Fuente: https://elsudamericano.wordpress.com/2021/10/23/la-normalidad-y-su-critica-por-giovanni-jervis/
Giovanni Jervis: Manual Crítico de Psiquiatría, Cap. VI, “La normalidad y su critica”, pp. 205-239. [Giangiacomo Feltrinelli Editore. Milano, 1975]. En castellano Ed. Anagrama, Barcelona, 1977.
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Premisa. La designación de normalidad
En varios sentidos y por distintos caminos se ha intentado comprender qué cosa se oculta tras términos como «trastorno mental», «curación», «tratamiento» y así sucesivamente. Del capítulo sobre la curación y la terapia, se desprende implícitamente una descripción psicológica –y en parte también política– de la normalidad. Aquí trataremos principalmente de esbozar las líneas de una crítica a la imagen dominante de normalidad y de indicar algunas hipótesis para la formulación de una normalidad alternativa. No se trata de atacar ni el concepto general de norma, ni el significado (que tiene absoluta validez) del bienestar físico y psíquico, es decir, de la plena utilización de las capacidades humanas. Se trata más bien de atacar la falsa normalidad impuesta por nuestro sistema social.
En relación con la idea de «trastorno», la idea de normalidad no es difícil de comprender si se la considera como «ausencia de trastornos». La consideración se hace más compleja cuando se quiere tocar fondo en la comprensión del tipo de persona que es ese sujeto «privado de trastornos»: es ahí donde se inicia el aspecto critico de todo el problema de la normalidad. Empecemos por el nivel más simple. Contrariamente a lo que podría parecer lógico a primera vista, el concepto de «trastorno mental» no se comprende diferencialmente (o por contraposición respecto del concepto de normalidad). Bien por el contrario, se puede sostener con certeza que aquello que es relativamente evidente es precisamente el trastorno mental, de tal modo que la normalidad, concepto en sí mismo deleznable y ambiguo, se capta y se define, al menos en su aspecto más elemental, precisamente por su diferencia con respecto al trastorno.
Normal es, en consecuencia, precisamente aquel que no se considera y no es considerado como afecto a los problemas y trastornos de competencia de la psiquiatría; normal es el que no se considera «trastornado» y el que no es etiquetado como tal. Normal es el que se tolera a sí mismo y es tolerado; normal es el que tiene la suerte de formar parte de la definición convencional del no trastorno mental: es decir, el que tiene la buena fortuna de no caer en el área de lo que se define como el campo de la psiquiatría.
Se comprende con ello que es normal el que se resigna a su dosis cotidiana de sufrimiento y aquel que no es obstaculizado en sus proyectos por específicas dificultades psicológicas; y –más simplemente todavía– el que es aceptado por su ambiente como un individuo que no necesita ser curado.
Pero también es normal aquel que goza de una situación tal por la que puede permitirse comportamientos que no serían tolerados si formara parte de una clase social inferior o si dispusiera de un menor poder de contratación en su ambiente.
Es normal el que se conforma a las reglas dominantes, no tiene graves problemas y no plantea graves problemas a los demás.
Esta es, pues, la imagen básica de la normalidad, éste es el uso social del término, su acepción corriente, su significado real prevaleciente. Esta normalidad no es, evidentemente, salud: en el sentido de que no es un «estado de bienestar completo, físico, mental y social» sino algo mucho más limitado. Por otra parte, surge naturalmente la sospecha de que el precio de esta normalidad sea el conformismo social; por tanto, que ella signifique la esclerosis, la osificación de las posibilidades humanas personales. Más aún: esta imagen dominante de la normalidad parece definir un ámbito, un conjunto de fenómenos, que tienen bien poco que ver con la cantidad de sufrimiento psicológico, de angustia, de desesperación, existentes en las personas «normales» de todo el mundo. La miseria psicológica de las masas, que en el fondo es difícilmente separable de la miseria material ¿es, en consecuencia, la normalidad? El normal es entonces quizá tan sólo aquel inválido que, al no saber serlo, se considera suficientemente afortunado, no fastidia a los que detentan el poder, produce y consume; o bien ¿es tan sólo aquel que goza de tales y de tantos privilegios como para no curarse de las pequeñas dificultades psicológicas y materiales que encuentra en la vida cotidiana? Es lícito mantener que la normalidad psicológica no es otra cosa más que un aspecto de la normalidad social, es decir, del status quo, del mismo modo que la anormalidad psicológica es una forma particular de la inadaptación. La normalidad psicológica es consecuencia de la constante tentativa del poder de mantener los propios privilegios mediante una normalización social; o sea, en la práctica es la no percepción individual de los conflictos existentes en la sociedad. Es también la continua normalización de uno mismo, la construcción de un papel social, de una imagen de uno, que no deben salirse de ciertos límites y deben ser funcionales a los valores sociales dominantes.
Ello implica, entre otras cosas, una reducción de las propias necesidades a los modelos de necesidad impuestos, pero también el esfuerzo de adhesión activa a un determinado modelo de normalidad.
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La normalidad como modelo
La imagen de la normalidad como «normalidad ideal», es decir como modelo al cual conformarse, es ya algo mucho más complejo de cuanto lo pudiera ser la normalidad como simple ausencia de trastornos. También la falta de trastornos es de algún modo un modelo de normalidad; podríamos llamarlo el «grado cero de la normalidad» o «primer modelo de normalidad»: pero es todavía un modelo pobre, porque es definido «por el negativo». En la práctica todos somos exhortados a ser algo más, y algo mucho más concreto, de lo que puede ser una persona que simplemente no sufre ni hace sufrir. Somos exhortados a ser normales obedeciendo a las leyes, honrando al padre y a la madre, vistiéndonos como requiere nuestra condición social, teniendo las distracciones y las costumbres de nuestro propio ambiente, comportándonos de modo tranquilo y sensato y así sucesivamente. La normalidad viene prescrita como una serie variable (según las clases) de códigos de comportamiento; si ésta es violada intervienen la represión judicial y la psiquiátrica, en particular si el sujeto pertenece a clases sociales subordinadas. Pero la normalidad es también propuesta como modelo universal bajo la égida general del conformismo. (Tan sólo la alta burguesía –y hasta hace pocos años– la nobleza, gozan del derecho tradicional a disfrutar de márgenes conspicuos de normalidad no conformista.)
Uno de los aspectos psicológicos importantes del modelo de normalidad como conformismo es el principio del sacrificio y de la tolerancia (sobre todo allí donde el poder de la religión es todavía fuerte); otro aspecto es el análogo principio (ya laico y «moderno») de la «gratificación diferida», es decir, de renunciar hoy al huevo para tener mañana la gallina. Respecto a la pura «ausencia de trastornos», éste es ya un segundo modelo más complejo de normalidad. En la mayoría de los casos, sin embargo, no se va demasiado lejos; el modelo de normalidad se reduce a una invitación a la obediencia y a la mediocridad, al menos en lo que concierne a la invitación dirigida a las masas, es decir a la mayor parte de la población.
Se puede al mismo tiempo afirmar que tal imagen empieza a no parecer atractiva a muchísimas personas, sobre todo a los jóvenes; es algo tan poco convincente ante una mirada mínimamente crítica que se siente la tentación de valorizar la locura. Considérese una vez más hasta qué punto el juicio psiquiátrico y el diagnóstico mismo son juicios de valor, etiquetas descalificadoras, intentos de reducir problemas humanos (por tanto sociales y políticos a designaciones reductoras y neutrales); considérese hasta qué punto la psiquiatría no es un instrumento creado para controlar y negar contradicciones y responsabilidades: frente a todo esto las actitudes y el pensamiento «fuera de lo normal» y «locos» adquieren valor de verdad, por lo menos, porque niegan el conformismo, la hipocresía, la estupidez y el prejuicio de aquel que llama «enfermedad» a algo que no comprende. Los actos de «locura» se contraponen idealmente a la obediencia, a la crudeza y a la muerte que caracterizan la «sana» y eficaz tecnología del mundo capitalista contemporáneo.
Desdichadamente la locura individual contiene, a pesar de todo, sufrimiento y confusión; su verdad es elíptica y paradójica; sus posibles iluminaciones se hallan sepultadas en un magma de oscuridad y de errores. Sobre todo, la locura no es socialmente utilizable contra el sistema, sino como ejemplo de la posibilidad de un rechazo: pero este tipo de rechazo difícilmente puede ser tomado como modelo. El loco demuestra la presencia de fracturas en la continuidad del orden social dominante, y demuestra la posibilidad de «ser distinto»; pero no provee un modelo eficaz y generalizable de diversidad: de hecho, su sufrimiento y su destino negativo transmiten sobre todo –asegurando la voluntad del poder dominante– el ejemplo de un intento fallido de rebelión contra la normalidad. La oposición del sistema social burgués puede, y quizá debe, hacer hincapié sobre los principios de vida cotidiana que el poder no aprueba: pero, en la práctica no puede tener como modelo ni aquello que se llama comúnmente neurosis, ni aquello que cae bajo la etiqueta de psicosis, ni siquiera la falsa libertad de la «fuga» psicopática.
Es lícito suponer que normalidad y trastorno no sean más que las dos caras de una misma medalla, dos aspectos indisolubles y artificiosamente separados de una misma realidad social que nos viene presentada como la única posible. Somos invitados a atenernos a esta normalidad si no queremos correr el riesgo de caer en los trastornos mentales: pero no se nos dice que es precisamente esta normalidad la que lleva consigo, indisolublemente, el trastorno; ni se nos dice tampoco que quizás existan otras posibles realidades sociales y también otros modos de enfrentarse a la realidad actual, que no son ni la locura, ni el modo de ser normal al que insistentemente se nos invita.
La sociedad burguesa contemporánea ha elaborado un modelo de normalidad positiva, o activa, que es más complejo que el de normalidad como conformismo o mediocridad que acabamos de considerar brevemente. Este modelo de normalidad positiva y activa (que podríamos llamar «tercer modelo de normalidad») está propuesto y promocionado sobre todo en beneficio de las clases burguesas y con mayor fuerza en las clases dirigentes; este modelo ha sido elaborado y puesto a punto sobre todo por los psicoanalistas y tiende hoy a extenderse desde las clases dirigentes a los demás niveles sociales.
Las corrientes psicoterapéuticas y psicoanalíticas actuales, sobre todo las estadounidenses, tienen a este respecto una idea bascante clara del tipo de persona normal que quieren construir trabajando con los pacientes «privados». El objetivo no es aquí anular el síntoma (y por otra parte se ha visto ya en otro capítulo que la cura puede concebirse rara vez en este sentido) ni tampoco el crear un individuo meramente obediente: es más bien construir un individuo que esté felizmente integrado consigo mismo, pero también entusiasta, eficiente, productivo, dotado de iniciativa y de imaginación, espontáneo, sereno y «liberado». Este individuo debe ser capaz no sólo de vivir «bien» con los demás, sino que debe, además, saber aportar una nueva contribución, competente y «creadora» –dentro de ciertos límites– a su grupo social y en el seno de su trabajo. Sobre este mismo modelo «evolucionado» y «activo» de normalidad se basan también los psicoanalistas y psicoterapeutas que están directamente al servicio de la industria que actúan en los niveles jerárquicos medios y superiores de las instituciones modernas de represión y de asistencia como son las escuelas, las instituciones para menores, los organismos de policía; no digamos ya los consejeros del «correo del corazón» de los periódicos femeninos.
