Fuente: http://www.agenteprovocador.es/publicaciones/nuestra-gran-conspiracion Servando Rocha 02.09.2020
Las tesis defendidas por los negacionistas de la «plandemia» son ideas importadas del extranjero. Nuestra más peligrosa, original y Gran Conspiración made in Spain fue aquella que aseguraba que nuestro país había caído en manos bolcheviques y que, el 1 de agosto de 1936, se impondría una dictadura comunista. Aquel gran y fantástico bulo fue uno de los justificadores y promotores de la Guerra Civil
Un gran plan oculto para el sometimiento del mundo y, por supuesto, de España como adalid de la cristiandad, el país que combatió y expulsó a musulmanes y judíos. Los tentáculos de Sion eran enormes y escurridizos, y los agitadores del bulo a comienzos del siglo pasado, como el incansable padre Tusquets o el policía camorrista Mauricio Karl, verdaderos portentos de la mentira como arte y arma de crispación política. Todos ellos afirmaban una y otra vez que existía un Comité Central dirigido por un pequeño y exclusivo grupo de banqueros semitas que había jurado venganza por los agravios pasados. Todo eso estaba recogido en Los protocolos de los sabios de Sion, un panfleto y best seller mundial creado en Rusia a finales del siglo XIX a partir de una gran mentira que, sin embargo, fue creída sin ambages por medio mundo. También en España, en los convulsos años treinta, tuvo mucho éxito y escritores, pensadores, políticos o matones (como los falangistas de Primera Línea, que atacaron tiendas de comerciantes judíos) reprodujeron una y otra vez las «verdades» del famoso libro, que se las daba de incuestionable.
Nuestro país, desde tiempos muy antiguos, fue dado a las intrigas y grandes conspiraciones, pero el bulo de los pérfidos sionistas no era un mito propio sino importado. Otras conspiraciones, hoy muy actuales, como las defendidas por los negacionistas del Covid-19 y la «Plandemia», siguen el mismo esquema: hacen propias teorías de la conspiración nacidas en el extranjero, aunque dotándolas de algunas características propias (Pedro Sánchez reuniéndose en secreto con el todopoderoso Bill Gates para ver qué tal marcha el plan maléfico de la implantación de microchips en el cerebro gracias a la vacuna, auténtico Caballo de Troya del control masónico). No hay impronta española. Nuestra Gran Conspiración, la más peligrosa, original y con consecuencias desastrosas fue el bulo, potenciado por la revolución de Asturias de 1934 y el posterior triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936, que aseguraba que nuestro país caería en manos del Soviet. Incluso se le puso fecha: el 1 de agosto de 1936. Lo único que podría evitarlo era un cambio de mando, que como sabemos terminó en un golpe militar sanguinario, una represión feroz y una cruenta Guerra Civil.
LA ESTRATEGIA DE LA TENSIÓN
«O rinde España un supremo esfuerzo, sumando las energías de todos sus ciudadanos o desaparece como nación, sepultada bajo la ola roja de Moscú»
Todo mito necesita su tiempo. Un bulo precisa dedicación y constancia, exige introductores pero también propagadores. En este caso fue la tormenta perfecta. La insurrección de octubre de 1934 que, aunque fracasó, demostró la fuerza que sobre el terreno tenían las distintas facciones revolucionarias, dispuestas a hacer realidad las promesas incumplidas de la República con respecto al reparto de la tierra, el control obrero o el poder de la Iglesia, entre otras, hizo entrar en pánico a los sectores más duros de la derecha y extrema derecha. La tentación de la violencia política como arma de cambio político, inspirada por el fascismo italiano y, en menor medida, el nazismo, penetró en partidos y sindicatos extremistas. Gil Robles, cuyo partido contaba con secciones juveniles paramilitares, ya en octubre de 1933 afirmó que «cuando llegue el momento, o el Parlamento se somete o lo hacemos desaparecer […] Si quieren la ley, la ley; si quieren la violencia, la violencia», algo que días más tarde sería traducido al lenguaje militante y hooligan típicamente falangista por José Antonio Primo de Rivera con su famosa «dialéctica de los puños y las pistolas». Borrás fue testigo del auge y la furia de José Antonio y sus seguidores. Para él se trataba de poner en práctica la frase de Shelley: «La alegría del alma es la acción». Contempla las batidas falangistas impulsadas por este, que inicialmente contó con el desprecio de algunos de los suyos por su condición de «señorito», desde su despacho de abogado. Luego pasea con su «Chevrolet», un lujoso y llamativo coche amarillo al que muchos sueñan con acribillar a balazos. Todos sus recuerdos los contó en «El Madrid de José Antonio», una empalagosa conferencia impartida en el Instituto de Estudios Madrileños en abril de 1953 que termina con una larga poesía en la que sitúa a su mentor como un ser «inmortal»: «Solo por la Muerte se llega a la Vida», proclama.
