La ignorancia de la sociedad del conocimiento, Robert Kurz    

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La ignorancia de la sociedad del conocimiento ——— Robert Kurz

¿Será el estadio final de la evolución intelectual moderna una grotesca imitación de nuestras acciones más triviales por las máquinas?

Conocimiento es poder: he aquí un viejo lema de la filosofía burguesa moderna, que fue utilizado por el movimiento de los trabajadores europeos del siglo XIX.

Antiguamente el conocimiento era visto como algo sagrado. Desde siempre los hombres se esforzaron por acumular y transmitir conocimientos. A fin de cuentas, toda sociedad se define por el tipo de conocimiento de que dispone. Esto vale tanto para el conocimiento natural como para el religioso o la reflexión teórico-social. En la modernidad, el conocimiento es representado, por un lado, por el saber oficial, marcado por las ciencias naturales, y, por otro, por la «inteligencia libre-fluctuante” (Karl Mannheim) de la crítica social teórica. Desde el siglo XVIII predominan esas formas de conocimiento.

Parece increíble que desde hace algunos años se esté difundiendo el discurso de la «sociedad del conocimiento» que adviene con el siglo XXI; como si sólo ahora se hubiese descubierto el verdadero conocimiento y como si la sociedad hasta hoy no hubiese sido una «sociedad del conocimiento». Al menos los paladines de la nueva palabra-clave sugieren algo así como un progreso intelectual, un nuevo significado, una apreciación más elevada y una generalización del conocimiento en la sociedad. Sobre todo, se alega que la supuesta aplicación económica del conocimiento está asumiendo una forma completamente diferente.

Filosofía de los medios

Bastante euforia es lo que se nota, por ejemplo, en el filósofo de los medios alemán Norbert Bolz: «Se podría hablar de un big-bang del conocimiento. Y la galaxia del conocimiento occidental se expande a la velocidad de la luz. Se aplica conocimiento sobre conocimiento y en esto se muestra la productividad del trabajo intelectual. El verdadero hecho intelectual del futuro está en el diseño del conocimiento. Y cuanto más significativa sea la manera en que la fuerza productiva se vuelva inteligencia, más deberán converger ciencia y cultura. El conocimiento es el último recurso del mundo occidental».

Palabras fuertes. ¿Pero qué se esconde detrás de ellas? Quizá sea esclarecedor el hecho de que el concepto de la «sociedad del conocimiento» se está usando más o menos como sinónimo de la «sociedad de la información». Vivimos en una sociedad del conocimiento porque estamos sepultados por informaciones. Nunca antes hubo tanta información transmitida por tantos medios al mismo tiempo. Pero ese diluvio de informaciones ¿es realmente idéntico al conocimiento? ¿Estamos informados sobre el carácter de la información? ¿Conocemos en última instancia qué tipo de conocimiento es éste?

En rigor, el concepto de información no coincide de ningún modo con una comprensión bien elaborada del conocimiento. El significado de «información» es tomado en un sentido mucho más amplio y se refiere también a procedimientos mecánicos. El sonido de una bocina, el mensaje automático de la próxima estación de metro, la campanilla de un despertador, el panorama del noticiero en la TV, el altavoz del supermercado, las oscilaciones de la Bolsa, el pronóstico del tiempo… todo eso son informaciones, y podríamos continuar la lista al infinito.

Conocimiento trivial

Claro que también se trata de conocimiento, pero de un tipo muy trivial. Es la especie de conocimiento con el que crecen los adolescentes de hoy. Quienes se encuentran en la franja de los 40 años ya están tecnológica y comunicativamente armados hasta los dientes. Pantallas y displays son para ellos casi partes del cuerpo y órganos sensoriales. Saben que hay que someterse a las informaciones para acceder a internet, y saben cómo obtener tales informaciones de la red: por ejemplo, cómo se hace el «download» de una canción de éxito. Y uno de los medios de comunicación predilectos de esa generación es por escrito, el del «Short Message Service» o, de forma abreviada, el SMS que aparece en el display del móvil. El máximo de comunicación está limitado ahí a 160 caracteres.