El modelo «evolucionado» y «positivo» de normalidad no contrasta más que en apariencia con la idea «por el negativo» o «limitada» de una normalidad concebida ya sea como ausencia de trastorno, ya sea como obediencia y sacrificio: es decir, con aquel tipo de imágenes que tradicionalmente les es reservado a las clases subordinadas. En caso de que complete y enriquezca las imágenes más burdas y limitadas de la normalidad, la normalidad «activa» sé basa en la confianza de que el individuo «liberado» sepa hacer la elección «justa». Por otra parte, siempre se le ayuda en esto. Este tipo de normalidad «evolucionada» se acompaña en la práctica y en general –aunque se dan importantes excepciones– de una adhesión activa a los ideales de la clase dominante. El objetivo es en todos los casos la integración. Esta puede ser la integración pasiva de un ejecutor al que se le exige obedecer, sacrificarse y no plantearse demasiados problemas; o bien, la integración del que es llamado a tener iniciativa, creatividad y responsabilidad de decisión pero siempre dentro de la adhesión a los beneficios de este sistema y mientras no se aparte de ciertos esquemas.
Cuanto más se complica la imagen de la normalidad –y éste es un fenómeno específico del siglo veinte–, cuanto más se articula, se hace activa y «responsable», mayor es la participación de las capas medias y subordinadas a esta imagen y se hace más necesaria, para el equilibrio del mismo sistema capitalista, una cuidadosa gestión de la falsa consciencia producida por la burguesía. De hecho, la falsa consciencia representa para el poder la garantía contra la insubordinación.
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La falsa consciencia
En el pensamiento de Marx y en sus sucesivos desarrollos la falsa consciencia es connatural a la estructura misma de la sociedad capitalista. Es necesario aquí realizar un breve recorrido por los términos marxianos en referencia a la cuestión porque sólo la referencia a tales conceptos puede fundamentar una crítica política a la normalidad dominante.
La tarea histórica de la burguesía ha sido la de haber creado una sociedad como sistema racional de intercambios. En la sociedad capitalista todo se define como mercancía, y en consecuencia todo es objeto de compraventa. En la base de dicha sociedad se halla la producción industrial. La división en clases nace del hecho de que los medios de producción (la fábrica, las máquinas) no pertenecen al productor real, es decir al que hace funcionar la fábrica y las máquinas. En la situación típica, este productor es el obrero asalariado. El obrero vende al capitalista, propietario de los medios de producción, la propia mercancía: la fuerza de trabajo a cambio del salario. El objeto producto del trabajo no pertenece al trabajador más de lo que le pertenecen las máquinas; del mismo modo no le pertenece tampoco la organización misma de su trabajo: la racionalidad productiva le es extraña y también hostil en cuanto que su objetivo último es la máxima explotación de su fuerza de trabajo. La actividad del individuo obrero queda incorporada en una totalidad racional que existe antes que él, existe a pesar de él y lo hace intercambiable.
Frente al poder del capital, el obrero no tiene poder sino en el momento en que el poder colectivo de los obreros se enfrenta al capital y adquiere consciencia de los propios derechos, es decir, en el momento en que los obreros se constituyen como clase.
Dado que la mercancía producida es inmediatamente alienada (o sea, sustraída, arrebatada) del productor (en cuanto que vive de una vida propia y de una racionalidad que es extraña a su control), todo lo que se produce en la sociedad (iniciativas, aportación de ideas, servicios), en el momento en que se expresa, tiende inmediatamente a entrar a formar parte del universo de los intercambios. La mercancía producida tiende, pues, a convertirse en funcional al capital y adquiere un significado y una utilidad que no coinciden necesariamente con las intenciones del productor. Pero, se ha visto que incluso el modo de producción no pertenece al productor en cuanto que es dominado por exigencias que forman parte del plano del capital: el modo de producción se modela en función del máximo rendimiento. Esto exige, entre otras cosas, un esfuerzo particular del productor para comprometerse en un trabajo en el que no es libre de expresarse a sí mismo. El productor es alienado de sí mismo en cuanto que el conjunto de su actividad productiva, que le es alienada, no es totalmente separable de él como persona.
Incluso fuera del momento de la producción, las relaciones entre las personas están mediatizadas por objetos, que son mercancías (por ejemplo los objetos de consumo, los instrumentos de comunicación y de transporte, las máquinas en el sentido más amplio). Estos objetos, que son instrumentos de intercambio en el sistema global de la sociedad capitalista, aparecen, en su especificidad, como fetiches, es decir como objetos a los cuales los individuos se adaptan, sirviéndoles sin plena consciencia según los intereses del capital. Los objetos, como son «tomados como garantizados» mediatizan, pero también ocultan, las relaciones entre los seres humanos. Los individuos singulares tienden, de hecho, a plantearse –falsamente– el problema de su relación con estos objetos y en particular con las máquinas (en su sentido más amplio) sin darse cuenta de que las máquinas son sólo mediadoras de las relaciones de poder. En la práctica, ya sea porque se considere la máquina como instrumento directo de producción (por ejemplo, un torno), ya sea porque se la considere como un bien de consumo (como el teléfono o el automóvil), sucede que el individuo particular tiende a plantearse a sí mismo en relación directa con la máquina (es decir como «problema hombre-máquina») en lugar de planteárselo con aquel que ha querido aquella máquina con aquella función, o sea, como problema «hombre-máquina-hombre». (Si, por ejemplo, esa máquina compleja y necesaria que es el sistema telefónico empieza a estropearse a cada instante, lo que sucede es que el individuo la toma con la máquina misma o bien –y es exactamente lo mismo– con el primer telefonista que se pone a tiro. Los patronos están bien al abrigo.) La relación «hombre-máquina-hombre» (o, lo que es lo mismo, «hombre organización-hombre») es una relación de poder: la máquina (o la organización de un negocio o de una unidad de servicios) es un instrumento de violencia en manos del capital, un medio de opresión, de explotación y de división entre los explotados.
Toda relación entre hombres, como que es mediatizada por esos instrumentos, tiende a reproducir dicha violencia. Pero, los momentos particulares de las relaciones entre las personas son también ellos mismos objetos, partes de máquina y de organización, en cuanto que son transformados en segmentos particulares funcionales al sistema; las personas mismas son objetivizadas, reificadas, en la medida en que son instrumentos y momentos de las relaciones sociales que ellos no dominan directamente y cuya violencia les es hostil.
El universo social está, pues, constituido por un conjunto estructurado de partes (intercambiables) de un único y complejo, mecanismo organizativo, no controlado por la mayoría de la población. La naturaleza real de los intercambios es ocultada: en la aparente igualdad formal de oportunidades entre todos los hombres, y en el aparente «civismo» de las relaciones entre las personas, no son visibles las relaciones económicas y las leyes generales que gobiernan dichas relaciones. Cada uno de los aspectos singulares de este complejo sistema está históricamente determinado, es decir ligado a las exigencias del capital; pero, esto aparece falsamente como algo naturalmente dado, es decir como parte de un paisaje mecánico inmutable, como algo que «está ahí porque no podría dejar de estar». No sólo la mercancía se convierte en fetiche sino que también lo llega a ser toda forma de relación entre seres humanos.
Se ha visto que todo objeto, toda mercancía, todo instrumento, todo aspecto de las relaciones sociales, es fácilmente considerado como dado o sea como inevitable: en consecuencia tiende a no cuestionarse. Pero esto sucede en la medida en que se consideran estos objetos y estos hechos como aislados, separados del conjunto del sistema de intercambios del capitalismo. La ausencia de una comprensión del sistema como totalidad (comprensión que hace posible en cambio la lucha política, que fundamenta el reconocimiento activo de los trabajadores asalariados como clase) hace a cada individuo, en cuanto individuo aislado, presa del sectarismo y fetichización de su personal y estrecha visión de las cosas. La complejidad del capitalismo moderno (que ciertamente no es fácil de comprender) y la aparente impersonalidad del poder, hacen difícil de distinguir, consecuentemente, más allá de esta apariencia parcelaria y falsamente natural, el cuadro de conjunto: es decir, los motivos históricos por los que una minoría de personas obtienen de este sistema unos beneficios que dependen de la explotación que ejercen sobre la mayoría.
La falsa consciencia existe en primer lugar como no consciencia de la realidad, o como consciencia parcelaria y deformada del modo hasta ahora descrito. Esta se convierte en consciencia falsa y no sólo en consciencia parcial o ausente, en el momento en que se racionaliza según la visión del mundo que la burguesía difunde sistematiza a toda la sociedad. La falsa consciencia es la normalidad dominante.
Con el mismo proceso con el que el capitalismo produce una estructura económica unificada para toda la sociedad produce también las premisas para un modo de vida y para una estructura de consciencia fundamentalmente unitarios. Esta estructura de consciencia se da en primer lugar por el modo en que estabiliza en cada individuo aquello que Freud llamaba el aparato psíquico: el equilibrio entre el Yo consciente, las pulsiones instintivas y las exigencias morales personales. Pero la estructura de la consciencia está dada también por el modo de ver el mundo y por las ideas sobre sí mismo y sobre el mundo. La continuidad y uniformidad de la estructura de consciencia queda asegurada, principalmente, a través de los tiempos y de los lugares, mediante un molde representado por la educación: en consecuencia, por la familia. La ética capitalista (que está hecha de disciplina, sentido de la responsabilidad, ahorro, pero también de productividad, creatividad dirigida e imaginación según los esquemas del capital) constituye el principal contenido de la estructura de consciencia del capitalismo. La estructura de consciencia, que el capitalismo tiende a hacer universal es falsa consciencia en la medida en que es capaz de impedir una toma de consciencia respecto de la naturaleza de la sociedad capitalista.
En este sentido, existe un aspecto particular del modo de vida que adquiere gran importancia como posterior instrumento productor de falsa consciencia: se trata del principio que confirma y sanciona como justa la separación categórica entre tiempo de trabajo y tiempo de esparcimiento. La separación entre tiempo de trabajo y tiempo libre no es sólo un dato objetivo, es decir, que no sólo es el modo en que, de hecho, se racionaliza el empleo del tiempo en la sociedad capitalista sino que tal separación se convierte en un principio de vida, en un modo de ser subjetivo; en otras palabras, es uno de los parámetros fundamentales de la estructura de consciencia.
El productor, consciente de su alienación durante las ocho horas cotidianas del propio trabajo e imposibilitado para expresar su propia personalidad en el trabajo, divide su jornada y su tiempo en dos partes bien diferenciadas: durante el trabajo está al servicio del capital, fuera del trabajo utiliza los beneficios derivados de su salario para comprar tiempo para sí mismo. Tenemos así una escisión en la personalidad del individuo que intenta reconocerse y definir la propia personalidad fuera del trabajo, exclusivamente en el «tiempo para sí mismo» mientras que no se reconoce en el momento del trabajo. Pero esta operación de reducción triunfa tan sólo parcialmente o lo hace a un precio muy alto. Veamos por qué. En primer lugar, si bien es cierto que la alienación está presente de un modo inmediato en la actividad productiva ello no significa que no exista una alienación mediata –y menos evidente– también durante el tiempo libre. La vida cotidiana está de hecho alienada ya que está comprada por el sistema porque se estructura según la mediación de los objetos y de las formas institucionales en que se insertan todas las relaciones humanas. La alienación del tiempo libre existe en cuanto el sujeto se encuentra con que ha revendido su propio tiempo, su propia libertad, al dinero ganado, las ventajas y las garantías ofrecidas por las estructuras asistenciales a cambio de una serie de satisfacciones inmediatas que consisten esencialmente en consumos. La organización del tiempo libre según los consumos tiene el doble objetivo de insertar a cada ciudadano en un universo previsto de comportamientos bien ordenados –piénsese en el deporte– y de favorecer la venta de las mercancías producidas por la industria. El «tiempo para sí mismo» es una ilusión: las relaciones sociales existentes imponen un empleo del tiempo al que la voluntad individual queda totalmente subordinada.