Cuando ambos pronunciaron estas palabras, aquella nuestra Gran Conspiración quedaba reducida a consumo interno. El bulo de la infiltración comunista extranjera, un país títere del comunismo internacional, carecía de una amplia base social. A medida que avanzaba el fatídico año de 1936, los choques callejeros y enfrentamientos (tiroteos, asonadas, asesinatos) aumentaban. Todo el mundo se armaba. Incluso los vendedores de prensa obrera debían salir a la calle armados hasta los dientes. Vocear alguno de los muchos periódicos izquierdistas en la famosa Acera Roja de la Puerta del Sol era un deporte de riesgo. También para los falangistas, que asaltaban casi a diario la universidad o salían en batidas en busca del rojerío y los ácratas, algunos muy hábiles con la star. La violencia derechista, lejos de ser un fenómeno espontáneo, fue una estrategia política que perseguía la desestabilización constante, hacer insostenible cualquier gobierno y provocar a la izquierda, que por fin se alzaba con el poder desde febrero: ellos o el caos, dirán. «O rinde España un supremo esfuerzo, sumando las energías de todos sus ciudadanos o desaparece como nación, sepultada bajo la ola roja de Moscú», advertía en marzo La Época.
LA «NORMALIZACIÓN» DEL FASCISMO
Por todas partes y de forma nada caprichosa se reproducía el mismo discurso apocalíptico. La palabra «fascismo», en aquellos días prebélicos, era un anatema; solamente algunas publicaciones falangistas lo apoyaban abiertamente. Pero de pronto, ante el estupor de todos, se vulgarizó y normalizó cuando en el Parlamento, en junio, José Calvo Sotelo, que sería asesinado semanas después, afirmó que si todo eso que decía defender (orden, patria, moral…) era ser «fascista», entonces él lo era. Había que aplicar mano dura: «A este Estado llaman muchos Estado fascista, pues si ese es el Estado fascista, yo, que participo de la idea de ese Estado, yo que creo en él, me declaro fascista», confesó, ante la algarabía de voces (el Diario de Sesiones de las Cortes refleja que un diputado izquierdista gritó «¡Vaya una novedad!»). El estupor fue inmenso. El político terminó más abruptamente, llamando directamente al golpe: «Sería loco el militar que al frente de su destino no estuviera dispuesto a sublevarse en favor de España y en contra de la anarquía… (Grandes protestas y contraprotestas)».
Los diques de contención de un antifascismo amplísimo finalmente habían saltado por los aires. De la noche a la mañana ser «fascista» no era algo tan malo: había sido convenientemente blanqueado.
AGIT PROP CONSPIRACIONISTA
«Las imprentas de la derecha funcionaban a destajo. Una fiebre agit prop recorrió las sedes de partidos y sindicatos ultras»
La Gran Conspiración contaba las horas. El 1 de agosto era una fecha cercana. Ahora o nunca. Un observador extranjero, el embajador estadounidense, confesó en sus memorias que se sorprendía ante la enorme proliferación, a través de los medios de comunicación, de noticias falsas o hechos inflados. La manipulación era constante, hasta el punto de que cualquier persona que visitase nuestro país por entonces pensaría que vivíamos en un pandemónium sangriento: «Todos estos incidentes [huelgas, atracos o tiroteos] eran cuidadosamente y sistemáticamente compuestos diariamente y publicados en los periódicos antidemocráticos bajo un titular permanente: “Desórdenes sociales en España”».
