El Sudaméricano
Carlos Astrada, Ensayos Filosóficos, Dep. de Humanidades, Univ. Nac. Del Sur, Bahía Blanca, 1963, pp. 303-318
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(1950)
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Es harto significativo que crisis y caducidad de la concepción objetivista y absolutista de los valores tal como fue propugnada por Max Scheler y Nicolai Hartmann, no haya sido un obstáculo ni un impedimento para el desarrollo y vigencia del personalismo ético. Por el contrario, en la medida en que la atención filosófica se vuelve a los ejemplares personales, considerándoles como unidades axiológicas, se percata que la afirmada absolutidad del valor no es más que la hipóstasis de la modalidad de una pauta da vida personal que por iteración y concreción se ha venido concentrando y sublimando en los modelos personales. Es así como estos suscitan directamente la imitación y el seguimiento e irradian mediatamente el valor hipostasiado como si fuera una sustancia maravillosa (designación de Max Scheler), que se impone al hombre desde un plano de absoluta objetividad.
Los valores son meras estructuras que se han desprendido de la inmanencia temporal de la existencia humana, y a los que por un trámite hipostático se les ha asignado una objetividad ontológica, cuando en realidad, en tanto que productos objetivados, sólo tienen una objetividad funcional. Haber trascendentalizado, ontologizado los valores ha sido la atrayente exageración y el error de la concepción axiológica de la ética.
En virtud del sentido, el cual es sólo inherente a la existencia, la movilidad temporal de ésta también objetiva normas, principios y muchos otros productos ideales, que se tornan inteligibles y aprehensibles precisamente por la otorgación de sentido. También los valores tienen su génesis existencial como los demás productos ideales, originariamente psico-vitales, pero sustraídos a la duración del acto psíquico del que emergen para cobrar significación objetiva funcional.
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El influjo que ejercen y la imitación que suscitan los ejemplares personales no tienen su fundamento, como lo sostiene Max Scheller, en una inflexible escala axiológica ontológicamente objetiva, sino en la posibilidad de reiterar en otro molde personal una pauta de vida, apetecible por vocación y temperamento. Es una posibilidad existencial que logra concreción merced a que un contenido vital y espiritual se vuelca en el molde de un modelo personal. Lo que se repite, en vista, a la imitación, es la mera posibilidad ontológico existencial de una expresión de vida personal, posibilidad que sella, y da sentido a tales contenidos.
Esta idea de repetición originariamente formulada por Kierkegaard con un sentido óntico-psicológico (1), ha sido elucidada y fundamentada por Heidegger en su alcance ontológico-existencial. Ella denota simplemente que las posibilidades dadas al ente humano se reiteran, repiten. La decisividad transmitible que caracteriza a éste, accede a la repetición de una posibilidad sobrevenida de existencia. En este sentido, repetición es la tradición de las posibilidades de un ente humano ya sido. Por medio de la repetición la existencia humana “elige sus héroes”2, vale decir discierne sus modelos posibles en vista a su propia prospección, ya que la historicidad de la vida humana, trama de todas sus realizaciones y concreciones, tiene su raíz en el futuro. Porque se da tal posibilidad esencial de la imitación del modelo personal, pueden coadyuvar también a este fin los factores psicológicos (y hasta fisiológicos), que intervienen en ella; esos factores que analiza von Ehrenfels, y a los que erróneamente concede un papel primario y determinante en el influjo por el ejemplo personal3.
Abre el camino a una ética personalista el hecho innegable del influjo que ejercen los ejemplares personales en las distintas esferas de la convivencia humana, y el reclamo de personalidades dirigentes, en lo político y en lo cultural, como contrapeso y correlato necesarios del predominio de las masas en el área social. Es como si los hombres, al volver su mirada a los modelos personales se remitiesen anhelosos a una posibilidad inédita de vida moral y de tónica espiritual. Al documentar esta realidad, nos será dable percatarnos de que se puede fundamentar el personalismo ético sin caer en el error y el exceso de una afirmación hipostática del valor.