El hecho importante es que precisamente en el momento de su alienación directa, es decir en el momento de la producción, en la fábrica, el obrero toma consciencia de la propia explotación y siente la necesidad de una futura actividad socialmente útil que en última instancia no sea alienada. Es ahí, en la fábrica, donde se organiza un contrapoder de clase que forja, en la solidaridad de las luchas y de la maduración política, el principio de una consciencia alternativa y, en consecuencia, también el principio de una serie de valores diversos a los propuestos por la burguesía. Fuera del trabajo, a la inversa, en el tiempo libre y en especial en la vida privada dominan los valores hipócritas y burgueses de la familia, del racismo respecto de la mujer, del respetabilismo, del consumo, del espectáculo y de la evasión. Es preciso darse cuenta del hecho –sin duda desagradable– de que en el sector de la vida privada y del esparcimiento la visión del mundo y la ideología de la pequeña y media burguesía han colonizado la clase obrera de Occidente. La paradoja consiste precisamente en el hecho de que allí donde el productor se siente «negado a sí mismo», se siente alienado y no se reconoce, o sea en el trabajo, formula una alternativa; pero, en el tiempo «para sí» se vende, casi sin contradicciones, a un sistema de gratificaciones individuales en las cuales, falsamente, se reconoce.
Una tentativa importante de corregir esta situación se da en aquellos que, en las horas libres, se ocupan de política. Pero no se va demasiado lejos, si ello significa tan sólo asistir a la sesión del partido, dejando intactas las formas de la vida cotidiana. (Incluso creándose una justificación para no hacer política activa en el lugar de trabajo.) Un caso particular, y especialmente escuálido, se dio en aquellos intelectuales que, sobre todo después del 68, consideraban innecesario someter a una crítica política la propia producción –a menudo ideológicamente reaccionaria– pareciéndoles suficiente «hacer política» en las horas libres, mediante la afiliación al partido y firmando mociones y peticiones. Incluso ellos, que estaban en una situación privilegiada para obrar de un modo muy diverso, consideraban justa, una vez más, la separación entre tiempo de trabajo y tiempo libre; entre una producción apolítica y una política postlaboral
Es necesario añadir una última observación al respecto. La falsa consciencia y la alienación son la infraestructura de la normalidad, más que de la locura; es necesario también criticar una apresurada asimilación entre el concepto de alienación en el sentido marxiano y la alienación mental. Sin embargo, la falsa consciencia está en la base de esa ignorancia de las necesidades reales que es uno de los aspectos fundamentales que constituyen tanto el trastorno de tipo psiquiátrico como la llamada «normalidad». Tanto en el caso de la persona relativamente «normal», y como tal clasificada, como en el caso de la persona supuestamente «trastornada», existen necesidades que o bien no son percibidas o no son expresadas con claridad. La misma locura es, en el fondo, la expresión de una necesidad, es decir de una contradicción dramática que va más allá del caso del individuo singular y que exige ser resuelta: pero dicha necesidad no es de fácil lectura. Quizá la toma de consciencia de las necesidades sea una vía de salida tanto de las ilusiones de la «normalidad» como de los sufrimientos psicológicos que la acompañan.
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Necesidad y deseo. Las falsas necesidades
Una necesidad puede ser definida como la exigencia de un bien necesario para los objetivos vitales. En general, se tiende a confundir la necesidad con el deseo, es decir, a considerar la necesidad como un hecho puramente psicológico, un «anhelo de algo». En realidad el fundamento de la necesidad es objetivo antes que subjetivo. La necesidad se expresa habitualmente como sufrimiento por una carencia; si este sufrimiento se percibe como insatisfacción y si el sujeto es consciente de la existencia de un bien capaz de acabar con tal insatisfacción, la necesidad se expresa como deseo. El deseo es, pues, junto con la insatisfacción, el aspecto subjetivo de la necesidad: es decir, tendencia y tensión hacia un objetivo.
A menudo la necesidad existe objetivamente sin que se dé la plena y pertinente consciencia de ella. Esto puede suceder, por ejemplo, cuando no existe la consciencia de la carencia y sí, en cambio, el sufrimiento. (Una persona puede sentirse débil y con la cabeza vacía pero, momentáneamente, no darse cuenta de que lleva muchas horas en ayunas y de que tiene necesidad de comer.) También puede ser que la carencia se identifique equivocadamente. (Se puede suponer que la misma persona del ejemplo, estando en ayunas, cansada, nerviosa y fuera de un sistema habitual de referencia –como puede suceder en un viaje imprevisto y accidentado– busque el cigarrillo para vencer el mareo y la debilidad.) O puede suceder también que lo que falte sea el deseo (por ejemplo cuando la persona está tan deprimida y desesperada que no sienta ningún deseo de alimentarse). Incluso con unos ejemplos tan simples se puede comprender que a veces una necesidad puede pasar inadvertida solamente porque queda oculta tras otras necesidades no necesariamente más vitales para el organismo.
La necesidad de alimentarse puede quedar apagada porque en aquel momento el organismo sienta una necesidad real y apremiante de agua (de hecho esta concreta necesidad, a diferencia de la de comer, siempre es percibida inmediata y claramente como tal, es decir como sed, cuando existe). Pero puede también suceder que una necesidad marginal prevalezca sobre otra más grave y más real (como en el caso de los cigarrillos analizado más arriba); sucede también, a veces, que una necesidad falsa o patológica prevalece, incluso de una manera estable, sobre las necesidades reales del organismo. Por ejemplo, en la condición psicológica llamada anorexia mental, la necesidad de no comer y el deseo de muerte prevalecen sobre la necesidad de alimentarse.
He elegido intencionadamente como ejemplo la necesidad más simple y natural, la de alimentarse, pero el lector mismo puede encontrar otros ejemplos de otras necesidades a las que puede hacerse extensiva tal consideración: es decir, que lo que aquí importaba era introducir la temática de las falsas necesidades, o de las necesidades reificadas. Para las necesidades más complejas que la de alimentarse y en especial para las necesidades «sociales» es, de hecho, muy fácil que se dé un desequilibrio entre la necesidad objetiva y la consciencia de ella. La tendencia a confundir necesidad y deseo, o sea la tendencia a confundir la necesidad con la consciencia de ella, nace, en el plano psicológico, de la ilusión de saber siempre «lo que se necesita», de la ilusión de pensar que el deseo es siempre la medida de la necesidad; en el plano social, esta tendencia se corresponde con la imagen confortante, pero falsa y reaccionaria, de una genérica disponibilidad de bienes capaces de saciar todas las necesidades «legítimas».
Pero, ¿quién define y cómo se identifican, cabalmente, las necesidades «objetivas»? Aparentemente no existe ninguna duda respecto de las necesidades fisiológicas elementales (alimento, agua, protección del frío). Se observa, sin embargo, inmediatamente que tales necesidades son en sí naturales, pero no totalmente naturales, porque se plasman de acuerdo con convenciones y costumbres. Por ejemplo, volviendo una vez más a la necesidad de comer ésta se ha modelado históricamente –al menos en parte–. Una persona habituada desde siempre a un alto régimen calórico y proteico puede dejar de sobrevivir si se la somete a una dieta carencial que, en cambio, podría ser bien soportada por alguien que haya comido siempre de modo distinto; o bien, incluso sobreviviendo, puede sufrir un agudo malestar a causa de la carencia de alimentos o de sustancias a las que desde tiempo está habituada. ¿Y qué decir de las necesidades sexuales; de la necesidad de sentirse protegido, amado, considerado; de la necesidad de jugar, de explorar, de conocer? Es difícil, si no imposible, establecer hasta qué punto incluso tales necesidades son naturales, es decir, biológicas, y dónde empieza su modelado social.
Las más típicas e importantes necesidades sociales son necesidades radicales, aparentemente no vinculadas a las necesidades inmediatas del cuerpo, tales por ejemplo, la necesidad de libertad, la necesidad de justicia, la necesidad de igualdad, la necesidad de conocimiento. Se puede observar que aunque todas ellas sean necesidades históricas (es decir, no dadas a priori, sino nacidas y determinadas por modos concretos de vida) tienen también todas ellas algo de constante, al igual que las necesidades elementales. Pero, tocamos aquí un difícil problema. Cuando no es el cuerpo el que expresa en términos directos, simples y universales, sus propias necesidades (como en el caso del hambre), es decir cuando se tocan las necesidades sociales más generales y radicales, es fácil caer en la posición idealista de quien mantiene la inmóvil universalidad y la eterna presencia de valores tales como la libertad y la justicia o bien (con una actitud análoga) en el apriorismo del que quiere hacer penetrar en cualquier momento en la sociedad, y según su propio juicio, necesidades sociales colectivas aunque importantes no siempre actuales.
Las necesidades sociales radicales no vienen de arriba sino que nacen de la praxis, es decir, que se definen en el definirse de los hombres a través de la historia de las generaciones, y del proceso de la lucha de clases. Su propia definición es pues –hay que insistir– histórica, o sea no absoluta.
Existe también aquí el peligro de un error opuesto. Es también fácil interpretar el carácter histórico de las necesidades sociales de un modo totalmente relativista y no dialéctico, limitándose a constatar que éstas pueden ser infinitas, existir o no existir, según cada caso, expresarse de modos distintos e incluso opuestos según las épocas y culturas, presentarse o no en el contexto social según los momentos. Según tal visión relativista, sólo hay que tener en cuenta las necesidades, neutralmente, en el momento en que se expresan. Una posición de este tipo, aunque aparentemente sensata, en el momento en que se absolutiza se convierte en la manifestación de una ideología pragmatista, mantenedora del status quo: la única verificación y la única medida de las necesidades no es ya el hecho de que ellas sean «universales» sino, por el contrario, el hecho de que algunas de ellas prevalezcan de cuando en cuando, es decir se hagan evidentes respecto de las demás con una cierta fuerza, según la exigencia dominante en la colectividad. Semejante posición sustancialmente conservadora, identifica, en la práctica, las necesidades sociales con las elaboradas, definidas y difundidas por la clase dominante.
En realidad, si se considera la sociedad como dividida en clases, como sociedad en transformación, entonces es legítimo y necesario asumir la responsabilidad de mantener que las necesidades que aparecen como dominantes no coinciden necesariamente ni con las de la mayoría de la población (y especialmente con las de las clases oprimidas) ni con las necesidades reales que presionan para la transformación total de la sociedad. La clase obrera hoy es, probablemente, la principal portadora de las necesidades sociales fundamentales y principales, es decir de aquellas necesidades radicales cuya satisfacción implica un cambio revolucionario de la sociedad. Las necesidades sociales radicales pueden también ser expresadas, en su propio interés, por los jóvenes, por las mujeres o por estratos y categorías sociales concretas como, por ejemplo, los negros de los Estados Unidos, en particulares momentos históricos. Pero, puede también suceder que todas estas necesidades no sean evidentes en todo momento y que no siempre puedan ser expresadas con claridad o que, momentáneamente, puedan quedar ocultas por necesidades marginales. La misma clase obrera no siempre es necesariamente capaz de determinarse como clase en cada momento, ni de expresar siempre y en todas partes con claridad las propias necesidades y la necesidad del cambio social revolucionario al que se suman. Según la tradición marxista y leninista es tarea –arriesgada– y responsabilidad de la vanguardia política ligada a las masas, el identificar y el articular el significado de las necesidades más radicales; es decir, el identificar aquellas exigencias históricas que movilicen fuerzas humanas, corpóreas, funda-mentales, como el placer, el odio, el sacrificio, la disponibilidad para la rebelión, para la formulación de un programa revolucionario.