Las imprentas de la derecha funcionaban a destajo. Una fiebre agit prop recorrió las sedes de partidos y sindicatos ultras. Se necesitaban urgentemente barras de hierro, pistolas y músculos, pero también imprentas y escritorzuelos a sueldo. En unas cuantas semanas se publicaron y distribuyeron centenares de octavillas y comunicados apocalípticos. Muchos periódicos recogían en titulares la «amenaza bolchevique», publicando supuestas listas negras a ejecutar por un temible Komitern español cuando llegase agosto. A los líderes izquierdistas se les llamaba traidores que estaban dispuestos a conceder la independencia al Marruecos español o declarar la guerra a Portugal. Habían vendido nuestro país a una potencia extranjera. «Esta falsedad era el fruto tardío de una extensa maniobra de intoxicación de la derecha española –escribe Eduardo González Calleja en su monumental Contrarrevolucionarios. Radicalización violenta de las derechas durante la Segunda República, 1931-1936– enfrascada en la tarea de difundir consignas y rumores de amenaza revolucionaria que propiciaran el clima moral para una insurrección y, una vez desencadenada esta, justificaron la actuación del bando rebelde durante la Guerra Civil».
En abril contener el bulo era casi imposible. Un desesperado Azaña, incapaz de contener la propaganda, desde la tribuna del Parlamento denunció a esos «propaladores de rumores» que crecían sin parar. Incluso se «desvelaron» instrucciones dictadas por Moscú para una insurrección armada a escala nacional cuyo objetivo era la destrucción de la Iglesia, la confiscación de bienes y la creación de gigantescos Gulags. Franco, que mantuvo y alimentó el mito durante la dictadura, lo resumió así: «La revolución comunista que debía estallar en mayo fue pospuesta para junio, y, por último, hasta finales de julio. Informados a tiempo, la hicimos abortar con un levantamiento de carácter puramente defensivo».
No había semana que no se difundieran panfletos comunistas, todos ellos virulentos y golpistas, y por supuesto completamente falsos. Ricardo de la Cierva, una de las grandes figuras políticas del franquismo (que acabó vinculado a la secta Moon, aunque eso daría para otro artículo), afirmó décadas después que uno de los creadores de aquellos bulos había sido el periodista falangista Tomás Borrás, autor del popular Checas en Madrid y que llegó a ser Cronista Oficial de la Villa de Madrid, quien los había distribuido a través de ambientes falangistas y militares tras reproducirlos con ayuda de una mecanógrafa –que debió escuchar de sus labios toda clase de chismes y espantos– que trabajaba en el Ministerio de la Guerra. En ocasiones, los panfletos eran casi idénticos. En la mayoría aparecían nombres en clave, contraseñas a utilizar llegado el momento y planes que harían temblar a más de uno. El llamado «Informe Confidencial nº 11», por ejemplo, reproducía una lista con los integrantes de un «Soviet Nacional» presidido por Francisco Largo Caballero, a quién intentó asesinar uno de los propagadores de la Gran Conspiración, el oscuro policía Mauricio Karl. La ofensiva sería imparable: grupos de asalto de 150.000 hombres, de resistencia con 100.000 hombres y grupos sindicales de 120.000 implicados. En total, 370.000 milicianos dispuestos a actuar con 25.000 armas largas, 30.000 pistolas ametralladoras y 250 ametralladoras. La Revolución. Claro que costaba creer semejante poder obrero, pero la imponente manifestación en Madrid del 1 de mayo alentaba las fantasías colectivas.
Para la prensa, que los hacía llegar al gran público, eran documentos «reveladores» e «informes confidenciales», más secretos incluso que aquel panfleto que por entonces se reeditaba sin descanso y volvía a la actualidad, ese que alertaba de una vasta conspiración de los« sabios de Sión», pero esta vez bajo la rúbrica de un vengativo y sediento de sangre Soviet Nacional.