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II
Asistimos, sin duda, a una profunda mutación en la sensibilidad y en las ideas hasta ayer dominantes, gran viraje que está dando la vida histórica, enderezada hacia otros rumbos, hacia otra constelación de la cultura y otro estilo anímico.
Este cambio radical condiciona una nueva concepción del mundo y de la vida, y opera un desplazamiento en las estructuras básicas del mundo moral. La mirada de los hombres busca, ávida e inquieta, otros puntos de referencia, otros objetivos válidos, o iros hitos orientadores para la praxis cotidiana y siempre problemática de su vida moral, abocada frecuentemente a decisiones improrrogables, perentorias. Y en esta búsqueda, la atención, las preferencias y hasta las aspiraciones vitales del hombre contemporáneo también se desplazan desde las leyes y normas, que en su gélido y abstracto troquel racional habían venido señoreando, inflexibles, la conducta humana, hacia los modelos personales, hacia las vidas ejemplares. Es a la sugestión e influjo de los ejemplares representativos que los espíritus, llenos de un fervor nuevo, comienzan a abrirse en el ansia de respirar, por encima de la atmósfera enrarecida de la vida adocenada y multitudinaria, aire de altura, de esa altura de las vidas personales que se lograron en plenitud moral aleccionadora y, por lo mismo, expansiva.
El idealismo moral, tan rígido y a veces tan imperiosamente constrictivo respecto a la sustancia humana y a la inestable realidad vital, negó al ejemplo personal significación ponderable, sugestión operante en el comportamiento de los hombres. Así, Kant afirma que la imitación no se da en lo moral; que los ejemplos en el orden a la conducta sólo sirven de estímulo, indicándonos simplemente que es hacedero lo prescripto por la norma.4 No obstante, las vidas ejemplares, como la expresión de una elevada pauta moral, constituyen desde siempre un linaje aparte, una estirpe de suprema realeza, a la cual en todos los tiempos se ha vuelto la mirada de los hombres en demanda de inspiración y norte para sus actos y para la tarea ineludible de su plasmación personal. De este linaje singular nos ha dicho bella y acertadamente La Bruyère:
“Aparecen de tiempo en tiempo sobre la superficie de la tierra hombres raros. exquisitos, que brillan por su virtud, y cuyas cualidades eminentes proyectan un resplandor prodigioso, semejantes a esas estrellas extraordinarias de las que se ignora el origen y de las que aún menos se sabe lo que pasa con ellas después de haber desaparecido: ellos no tienen ni abuelos ni descendientes; constituyen solos toda su raza”(5).
En cierto sentido, si consideramos que el modelo resulta, para la posteridad, de la confluencia rara y feliz de una forma de vida personal con una modalidad moral predominante, tenemos que dar la razón a La Bruyère cuando afirma que los ejemplares representativos forman una estirpe que en ellos comienza y en ellos termina: la raza solitaria de los prototipos positivos, vaciados en molde personal. Pero, en realidad, este linaje de los modelos valiosos no carece de descendencia puesto que los hombres pueden proponerse en imitación, es decir, seguirlos, y mediante el esfuerzo moral por alcanzarlos constituirse, merced a una aproximación constante, en sus descendientes por elección y afinidad. Es que en el mundo imponderable de las realidades morales hay, entre los hombres, un innegable parentesco por secretas afinidades electivas. Por otra parte, los ejemplos, los modelos han tenido gran predicamento en casi todas las épocas de la historia; la lección tácita e inolvidable de las “vidas ilustres” ha ejercido en todo tiempo una influencia profundamente educadora, viento de cumbres que ha soplado vivificador en el llano, infundiendo en los hombres el anhelo y la necesidad de la ascensión. Los moralistas y pedagogos han destacado la importancia de las vidas ejemplar es para la formación moral y del carácter. Es significativo, pues, que los modelos hayan sido siempre concebidos y valorados en función de la posteridad, vale decir que, como su nombre lo expresa, son ejemplos perfectos, modelos para una posible y deseable imitación. Fluye de ellos un mandato: el de seguirlos e imitarlos. Es así que La Rochefoucauld, atento a la esencia de los modelos, nos dice con admirable precisión:
“Parece que la fortuna, no obstante todo lo cambiante y caprichosa que es, renuncia a sus cambios y a sus caprichos para obrar ele concierto con la naturaleza, y que una y otra concurren de tiempo en tiempo a hacer hombres extraordinarios y singulares, para servir de modelos a la posteridad. El cuidado de la naturaleza es suministrar las cualidades; el de la fortuna ponerlas en acción, y hacerlas ver a la luz del día y con las proporciones que convienen a su designio; se diría entonces que ellas imitan las reglas de los grandes pintores, para darnos cuadros perfectos de lo que ellas quieren representar”6.
