Libro PDF: La cosificación y la consciencia del proletariado

Fuente: https://elsudamericano.wordpress.com/2021/11/26/la-cosificacion-y-la-consciencia-del-proletariado-por-georg-lukacs/  Georg Lukács                                                                       

LA COSIFICACIÓN Y LA CONSCIENCIA DEL PROLETARIADO por Georg Lukács

Georg Lukács, Historia y Consciencia de clase

Traducción de Manuel Sacristán. Grijalbo. Barcelona, 1975

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Ser radical es aferrar las cosas por la raíz.
Más, para el hombre, la raíz es el hombre mismo.

Karl Marx
Contribución a la crítica de la filosofía hegeliana del derecho

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No es en modo alguno casual que las dos grandes obras maduras de Marx dedicadas a exponer la totalidad de la sociedad capitalista y su carácter básico empiecen con el análisis de la mercancía. Pues no hay ningún problema de ese estadio evolutivo de la humanidad que no remita en última instancia a dicha cuestión, y cuya solución no haya de buscarse en la del enigma de estructura de la mercancía.

Es cierto que esa generalidad del problema no puede alcanzarse más que si el planteamiento logra la amplitud y la profundidad que posee en los análisis del propio Marx, más que si el problema de la mercancía aparece no como problema aislado, ni siquiera como problema central de la economía entendida como ciencia especial, sino como problema estructural central de la sociedad capitalista en todas sus manifestaciones vitales. Pues sólo en este caso puede descubrirse en la estructura de la relación mercantil el prototipo de todas las formas de objetividad y de todas las correspondientes formas de subjetividad que se dan en la sociedad burguesa.

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El fenómeno de la cosificación

I

La esencia de la estructura de la mercancía se ha expuesto muchas veces: se basa en que una relación entre personas cobra el carácter de una coseidad y, de este modo, una “objetividad fantasmal” que con sus leyes propias rígidas, aparentemente conclusas del todo y racionales, esconde toda huella de su naturaleza esencial, el ser una relación entre hombres. No estudiaremos aquí lo central que se ha hecho esta cuestión para la economía misma, ni las consecuencias que ha tenido el abandono de ese punto de partida metódico en las concepciones del Marxismo vulgar. Aquí, presuponiendo el análisis económico de Marx, nos limitaremos a señalar los problemas fundamentales que resultan del carácter del fetiche de la mercancía como forma de objetividad y del comportamiento subjetivo correspondiente; la comprensión de ese problema es condición necesaria para una clara visión de los problemas ideológicos del capitalismo y de su muerte.

Pero antes de tratar el problema mismo tenemos que dejar en claro que el problema del fetichismo de la mercancía es un problema específico de nuestra época, un problema del capitalismo moderno. Como es sabido, ya en estadios evolutivos muy primitivos de la sociedad ha habido tráfico mercantil y, con él, relaciones mercantiles objetivas y subjetivas. Pero lo que aquí importa es otra cosa: en qué medida el tráfico mercantil y sus consecuencias estructurales son capaces de influir en la vida entera de la sociedad, igual la externa que la interna. Importa, pues, el problema de la medida en la cual el tráfico mercantil es la forma dominante del intercambio o metabolismo de una sociedad, y esa cuestión no puede resolverse de un modo simplemente cuantitativo concorde con las modernas costumbres de pensamiento, ya cosificadas bajo la influencia de la forma dominante de la mercancía. La diferencia entre una sociedad en la cual la forma de la mercancía es la dominante, la forma que influye decisivamente en todas las manifestaciones de la vida, y una sociedad en la cual esa forma no aparezca sino episódicamente es más bien una diferencia cualitativa. Pues todos los fenómenos subjetivos y objetivos de las sociedades en cuestión cobran, de acuerdo con esa diferencia, formas de objetividad cualitativamente diversas. Marx ha subrayado el carácter episódico de la forma mercancía para la sociedad primitiva:

“El tráfico por trueque inmediato, la forma natural del proceso de intercambio, representa mucho más la trasformación incipiente del valor de uso en mercancía que las mercancías en dinero. El valor del cambio no cobra todavía forma exenta, sino que está aun inmediatamente vinculado al valor de uso. Esto se aprecia de dos maneras. La producción misma en su construcción global, se orienta al valor de uso, no al valor de cambio, razón por la cual los valores de uso sólo dejan de ser valores de uso y se transforman en medios de intercambio, en mercancías, por su exceso respecto de la medida en la cual se requieren para el consumo. Por otra parte, cuando se convierten en mercancías lo hacen sólo dentro de los límites del valor de uso inmediato, aunque en el esquema de una distribución polar, de modo que las mercancías que intercambian los poseedores de ellas han de ser valores de uso para ambos sujetos, precisamente, empero, valor de uso para el que no la posee antes del acto. En realidad, el proceso de intercambio de mercancías no aparece originariamente en el seno de la comunidad espontánea, sino en las zonas terminales de esas comunidades, en sus fronteras, en los pocos puntos en que entran en contacto con otras comunidades. Aquí empieza el tráfico, y desde esa zona repercute hacia el interior de la comunidad, en la que tiene un efecto disolutorio”.1

La afirmación del carácter disolvente del tráfico mercantil en su repercusión hacia el interior de la comunidad alude claramente al cambio cualitativo originado en el dominio de la mercancía. Pero tampoco esa influencia en el interior de la estructura social basta para hacer en la forma mercancía la forma constitutiva de una sociedad. Hace falta además –como varias veces se ha subrayado– que esa forma penetre todas las manifestaciones vitales de la sociedad y las transforme a su imagen y semejanza, sin limitarse a enlazar procesos independientes de ella y orientados a la producción de valores de uso. La diferencia cualitativa entre la mercancía como forma (entre muchas) del intercambio social entre los hombres y la mercancía como forma universal de configuración de la sociedad no se manifiesta sólo en el hecho de que la relación mercantil, cuando es sólo fenómeno aislado, tiene una influencia sumamente negativa en la estructura y en las articulación de la sociedad; sino que la diferencia repercute también en la naturaleza y la vigencia de la categoría mercancía misma. También como forma universal muestra la forma mercancía, considerada en sí misma, una imagen distinta de la que presenta en cuanto fenómeno particular, aislado, no dominante. El hecho de que las situaciones de transición sean numerosas y fluidas no debe esconder la diferencia decisiva. Así, por ejemplo, destaca Marx como característicos de un tráfico mercantil no dominante los rasgos siguientes:

“la proporción cuantitativa según la cual se intercambian los productos es por de pronto plenamente casual. Los productos asumen forma de mercancía en la medida en que son algo intercambiable en general, o sea, expresiones de la misma tercera cosa. La persistencia del intercambio y la producción regular para el intercambio van eliminando progresivamente ese carácter casual. Al principio, sin embargo, no para los productores y consumidores, sino para el mediador entre ambos, para el mercader, que compara los precios en dinero y se beneficia de la diferencia. Con este movimiento mismo el comerciante estatuye la diferencia. El capital mercantil no es al principio más que el movimiento mediador entre extremos a los que no domina, y entre presupuestos que no crea él mismo”.2

Este desarrollo de la forma mercancía hasta convertirse en verdadera forma dominante de la sociedad entera no se ha producido hasta el capitalismo moderno. Por eso no debe sorprender que el carácter personal de las relaciones económicas apareciera aun relativamente claro a comienzos del desarrollo capitalista, pero que, a medida que el proceso progresaba, a medida que se producían formas más complicadas y más mediadas, la penetración de la mirada a través de esa cáscara cósica se fuera haciendo cada vez más difícil e infrecuente. Según Marx, la situación es como sigue:3

“En formas sociales anteriores, la mistificación económica no se presenta fundamentalmente más que respecto del dinero y del capital que aporta intereses. La mistificación económica queda excluida, por la naturaleza misma de la cosa, en primer lugar cuando predomina la producción para el valor de uso, para las propias necesidades inmediatas; en segundo lugar, cuando, como ocurrió en la Antigüedad y en la Edad Media, la esclavitud o la servidumbre constituyen la amplia base de la producción social: el dominio de las condiciones de la producción sobre los productores se esconde en estos casos bajo las relaciones de señoría y servidumbre, bajo la relación señor-siervo, relaciones que se manifiestan y son visibles como motores inmediatos del proceso de producción.”