La identificación y la explicitación de las necesidades reales y, en particular, de las necesidades radicales, es tarea de la vanguardia política; pero no es –conviene insistir– una prerrogativa exclusiva de la vanguardia entendida del modo más tradicional, es decir como grupo dirigente oficial del partido y de las masas. Por otra parte, la identificación de las necesidades sucede y se expresa dentro de ciertos límites, incluso como toma de consciencia de masa, sin que sea necesaria la mediación continua de las vanguardias en momentos históricos agudamente revolucionarios. En el calor de la revuelta, aparece la crisis de la apariencia burguesa de las necesidades y la propuesta de necesidades radicalmente nuevas. Pero, en otros momentos no tan agudamente revolucionarios, determinados estratos y categorías sociales (además de los obreros, los jóvenes, las mujeres, los negros, etc.) pueden no sólo expresar por sí mismos, en interés propio, necesidades radicales (y se ha visto ya un poco en párrafos anteriores sino también señalar y explicitar para los demás con particular consciencia y claridad, el significado más general de estas necesidades, constituyéndose así en vanguardia histórica frente a otros estratos y categorías. Por otra parte, existe en este punto, una posible fisura; se trata del hecho de que los jóvenes, los estudiantes, los intelectuales, los negros de los Estados Unidos, las mujeres, pueden ser precozmente sensibles a las necesidades sociales radicales, pero no siempre están, necesariamente, capacitados para generalizar su propia consigna y para luchar políticamente, de un modo eficaz, por tales necesidades.
En el crecimiento de cada individuo particular se nota un incremento de las necesidades: se pasa de las necesidades fisiológicas elementales indiferenciadas, típicas del niño pequeño, a las necesidades diferenciadas e historiadas, típicas del adulto. Esta evolución contiene ya en términos elementales, una más compleja «historia natural» de las necesidades, la que se realiza con el desarrollo de la historia humana. A través del desarrollo de la ciencia y de la tecnología y a través de la difusión de la cultura se produce un aumento de las necesidades. Es decir, se produce (siguiendo con la definición inicial) un aumento complejo de los bienes necesarios para los objetivos vitales. Los objetivos vitales se han vuelto paralelamente más ambiciosos y complejos. El hombre se modifica: tiende a convertirse en rico de necesidades, es decir en hombre «dotado de necesidades ricamente desarrolladas». Pero aparece aquí la ambigüedad histórica del problema, porque si, por una parte, ésta es verdadera riqueza, desarrollo de las potencialidades humanas, proyecto y articulación continua de posibilidades y de deseos, por otra parte, es insatisfacción, carencia, retraso continuo de aquello que es realizable respecto de lo que es necesario. Veamos mejor ahora los distintos aspectos de dicha contradicción.
El hombre rico de necesidades, preconizado por Marx, no existe en la sociedad capitalista actual, ni tampoco en las sociedades hoy consideradas socialistas; es el hombre de la sociedad sin clases. Pero, el capitalismo opulento y «maduro» produce ya su imagen, su exigencia. El hombre rico de necesidades es sobre todo el hombre liberado de la esclavitud de las necesidades elementales; por otra parte, el problema del hambre, de la sed, de la lucha cotidiana por la supervivencia contra las fuerzas de la naturaleza, o bien está ya resuelto para muchos o bien se ha convertido en marginal para una parte de Occidente, a causa del desarrollo tecnológico y de la disponibilidad de bienes materiales.
Pero –y éste es el punto– el hombre rico de necesidades debería estar también liberado de los deseos y de las ansias respecto del dinero, de las competencias individuales, de las costumbres y vicios producto hoy del tipo de vida dominante en los diversos estratos sociales de la colectividad industrializada de Occidente. Por último, y precisamente por estas razones, el hombre futuro, rico de necesidades, se plantea otros problemas, afronta exigencias más articuladas, elige la propia vida, desea y realiza placeres que lo reconcilian con las exigencias «naturales» del cuerpo, explora y domina la naturaleza, y generaliza, en fin, todas aquellas satisfacciones «superiores» relativas al arte y a la cultura que han sido hasta ahora secuestradas en los medios restringidos de la media y la alta burguesía intelectual.
La sociedad capitalista avanzada produce, como máximo, una caricatura del hombre rico de necesidades. El commuter norteamericano, el empleado medio es, claro está, rico de necesidades, pero de un modo contradictorio y distorsionado. En el momento mismo en que esta riqueza suya es real, es bienestar material, libertad de las necesidades naturales más elementales y brutales, apertura a un mundo de informaciones, de posibilidades y de alternativas, ella es también, y al mismo tiempo, esclavitud a nuevas necesidades marginales, cerrazón en el privilegio, embotadura crítica, infelicidad cotidiana por la absurdidad y dureza cotidiana de la vida profesional y por la feroz competitividad en el ámbito público y privado; es también, culpabilizada insatisfacción por la idiotez de la familia, de las diversiones, de los espectáculos, y del deporte, carrera extenuante hacia los falsos paraísos de la edad de la pensión. A esta mísera riqueza se le contraponen tendencias de las que vamos a hablar a continuación. Los hippies californianos y sus hijos han realizado con su verdadera pobreza, casi por casualidad, una condición que realmente está mucho más cercana del «hombre rico de necesidades» de Marx, y ello a pesar de sus limitaciones ideológicas, de su ingenuidad y de la excepcionalidad misma de una situación histórico-geográfica privilegiada. Su existencia es más rica que la del communter precisamente porque es pobre de lujos y de necesidades cotidianas pero plena a nivel de las relaciones humanas, al mismo tiempo que garantizada en lo que respecta a las necesidades «elementales» (comer, dormir) por la opulencia misma de aquella sociedad tecnológica que, en ciertos aspectos, puede permitirse mantener gratuitamente, con sus propias migajas y desperdicios, a un cierto número de personas marginadas y toleradas.
Pero en el conjunto del mundo, la temática de la necesidad es todavía la temática de la miseria o, más genéricamente, de la carencia. La necesidad es hambre, infelicidad y frustración; y es también inconsciencia y renuncia, no tan sólo tensión y deseo. Nos encontramos aquí sobre el terreno de un desequilibrio histórico por el que las necesidades y los placeres «superiores» más refinados y complejos son sentidos, se desarrollan y se sacian en una mínima parte de la humanidad, a expensas de su mayoría, que no satisface ni tan siquiera sus propias necesidades elementales. En consecuencia, si bien es cierto que se puede hablar –aunque sólo en cierto sentido– de un aumento de las necesidades a partir del bienestar, puede ser importante recordar que las mayores necesidades no son de aquellos que quieren satisfacer las más «refinadas», con el problema de las necesidades «imprescindibles» resuelto, sino de aquellos que se encuentran aún luchando por estas últimas.
A este respecto, uno de los errores teóricos más comunes en el tema de las necesidades es el de pensar que la persona habituada al bienestar, si es privada de sus bellos objetos, de sus complicadas costumbres y de sus refinados placeres, sufre un estado de necesidad que es en todo parangonable al de la persona habituada a la pobreza, cuando ella sea privada de sus burdas cosas, de sus sencillas costumbres y de sus elementales placeres. Evidentemente, puede suceder que el deseo sea análogo en ambos casos, mas nunca, ciertamente, la necesidad. Sólo excepcionalmente, es decir en un cierto sentido, en ámbitos muy limitados y particulares, las necesidades del rico y del privilegiado pueden ser consideradas mayores que las del pobre y del subprivilegiado. Por ejemplo, los vietnamitas consideraban justo dar a los pilotos de los Estados Unidos capturados una dieta que, aunque no lujosa, era superior en calorías a la de sus guardianes: se les reconocía una mayor necesidad de alimentación. También el medio o alto burgués puede encontrarse como depositario de necesidades culturales que tienen un significado que va más allá del privilegio de su clase, pero cuya exclusividad, de hecho y en cierto momento histórico, es detentada por ella. Sin embargo, en general, entre el rico sin su riqueza y el pobre amenazado en lo poco que tiene, está claro que es el segundo quien se encuentra en una situación de mayor necesidad, si no por otra razón, porque se encuentra más directamente enfrentado a sus necesidades elementales, o sea con el problema inmediato de la propia supervivencia física.
Ello no significa, sin embargo, que personas de clases diversas tengan en última instancia necesidades sustancialmente distintas.
Las necesidades humanas nacen y se determinan en las condiciones objetivas de vida, en la división del trabajo, en el estadio de las relaciones de producción. En el mundo contemporáneo, no sólo existe una distribución desigual de la necesidad, sino también una manipulación de la consciencia de las necesidades (es decir una manipulación de los deseos) por parte de los que detentan el poder en la sociedad. Esta manipulación tiende a ocultar la existencia de las contradicciones sociales (y por tanto de las necesidades sociales radicales) que podrían amenazar los privilegios del poder. Esto se obtiene, entre otras cosas, mediante la fabricación de nuevas necesidades.
Quien tiene en sus manos las palancas de la producción de los bienes de uso (servicios, diversiones u objetos de consumo) tiene la posibilidad de crear intencionadamente, con la ayuda de la publicidad, la necesidad de nuevos servicios, diversiones y objetos más o menos inútiles. La sociedad industrial del capitalismo avanzado hace pasar a primer plano necesidades marginales como necesidades manipuladas. Estas necesidades se caracterizan por el hecho de que la tendencia a su satisfacción, mediante el consumo, obstaculiza el desarrollo de toda la sociedad hacia la satisfacción de las necesidades elementales y de las necesidades sociales «radicales». El «hombre rico en necesidades» está más lejos que nunca.
La promoción de estas falsas necesidades equivale a una falsa definición de la necesidad: el valor de uso del objeto de consumo termina con la desaparición –como fundamento natural– de la necesidad de él, y el objeto existe sólo para demostrar el poder adquisitivo de su propietario. La definición de la necesidad remite entonces al valor de cambio del objeto; de este modo, las múltiples necesidades humanas se extrañan reasumiéndose y resumiéndose en una sola necesidad, la de poseer.
La realización colectiva de las necesidades reales, así como la liberación de las necesidades extrañadas, pasa por la lucha de clases.
La consciencia del extrañamiento, cuando existe, se concreta en el rechazo de las necesidades «manipuladas»; este rechazo está más o menos ligado, en los hechos, a la reivindicación de un nivel superior de necesidades por parte de los que están, evidente y gravemente, privados de la satisfacción de necesidades «elementales» (como el alimento) o «radicales» (como la libertad). El intento de hacer surgir y de satisfacer las necesidades sociales radicales, rechazando las manipuladas, se identifica con la exigencia de construir, e incluso de prefigurar ya desde ahora, una sociedad capaz de promover y de satisfacer plenamente las necesidades superiores y «ricas» (es decir, no manipuladas, no falsas) del hombre.
La sociedad capitalista produce, de hecho y contradictoriamente, no sólo falsas necesidades, sino también necesidades sociales radicales (como la necesidad misma de negar y de superar el extrañamiento de las necesidades). Al mismo tiempo, produce un «modelado» nivelador del deseo (tal que éste tiende a saciarse con falsas necesidades) junto a un deseo de rechazo de tal «modelado». La sociedad capitalista produce, pues, necesidades alternativas.
La reformulación de las necesidades sobre la base del valor de uso de los objetos, la separación liberadora de la búsqueda del placer respecto de su falsa y reductiva identificación con el deseo de posesión, la elaboración de una nueva escala de necesidades, son los aspectos de un examen crítico y práctico del concepto corriente y dominante de necesidad, de cuyo concepto es también el único examen científico posible.