Hasta aquí nos hemos referido al significado que los modelos, que los ejemplares personales han tenido y tienen en la historia, es decir, a la importancia que, de hecho, se les ha concedido siempre en virtud precisamente de su influjo sobre la conducta de los hombres; y esto tanto en lo que respecta a los modelos buenos, como a los malos. Pero este hecho, por elocuente que sea, no arguye nada acerca del fundamento ético en que, en caso de haberlo, reposa la existencia de los modelos. Con anotar tal circunstancia fáctica no clarificamos lo que esencialmente hace posible al modelo, ni atinamos a comprender el porqué de la profunda sugestión del ejemplo personal, el porqué del ascendiente moral que, merced a la fuerza ínsita en él, tiene el «predicar con el ejemplo», transformado certeramente en imperativo por la sabiduría popular. Con todo ello no salimos del testimonio que nos proporciona un empirismo histórico, filosóficamente insuficiente como todo empirismo, ya que circunscribiéndonos a sus exclusivos datos no podemos elevarnos hasta la estructura esencial, hasta la posibilidad ontológico-existencial ya apuntada, que tiene que estar en la base del modelo personal. Sin satisfacer esta última exigencia, jamás podremos aducir un fundamento ético, es decir, filosófico, que dé carta de ciudadanía moral a los ejemplares representativos, y valor educativo y plasmador a su influjo. No otra es la tarea fundamental que, por los caminos de lo emocional y con sutil instrumentación analítica, ha intentado partiendo de otros supuestos, el personalismo ético, de base axiológica, representado en la filosofía contemporánea por la obra excepcional de un Max Scheler, posición que ha rematado en una fantasmática absolutidad de los valores.
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III
Retomemos el hilo de lo consignado, referente la existencia de los modelos y a su ascendiente sobre la posteridad, para notar algo sugestivo en la reflexión contenida en las palabras, que hemos citado, de La Rochefoucauld. Este nos dice que la fortuna y la naturaleza se aúnan y se conciertan, en los modelos, para “darnos cuadros perfectos de lo que ellas quieren representar”. ¿Qué es esto que ellas se proponen representar? Evidentemente arquetipos que cobran vida en un ser personal, concreto e histórico. El modelo personal es un verdadero arquetipo cuando él, en virtud de la forma de existencia a que ha advenido, ofrece aquella posibilidad esencial de la repetición, en la que se funda todo intento de imitarlo, de aproximarse a él. De este modo tenemos asegurado un fundamento y además un supremo desideratum para una ética personalista, centrada en el ejemplar personal. Pero lo que ésta. contempla no es, desde luego, un comporta miento legal, en el sentido de conformidad a una ley universalmente válida en virtud de su racionalidad, sino un modo de ser estrictamente personal y su ascendiente moral.