Pues la mercancía no es conceptuable en su naturaleza esencial sin falsear más que como categoría universal de todo el ser social. Sólo en este contexto cobra la cosificación producida por la relación mercantil una importancia decisiva, tanto para el desarrollo objetivo de la sociedad como para la actitud de los hombres respecto de ella, para la sumisión de su consciencia a las formas en las que se expresa esa cosificación, para los intentos de entender el proceso o de rebelarse contra sus mortales efectos y liberarse de la servidumbre de esa “segunda naturaleza” producida. Marx ha descrito así el fenómeno básico de la cosificación:4

“El misterio de la forma mercancía consiste, pues, simplemente, en que presenta a los hombres los caracteres sociales de su propio trabajo como caracteres objetivos de los productos mismos del trabajo y, por tanto, también la relación social de los productores al trabajo total como la relación social entre objetos que existiera al margen de ellos. Por obra de este quid pro quo los productores del trabajo se convierten en mercancías, en cosas suprasensibles o sociales… Es pura y simplemente la determinada relación social entre los hombres mismos la que asume entonces para ellos la forma fantasmagórica de una relación entre cosas”.

Al examinar ese hecho básico estructural hay que observar ante todo que por obra de él el hombre se enfrenta con su propia actividad, con su propio trabajo, como con algo objetivo, independiente de él, como con algo que lo domina a él mismo por obra de leyes ajenas a lo humano. Y eso ocurre tanto desde el punto de vista objetivo cuanto desde el subjetivo. Ocurre objetivamente en el sentido de que surge un mundo de cosas y relaciones cósicas cristalizado (el mundo de las mercancías y de su movimiento en el mercado), cuyas leyes, aunque paulatinamente van siendo conocidas por los hombres, se les contraponen siempre como poderes invencibles, autónomos en su actuación. El conocimiento de esas leyes puede sin duda ser aprovechado por el individuo en su beneficio, pero sin que tampoco en este caso le sea dado ejercer mediante su actividad una influencia transformadora en el decurso real. Y subjetivamente porque, en una economía mercantil completa, la actividad del hombre se le objetiva a él mismo, se le convierte en mercancía que, sometida a la objetividad no humana de una leyes naturales de la sociedad, tiene que ejecutar sus movimientos con la misma independencia respecto del hombre que presenta cualquier bien para la satisfacción de las necesidades convertido en cosa-mercancía.

“Así, pues, lo que caracteriza la época capitalista”, escribe Marx5 “es que la fuerza de trabajo toma para el trabajador mismo la forma de una mercancía que le pertenece. Por otra parte, éste es el momento en el cual se generaliza la forma mercancía de los productos del trabajo”.

La universalidad de la forma mercancía condiciona, pues, tanto subjetiva cuando objetivamente, una abstracción del trabajo humano, el cual se hace cosa en las mercancías. (Por otra parte, y recíprocamente su posibilidad histórica está a su vez condicionada por la ejecución real de ese proceso de abstracción.) Objetivamente, por el hecho de que la forma mercancía como forma de la igualdad, de la intercambiabilidad de objetos cualitativamente diversos, no es posible más que considerando esos objetos como formalmente iguales es ese respecto que es, por supuesto, el que les da su objetividad de mercancías. El principio de su igualdad formal no puede basarse más que en la naturaleza de esos objetos como productos del trabajo humano abstracto (o sea, formalmente igual). Subjetivamente, porque esa igualdad formal del trabajo humano abstracto no sólo es el común denominador al que se reducen los diversos objetos en la relación mercantil, sino que se convierte además en principio real del proceso de producción efectivo de las mercancías. Evidentemente no podemos proponernos aquí el describir ese proceso, la génesis del moderno proceso de trabajo, del trabajador «libre» aislado, de la división del trabajo, etc., ni siquiera esquemáticamente. Lo único que aquí importa es comprobar que el trabajo propio de la división capitalista del trabajo –el trabajo abstracto, igual, comparable, medible con exactitud siempre creciente por el tiempo de trabajo socialmente necesario– surge a la vez como producto y como presupuesto de la producción capitalista, en el curso del desarrollo de ésta; y sólo en el curso de ésta, por tanto, llega a ser una categoría social, la cual influye decisivamente en la forma de la objetividad tanto de los objetos cuanto de los sujetos de la sociedad así nacida, de su relación con la naturaleza y de las relaciones en ella posibles entre los hombres.6 Si se estudia el camino recorrido por el desarrollo del proceso del trabajo desde el artesanado, pasando por la cooperación y la manufactura, hasta la industria maquinista, se observa una creciente racionalización, una progresiva eliminación de las propiedades cualitativas, humanas, individuales del trabajador. Por una parte, porque el proceso de trabajo se descompone cada vez más en operaciones parciales abstractamente, racionales, con lo que se rompe la relación del trabajador con el producto como un todo, y su trabajo se reduce a una función especial que se repite mecánicamente. Por otra parte, porque en esa racionalización y a consecuencia de ella se produce el tiempo de trabajo socialmente necesario, el fundamento del cálculo racional, primero como tiempo de trabajo medio registrable de modo meramente empírico, más tarde, a través de una creciente mecanización y racionalización del proceso de trabajo, como tarea objetivamente calculable que se enfrenta al trabajador con una objetividad cristalizada y conclusa. Con la descomposición moderna, “psicológica” del proceso de trabajo (sistema Taylor) esta mecanización racional penetra hasta el “alma” del trabajador: hasta sus cualidades psicológicas se separan de su personalidad total, se objetivan frente a él, con objeto de insertarlas en sistemas racionales especializados y reducirlas al concepto calculístico.7