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Conflicto de clase y política de la vida cotidiana
Según la tradición marxista la clase obrera identifica las necesidades reales y guía la lucha para la transformación revolucionaria de la sociedad. La clase obrera, de hecho, «no tiene nada que perder más que las propias cadenas» y está situada, en el momento de la producción industrial, en el corazón mismo de la explotación capitalista. Algunas teorías revisionistas tienden hoy a minimizar o a negar el papel revolucionario de la clase obrera de Occidente, basándose en el hecho de que ésta ha adquirido, con relación a los tiempos de Marx, unos beneficios económico-sociales bastante notables y un poder contractual que le hace partícipe de los mecanismos de equilibrio y de desarrollo del Estado capitalista. El desarrollo de las distintas luchas de liberación nacional de los pueblos ex coloniales y la falta de una verificación de la posibilidad de una revolución socialista en un país industrial avanzado son hechos que contribuyen al replanteamiento del problema; problema todavía no resuelto y quizá no siempre afrontado con franqueza por el movimiento obrero. No es éste el lugar para discutirlo pero, se puede señalar, tan sólo, que según el punto de vista de quien se encuentra en un país como Italia, con una clase obrera luchadora y consciente, la hipótesis del papel revolucionario principal del proletariado industrial no parece, ciertamente, una teoría fuera de lugar. Sin embargo, sería absurdo negar el hecho de que en estos últimos decenios, y más especialmente en los últimos años, se han manifestado en el seno de las sociedades capitalistas de Occidente, incluso fuera de la clase obrera, nuevas contradicciones y también nuevos y radicales impulsos hacia el cambio. La difusión de las informaciones y de la cultura, el aumento de la preparación política de las masas, las nuevas formas de consciencia y de crítica de que hoy son portadores los jóvenes y los estudiantes, son factores todos ellos que contribuyen a crear una consciencia de la necesidad del cambio social que se expresa en términos más amplios, radicales y articulados que en el pasado. El mismo poder burgués contribuye a acentuar dicho proceso: se ha visto que éste se apoya cada vez menos en un consenso basado en la obediencia pasiva y que se ve obligado a buscar un consenso activo, es decir, una contribución «libre», «positiva» y «creadora» a la sociedad por parte del individuo. Pero, precisamente una consciencia de este tipo empuja a nuevas personas, a nuevos estratos sociales, a plantearse este nuevo tipo de críticas, y, por tanto, a actuar en un sentido no conformista.
De todo lo que se ha dicho anteriormente a propósito de la falsa consciencia y de las falsas necesidades se desprende, evidentemente, la maduración de una contradicción histórica no ya tan sólo a nivel de la producción, es decir en la fábrica, sino también a nivel de la vida privada, del tiempo libre y del consumo. La separación entre tiempo para el trabajo y tiempo «libre» está en el origen del proceso que ha llevado a la «alienación del tiempo libre» (o, lo que es lo mismo, a la alienación de la llamada «vida cotidiana» o «vida privada») pero, poco a poco, también a la consciencia –hoy en día sentida cada vez con mayor agudeza– de esta alienación. Esta consciencia creciente del sinsentido y de los perjuicios causados al individuo y a las masas por el condicionamiento burgués en la esfera de la vida privada es el resultado de un conjunto de factores objetivos y de factores subjetivos. Los factores objetivos se refieren a todo aquello que hace descaradamente ilusorios los beneficios de la sociedad de consumo: la agudización de la violencia y de la injusticia social; la disfunción de los grandes sistemas tecnológicos; la contaminación; la agudización de la competencia individual aislada; la degeneración de la estructura urbana; la ineficacia y los daños del sistema sanitario; la desilusión de las vacaciones y de la evasión; la disgregación de la familia y la desaparición de sus tradicionales gratificaciones afectivas; la crisis de los viejos valores educativos; y así sucesivamente. Los factores subjetivos, en cambio, son los que más arriba hemos analizado: se resumen en una menor disposición para soportar y una mayor capacidad de comprender. También ellos son el resultado de un proceso histórico: es decir, son en primer lugar la consecuencia indirecta del extraordinario impulso científico y cultural extendido por toda la sociedad por el desarrollo económico del poder burgués y, por lo tanto, del tipo de consciencia que la misma burguesía promueve y difunde para poder gestionar la propia y compleja tecnología y el propio y complejo sistema de poder. Estos nuevos factores subjetivos de consciencia son también, sin embargo –y en una medida no secundaria– consecuencia del crecimiento y de la maduración de un contrapoder y de una consciencia alternativa, a través de la lucha de clases y la difusión de la preparación política a nivel de masa.
En perspectiva, la contradicción suma de la sociedad burguesa, en la que se expresan todas las contradicciones del capitalismo, consiste en el hecho de que esta sociedad, en su evolución, produce problemas que generan a su vez nuevos problemas, que en último análisis no pueden resolverse en el interior de este mismo tipo de estructura social. El principal factor que empuja a la sociedad burguesa a defenderse y a evolucionar es la contradicción entre trabajo asalariado y capital; este enfrentamiento de clase, la contraposición entre explotador y explotado, formula desde ahora una sociedad distinta no basada sobre la explotación: el socialismo. La sociedad socialista se construye, más allá del momento de la toma del poder por el proletariado, a través de un continuo y prolongado proceso revolucionario que trunque el resurgimiento de la mentalidad y del poder burgués en las «nuevas clases» de burócratas y de tecnócratas «socialistas». Es lícito, hoy en día más que nunca, dudar del hecho de que el socialismo coincida con la propiedad estatal de los medios de producción, o con la planificación o con el desarrollo de oportunidades educativas y asistenciales extendidas a todos los ciudadanos. El socialismo es el ejercicio directo del poder por parte de la clase obrera y de las clases populares aliadas y es, indisolublemente, otra cosa: lucha de clases también a nivel de la supraestructura; destrucción tenaz de la «falsa consciencia» burguesa que continuamente intenta replantear su propia hegemonía; construcción de un modo de vida y de pensamiento distintos, de una escala de necesidades diferente de la eficazmente propagada por todo el mundo –incluso en países socialistas– por el capital monopolista. El «modo de vida» y el «modo de pensar» capitalistas, en la esfera de la «vida cotidiana» y fuera de ella, no pueden constituir una premisa para la «construcción del socialismo». En este sentido, en la medida en que persisten y son estimulados por el debilitamiento de la lucha de clases, tienen una parte importante en el replanteamiento de formas burguesas en muchos países en los que dicha construcción había sido posible.
En la clase obrera de Occidente y en los movimientos revolucionarios que evolucionan en el seno de los países capitalistas existe una dificultad análoga. Por una parte, de hecho, masas y militantes se baten contra el poder burgués y la explotación capitalista, y construyen en sus lugares de trabajo, en la escuela, en las luchas, valores de solidaridad, de desinterés personal y de igualdad que son alternativas a los valores burgueses; por otra parte, masas y militantes, sufren en sus relaciones privadas en la familia, en su tiempo libre, y –demasiado a menudo– también en sus relaciones interpersonales en el seno de las mismas organizaciones políticas, el condicionamiento de valores, aspiraciones y deseos que no escapan a las reglas del más mezquino individualismo competitivo pequeñoburgués. No se trata aquí de echarle en cara a la clase obrera la reprimenda intelectualista de no ser la portadora de nuevos valores, formados y dispuestos desde ahora, y menos que nunca de no estar suficientemente impregnada de «espíritu proletario». Por una parte, se trata de poner de manifiesto y de denunciar la responsabilidad de las organizaciones y de las vanguardias políticas (tanto de la izquierda parlamentaria como de la extraparlamentaria) de haber omitido un sector –el de la familia, de la educación, de la vida privada y de las relaciones interpersonales– que plantea urgentes y graves problemas políticos. Por otra parte, se trata de valorar en toda su positiva importancia el surgimiento desde la base, en el seno de la clase obrera misma (y sobre todo entre los jóvenes obreros y obreras) pero también en otros estratos y categorías sociales, de una consciencia creciente de la necesidad de cambiar de raíz los modos de vida y de pensamiento que la burguesía ha hecho hegemónicos en la sociedad.
La contradicción de clase se hace concreta no sólo en las reivindicaciones salariales y de poder que se producen en la fábrica, o en las reivindicaciones civiles (mejores escuelas, asistencia sanitaria…) y «democráticas» (más amplia representatividad de la base en la democracia local, elecciones…). La contradicción de clase impregna concretamente todos los aspectos de la vida y se ejerce en la esfera de lo privado, en la vida de cada día, en las relaciones aisladas entre las personas dentro y fuera de la familia, en los grupos, en las organizaciones políticas. Aquí la contradicción de clase es enfrentamiento entre la hegemonía burguesa que –casi omnipotente– existe a este nivel y –por otra parte– la necesidad de contrarrestarla, proyectando nuevos modos de vida y un tipo distinto de relaciones interpersonales. Y el hecho de que el enfrentamiento sea grave y real se advierte en el precio –altísimo– que pagan las organizaciones políticas y los grupos (en términos concretos de derrota política) al permanecer en tales valores burgueses. Estos valores burgueses al partir de sus fortalezas institucionales (la familia en primer lugar y en mayor grado, pero también, la esfera toda de lo privado) producen la infiltración y la conquista del estilo y la norma de las relaciones humanas en el seno de las organizaciones mismas y de los grupos militantes.
El modo prevaleciente hoy para defenderse y el modo de reaccionar ante esta situación, es todavía el del sello staliniano; la negación de la subjetividad, la disciplina, la rigidez, un estilo de militancia que acaba con la privación de la iniciativa y de la imaginación, pobre, árido, activista e, incluso, improductivo.
Todos estos problemas son minimizados y, normalmente, ocultados por parte de los responsables políticos, encerrados –con pocas excepciones– en una visión calcificada y miope de la lucha de clases; el resultado es –entre otras cosas– que las organizaciones no siempre funcionan y a veces desaparecen. Si esto sucede, no es sólo por errores políticos y estratégicos sino también por el peso –que se hace insoportable precisamente porque es negado– de las relaciones interpersonales que, por debajo de una apariencia de rigidez, corrección y funcionalidad, son a menudo relaciones humanas de mierda. (Forma parte de este mismo error la ilusión de superar de un modo rápido, fácil y voluntaristamente antipsicológico, todas las «viejas» contradicciones burguesas de la vida privada y de las relaciones interpersonales.) Pero, se paga también otro precio; se trata del costo humano respecto de aquellos cuadros y militantes que caen en estas dificultades. Entre la exigencia de una renovación humana real y la necesidad de gestionar viejas relaciones; entre una disciplina árida, estéril, fatigosa, externa y el deseo de vivir y de renovar con los compañeros afectos, entusiasmos y esperanzas, existen contradicciones difíciles de superar. Se niega el malestar o bien los cuadros y los militantes de base que lo advierten empeoran más las cosas reaccionando de modo moralista y obtuso: dicen, por ejemplo, «hay que trabajar más», «me comprometeré más»; el resultado, a la larga, no puede ser otro, en lo que les afecta personalmente, que un desequilibrio psicológico. Nacen así con impresionante frecuencia «agotamientos nerviosos» atribuidos generalmente al «exceso de trabajo».
En esta situación, no es de extrañar que muchos jóvenes desilusionados por los grupos y las organizaciones tiendan a abandonarlas ya sea para regresar a formas explícitas de adaptación burguesa a los valores de la carrera y de la familia, ya sea para pasar a formas despolitizadas (aunque muy cargadas de insatisfacción y de protesta) de experiencia y de convivencia, como, por ejemplo, las «comunas» de derivación hippie. La subcultura adolescente de la música rock, del pelo largo y de las «drogas mórbidas» (hashish y LSD) representa, aunque limitada y criticable, una indicación muy precisa: la de la necesidad de construir formas de experiencia personal, de búsqueda de la identidad, de toma de consciencia y de relaciones interpersonales, que no sean aquéllas hegemónicamente impuestas por la burguesía.