Así, para el personalismo ético, el sentido supremo y definitivo de la vida moral tiende a concretarse en la posible existencia, de personas positivamente ejemplares, cuya ejemplaridad funda precisamente la posibilidad existencial de la repetición. La idea de una persona realmente ejemplar se erige en norma para el ser y el comportamiento moral. Por tanto debemos distinguir entre esta norma; henchida de sustancia personal, y lo que usualmente entendemos por norma, es decir, lo que denota principios universalmente validos cuya sustancia es sólo un hacer y no un ser. En realidad, al ideal deber ser, que como un mandato y un estímulo para los hombres, fluye de la persona ejemplar no le corresponde, por inadecuado, el nombre de norma, sino precisamente el de modelo o ejemplar, o ideal, como también lo podemos llamar. Y ya sabemos que el modelo no se dirige, como la norma, a un mero hacer, no prescribe a los hombres el cumplimiento de actos conforme a un canon racional, sino que primeramente se dirige a un ser7. El que se propone un modelo para la plasmación de su propia existencia tiende a asemejarse, a repetir existencialmente la pauta de su modelo, abriéndose, en el esfuerzo moral de aproximación al mismo, a la vivencia de aquel mandato que emana del ideal deber ser fundado en la ejemplaridad descubierta en la. conducta personal del modelo. Según su modo de ser, el modelo es un comportamiento existencial articulado en la forma unitaria de la persona, pero, según la ejemplaridad de su conducta, él también es la unidad de un mandato del deber ser, fundado en tal conducta, síntesis de cualidades morales y espirituales.
Ahora bien, ante nosotros se ofrecen dos posibilidades, bien diseñadas, en lo tocante a la concepción de la ética, según nos inspiremos en la norma o en el modelo. Depende también de la ética por la que nos decidamos el carácter esencial que, desde el punto de vista de la prioridad, estableceremos entre norma y modelo. Si centramos la ética en la norma, las ideas del bien y del mal se adhieren a actos conforme a la ley moral o contrarios a ésta; si la centramos en el modelo, entonces ella se adhiere al ser de la persona. misma. En el primer caso el modelo es positivamente bueno o malo si la persona contemplada en él es tomada (con prescindencia de su ecuación personal y de la modalidad que la condiciona), como un simple ejecutor anónimo de actos volitivos que medidos por la norma, por la ley moral, son ya conformes ya contrarios a ésta. Tal es la posición de Kant, que ha quedado designada en la historial de la filosofía con el nombre de ética idealista o, con el más preciso, de formalismo ético. Según Kant, la. imitación de los modelos no tiene sentido en lo moral, no juega. ningún papel esencial en lo que respecta a la conducta humana. Los ejemplos, para él, sólo sirven de estímulo, sientan la factibilidad de lo que la ley ordena, pero esto no justifica jamás que, para regirnos sólo por el ejemplo, para atender únicamente al seguimiento y a la imitación de modelos personales, nos apartemos del verdadero original que, como norma, como principio universalmente válido, reside en la razón.
Pero, a pesar de lo sostenido por Kant, la sustancia del modelo no se agota, ni mucho menos, con ser el índice racional de una norma extrapersonal y, en virtud de esta circunstancia, “estimular con el ejemplo a los demás a conformar sus actos a ese original que está en la razón, actos que únicamente de él recibirían sentido moral y validez. El modelo personal posee un don de incitación que otorga sentido a loa actos morales realizados bajo su influjo. La persona no es un mero sujeto de actos racionales, sino el centro de un comportamiento del que irradian actos ya moralmente potenciados. Con precisión y acierto nos hace notar Scheler que la definición de la persona como persona racional tiene por consecuencia inmediata que toda manifestación de la idea de persona a base de una persona concreta, se resuelva directamente en una despersonalización, puesto que lo que aquí se llama persona (lo que el formalismo ético postula como persona), es decir, que algo sea mero sujeto de una actividad racional, corresponde. por igual, sin que se acuse el menor elemento diferencial, a todas las personas concretas, a todos los hombres como algo idéntico, dado uniformemente en todos ellos. Conforme a esta idea de persona, racionalmente troquelada, el concepto de una. persona individual aparece como una contradicción in adjecto. Y ya sabemos que los actos racionales, de acuerdo a su definición de actos correspondientes n una cierta legalidad objetiva, son actos extraindividuales o supra-individuales. Es afincándose en este punto de vista de la legalidad racional que la dirección caracterizada como’ “formalismo ético” concibe la persona en