Lo principal es para nosotros el principio que así se impone: el principio del cálculo, de la racionalización basada en la calculabilidad. Las transformaciones decisivas que con él se producen en el sujeto y el objeto del proceso económico son las siguientes: en primer lugar, la computabilidad del proceso del trabajo exige una ruptura con la unidad del producto mismo, que es orgánico-irracional y está siempre cualitativamente determinada. La racionalización, en el sentido de un cálculo previo y cada vez más exacto de todos los resultados que hay que alcanzar, no puede conseguirse más que mediante una descomposición muy detallada de cada complejo en sus elementos, mediante la investigación de las leyes parciales especiales de su producción. Por tanto, tiene que romper con la producción orgánica de productos enteros, basada en a combinación tradicional de procedimientos empíricos de trabajo: la racionalización es inimaginable sin la especialización.8 Así desaparece el producto unitario como objeto del proceso de trabajo. El proceso se convierte en una conexión objetiva de sistemas parciales racionalizados, cuya unidad está determinada de un modo puramente calculístico y los cuales, por lo tanto, tienen que presentarse como recíprocamente casuales. La descomposición racional-calculística del proceso del trabajo aniquila la necesidad orgánica de las operaciones parciales referidas las unas a las otras y vinculadas en unidad en el producto. La unidad del producto en cuanto mercancía no coincide ya con su unidad como valor de uso: la independización técnica de las manipulaciones parciales de su producción se expresa también económicamente, con la penetración del capitalismo en la sociedad, en la forma de independización de las operaciones parciales, de relativización creciente del carácter de mercancía del producto en los diversos estadios de la producción9. Y junto con esa posibilidad de descomposición espacio-temporal, etc., de la producción del valor de uso suele ir la composición espacio-temporal, etc., de manipulaciones parciales que, en cambio, se refieren a valores de uso heterogéneos.

En segundo lugar, esa descomposición del objeto de la producción significa al mismo tiempo y necesariamente el desgarramiento de su sujeto. A consecuencia de la racionalización del proceso del trabajo las propiedades y las peculiaridades humanas del trabajador se presentan cada vez más como meras fuentes de error respecto al funcionamiento racional y previamente calculado de esas leyes parciales abstractas. Ni objetivamente ni en su comportamiento respecto del proceso del trabajo aparece ya el hombre como verdadero portador de éste, sino queda inserto, como parte mecanizada, en un sistema mecánico con el que se encuentra como con algo ya completo y que funciona con plena independencia de él, y a cuyas leyes tiene que someterse sin voluntad10. Esta carencia de voluntad se agudiza aún más por el hecho de que con la racionalización y la mecanización crecientes del proceso de trabajo la actividad del trabajador va perdiendo cada vez más intensamente su carácter mismo de actividad, para convertirse paulatinamente en una actitud contemplativa11. La actitud contemplativa ante un proceso de leyes mecánicas y que se desarrolla independientemente de la conciencia, sin influenciación posible por una actividad humana, proceso, pues, que se manifiesta como sistema cerrado y concluso, transforma también las categorías básicas del comportamiento inmediato del hombre respecto del mundo: reduce espacio y tiempo a un común denominador, nivela también el tiempo según el plano del espacio.