El único ejemplo de movimiento que hoy recoge y lleva adelante la doble exigencia de una batalla planteada según las grandes líneas estratégicas de las reivindicaciones políticas y también según las «líneas internas» de una lucha sobre los múltiples frentes de la vida cotidiana, está representado por grupos feministas. Por el hecho de que el origen mismo de la problemática feminista se sitúa en la intersección de ambas líneas y constituye un fenómeno único en el panorama de las luchas políticas actuales, es necesario plantear sobre el feminismo un juicio que va más allá del tema de la liberación de la mujer. Los grupos feministas contemporáneos imponen una exigencia vital y correcta que es la de ligar estrechamente la teoría y la acción política a un análisis y a una lucha sobre el terreno de la «política de la vida cotidiana». Así, los grupos feministas señalan que es necesario, y también posible, actuar a través de una valoración y de una corrección continua de la subjetividad personal, es decir del nivel y del tipo de consciencia individual en el ámbito de una tarea interpersonal y colectiva basada en la solidaridad recíproca.
Una exigencia análoga se expresa hoy en la praxis y en el análisis político cotidiano que realizan los chinos, en los grupos y en las asambleas, respecto de todo aspecto de su vida de relación. Si en China no está tan desarrollado el análisis de las relaciones interpersonales en la vida privada, ni tampoco la valoración de los componentes psicológicos individuales, sin embargo es muy aguda la atención continua al hecho de que la lucha «entre las dos líneas» no es sólo la lucha de clases en su acepción tradicional sino –indisolublemente– construcción de una ética alternativa y es también enfrentamiento entre tendencias burguesas y tendencias revolucionarias (o entre línea avanzada y línea reaccionaria) en cada momento de la vida, en cada decisión, en el seno de cada grupo así como en el seno «de la propia cabeza de cada persona individual». Los chinos sostienen también –y con importantes razones– que los trastornos mentales son debidos a estas contradicciones «en la cabeza» y que por esto son un problema político.
En la sociedad capitalista avanzada, el plantear estos problemas supone hacer todavía más evidentes las contradicciones que aparecen en la esfera del «tiempo libre», de la familia, de la vida privada, de las relaciones interpersonales en el trabajo y en la actividad política, para demostrar que es precisamente en este terreno donde más sutil y peligrosamente tiende a reproducirse el tejido de violencia de la sociedad burguesa. Pero, plantear estos problemas significa también luchar políticamente para deshacer estas estructuras y estas relaciones abriendo el camino hacia relaciones distintas y estructuras alternativas. No se trata aquí, evidentemente, de pretender estar fuera de las grandes contradicciones sociales para refugiarse en un ghetto de acción ilusorio y artificial en el que con toda tranquilidad se cultivarán relaciones humanas como fuente de consuelo para los miembros del grupo y –obviamente– de exclusión para las personas y los problemas que quedarán fuera de sus confines. No se trata pues de plantearse una ilusión «ajena» a la realidad política según la mitología privilegiada e individualista de una «ética alternativa», desvinculada (aunque sólo aparentemente) de las contradicciones existentes en la sociedad. Se trata, por el contrario, de tomar y utilizar un aspecto importante de las contradicciones de clase y de elegir un planteamiento, una acción frente a una parte dominante de los sufrimientos, de las contradicciones y de las necesidades que esta sociedad expresa y que se expresan en cada uno de nosotros.
En consecuencia, se trata de reconocer no sólo la posibilidad sino también la necesidad de hacer política en un ámbito de graves y urgentes problemas, que no forma parte del marco tradicional y aceptado de las luchas. Los jóvenes fueron los primeros en plantear esta exigencia frente al mundo en 1968: y el reflujo que siguió es el signo de la incapacidad de las organizaciones para recoger y desarrollar aquella enseñanza. Tendencia al rechazo del mito casi omnipotente de la propiedad privada y de la posesión, intentos de trabajar menos pero –en compensación– pensar más, búsqueda de valores de disponibilidad y generosidad contrarios al individualismo competitivo imperante, construcción de modos de vida basados en la reducción de necesidades superfluas, esfuerzos por establecer relaciones menos hipócritas y menos instrumentales y opresivas entre hombres y mujeres y entre adultos y niños, estructuras de vida cotidiana en las que sea posible redescubrir la ternura, la curiosidad y el juego: todo ello forma parte de una orientación que puede conducir a unos resultados –aunque sólo parciales– pero con la condición de que estas cosas no se separen de la política, de la confrontación con la vida real, de una participación consciente en las cosas del mundo.
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Subjetividad y racionalidad en la consciencia revolucionaria
Desde hace algunos años el tema de la subjetividad política y, en particular, de la subjetividad obrera ha adquirido notoria importancia en el debate dentro de la izquierda. Con este término se señala comúnmente el modo en que los obreros y las masas, colectivamente, advierten e interpretan su condición en la fábrica y en la sociedad. Se habla de subjetividad a propósito del problema de la salud: la consciencia colectiva del hecho de que en la fábrica existe un alto nivel de nocividad y la consciencia del propio malestar se contraponen a la falsa objetividad de los argumentos del patrón y del médico del patrón y se convierten en la medida de hasta qué punto es necesario cambiar las cosas. O bien, más en general, se habla de subjetividad política en lo que se refiere a la consciencia con que el colectivo obrero advierte e interpreta las condiciones en que se encuentra viviendo y trabajando. La subjetividad política no es más que el modo (cualitativa y cuantitativamente variable) en que se manifiesta la toma de consciencia de las contradicciones sociales: es decir, el modo en que la naturaleza real del sistema capitalista es comprendida y desvelada más allá de sus apariencias apolíticas y de las mistificaciones de la falsa consciencia. En cuanto a la subjetividad revolucionaria, no es algo demasiado distinto: ella está dada por el grado y el modo en que la fuerza del rechazo del sistema burgués adquiere claridad en cada uno y se expresa en un programa colectivo de lucha que nace de la consciencia de los militantes.
La subjetividad política se expresa en conocimiento o de hecho no se expresa: es una experiencia eminente y profundamente cognoscitiva que se fundamenta en la comprensión del sistema capitalista, en la claridad respecto de lo que es necesario hacer para abatirlo y en la valoración realista de las propias disponibilidades y capacidades en la situación concreta. El carácter cognoscitivo de la subjetividad deriva del hecho de que la capacidad de acción correcta no es innata, no es instintiva y ni siquiera cae del cielo en los momentos de tensión revolucionaria (momentos en los que precisamente se expresan, sobre la base de la experiencia y de las luchas precedentes, nuevas claridades), sino que se fundamenta en una serie de vías de adquisición del conocimiento de la sociedad. Estas vías están constituidas esencialmente por la experiencia política, interpretada según los instrumentos del análisis marxista. La importancia del factor cognoscitivo en la consciencia política no se subvalora: del mismo modo que se subraya que este conocimiento no es intuitivo, no proviene de una sensibilidad totalmente práctica y prerreflexiva sino que proviene sobre todo de los instrumentos de la razón, continuamente verificados en la práctica.
Las organizaciones políticas de la izquierda se diferencian de las otras organizaciones (y en especial de las de la derecha) precisamente por reclamar una toma de consciencia basada, desde el principio, en argumentos racionales. Lo que se rechaza –y con razón– es el recurso visceral e instintivo a las emociones, como sucede, en cambio, con el proselitismo religioso y con los que siguen la ideología de la extrema derecha. Es del todo ajeno, no sólo al marxismo sino a toda la tradición del progresismo socialista, el recurso a aquellos mitos naturalistas, regresivos, irracionalistas, impulsivos (como los mitos de la violencia, de la sangre, de la tierra, de la vitalidad o de la muerte) que son, en cambio, constitutivos y típicos del fascismo. La referencia a la razón constituye, desde hace dos siglos, una de las raíces fundamentales de la fuerza hacia las transformaciones sociales y de la lucha contra la opresión y contra la seducción de la falsa consciencia. En este sentido, la referencia a la razón es también un instrumento de lucha contra el fascismo cotidiano que continuamente asoma en la tendencia a vivir de modo irracionalista las relaciones afectivas, los ligámenes de sangre, la experiencia de la muerte y los mitos tradicionales, difíciles de eliminar, de la tierra y del honor.
Cuando se habla, pues, de subjetividad política o incluso de subjetividad revolucionaria, se hace referencia a un modo, que es a la vez personal y colectivo, de sentir la situación y los problemas; pero, este «sentir» tiene valor sólo en la medida en que toma cuerpo en un conocimiento de la situación histórica que, a su vez, se expresa en una posibilidad de explicación lúcida, articulada, comunicable, de la misma. El concepto de subjetividad entendido como modo de la consciencia política tiene, en consecuencia, un significado voluntariamente limitado y restrictivo. Se contrapone a la subjetividad alienada o falsa consciencia; pero se diferencia también de los modos de sentir, todavía informes e inconscientes, del que sufre sin pleno conocimiento de sus necesidades o del que siente un impulso vivo y angustiante hacia la renovación y la rebelión, estando todavía privado de una real y articulada consciencia de la situación así como de un concreto programa de acción.
El concepto de subjetividad obrera (o bien de subjetividad política de las masas o de subjetividad revolucionaria) constituye uno de los más importantes criterios de valoración de las perspectivas revolucionarias en una determinada situación histórica. Es el criterio más abandonado por el movimiento obrero de Occidente que ha privilegiado, por una parte, el análisis de las contradicciones objetivas de la economía y, por otra, la valoración de las condiciones organizativas del movimiento, vistas en general no a través de los ojos de la base sino más bien a través de los ojos de los vértices del partido. El hecho de haber pretendido «secuestrar al vértice» el derecho de tener un pleno conocimiento histórico e intelectual está acompañado por una concepción de la subjetividad de la clase obrera (y más en general de las masas) como subjetividad espontánea y también irracional. Por ello, el olvidar hoy el problema de la subjetividad obrera constituye un error, no porque de este modo se ignoren los factores espontáneos e irracionales en la lucha política sino, por el contrario, porque de este modo se niegan implícitamente tanto el grado de consciencia racional de los problemas políticos que han alcanzado las grandes masas trabajadoras en el transcurso de nuestro siglo, como la pertinencia y la exactitud de las fuerzas que se producen en la base y que empujan desde abajo.
Una vez señalado sin equívocos el carácter fundamental cognoscitivo y racional de la subjetividad política, es necesario, para continuar, explicar que las cosas, en general, no son tan simples y lineales. En parte, es necesario realizar una corrección; o mejor, ver las cosas de un modo más dialéctico. En primer lugar, es necesario señalar que la racionalidad revolucionaria no se encuentra hoy luchando tan sólo contra la irracionalidad del fascismo sino también y sobre todo contra un enemigo más sutil y aguerrido: la racionalidad burguesa, la racionalidad del sistema capitalista. En segundo lugar, de hecho no es verdad que la subjetividad revolucionaria sea tan sólo consciencia racional; esta consciencia es sobre todo racional pero se alimenta y se enriquece con impulsos afectivos, emotivos, con sentimientos de indignación y de esperanza, de odio y de renuncia, que movilizan las acciones de los hombres. Es sobre esta compleja temática sobre la que se fundamentan los problemas de una moralidad alternativa a la de la burguesía. Todos estos aspectos, tanto racionales como afectivos y emotivos, son constitutivos de la complejidad y de las contradicciones de la subjetividad revolucionaria; es necesario decir que el haber menospreciado su importancia o el haber reducido su significado interpretando la subjetividad como subjetivismo y la pasionalidad como irracionalismo ha sido un error histórico no marginal. El stalinismo ha constituido en este sentido la negación total de la subjetividad. Ello ha supuesto el triunfo de la interpretación objetivista del marxismo: personas o categorías sociales enteras se convirtieron en «objetivamente» traidoras; otros fueron objetivamente héroes: fuera cual fuere la actitud de estas personas, tuvieran o no algo que decir, esto había perdido todo significado. La subjetividad fue abandonada a la derecha, que la utilizó según sus propios fines.
