en políticos, juristas, moralistas, filósofos, científicos, teólogos– y, en dependencia de las exigencias del funcionamiento de la producción espiritual en su conjunto, van estableciendo determinados lazos persistentes entre sí. A la par, la sociedad va institucionalizando formas del trabajo colectivo de estos profesionales del pensamiento –órganos del aparato estatal, tribunales de justicia, centros de investigación científica, academias de arte, sociedades filosóficas, iglesias– y, en relación con la diferenciación vigente de las clases y grupos sociales, canales para la distribución, el cambio y el consumo práctico de las ideas. Correspondientemente, van consolidándose diversas profesiones encargadas de realizar cada una de estas funciones, desde párrocos de iglesia de barrio y maestros de escuelas rurales, hasta obispos y profesores universitarios; desde ejecutantes de piezas musicales y actores de teatro, hasta presidentes honoríficos de escuelas de arte y miembros permanentes de tribunales para la concesión de premios artísticos; desde linotipistas, vendedores de libros y bibliotecarios, hasta ministros de cultura, censores, directores de publicaciones periódicos y secretarios de consejos científicos; desde curanderos, especialistas en propaganda comercial y policías, hasta médicos, ingenieros y fiscales. Todos estos grupos profesionales establecen nexos relativamente estables entre sí, con las restantes capas de las diversas clases sociales a las que pertenecen y, en particular, con las clases dominantes de la sociedad que, por lo general, financian su trabajo. Asimismo, en los marcos de una época histórica dada, son estables los vínculos que se establecen entre todas estas profesiones –incluidas las intelectuales en sentido estricto–, y los consumidores, quienes distan mucho de ser un elemento pasivo en el proceso de circulación social de las ideas.
El estudio de estas estructuras es de suma importancia para la comprensión del funcionamiento de la producción espiritual en todas sus formas históricas, sobre todo en la etapa inicial de la investigación, cuyo objetivo fundamental es la ordenación, clasificación y descripción del material fáctico con vistas al establecimiento de determinadas regularidades empíricas y nexos estables entre los hechos. Sin embargo, también en este caso, hace valer sus poderes el principio de la unidad de lo histórico y lo lógico (el principio del historicismo). Una teoría dialéctica de las formas de producción espiritual no puede ser sino el proceso y el resultado de la rectificación lógica de la historia que, libre de contingencias, vive de modo concentrado en el sistema desarrollado del pensamiento. La única vía científica para la comprensión de una u otra “estructura de la conciencia social” es esclarecer su devenir histórico como momento del desarrollo de las formaciones sociales.
En los marcos de la concepción materialista de la historia se parte, pues, del hombre que realmente actúa y, arrancando de su proceso de vida real, se expone también el desarrollo de los reflejos ideológicos y de los ecos de este proceso de vida. También las formaciones nebulosas que se condensan en el cerebro de los hombres son sublimaciones necesarias de su proceso material de vida, proceso empíricamente registrable y ligado a condiciones materiales. La moral, la religión, la metafísica y cualquier otra ideología y las formas de conciencia que a ellas corresponden pierden, así, la apariencia de su propia sustantividad. No tienen su propia historia ni su propio desarrollo, sino que los hombres que desarrollan su producción material y su trato material cambian también, al cambiar esta realidad, su pensamiento y los productos de su pensamiento.11
La unidad de cada forma de la producción de ideas con las restantes formas de la producción social es tan estrecha que, según Marx, “la disolución de cierta forma de conciencia es suficiente para matar una época entera”.12 No significa esto, por supuesto, que las formas de conciencia (de pensamiento en general) sean simples apéndices o aditamentos accesorios de los diferentes modos de producción social ni, menos aún, que sea posible establecer una relación de simple determinación mecánica entre la totalidad social (en particular, las formas históricas de la producción material) y los modos de producción espiritual que a ella corresponden. Todo lo contrario, lo que afirma Marx en este caso es la naturaleza orgánica del vínculo que une la actividad espiritual con las restantes modalidades de la actividad social. Al cristalizar, como una forma cualitativamente diferenciada, en el trabajo de destacamentos especializados de individuos y, en general, en el proceso de producción, distribución, cambio y consumo de las ideas, cada forma de pensamiento adquiere una relativa independencia con respecto a las restantes formas sociales, se agencia de cierta autonomía, se contrapone a aquellas y resulta capaz de las más imprevisibles metamorfosis que las hacen, con frecuencia, avanzar por cauces opuestos a la vía magistral del movimiento de la sociedad en una época histórica dada, y a la lógica objetiva de su desarrollo.
La ignorancia de esta relación de independencia que adquieren las formas de la producción espiritual como resultado de su diferenciación cualitativa de las restantes formas de actividad, y en particular, su independencia con respecto al proceso directo de producción material que constituye su fundamento y condiciona las posibilidades de su desarrollo, constituye la raíz gnoseológica más profunda de las diversas tergiversaciones de la concepción materialista de la historia conocidas con el nombre de materialismo o economicismo vulgar, que supone posible establecer una determinación directa o inmediata entre los diferentes “grados del desarrollo” social, en particular, económico, y las formas espirituales que a ellos corresponden. Se trata, en esencia, de una capitulación de la ciencia ante las enormes dificultades que surgen al investigar, en toda la complejidad de sus mediaciones sociales, el proceso de formación, desarrollo y funcionamiento de las formas históricas concretas de la vida espiritual. El estudio exhaustivo de los hechos y las exigencias de los modos históricos de la producción social, así como de los múltiples canales para su realización, se sustituye en este caso por la explicación simplista y la superposición chata de esquemas sin vida sobre la realidad concreta. Como resultado, no más se obtiene una apariencia de explicación y la devaluación del instrumental metodológico que ofrece la concepción materialista de la historia para la investigación de la producción espiritual.
