Fuente: https://www.telesurtv.net/bloggers/La-papa-partida-por-la-mitad–20200728-0002.html Ilka Oliva Corado 28 julio 2020
Salimos de la cantina Las Galaxias con los patojos alrededor de las 9 de la noche, los fines de semana tenía la libertad de un tiempo libre después de vender helados y dejar alimentados a los animalitos, entonces me iba a jugar pelota, a aplanar calles con los patojos o sola a virinbundear y en el camino me encontraba con algunas amigas y nos íbamos a darle la vuelta a la colonia. Eran los tiempos de mi adolescencia y Ciudad Peronia crecía cada día, en el asentamiento comenzaban a verse pequeñas construcciones de casas, poco a poco iban desapareciendo las pequeñas chozas improvisadas con lepas y nailon. Y la gente que años antes había invadido terrenos abandonados comenzaba a tener los papeles legales y podía comenzar a pagar mensualmente en el famoso banco Banvi.
El sueño del parque con su área verde y las canchas deportivas seguía siendo una ilusión, un dibujo en un papel que ayudó a enganchar a miles de personas que vieron en Ciudad Peronia la promesa de un hogar en una colonia residencial a las afueras de la ciudad. Al pie de la bomba de agua se hacían colas de gente que acarreaba en cuanto utensilio tuviera, en la noche la colonia quedaba en las oscuranas y solo se escuchaba el silbido del viento que barría las polvaredas levantando hasta las láminas de las casas para el tiempo del vuelo de los barriletes y; en el oriente del país, de la tapisca y el atol shuco. Ciudad Peronia fortalecía sus raíces suigéneris, con migrantes de todas partes de dentro y fuera del país. Igual podía tener uno un vecino indígena, como negro, como salvadoreño o nicaragüense.
Mi calle se fue llenando y todos los vecinos nos conocíamos, pasados los años el señor de la talabartería vendió su casa y la compró don Luis que llegó con su esposa doña Janeth y sus dos hijos pequeños, desde la colonia Bethania. Don Luis rápido hizo amistades y andaba con su moto para acá y para allá, en cambio doña Janeth era más tímida y hablaba poco. Realmente eran jóvenes pero les encantaba que les dijeran así, don Luis y doña Janeth. Doña Janeth siempre me trató de usted y por ende yo también a ella. Me contaba de la colonia en donde creció y teníamos en común que nos encantaba jugar fútbol.
En la cuadra hasta ese momento pocos tenían sus casas repelladas, no digamos pintadas. Don Luis se mandó que contrató a un patojo de la colonia que hacía sus primeros tanes en la pintura y le pintó la casa con un estilo nuevo que parecía untazón de chicle, como que con panela a medio hervir se la hubieran pintado, pero sí era el estilo. No hombre, era la novedad y les daba cierto glamur en aquella colonia de casas de lepas y techos de pedazos de láminas oxidadas.
Por la tarde noche doña Janeth se sentaba en las gradas de su casa con sus niños y como la mayoría en la colonia, con las puertas de la casa de par en par. Aquella noche de domingo yo salí anegada de la cantina con los patojos, caminamos abrazados los 17 por el bulevar central y al llegar a la entrada a mi cuadra yo les pedí que me dejaran ahí que subiría sola a mi casa, no quisieron, pero insistí. Apenas podía sostenerme en pie, caminaba tambaleante, eran los días más difíciles de mi vida y mi forma de escape era el alcohol. Nunca probé drogas, no por salsa, ni por miedo, solo porque tuve suerte, la suerte con la que nací que dijo Mamita.
Los 16 hombres de mi vida me dejaron en la entrada a la cuadra y comencé a caminar la subidona, doña Janeth que estaba sentada en las gradas de su casa me vio, se paró inmediatamente y corrió a agarrarme, buenas noches, le dije, ella que era delgada y más bajita que yo, me agarró como pudo y me llevó a su casa, agarró a sus niños y me llevó a la cocina. Ahí me lavó la cara, me echó agua en la cabeza y me dijo que me sentara en una silla, mojó papel periódico y me lo dio a morder, partió una papa y me dijo que la masticara, que no podía asomarme así a la casa porque entonces sí mi mamá me mataba.
Para esos años yo no hablaba, toda mi forma de expresión eran los puños. ¿Qué le pasa? Me preguntó angustiada. Hable conmigo, me dijo. Por qué se emborracha así le puede pasar algo. Pero yo no hablaba ni con ella ni con nadie, no podía hablar, todo el fuego que me quemaba por dentro lo trataba a apagar con el alcohol, jugando pelota y corriendo en la arada hasta que las piernas no me daban más.
Me abrazó, me abrazó fuerte y me refugió y yo no pude hablar, todo se deshacía como granos de sal en mi garganta. Y doña Janeth que no pasaba de los 27 años lloró frente a mí aquella noche de domingo, tratando de salvarme, salvarme de mí misma. Pero mi camino por recorrer apenas estaba iniciando.
Me mantuvo ahí en la sala de su casa hasta que me bajó un poco la borrachera y pude caminar más o menos, salió a dejarme a la puerta de su casa y se quedó ahí hasta que yo me perdí en la subidona, al llegar a mi casa me salté el tapial de adobe, atravesé el patio y entré al cuarto que colindaba con el gallinero. En la casa todos dormían, caí boca abajo en la cama de metal que tenía la pata coja.
A veces creemos que las hazañas para que sean grandes, deben tener ruido, deben ser exorbitantes, y que deben tener todos los focos puestos. Pero no necesariamente debe ser así. Aquella noche, una mujer tímida, recién llegada a la colonia, con pocos amigos, vio a una adolescente que necesitaba un abrazo y se lo dio, ¿cómo lo supo? Cosa de mujeres, tal vez. Cosa que no necesita expresarse de ninguna forma. Intuición femenina. Y para mí ese gesto fue una insurrección total. Porque pudo verme pasar e ignorarme. Pudo cerrar la puerta, pero salió a mi encuentro, a socorrerme y aquel abrazo de ese domingo por la noche me ha acompañado todos estos años y lo guardo como algo muy grato de mis años más difíciles. Un pequeño gesto, puede salvarle la vida a una persona, aunque jamás lo imaginemos.
Siempre que como papas me recuerdo de aquella papa partida por la mitad.
Para doña Janeth, con gratitud, donde quiere que esté.
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