“Por la subordinación del hombre a la máquina” –escribe Marx–:12 se produce la situación de que “los hombres se disipan ante el trabajo y el péndulo del reloj se convierte en metro exacto de la proporción entre los rendimientos de dos trabajadores, igual que lo es de la velocidad de dos locomotoras. Y así habrá que decir no ya que una hora (de trabajo) de un hombre equivale a una hora de otro hombre, sino que un hombre durante una hora vale tanto como otro hombre durante una hora. El tiempo lo es todo y el hombre no es ya nada, como no sea la encarnación del tiempo. Ya no importa la cualidad. La cantidad sola lo decide todo: hora contra hora, día contra día…”.

Con ello pierde el tiempo su carácter cualitativo, mutable, fluyente; cristaliza en un continuo lleno de “cosas” exactamente delimitadas, cuantitativamente medible (que son los “rendimientos” del trabajador, cosificados, mecánicamente objetivados, tajantemente separados de la personalidad conjunta humana) y que es él mismo exactamente delimitado y cuantitativamente medible: un espacio.13 En este tiempo abstracto, exactamente medible, convertido en espacio de la física, que es el mundo circundante de esta situación, presupuesto y consecuencia de la producción científica y mecánicamente descompuesta y especializada del objeto del trabajo, los sujetos tienen que descomponerse racionalmente de un modo análogo. Por una parte, porque su trabajo parcial mecanizado, la objetivación de su fuerza de trabajo, se convierte en realidad cotidiana permanente e insuperable, frente a su personalidad total, consumando el proceso iniciado con la venta de esa fuerza de trabajo como mercancía, de tal modo que también en este punto la personalidad se degrada a ser espectador impotente de lo que ocurre con su propia existencia de partícula suelta, inserta en un sistema ajeno. Por otra parte, la descomposición mecánica del proceso de producción desgarra también los vínculos que en la producción “orgánica” unían a los sujetos singulares del trabajo en una comunidad. La mecanización de la producción hace de ellos, también este punto de vista, átomos aislados abstractos, los cuales no son ya copartícipes de un modo orgánico inmediato, por sus rendimientos y actos de trabajo, sino que su cohesión depende cada vez más exclusivamente de las leyes, abstractas del mecanismos en el que están insertos y que media sus relaciones.

Pero ese afecto de la forma de organización interna de la empresa industrial sería imposible –incluso dentro de la empresa– si no se manifestara concentradamente en él la estructura de toda la sociedad capitalista. Pues también las sociedades pre-capitalistas han ejercido una opresión extrema y una explotación aplastante de toda dignidad humana; y hasta han tenido trabajos de masas, con trabajo mecánicamente uniforme, como, por ejemplo, la construcción de canales en Egipto y el Próximo Oriente, las minas de Roma, etc.14 Pero el trabajo masivo, sin embargo, no pudo en esos casos convertirse en trabajo racionalmente mecanizado y, además, esas empresas multitudinarias fueron fenómenos aislados dentro de una comunidad que producía en lo esencial de otro modo (espontáneo) y vivía de acuerdo con él. Por eso los esclavos explotados en masa estaban en realidad fuera de la sociedad “humana” de cada caso, y su destino no podía presentarse a sus contemporáneos, ni siquiera a los pensadores más grandes y más nobles, como un destino humano, ni menos como el destino del hombre. La situación cambia radical y cualitativamente al universalizarse la categoría mercancía. El destino del trabajador se convierte entonces en destino universal de la sociedad entera; pues la universalidad de ese destino es el presupuesto de que el proceso del trabajo se organice en las empresas según esa orientación. La mecanización racional del proceso del trabajo no es, en efecto, posible más que cuando nace el trabajador “libre” capaz de vender libremente en el mercado su fuerza de trabajo como mercancía “suya”, como cosa por él “poseída”. Mientras este proceso se encuentre sólo incoado, los procedimientos de apropiación del plus-trabajo serán sin duda más abiertos y brutales que en los estadios posteriores y más evolucionados, pero el proceso de cosificación del trabajo, y también la cosificación de la consciencia del trabajador, habrán progresado mucho menos. Condición necesaria del proceso de cosificación es que toda la satisfacción de las necesidades se cumpla en la sociedad en la forma del tráfico de mercancías. La separación entre los productores y sus medios de producción, la disolución y la fragmentación de todas las unidades productivas espontáneas, etc., todos los presupuestos económicos-sociales de la génesis del capitalismo moderno actúan en ese sentido: en el sentido de poner relaciones racionalmente cosificadas en el lugar de las situaciones espontáneas que muestran sin rebozo las verdaderas relaciones humanas. “Las relaciones sociales entre las personas en sus trabajos” escribe Marx15 acerca de las sociedades pre-capitalistas, “aparecen en todo caso como tales relaciones personales, y no disfrazadas de relaciones sociales entre cosas, entre los productos del trabajo”. Pero eso significa que el principio de la mecanización racional y la calculabilidad tiene que abarcar todas las formas de manifestación de la vida. Los objetos destinados a la satisfacción de las necesidades no aparecen ya como productos del orgánico proceso vital de una comunidad (como ocurre, por ejemplo, en una comunidad aldeana), sino, por una parte, como abstractos ejemplares de una especie, nada diversos en principio de otros ejemplares de la misma; y, por otra parte, como objetos aislados, cuya posesión o carencia depende de cálculos racionales. Sólo cuando la entera vida de la sociedad se pulveriza de ese modo en una serie de aislados actos de intercambio de mercancías puede nacer el trabajador “libre”; y, al mismo tiempo, su destino tiene que convertirse en destino típico de la sociedad entera.