 

Resulta extraño que el armamento tecnológico de la ingenuidad juvenil sea elevado a la condición de parte integrante de un icono social y asociado al concepto de «conocimiento». Desde el punto de vista de una «fuerza productiva inteligencia» o de un «acontecimiento intelectual del futuro», esto es un poco decepcionante. Quizás nos acerquemos más a la verdad si comprendemos lo que se entiende por «inteligencia» en la sociedad del conocimiento o de la información. Así, en una típica nota de prensa económica publicada en la primavera de 2001, se lee: «A pedido de la agencia espacial canadiense, la empresa Tactex desarrolló en British Columbia telas inteligentes. En trozos de paño se cosen una serie de minúsculos sensores que reaccionan a la presión. Ante todo, la tela de Tactex debe ser probada como revestimiento de asientos de automóviles. Reconoce a quien se sentó en el asiento del conductor… El asiento inteligente reconoce el trasero de su conductor».

Para un asiento de automóvil, se trata seguramente de un hecho grandioso. Lo debemos admitir. Pero no se lo puede considerar en serio como un paradigma del «acontecimiento intelectual del futuro». El problema reside en el hecho de que el concepto de inteligencia de la sociedad de la información –o del conocimiento– está específicamente modelado por la llamada «inteligencia artificial». Estamos hablando de máquinas electrónicas que por medio del procesamiento de datos tienen una capacidad de almacenamiento cada vez más alta para simular actividades rutinarias del cerebro humano.

Objetos inteligentes.

Hace mucho que se habla de la «casa inteligente», que regula por sí sola la calefacción y la ventilación, o de la «nevera inteligente», que encarga al supermercado la leche que se terminó. De la literatura de terror, conocemos el «ascensor inteligente», que desgraciadamente se volvió malo y atentó contra la vida de sus usuarios. Nuevas creaciones son el «carrito de compras inteligente», que llama la atención del consumidor sobre las ofertas especiales, o la «raqueta inteligente», que con un sistema electrónico embutido permite al tenista un saque especial, mucho más potente.

¿Será éste el estadio final de la evolución intelectual moderna? ¿Una grotesca imitación de nuestras más triviales acciones cotidianas por las máquinas, conquistando así una consagración intelectual superior? Como todo lo indica, la maravillosa sociedad del conocimiento aparece justamente por eso como sociedad de la información, porque se empeña en reducir el mundo a un cúmulo de informaciones y procesamientos de datos, y en ampliar de modo permanente los campos de aplicación de los mismos. Están en juego ahí, sobre todo, dos categorías de «conocimiento»: conocimiento de las señales y conocimiento funcional. El conocimiento funcional está reservado a la élite tecnológica que construye, edifica y mantiene en funcionamiento los sistemas de aquellos materiales y máquinas «inteligentes». El conocimiento de las señales, por el contrario, compete a las máquinas, pero también a sus usuarios, por no decir a sus objetos humanos. Ambos tienen que reaccionar automáticamente a determinadas informaciones o estímulos. No necesitan saber cómo funcionan esas cosas; sólo necesitan procesar los datos «correctamente».

Comportamiento programable

Tanto para el comportamiento maquínico como para el humano, en la sociedad del conocimiento la base está dada, en consecuencia, por la informática, que sirve para programar secuencias funcionales. Se trabaja con procesos describibles y mecánicamente reejecutables, con medios formales, por una secuencia de señales (algoritmos). Esto suena bien para el funcionamiento de tuberías hidráulicas, aparatos de fax y motores de automóviles; está muy bien que haya especialistas en eso. Sin embargo, cuando el comportamiento social y mental de los seres humanos es también representable, calculable y programable, estamos ante una materialización de las visiones de terror de las modernas utopías negativas.