primer lugar como “persona racional”. De acuerdo a. este concepto, no corresponde a la esencia de la persona ejecutar actos, de cuyo sentido y dirección daría adecuada cuenta un ser, que esencialmente le pertenece, sino que ella es, en el fondo, no otra cosa cosa que el sujeto lógico de una manifestación de actos racionales que son consecuencia de leyes ideales. Vale decir que, definitiva, la persona, tomada en su sentido general, es la incógnita indescifrada, y anónima de una manifestación racional cualquiera; y, correlativamente, la persona moral, no sería más que el mismo factor incógnito de la manifestación o función volitiva. conforme a la ley moral. Como vemos, de este molde conceptual se nos escapa la esencia misma de la persona, intraductible a términos exclusivamente racionales, y también se nos esfuma su unidad peculiar. Tal concepto no sólo no nos suministra el fundamento de un ser que llamamos persona, es decir, de un ser humano determinado, que está más allá del «punto de partida de actos racionales legales», sino que él limita y diseca el contenido esencial de este ser personal. Pero el ser de la persona, ya se lo conciba como un ser corporal o sustancia), no puede consistir en un mero sujeto de actos racionales de una cierta legalidad. A la persona jamás podemos pensarla como algo, como una cosa que poseyese potencias o facultades, y, entre éstas, una de la razón. Por el contrario, la persona, como nos lo dice Scheler, es la unidad de la vivencia experimentada de modo inmediato, y no una cosa sólo por nosotros pensada y que estaría detrás y fuera de lo directamente vivencial. Si concebimos a la persona conforme a aquella falsa definición racional, tenemos que decidirnos por una ética que nos conduce a todo, menos al reconocimiento de una encarecida “autonomía” o “dignidad” de la persona qua persona. En realidad, lo que de tal concepción ética resulta es, tal cual lo subraya el citado filósofo, una logomanía, y, a la vez, una extrema heteromanía de la persona, no quedando ésta mejor parada, a este respecto, al supeditársela completamente a sedicentes valores absolutos y objetivos como acontece en la concepción axiológica del propio Scheler. Pero, ¡cuidado con la persona! Si hemos de afirmarla en su autonomía o dignidad efectiva, y no tan sólo proclamada, tenemos que concebirla, atentos a la sustancia del modelo personal, no como un mero ejecutor de actos de una legalidad racional, sino como el centro espiritual viviente, que otorga sentido e influjo moral a los actos de la conducta humana. En consecuencia, el supremo sentido de todos los actos morales se determina no por la realización de una norma objetiva o de una ley, universalmente válida sólo en virtud de su racionalidad, sino por la existencia de un reino de ejemplares personales, de modelos moralmente representativos. Sentada, desde el punto de vista del sentido de los actos morales y del influjo a que ellos obedecen, la primacía del modelo personal, podemos y debemos afirmar que no hay normas de deber sin una persona que las asiente, validándolas; que no hay respeto ante una norma, si. él, a su vez, no está fundado en el respeto a la persona que asienta la norma, y que con la sustancia y el temple emotivo de su propio acto personal la vivifica de modo ejemplar. En este sentido los modelos personales son, como bien lo ha visto Scheler, tanto genética como esencialmente, más primarios que la normas. La relación que la persona, que cualquier hombre, que se abre a la sugestión del ejemplo, instaura con el modo de ser de la personalidad de su modelo, es una relación de seguimiento y adhesión a éste fundada en el amor al mismo y en la vocación por esa forma de vida personal, seguimiento que tiene en vista el desarrollo de la moralidad del propio ser. La imitación sincera de un modelo es una tarea emocional en la que el ser personal funde su propio metal para configurarlo de acuerdo al molde ejemplar que ha suscitado su admiración y su amor. Respecto al influjo, a la innegable eficacia del modelo, magistralmente nos ha dicho Max Scheler: «No hay nada sobre la tierra que incite tan primaria, directa y necesariamente a una persona a la bondad como la mera intuición clara y adecuada de una persona buena en su bondad»8. Esta intuición y las consecuencias que en relación a la conducta se derivan de ella son en mucho superior a lo que puede lograr, mediante su usual recomendación abstracta de preceptos y su prédica de imperativos y principios, con intención generalizadora, la llamada educación moral. Esta, en realidad, no puede hacer moral a nadie, sino, a lo más, facilitar y estimular el desarrollo empírico del ser personal, predisponiendo su convicción y sus sentimientos tanto para aceptar e imitar modelos personales positivos, como para repelerlos.