Igualmente inconsistente resulta la postura opuesta, a saber, la idea de la absoluta independencia de la actividad espiritual con respecto al ser social de los hombres, al proceso real de la vida humana que, en sus formas extremas, conduce a la divinización (enajenación) del espíritu, a su conversión en causa o principio generatriz de la realidad.
La realización de esta idea es lo que se conoce como concepción dualista de la historia, en la que el espíritu y la materia se suponen realidades sui generis, principios contrapuestos e irreductibles el uno al otro, sustancias de diverso género que llevan una vida independiente o se interconectan por mediación de un “tercero”, generalmente Dios. La investigación de las formas de la actividad humana, cuyo atributo y modo de existencia es precisamente el pensamiento, el espíritu, se sustituye en tal caso por el estudio de dos pseudorrealidades independientes que, en calidad de tales, solo existen en la imaginación y como resultado de una falsa abstracción, de la reproducción acrítica y ahistórica del hecho empíricamente constatable de la división del trabajo físico e intelectual y de la enajenación de los resultados inmediatos de este último con respecto a los productores materiales directos. Es evidente la relación filial de estas ideas con una u otra variante de la concepción idealista de la historia.
Según vemos, el momento de lo relativo (la “independencia”) y el momento de lo absoluto (la “dependencia”) se hiperbolizan por separado y se convierten en fundamentos lógicos de dos corrientes de pensamiento contrapuestas entre sí y ajenas por igual al espíritu de la concepción materialista de la historia. En el seno de esta última, por el contrario, lo relativo y lo absoluto se presentan como momentos abstractos e inseparables de una misma relación. En cada una de sus formas históricas concretas, la actividad espiritual constituye una función del todo social, y, en este sentido, un momento absolutamente dependiente de éste; y, a la vez, se presenta como una estructura social diferenciada de las restantes, es decir, como una forma histórica de organización de la producción, circulación y consumo de las ideas y, por tanto, como una configuración relativamente independiente que posee sus propias regularidades de desarrollo, subordinadas, sin embargo, a las leyes de funcionamiento de la totalidad social.
Resulta imposible explicar el estatus real de la producción espiritual en la sociedad al margen del estudio de su proceso de diferenciación: todas sus formas históricas constituyen formas diferenciadas de la producción material, formas a través de las cuales ésta, como fundamento universal de la actividad humana, media, por vías múltiples, sus relaciones consigo misma, diversifica y enriquece sus propias condiciones, premisas y canales de realización. Si se tiene en cuenta que la producción espiritual en sentido propio, es decir, como forma de la división social del trabajo, es sólo posible en las sociedades antagónicas, la idea anterior se revierte en los siguientes términos: todas las formas de la producción espiritual son formas diferenciadas del proceso de desarrollo del antagonismo entre los seres humanos en la producción de su vida material.
En este punto, las formulaciones generales han de ceder su lugar al estudio empírico concreto de cada forma específica de producción espiritual en toda la multiplicidad de sus determinaciones históricas, al examen detallado de las circunstancias que inciden en la configuración e institucionalización, en muchos casos irracional y siempre diversa en diferentes condiciones de tiempo y lugar, de las nuevas formas de fundamentación y realización de un modo determinado de producción social antagónica. La tarea consiste, ante todo, en esclarecer las exigencias sociales que competen a un destacamento especial de individuos –en particular, a determinados sectores de las clases dominantes o grupos aislados de otras clases sociales que, por lo general, representan los intereses de aquellas– a separarse (o ser separados) paulatinamente del proceso directo de producción de la vida material, o a reorientar su actividad intelectual, incluida la actividad de dirección, y dedicarse a producir y difundir nuevas ideas que de una u otra forma contribuyen a la subordinación ideológica –política, jurídica, religiosa, moral o artística– de los productores de la riqueza material, a su mantenimiento y reproducción en los marcos de una forma dada de organización política y económica de la sociedad, mediante la conversión del ideal social de la clase dominante en ideología dominante.
Los productores, distribuidores, cambiadores y consumidores pueden o no tener conciencia de este estado de cosas, empeñarse en consolidarlo o rebelarse contra él; y no faltarán quienes se aferren a la ilusión de hallarse por encima o al margen de los intereses de clase. La superación real de esta situación solo es posible mediante la eliminación de la forma de división social del trabajo basada en el antagonismo entre las clases; es decir, mediante la revolución comunista, que convierte la historia de la humanidad en historia universal, esto es, libre de clases sociales y de toda forma de hostilidad entre nacionalidades, naciones, culturas y civilizaciones.
(…) Con el derrocamiento del orden social existente por obra de la revolución comunista (…) y la abolición de la propiedad privada, idéntica a dicha revolución, (…) la liberación de cada individuo se impone en la misma medida en que la historia se convierte totalmente en una historia universal (… ) Sólo así se liberan los individuos concretos de las diferentes trabas nacionales y locales, se ponen en contacto práctico con la producción (incluyendo la espiritual) del mundo entero y se colocan en condiciones de adquirir la capacidad necesaria para poder disfrutar de esta multiforme y completa producción de toda la tierra (las creaciones de los hombres).13
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