Es cierto que la atomización y el aislamiento así producidos con mera apariencia. El movimiento de las mercancías en el mercado, el origen de su valor, o, en una palabra, el ámbito de juego real de cada cálculo racional, no sólo está sometido a leyes rígidas, sino que presupone además como fundamento del cálculo una rigurosa legalidad de todo el acaecer. Esta atomización del individuo no es, pues, más que el reflejo consciente de que las “leyes naturales” de la producción capitalista han abarcado todas las manifestaciones vitales de la sociedad, de que, por vez primera en la historia, la sociedad entera está sometida, tendencialmente al menos, a un proceso económico unitario, de que el destino de todos los miembros de la sociedad está regido por leyes unitarias. (Mientras que las unidades orgánicas de las sociedades pre-capitalistas realizaban su intercambio con amplia independencia recíproca.) Pero esa apariencia es una apariencia necesaria; esto es: la comprensión inmediata, práctica y mental, que el individuo consiga de la sociedad, la producción y la reproducción inmediata de la vida –en las cuales el individuo encuentra como ineliminablemente dadas la estructura mercantil de todas las “cosas” y las “leyes naturales”– no podrá realizarse sino en esta forma de actos de intercambio racionales y aislados entre poseedores, también aislados, de mercancías. Como ya se ha dicho, el trabajador tiene que representarse a sí mismo como “poseedor” de su fuerza de trabajo como mercancía. Su posición específica estriba en que esa fuerza de trabajo es lo único que posee. Y lo típico de su destino para la estructura de toda la sociedad es que esa auto-objetivación, esa conversión de una función humana en mercancía, revela con la mayor crudeza el carácter deshumanizado y deshumanizador de la relación mercantil.