Si hemos de poder otorgar validez al modelo como también a la norma, debemos reconducirlos a un ejemplar personal cuya sustancia sea aprehensible. Esto es posible porque el modelo y la norma están, en última instancia, firmemente asentados, en virtud de una referencia intrínseca y esencial, en la estructura ontológico-existencial de la repetición y, por lo tanto, un modelo personal está referido a un comportamiento moral que cabe perfectamente comprender en su sentido y del cual se puede temer una vivencia.
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IV
El influjo de los modelos personales ha tenido, de hecho, parte fundamental tanto en el desenvolvimiento y tonalidad ascendente del ser y de la vida moral de los hombres como en su decadencia y empobrecimiento. En todas partes, el principio predominante del modelo, del ejemplar humano representativo es el vehículo o agente primario de todas las variaciones del mundo moral, de todas las exteriorizaciones significativas del ethos, tanto en sentido positivo como negativo. Esto nos dice ya que el modelo personal puede ser bueno o malo, es decir ejercer un influjo moral elevado o uno moralmente negativo. Aquellas variaciones pueden asimismo estar condicionadas por el hecho, muy importante, de que en el lugar del modelo surja su contrafigura, o sea, la imagen de un ser moral personal que ha sido formada en abierta oposición al modelo hasta entonces dominante. También en este caso la eficacia de la contrafigura, de la nueva imagen, que se resuelve en un nuevo modelo, reposa en el principio de que la persona moral ha sido movida a tal cambio con respecto al modelo imperante no por la eficacia de una norma o de la. educación, sino primariamente por una persona o por su idea, contemplada como idea digna de ser realizada.
Las épocas, sobre todo las épocas de crisis, de reacción, las épocas que positivamente rectifican el rumbo histórico, suelen cambiar de modelos, recreando en parte modelos anteriores o forjando nuevos. Son épocas que se caracterizan porque en ellas se opera una reacción contra ciertas valoraciones y correlativamente contra los modelos que las suscitan. Como ejemplo de estos movimientos reactivos, menciona Scheler al protestantismo, la contra-reforma, la época romántica, en los que se manifiesta la tendencia a crear contrafiguras, modelos contrarios al ideal dominante, sólo que estas contrafiguras pueden devenir nuevos modelos positivos o traducir, en forma más o menos transitoria o inesencial, actitudes puramente reactivas. Esto último aconteció en el romanticismo, cuando éste erige el “alma bella” como contrafigura del burgués del siglo XVIII, troquelado y repudiado como filisteo9. No se puede, por otra parte, sostener, con Scheler, que las contrafiguras, las nuevas imágenes, no pasen de ser más que meras contrafiguras, ni que el resentimiento, en todos los casos, las haya creado. Las contrafiguras, por el contrario, pueden llegar a ser auténticos modelos positivos o conducir a ellos. Además, cuando en una época se reacciona, mediante la forja de una nueva imagen, a la que se adscribe un sentido innovador, contra un ideal o un ethos dominante, no podemos decir que el resorte de esta actitud sea el resentimiento. La situación espiritual de nuestra propia época nos proporciona, al respecto, un ejemplo clarificador. Ella es, a la vez, una época de recuperación y de creación, vale decir que se caracteriza por un agudo sentido de lo tradicional y de la necesidad de las nuevas ordenaciones. El ideal en ella dominante es un ideal pseudo igualitario y pseudo humanitario, que responde en el mundo occidental al modelo del “hombre dirigente”, que en este caso es el capitán de industria, transformado, por una anomalía social resultante del predominio de los valores utilitarios, en potencia autónoma cuya acción, medida exclusivamente por el canon de la utilidad, ha engendrado consecuencias profundamente inhumanas y anti-igualitarias. Contra este modelo, que mas bien es una contrafigura negativa, punzante expresión de un ethos (si tal podemos llamarlo) mercantilista, reacciona, configurando otra imagen, el hombre contemporáneo, tocado