La relación entre racionalidad y moral en la sociedad y en la ética del capitalismo ha sido descrita de la manera más precisa por Freud. Según el fundador del psicoanálisis, la «civilización» se basa en la parcial renuncia al placer: el individuo aprende en la infancia, por medio de la educación, a reprimir sus propios deseos de placer «inmediato y absoluto» y utiliza la energía vital, así ahorrada, para trabajar y producir. La fuerza instintiva se canaliza hacia fines socialmente útiles; la transmisión de nuestra propia satisfacción personal y la subordinación de esta última a las necesidades de convivencia social constituyen la base de la acumulación del saber y de la riqueza. Todo esto dirigido por la consciencia y la razón del individuo que median entre las exigencias represivas planteadas por la sociedad y las propias fuerzas instintivas.
Tal esquema fue puesto de relieve en los años treinta por una serie de psicoanalistas y sociólogos políticamente orientados a la izquierda. Estas críticas evidenciaron que la moral de la prestación, de la eficacia, de la acumulación, de la renuncia, reasumida en términos psicológicos por Sigmund Freud, no es más que la moral burguesa, la interiorización de la represión y de la violencia ejercidas por el capital. En la medida en que la moral burguesa ha sido transmitida –a través del modelo de la familia (cosa ya subrayada por Marx y Engels) y a través del modelo burgués de la educación– a las masas subordinadas constituye un freno para la toma de consciencia y para la rebelión. Esta temática ha vuelto a plantearse en los últimos años. Se ha visto que desde la infancia de cada individuo en particular la hipocresía y la represión familiar y educativa ahogan el impulso a la satisfacción del propio placer y, con ello, el impulso hacia la libertad y la insubordinación. Pero el sentido de la profunda legitimidad de la insubordinación y el sentido del propio derecho de acceso al placer, constituyen la premisa indispensable para la rebelión y el cambio social. Más aún: es precisamente la expresión de la necesidad de goce y de felicidad lo que produce la energía necesaria para el compromiso militante y revolucionario. Esta reivindicación del placer es así la sustancia misma, la materia activa de la claridad, del coraje, de la tenacidad y del odio con los que es posible luchar eficazmente contra el sistema.
Por el contrario, la convicción de la ilegitimidad del placer físico, la sensación de la ilicitud de los impulsos vivos hacia la violencia y el amor, y por tanto el conformismo, la represión disciplinada y la frialdad de acción, son los mecanismos psicológicos que no sólo castran de raíz la energía necesaria para rebelarse eficazmente contra el sistema sino también, en último análisis, los que impiden la percepción de la injusticia y además sofocan la originalidad y la pluralidad del pensamiento, inhiben la toma de responsabilidades imprevistas, bloquean el coraje para la discontinuidad y la revuelta. Por otra parte, la represión es seductora, tiene sus aspectos gratificantes y agradables; da seguridad, motivaciones «cívicas» a la propia vida, permite prever un futuro estable para uno mismo y para los hijos; ella es duración, garantía, rutina, medida, sentido común. Incluso el «hacer política» aceptando esta represión se convierte en algo evidentemente poco espinoso: nacen así líderes, racionadores y contabilizadores de la política. En la práctica, el espíritu burocrático en la administración y en la política no es otra cosa más que esta sabia gestión de la continuidad. Pero aquel que por su propia naturaleza juega en la propia casa, en este terreno, supera esta eficacia –y se muestra generalmente más hábil y sin prejuicios– es siempre el capitalista moderno, no el militante de izquierda.
Es necesario subrayar aquí, siguiendo a Reich, la importancia específica de la represión sexual. Esta se realiza hoy, en la sociedad contemporánea, mediante la reducción y el encasillamiento del Eros en una dimensión culturalmente empobrecida, consumística, entendida como desfogue, vacación, evasión y olvido; al mismo tiempo, a través de su persistente institucionalización en el interior de la genitalidad «privada» monogámica, «normalmente» heterosexual y procreadora. La represión sexual infantil constituye todavía hoy, en el condicionamiento educativo de los individuos, la estructura básica de toda represión; así, podemos hoy reafirmar con Reich que el rechazo de la represión y de la marginación y privatización de la vida sexual es un momento fundamental de la identificación de las necesidades reales, momento de liberación de la disidencia.
Al problema de la sexualidad se liga el del uso y el significado político del cuerpo. La represión sexual es represión del derecho a reconocerse en el placer del propio cuerpo y en el del otro. Con esta represión, el cuerpo humano es más fácilmente alienable del sujeto para convertirse en un instrumento de trabajo (y de consumo) que responde a una lógica eficientista. Por último, en la sexualidad, el cuerpo tiende a ser utilizado como instrumento productor de prestaciones. La imposibilidad de reconocerse en el propio cuerpo determina un extrañamiento de la visceralidad que entonces es sentida como oscura, regresiva y extraña. El carácter visceral y profundamente corpóreo de sentimientos como el odio, el amor, el entusiasmo y la rendición es castrado y negado: la vida cotidiana se hace mecánica, estéril, privada de fantasía; la lucha política queda privada de su fuerza emocional; las emociones son esterilizadas.
La visceralidad, precisamente porque ha sido apartada, puede entonces reaparecer, no dominada, en instancias políticas regresivas o en explosiones de exasperados e individualistas espontaneísmos.
Se comprende, en este punto, cómo la separación entre racionalidad y vida afectiva (separación que precisamente hemos mantenido en el curso de la exposición por exigencias de claridad) es en realidad el resultado de una escisión realizada en nombre de la racionalidad burguesa. La racionalidad en su sentido amplio y correcto debe poder incluir en sí misma la vida afectiva.
No se pueden negar la importancia y la pertinencia política de las críticas planteadas a Freud desde la izquierda en los años treinta ni la importancia de su desarrollo. Sin embargo, también aquí el problema debe ser visto de modo dialéctico: es necesario decir que ciertas críticas a los planteamientos freudianos no deben ser entendidas de modo dogmático aun presentando aspectos aventurados.
En primer lugar, Freud no estaba del todo equivocado cuando hablaba de la necesidad, para todo niño, de aprender a pasar de un universo subjetivo dominado por el principio del placer a un universo condicionado por el principio de realidad. Es difícil y quizá necio imaginar, dado el mundo en que vivimos, una educación idílica y naturalista, basada sólo sobre el placer del niño. La realidad con la que el niño debe llegar a enfrentarse y que debe saber manipular en su propio beneficio, con inteligencia y, si es necesario, con dureza y sacrificio, es la realidad de este mundo histórico, hecha de violencia y de miseria. Freud había ignorado que la «realidad» del «principio de realidad» no es natural, no es dada de una vez por todas, sino que es una realidad política y, por lo tanto, contestable: «enfrentamiento con la realidad» no es entendido hoy, en consecuencia, como «adaptación a la realidad» sino como oposición y lucha.
La disciplina, la dura renuncia, e incluso lo que más arriba hemos llamado «gratificación diferida» son exigencias que, por desdicha, toman, invariablemente, en nuestra sociedad, la forma dominante de la moral burguesa: pero es difícil imaginar (bien entendido en una sociedad todavía dividida en clases) una vida asociada, una lucha política, una actividad científica, que no estén ligadas de algún modo a la paciencia, a la disciplina e incluso a conscientes renuncias. El problema está, en cualquier caso, en establecer por parte de quiénes, en interés de qué y con qué espíritu se realizan tales renuncias; es decir, en la práctica, si existe una verdadera realización de las propias necesidades y si las personas que realizan la renuncia están personalmente motivadas a hacerlo por la fuerza que da la realización de un proyecto propio, o bien, si, por el contrario, las renuncias son impuestas desde el exterior como freno a una insistencia de cambio.
La viva reivindicación del placer, de la imaginación, de la libertad, del deseo e incluso del juego, constituyen ciertamente la energía y una premisa para la acción revolucionaria. Esta energía, sin embargo, no es en sí misma suficiente para formar la consciencia revolucionaria, en una lucha que –en la práctica– siempre es de larga duración. El aliento es corto si esta energía no se estructura en el conocimiento de las posibilidades políticas de la situación dada, si no se concreta en un programa de acción y si no se encamina en una paciente y a menudo ingrata disciplina de una organización. Si se olvida esta cautela del método, la única propuesta política que de ello resulta es de sello individualista y espontaneísta, tendencialmente libertaria y anárquica, extremista e ingenua, quizá tocada por notas y nostalgias de tipo irracionalista.
Otra observación que es necesario hacer respecto de las críticas a Freud «propuestas desde la izquierda» en los años treinta (pero también en años más recientes) se refiere al hecho de que la relación entre la represión y la permisividad en la sociedad capitalista de los años setenta se ha convertido en algo muy complejo. Esta sociedad, de hecho, no es sólo represiva sino que también es –dentro de ciertos márgenes– tolerante. Quizá la obediencia es menos útil al sistema que la participación, la represión menos eficaz y económica que la concesión de ciertos márgenes de autonomía, la inhibición del placer y del deseo menos rentable que la exhortación al individual dejarse llevar, algunas veces, por la fantasía y la espontaneidad. Incluso aunque la represión sexual, como se ha visto más arriba, exista todavía, no constituye ya una barrera tan rígida. Hoy en día, muchos psicoanalistas y los animadores de los «grupos de encuentro» invitan a una espontaneidad prerreflexiva para reencontrar la expresividad corporal perdida; los especialistas del análisis y de la manipulación de los grupos y de las instituciones enseñan a exaltar el derecho al placer del cuerpo, la «libre» creatividad individual (en el interior de los límites establecidos) y quizás incluso la contestación para darle oxígeno al sistema y cortar sus ramas secas. Esto sucede de un modo previsto y controlado; la invitación a «dejarse ir» se recupera en pro de la «autenticidad del encuentro» pero en momentos y lugares señalados: con los ritos y las liturgias de un espontaneísmo institucionalizado se intenta contrapesar la esterilidad de las relaciones humanas.
Todo ello, una vez más, es pura y simple mistificación en la medida en que oculta la existencia de las contradicciones de clase y la violencia de las relaciones de poder: en definitiva, en lugar de una verdadera toma de consciencia, que significa identificación de las necesidades (y, por lo tanto, lucha contra la opresión), el sistema propone hoy a los burgueses y a los intelectuales la libertad del deseo como premisa –para los individuos privilegiados– de la «realización personal». Se puede evidenciar aquí, concretamente, la inconsistencia de ciertos slogans: frente a la exhortación hacia la «liberación del deseo» es necesario recordar que el deseo en abstracto (es decir sin un objeto del deseo) no existe; que el deseo no tiene ningún significado liberador, ni destructivo, si no está ligado a necesidades sociales radicales exactamente identificadas.
Pero, probablemente, no es cierto que la sociedad capitalista se rija hoy sobre todo por la «tolerancia represiva» y quizá ni siquiera es tampoco cierto que se rija «tendencialmente» por dicha tolerancia; más bien acude intensamente a la represión en el sentido más directo y brutal y la emplea todas las veces que la considera necesaria o menos costosa. Los problemas reales del poder son tenazmente mantenidos al margen de cualquier contestación seria; los demás son reciclados cada vez que resulta cómodo. Pero, una vez más, queda la sospecha de que precisamente a través de sus concesiones la sociedad burguesa se está cavando su propia fosa; el consenso activo, enfrentándose a contradicciones estructurales cada vez más graves, cede cada vez más amplio margen a la actividad del disentimiento; quizás el proceso sea irreductible.
Una cierta indicación de respuesta a muchos problemas podría quizá ser dada, más que por la tendencia al rechazo de la vida burguesa por parte de las nuevas generaciones, por algunas observaciones respecto de la figura del revolucionario.