Esa especie de conocimiento social de señales sugiere vuelos mucho menos audaces que los del famoso perro de Pavlov. A comienzos del siglo XX, el fisiólogo Ivan Petrovitch Pavlov había descubierto el llamado reflejo condicionado. Un reflejo es una reacción automática a un estímulo externo. Un reflejo condicionado o motivado consiste en el hecho de que esa reacción puede ser también desencadenada por una señal secundaria aprendida, que está ligada al estímulo original. Pavlov asoció el reflejo salival innato de los perros ante la visión de la ración de comida con una señal, y pudo finalmente provocar también ese reflejo utilizando la señal de manera aislada. Por lo que parece, la vida social e intelectual en la sociedad del conocimiento –o sea, de la información– debe orientarse por un camino de comportamiento que corresponda a un sistema de reflejos condicionados: estamos siendo reducidos a aquello que tenemos en común con los perros, puesto que el esquema de estímulo-reacción de los reflejos tiene que ver absolutamente con el concepto de información e «inteligencia» de la cibernética y de la informática. El conjunto de nuestras acciones en la vida esta supervisado cada vez más por dígitos, reglas, clusters y señales de todo tipo. Sin embargo, ese conocimiento de las señales, el proceso reflejo de informaciones, no es exigido sólo en el ámbito tecnológico, sino también en el más elevado nivel social y económico. Así, por ejemplo, se es como se dice: los gobiernos, los «managers», los que tienen una ocupación, todos en fin deben observar permanentemente las «señales de los mercados».

Este conocimiento miserable de las señales no es, a decir verdad, ningún conocimiento. Un mero reflejo no es al fin y al cabo ninguna reflexión intelectual, sino exactamente lo contrario. Reflexión significa no sólo que alguien funcione, sino también que ese alguien pueda reflexionar «sobre» tal o cual función y cuestionar su sentido. Ese triste carácter del conocimiento-información reducido fue preanunciado por el sociólogo francés Henri Lefebvre ya en los años 50, cuando en su Crítica de la vida cotidiana describía la era de la información que se avecinaba. «Se adquiere un ‘conocimiento’. ¿Pero en qué consiste éste exactamente? No es ni el conocimiento (Kenntnis) real o aquel adquirido por procesos de reflexión (Erkenntnis), ni un poder sobre las cosas observadas, ni, por último, la participación real en los acontecimientos. Es una nueva forma de observar: un mirar social sobre el retrato de las cosas, pero reducido a la pérdida de los sentidos, al mantenimiento de una falsa conciencia y a la adquisición de un seudo conocimiento sin ninguna participación propia…”

El «sentido de la vida»

En otras palabras, la cuestión del sentido y de la finalidad de los propios actos de cada uno se hace imposible. Si los individuos se vuelven idénticos a sus funciones condicionadas, dejan de estar en condiciones de cuestionarse a sí mismos o al ambiente que los rodea. Estar «informado» significa entonces estar completamente «en forma», formado por los imperativos del sistema de señales técnicas, sociales y económicas; para funcionar, por lo tanto, como una puerta de comunicación de un circuito complejo. Y nada más. La generación joven de la llamada sociedad del conocimiento es tal vez la primera en perder la pregunta ingenua sobre el «sentido de la vida». Para eso no habría espacio suficiente en el display. Los «informados» desde pequeños ya no comprenden ni siquiera el significado de la palabra «crítica». Identifican ese concepto con el error crítico, indicación de un problema serio, que debe ser rápidamente eliminado en la ejecución de un programa.

En esas condiciones, el conocimiento reflexivo intelectual es tenido como infructuoso, como una especie de tontería filosófica de la cual ya no tenemos necesidad. Sea como fuere, se tiene que convivir con eso de manera pragmática. El primero y único mandamiento del conocimiento reducido dice: éste debe ser inmediatamente aplicable al sistema de señales dominante. Lo que está en discusión es el «marketing de la información» sobre «mercados de información». El pensamiento intelectual debe encogerse hasta la condición de «informaciones». Lo que, por ejemplo, será en el futuro un «historiador» ya lo demuestra hoy el historiador Sven Tode, de Hamburgo, con su doctorado.