ya por un nuevo espíritu. Su reacción contra este “modelo”, el tipo dominante del mercader, del capitán de industria, cuaja en una contrafigura positiva que, si no adquiere los relieves definitivos del auténtico modelo personal, de por sí influyente, es un puente hacia él. Tal imagen reactiva es, por ahora, 1a del verdadero conductor de la comunidad, la del señor, enraizado en una tradición y vinculado a su tierra, y que siente su destino precisamente como indisoluble vínculo con ésta. A la. inversa del tipo del mercader, el del señor es oriundo de una patria. Y si este último no se diseña aún con los trazos definitivos de un modelo dominante para la nueva época que ha empezado ¿cuál es o cuáles son, en los sectores del pensamiento y de la política, los verdaderos modelos personales influyentes que, a través de esta contrafigura positiva y orientándose en ella, entrevé el hombre actual? Además, esta interrogación involucra el problema del papel del individuo en la múltiple estructuración del mundo histórico, ya. se le asigne a aquél un influjo decisivo en los acontecimientos, o se lo conciba como centro de focalizaciones de las voliciones colectivas. No es fácil, pues, responder a aquella pregunta. Pero una cosa, es cierta y es que cuando una época forja imágenes con las que se opone y desgarra un pseudo ideal dominante, como el ideal igualitario y humanitario que hoy cubre la mercancía y cubre al tipo del mercader con su intención inhumana y predatoria, esa época ha dado el primer paso hacia su superación y va en busca de sus verdaderos modelos personales.
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NOTAS:
1. Kierkegaard contempla la idea idea de repetición, como experiencia psicológica, en los aspectos estético y amoroso y, por último. también religioso. Comienza afirmando que repetición es el término decisivo que expresa lo que la reminiscencia representaba para los griegos. Nos dice luego, precisando la acepción en que toma la palabra, que “repetición y recuerdo son un mismo movimiento, pero en sentido opuesto, porque aquello de lo cual uno se recuerda, ha sido; es la repetición dirigida hacia atrás, pero la repetición propiamente dicha es el recuerdo llevado hacia adelante”. (La Répetition, Essai d’expérience psychologique, pp. 25-26, trad. de H. Tisseau, edic. Alcan).
2. Sein und Zeit, pp. 385-386.
3. Véase System der Werttheorie, I. Bel., pp. 123 y sigts., Leipzig, Reislard, 1897.
4. Kant se pronuncia categóricamente contra. el valor moral del ejemplo: “La imitación no tiene absolutamente lugar en lo moral, y los ejemplos sólo sirven de estímulo, esto es, ponen fuera de duda que es factible lo que la ley manda, nos presentan intuitivamente lo que la regla práctica expresa universalmente; pero jamás pueden autorizar a que se ponga de lado su verdadero original, que reside en la razón, para regirse por ejemplos” (Grundlegung gur Metaphysik der Sittem, p. 206 W. W. Cassirer, Bd.4). Después Kant concede cierta eficacia, como recurso de ética didáctica, al ejemplo, considerándolo como un medio para llegar a la máxima. Dice: “El medio experimental (técnico) de la educación por la virtud es el buen ejemplo en el maestro mismo (ser de conducta ejemplar) y el de la advertencia en los demás, porque la imitación es aún para el hombre inculto la primera determinación de la voluntad para la adopción de máximas que él se forja en lo sucesivo… Pero en lo que concierne a la fuerza del ejemplo que nos dan los demás, a lo que se ofrece a la tendencia a la imitación o advertencia, esto no puede fundar ninguna máxima. El buen ejemplo (el comportamiento ejemplar) no debe servir como modelo, sino sólo para demostrar que es hacedero lo conforme al deber”. (Metaphysik der Sitten, pp. 295-299, W. W. Cassirer, edic. cit. Bd. 7).
5. Les Caractéres Du Mérite Personnel, p. 80, edic. Flamarion.
6. Maximes, Des Modeles de la Nature et de la Fortunne, p. 269, edic. Flammarion.
7. Max Scheler ha mostrado mediante preciso análisis la diferencia entre norma y modelo en Der Formalismus in der Ethik und die materíale Wertethik, pp. 596 y siguientes.
8. Op. cit., p. 598
9. Véase op. cit., p. 599 (nota).