2

La objetivación racional encubre ante todo el carácter cósico inmediato, cualitativo y material de todas las cosas. Como los valores de uso aparecen sin excepción como mercancías, cobran una nueva objetividad, una nueva coseidad que no tuvieron en la época del trueque meramente ocasional, y en esa nueva coseidad se aniquila y desaparece su coseidad originaria y propia. “La propiedad privada”, dice Marx,16 “no extraña17 sólo la individualidad de los hombres, sino también la de las cosas. La tierra no tiene ya nada que ver con la renta, ni la máquina con el beneficio. Para el terrateniente, la tierra no significa ya más que renta: arrienda sus parcelas y cobra la renta, propiedad que el suelo puede perder sin perder por ello ninguna de sus propiedades inherentes, sin perder, por ejemplo, parte de su fertilidad, propiedad, pues, cuya medida y hasta cuya existencia dependen de la relaciones sociales, las cuales se instituyen y se suprimen sin intervención del terrateniente particular”. Si ya incluso el objeto aislado que inmediatamente aparece al hombre como productor o como consumidor queda desfigurado en su objetividad por su carácter de mercancía, el proceso, como es natural, se intensificará aún más cuando más mediadas sean las relaciones que el hombre establece en su actividad con las cosas como objetos del proceso vital. Aquí, ciertamente, es imposible analizar toda la estructura económica del capitalismo. Habrá que contentarse con la indicación de que el desarrollo del capitalismo moderno no sólo transforma a tenor de sus necesidades las relaciones de producción, sino que, además, incluye en su sistema las formas de capitalismo primitivo que tenían en las sociedades pre-capitalistas una existencia aislada, separada de la producción, y hace de ellas miembros del proceso de penetración capitalista unitaria de toda la sociedad. (Capital mercantil, función del dinero en el atesoramiento o como capital dinerario, etc.) Estas formas del capital están, sin duda, objetivamente subordinadas al proceso vital propiamente dicho del capital, a la apropiación de plusvalía en la producción misma, y, por lo tanto, sólo pueden entenderse adecuadamente partiendo de la esencia del capitalismo industrial; pero, de todos modos, aparecen en la consciencia de los hombres de la sociedad burguesa como las formas puras, propias, sin falsear, del capital. Precisamente porque en ellas se desdibujan hasta hacerse plenamente imperceptibles e irreconocibles las relaciones entre los hombres y de ellos con los objetos reales de la satisfacción de las necesidades, relaciones ocultas en la relación mercantil inmediata, precisamente por eso se convierten necesariamente esas formas, para la consciencia cosificada, en verdaderas representantes de su vida social. El carácter mercantil de la mercancía, la forma abstracta y cuantitativa de la calculabilidad, aparece en ellas del modo más puro; y por eso se convierte necesariamente, para la consciencia cosificada, en la forma de manifestación de su inmediatez propia, por encima de la cual, precisamente porque es una consciencia cosificada, no intenta siquiera remontarse, sino que tiende más bien a eternizarla mediante una “profundización científica” de las leyes perceptibles en este campo. Del mismo modo que el sistema capitalista se produce y se reproduce constantemente en lo económico a niveles cada vez más altos, así también penetra en el curso del desarrollo del capitalismo la estructura cosificadora, cada vez más profundamente, fatal y constitutivamente, en la consciencia de los hombres. Marx describe a menudo muy gráficamente esa potenciación de la cosificación. Nos limitaremos a aducir un ejemplo:

«En el capital aportador de intereses se configura por lo tanto con toda pureza ese fetiche automático, el valor que se autovaloriza, el dinero que incuba dinero; y en esta forma no presenta ya cicatriz alguna de su nacimiento.»

«La relación social se ha consumado de ese modo como relación de una cosa, el dinero, consigo misma. En vez de la real transformación del dinero en capital se muestra aquí su mera forma sin contenido. Así aparece totalmente como propiedad del dinero el producir valor, el arrojar intereses, como es propiedad de un peral el dar peras. Y el prestamista vende su dinero como tal cosa capaz de arrojar beneficios. Pero eso no es todo. El capital que realmente funge, como se ha visto, acaba por presentarse de tal modo que arroja interés no ya como capital en funciones, sino como capital en sí, como capital-dinero. Y también se produce la siguiente deformación; mientras que el interés no es en realidad más que una forma del beneficio, o sea, de la plusvalía arrancada al trabajador por el capital funcionando, ahora el interés aparece, a la inversa, como el fruto auténtico del capital, como lo originario, y el beneficio, transformado ya en ganancia del empresario, aparece como mero accesorio y añadido que se agrega en el proceso de reproducción. En este momento se ha consumado la fetichización del capital y de la representación del fetiche capital.»

«En la ecuación D-DI  tenemos la forma aconceptual del capital, la inversión y la cosificación de las relaciones de producción, elevadas a la última potencia; la configuración portadora de interés, la configuración simple del capital, en la cual queda presupuesto en su propio proceso de reproducción; capacidad del dinero o de la mercancía de dar valor a su propio valor, independientemente de la reproducción; la mistificación del capital en su forma más llamativa. Para la economía vulgar, que pretende representar el capital como fuente autónoma del valor, de la creación de valor, esta forma es naturalmente un regalo del cielo, una forma en la cual la fuente del beneficio es ya irreconocible y el resultado del proceso de producción capitalista –separado del proceso mismo– cobra existencia independiente».