Respecto de las organizaciones políticas de izquierda de tipo tradicional (partidos, sindicatos) y respecto de las típicas organizaciones políticas extraparlamentarias actuales, los grupos políticos que han actuado durante la Resistencia o que hoy actúan en países en los que existe una situación realmente revolucionaria acentúan la movilización de todos los resortes con la finalidad de la acción política. Mientras que en una organización política en tiempo de paz, los individuos del cuadro y los activistas deben dar una parte de sí mismos y del propio tiempo al grupo y al partido (siendo libres por lo demás de comportarse como crean más oportuno –o lo «mejor posible»– en la vida privada) en las organizaciones militantes en situación revolucionaria el compromiso es más global.
Para los militantes en ciertas situaciones de lucha, de hecho, la realidad misma acentúa las necesidades de aproximar la «vida pública» y la «vida privada» subordinándolo todo a las exigencias políticas. Hemos estado tentados de pensar que, de este modo, las emociones, los afectos, las debilidades personales, las tempestades interpersonales, son duramente reprimidas para subordinarse a un fin cuya racionalidad es –aparentemente– absoluta. Pero es necesario preguntarse si una represión de este tipo es verdaderamente necesaria y verdaderamente funcional.
Los mejores militantes revolucionarios nacen por lo general, y de manera decidida, de un esquema completamente represivo y disciplinario. Estas personas se presentan como vitales, pasionales, capaces de un ligamen emotivo profundísimo con los amigos, los compañeros, los demás militantes, las masas; están dotados de una gran carga de optimismo y de amor por la vida. La necesidad de disciplina y de rigor, el hábito de la modestia y del sacrificio personal, la renuncia a las comodidades e incluso a los antiguos afectos, no sólo no provocan un marchitamiento de la afectividad sino que parecen exaltarla y la catapultan hacia un plano de relaciones interpersonales que es muy distinto del tradicional constreñido por las trabas de los circuitos amicales y familiares. Incluso la relación con las exigencias del cuerpo y con el placer de la imagen se hace más simple y directa. Su respuesta a la racionalidad capitalista parece ser no tanto una nueva racionalidad aún más rígida, exclusivamente dirigida contra el sistema, como la construcción de una nueva subjetividad, racional pero apasionada, quizá contradictoria pero libre y vital. No es realista proponerse hoy, como algo posible, la reconciliación entre vida privada y vida pública o entre placer y disciplina: pero, en estas personas se dibuja quizás una clara indicación respecto de la dirección en que hay que moverse. También, quizá, de algunos aspectos específicos y particulares del panorama político occidental, así como de las luchas de masas de otros países, se entreven indicaciones o anticipaciones respecto de lo que será el hombre «rico de necesidades» del futuro. Corresponderá a las generaciones venideras verificar la concreción de lo que hoy aparece aún como algo más que una esperanza.
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Notas
La idea que de la salud mental tienen los psiquiatras y demás especialistas no siempre se hace explícita y, en general, cuando se expresa, se hace de un modo no sistemático. Los escritos dedicados explícitamente a este problema no son, en general, las fuentes más importantes: la concepción de la normalidad psíquica se encuentra en otro lugar y se lee, por lo general, entre líneas o en anotaciones diversas. Wilhelm Reich y la izquierda psicoanalítica y sociológica de los años treinta tenían una concepción propia de normalidad; los neofreudianos desarrollaron una distinta, como se ha señalado en el capítulo segundo, y así sucesivamente. (En otro lugar, en el ensayo introductorio a la edición italiana de Clases sociales y enfermedad mental de Hollingshead y Redlich, en 1964, me ocupé del problema de la ideología de estas corrientes aunque desde un punto de vista de la naturaleza del trastorno mental muy distinto del que tengo actualmente.) Quisiera advertir aquí que la historia de la ideología de la normalidad es compleja; si bien en los años treinta y cuarenta se manifestó en los Estados Unidos el triunfo del principio de adaptación se expresaron al mismo tiempo opiniones contrarias concretas. La crisis de la psiquiatría se corresponde con la nueva aproximación al tema de la normalidad hecha por los autores de los años sesenta (con la filosofía de los «grupos de encuentro» y con el «desarrollo del potencial humano»).
Véanse los siguientes textos, relativamente «de izquierdas» de los años treinta y cuarenta: Kingsley Davis «Mental Hygiene and the Class Structure», en Psychiatry, I, 1938 págs. 55 y ss. (reeditado en varias antologías); A. W. Green, «The Middle Class Male Child and Neurosis», en Amer Sociol. Rev., 11 de febrero de 1946, págs. 31 y ss. Otros puntos de vista y análisis, no necesariamente «de derechas» pero, sin embargo, menos críticos y menos conscientes de ciertas contradicciones, nos vienen de un decenio reaccionario y son los de M. Jahoda, Current Concepts of positive Mental Health, Basic Books, Nueva York, 1958; de F. C. Redlich, The Concept of Health in Psychiatry, en A. H. Leighton, Clausen, y Wilson (a cargo de) Explorations in Social Psychiatry, Tavistock, Londres, 1957. Pero, para una buena información sobre el problema de la salud mental, véase también el más dúctil espíritu británico de Lady Wootton en el capítulo 7 de su Social Science and Social Pathology, G. Alien y Unwin, Londres, 1960. Es también muy útil la recopilación a cargo de B. Sells, The Definition and Measurement of Mental Health, U. S. Govt. Printing Office, Washington, 1968.
En los años sesenta, además de la llamada crisis de la psiquiatría, aparece el desarrollo de una serie de estudios de sociología de la desviación y así se produce la inserción en una más vasta revisión teórica de la contraposición entre normalidad y anormalidad mental. Entre los muchos escritos «antipsiquiátricos» que analizan más o menos directamente el problema de la normalidad hay que recordar The Obvious de Ronald Laing, en Dialectics of Liberation a cargo de D. Cooper (Penguin, Londres, 1968); y The Death of the Family de D. Cooper, Penguin, Londres, 1971 (trad. cast. La muerte de la familia, Paidos, Buenos Aires).
Para los problemas tratados en el párrafo sobre la falsa consciencia me he referido a las siguientes interpretaciones modernas (no todas homogéneas entre sí) del pensamiento de Marx. De G. Bedeschi, Alienazione e feticismo nel pensiero di Marx, Laterza, Bari, 1968; de E. Mandel, La formation de la pensée économique de Karl Marx, Maspero, París, 1967, caps. 10 y 11; de B. Ollman, Alienation’s Marx Conception of Man in Capitalist Society, Cambridge Univ. Press, 1971, parte 3.a; de L. Sève Marxisme et théorie de la personalité, Ed. Sociales, París, 1969, caps. IV-II-2 y IV-II-3, por último y evidentemente de Lukács Storia e conscienza di classe.
Si, por una parte, es evidente que el antipsicologismo de Lukács no está en la línea de este capítulo, quisiera precisar (aunque espero que no sea necesario) que no estoy de acuerdo tampoco con ciertos interpretaciones psicologistas de la alienación, como la de Erich Fromm y Fritz Pappenheim. Debo decir además que La fausse conscience de Gabel (Ed. de Minuit, París, 1962) que me dejó perplejo cuando fue publicado me ha parecido decididamente deficiente en la relectura. Más interesante de J. Gabel, B. Rousset y Trinh Van Thao L’aliénation aujourd’hui (Ed. Anthropos, París, 1974). (Pero, también aquí, la parte menos convincente es la que hace referencia a la psiquiatría.)
Sobre el empleo capitalista y el empleo alternativo del tiempo véase Sève, op. cit., cap. IV-II-2 quizá la parte mejor y más original de su libro.
Sobre el concepto de necesidad y, en particular, sobre las necesidades radicales me he referido a la obra de Agnes Heller, Bedeutung und Funktion des Begriffs Bedürfniss im Denken von Karl Marx, traducido en Italia por Feltrinelli en 1974 como La teoría dei bisogni in Marx, con un ensayo añadido de la Heller de 1971; además he utilizado el Sève, op. cit. en el cap. IV-II-1.
Sobre la subjetividad política, creo que el primer gran teórico a que hay que referirse en la época contemporánea es Fanon, psiquiatra y revolucionario (cfr. G. Jervis, prefacio a la Opere Scelte di Frantz Fanon a cargo de Giovanni Pirelli, Einaudi, Turín, 1971). Además, todos los documentos y la historia de la Revolución Cultural China tienen como centro una precisa revaloración de la subjetividad política y revolucionaria. Viceversa, creo que es imposible rendir cuentas aquí del significado demasiado complejo –y quizás ambiguo– de la subjetividad como reivindicación en el ámbito de los movimientos políticos y culturales europeos y norteamericanos de oposición en el transcurso de este siglo: desde los surrealistas al movimiento beat, a los situacionistas, a algunos aspectos de la revuelta juvenil del 68 hasta los problemas actuales de los jóvenes. Russell Jacoby, en «The Politics of Subjectivity» (New Left Review, 79, mayo-junio de 1973, págs. 37 y ss.), la emprende, con buenas razones, con lo que él define como el «culto a la subjetividad» en la Nueva Izquierda Estadounidense; pero, en esta como en otras críticas «de izquierdas» no se puede hacer otra cosa más que sentirse irritado por la mezcla de justo rigor y de incomprensión sustancial que muestran parte de los marxistas más «serios» sobre ciertos problemas. En una vertiente más filosófica creo que la mayor contribución a la relación marxismo-subjetividad nos viene todavía de Sartre. (Remitimos a Aut Aut, fase. 136-137, julio-octubre 1973 y en particular al escrito de F. Fergnani.)
Con relación a la temática de «la política de lo cotidiano» las posiciones de Agnes Heller, por cuanto condicionadas por una situación cultural e histórico-política determinada, son de entre las más equilibradas (A. Heller, «La teoría marxista della rivoluzione e la rivoluzione della vita quotidiana, en Aut Aut, n.° 127, enero-febrero de 1972; y en Per una teoría marxista del valore, Ed. Riuniti, Roma, 1974). Véase también de B. Brown, Marx, Freud, and the Critique of Everyday Life, Monthly Review Press, Nueva York, 1973.
Pero quizá los documentos más importantes sobre estos problemas no deben buscarse en textos escritos por intelectuales sino más bien en las publicaciones políticas periódicas actuales. Por ejemplo, de hecho es posible que, querámoslo o no, se puedan leer cosas más ciertas y quizás incluso más profundas sobre la relación política-subjetividad-vida cotidiana-moral burguesa en una revista italiana contracultural como Re nudo o en ciertas páginas del Quotidiano dei lavoratori (por ejemplo el del 23-24 de marzo del 75) que en muchos libros y artículos más reconocidos.
Un balance completo de toda esta problemática sólo podrá realizarse quizá dentro de unos años. Frente a este vivo debate la palma de la más inútil y desfasada aportación se la llevarán seguramente ciertos intelectuales decadentes que, presas de discutibles y tardías reminiscencias del sesenta y ocho, revenden hoy con absoluta buena fe a los burgueses en crisis la recomendación de leerse a Sade, Artaud, Bataille y Klossowski como campeones del materialismo revolucionario y debo decir que sobre todo el pobre Artaud no se lo merecía.
Algunas notas más:
Sobre el cuerpo y su empleo político véase D. Deleule, F. Guery Le corps productif, Repères-Mame, París, 1973. Sobre Reich y el debate de los años treinta véase el capítulo segundo de este manual y el libro de B. Brown ya citado.
Sobre la psiquiatría en la China contemporánea se aconseja consultar los últimos años de una revista seria y política sobre China como Vento dell’Esi (Ed. Oriente, Milán). De hecho, una comprensión justa de este aspecto sólo es posible en el ámbito de otros aspectos políticos más generales de la China. Un intento interesante de aplicar en términos occidentales los principios políticos fundamentales de la psiquiatría china es el descrito por S. Piro, Le tecniche della liberazione, Feltrinelli, Milán, 1971.