Bajo el título de History Marketing, éste escribe, por encargo, la biografía de las empresas que conmemoran los aniversarios de su creación; también las ayuda cuidando de sus archivos. Su gran éxito: para una empresa norteamericana que estaba envuelta en una disputa por la patente de una juntura tipo bayoneta para mangueras de bomberos, Tode pudo desenterrar archivos que proporcionaron a quien encomendó sus servicios un ahorro de siete millones de dólares.

Cada vez más desempleados, individuos sometidos a una dieta financiera de hambre y portadores escarnecidos de un socialmente desvalorizado conocimiento de reflexión, se esfuerzan en transformar su pensamiento, reduciéndolo a los contenidos triviales de conocimientos funcionales y reconocimientos de señales, para permanecer compatibles con el supuesto progreso y vendibles. Lo que surge de ahí es una especie de «filosofía de asiento de automóvil inteligente». En verdad, es triste que hombres instruidos en el pensamiento conceptual se dejen degradar a la condición de payasos decadentes de la era de la información. La sociedad del conocimiento se encuentra extremadamente desprovista de espiritualidad, y por eso hasta en las mismas ciencias del espíritu, el espíritu está siendo expulsado. Lo que queda es una conciencia infantilizada que juega con cosas inútiles desconectadas de conocimiento e información.

Sin embargo, el conocimiento degradado en «información» no se reveló todo lo económicamente estimulante que se había esperado. La New Economy de la sociedad del conocimiento entró en colapso tan rápidamente como fue proclamada. Eso también tiene su razón; pues el conocimiento, en la forma que sea, a diferencia de los bienes materiales o los servicios prestados, no es reproducible en «trabajo» y, por tanto, en creación de valor, como objeto económico. Una vez puesto en el mundo, puede ser reproducido sin costos, en la cantidad que se desee. En su debate con el economista alemán Friedrich List, en 1845, Karl Marx ya escribía: «Las cosas más útiles, como el conocimiento, no tienen valor de cambio». Esto también vale para el actualmente reducido conocimiento-información, cuya utilidad se puede poner en duda.

Así, la escasa reflexión intelectual se venga de los profetas de la supuesta nueva sociedad del conocimiento. La montaña de datos crece, el conocimiento real disminuye. Cuanto más informaciones, más equivocados los pronósticos. Una conciencia sin historia, volcada hacia la atemporalidad de la «inteligencia artificial» ha de perder cualquier orientación. La sociedad del conocimiento, que no conoce nada de sí misma, no tiene más que producir que su propia ruina. Su notable fragilidad de memoria es al mismo tiempo su único consuelo.

 

Fragmentos extraídos del libro de Robert Kurz Vies et mort de capitalisme. Fécamp (Francia): Nouvelles Editions Lignes, 2011. Traducción del francés: Alberto Riesco

«Los sindicatos se han acostumbrado a no apoyar sus reivindicaciones sobre las necesidades de sus miembros, sino a presentar dichas necesidades como una contribución a la mejora del funcionamiento del sistema. Así, se pretende que los salarios más elevados son necesarios para consolidar la coyuntura o que son posibles porque el capital está generando beneficios extraordinarios. No obstante, cuando se vuelve obvio que la valorización del capital se encuentra paralizada, este tipo de actitudes conducen a una renuncia voluntaria y a la cogestión de la crisis en nombre del «interés superior» de la economía de empresa, de las leyes del mercado, de la Nación, etc. Esta falsa conciencia existe no sólo entre los funcionarios [sindicales], sino también entre lo que podríamos denominar las bases. Cuando los asalariados se identifican con sus funciones dentro del capitalismo y se contentan con hacer valer sus necesidades únicamente en nombre de dicha función se transforman en «máscaras» (Marx) de un componente concreto del capital: la fuerza de trabajo. Reconocen así que no tienen derecho a vivir sino a condición de poder producir plusvalor. De ello resulta una competencia sin piedad entre las distintas categorías de asalariados y una ideología socio-darwinista de la exclusión. Esto puede verse especialmente en la lucha por el mantenimiento del empleo, una lucha defensiva que no tiene ninguna perspectiva más allá de sí misma».

«Marx, en primer lugar, había señalado oportunamente que el anti-industrialismo abstracto constituye una posición reaccionaria en la medida en que tira por la borda el potencial ligado a la socialización y porque, al igual que los apologetas del capitalismo, no es capaz de imaginar otra estructura universal de reproducción social que no sea bajo las formas del capital. El anti-industrialismo saca la conclusión de que la autodeterminación del ser humano no es posible sino a condición de una «desocialización» en pequeñas redes basadas en una economía de subsistencia (small is beautiful). El retorno propuesto a la reproducción agraria no es más que la plasmación material de esta ideología. Una especie de do it yourself inmediato que se supone debería reemplazar una división diversificada y articulada de las funciones. Como fantasía económica nos encontramos ante un aspecto de lo que Adorno denominó la «falsa inmediatez». Si tales condiciones se hicieran realidad buena parte de la humanidad actual moriría de hambre. La tan en boga crítica al crecimiento –que aspira a una «producción mercantil simple» sin la presión por el crecimiento o a un sucedáneo de relaciones contractuales burguesas bajo forma de pequeñas estructuras cooperativas– no es mucho mejor, sin tan abstracta como las otras. Lo que, en el ámbito germanófono, se presenta bajo la etiqueta de «economía solidaria» no es más que un cajón de sastre de ideas pequeño burguesas que se han demostrado estériles desde hace mucho tiempo y que, bajo las nuevas condiciones de la crisis, no ofrecen ninguna perspectiva. Este tipo de ideas constituyen una simple huida. No quieren enfrentarse a la gestión de la crisis, sino cultivar su propio mundo supuestamente idílico «al lado» de la síntesis social real5 efectuada por el capital.

Desde un punto de vista práctico, este tipo de proyectos son absolutamente insignificantes. No son más que una ideología del «bienestar» de una izquierda desorientada que trata de encontrar una vía de escape suave al capitalismo de crisis y que corre el riesgo de convertirse ella misma en un recurso de gestión de la crisis».

«La verdadera tarea a realizar consiste en transformar las condiciones de la producción material a escala del conjunto de la sociedad, haciendo de las necesidades y de la conservación de las condiciones naturales de vida una finalidad en sí misma. Esto significa que no podría seguir existiendo un desarrollo incontrolado basado en el criterio universalmente abstracto de la «racionalidad de la economía de empresa». Los diferentes aspectos de la reproducción social deben ser tomados en consideración en función del contenido de su propia lógica. De este modo, el sector sanitario o el educativo no podrían estar organizados con el mismo modelo empleado para la producción de taladros o de rodamientos».

«Es imposible imaginar una sociedad postcapitalista como un «modelo» positivo que se pudiera presentar como ya cerrado. Estaríamos ahí no ante una concretización, sino únicamente ante una miserable abstracción y, nuevamente, ante la anticipación de una falsa objetividad de la que sería necesario, precisamente, desprenderse. Por el contrario, lo que la teoría puede desarrollar como crítica del economicismo capitalista son los criterios de una socialización de otro tipo. Esto implica, en particular, una planificación consciente de los recursos que reemplace la dinámica ciega impuesta por las «leyes coercitivas de la competencia» (Marx). Sin embargo, incluso la izquierda pone mala cara hoy a la planificación porque su concepto de planificación no ha sido nunca capaz de ir más allá de la visión que tenía de ella el difunto socialismo burocrático de Estado. Éste no constituía una alternativa al capitalismo, sino que se trataba fundamentalmente de una «modernización de puesta al día» en la periferia del mercado mundial, utilizando para ello los mecanismos del capitalismo de Estado. La lógica del valor no fue allí jamás abolida, sino únicamente estatalizada».

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