Y del mismo modo que la economía del capitalismo se detiene en esa inmediatez por ella misma producida, así también les ocurre a los intentos burgueses de tomar conciencia del fenómeno ideológico de la cosificación. Incluso pensadores que no pretenden en absoluto negar el fenómeno ni desdibujarlo, sino que tienen más o menos claros los efectos humanamente destructivos del fenómeno, se detienen en el análisis de la inmediatez de la cosificación y no intentan siquiera avanzar desde las formas objetivamente más derivativas y más lejanas del propio proceso vital del capitalismo, desde las formas, pues, más externas y vaciadas, hacia el fenómeno originario de la cosificación. Aún más: esos pensadores separan las formas vacías aparienciales de su suelo natural capitalista, las independizan y las eternizan como tipo atemporal de posibilidades de relaciones humanas en general. (Esta tendencia se manifiesta del modo más perceptible en el libro de Simmel, tan interesante y agudo en sus detalles, Die Philosophie des Geldes [Filosofía del dinero].) Así dan una mera descripción de ese “mundo hechizado, invertido, puesto cabeza abajo, en el que Monsieur le Capital y Madame La Terre se libran a sus fantasmagóricos juegos como personajes sociales y, al mismo tiempo, como cosas meras”.18 Pero con ello esos pensadores no van más allá de la mera descripción, y su “profundización” del problema gira en torno de sí misma y de las formas aparienciales externas de la cosificación.

Esta actitud que separa los fenómenos de la cosificación del fundamento económico de su existencia, del fundamento de su verdadera conceptualidad, se facilita aún por el hecho de que el proceso de trasformación tiene que abarcar todas las manifestaciones de la vida social, si es que se han de cumplir los presupuestos del despliegue total de la producción capitalista. De este modo el desarrollo capitalista ha producido un derecho concorde con sus necesidades y estructuralmente adherido a su propia estructura, el estado correspondiente, etc. La analogía estructural es efectivamente tan amplia que todos los historiadores del capitalismo moderno dotados de una visión realmente clara han tenido que registrarla. Así describe, por ejemplo, Max Weber19 el principio básico de ese desarrollo del modo siguiente:

«Uno y otro son de la misma especie en cuanto a su esencia básica. Una «empresa» es exactamente igual el estado moderno, considerado desde el punto de vista de la ciencia de la sociedad que una fabrica; y esa analogía es precisamente su especificidad histórica. Y también es específicamente idéntica la relación de dominio dentro del sistema empresarial, ya sea en la fábrica, ya en el estado. Así como la relativa independencia del artesano o el industrial domestico, del campesino dueño de su tierra, del comanditario, del caballero y del vasallo se basaba en el hecho de que todos ellos eran propietarios de los instrumentos, las reservas, el dinero, las armas, etc., con cuya ayuda cumplían su función económica, política o militar respectivamente, y de cuyo ejercicio vivían, así también la dependencia jerárquica del obrero, el dependiente, el empresario técnico, el ayudante universitario y también el funcionario estatal y el militar, se debe uniformemente a que los instrumentos, las reservas y el dinero imprescindibles para la empresa y para la existencia económica se encuentran en poder del empresario en un caso y de los dueños políticos en el otro».

Y añade, muy correctamente, a esa descripción el fundamento y el sentido social del fenómeno:

«La moderna empresa capitalista se basa internamente ante todo en el cálculo. Necesita para su existencia una justicia y una administración cuyo funcionamiento pueda en principio calcularse racionalmente según normas generales fijas, igual que se calcula el rendimiento previsible de una máquina. La empresa no puede. compadecerse con el juicio basado en el sentimiento de equidad del juez ante el caso singular, o regido por medios y principios irracionales de invención del derecho, igual que tampoco tolera la administración patriarcal, basada en el arbitrio y la gracia, sin duda sacrosantamente rígida en los demás, pero que procede según una tradición irracional… Lo específico del capitalismo moderno frente a las formas arcaicas de negocio capitalista es la organización rígidamente racional del trabajo sobre la base de la técnica racional; esa especificidad no ha nacido nunca en el terreno de aquellas entidades estatales irracionalmente construidas, ni podía tampoco brotar en él. Pues estas modernas formas de la empresa, con su capital fijo y su cálculo exacto, son para ello demasiado sensibles a la irracionalidad del derecho y de la administración. Por eso no han podido brotar más que donde. el juez es, como en el estado burocrático con sus leyes racionales, en mayor o menor medida, un autómata de aplicación de artículos; autómata en el que se introducen los expedientes con las costas y las tasas para que entregue la sentencia junto con unos fundamentos más o menos sólidos y concluyentes; un autómata pues, cuyo funcionamiento es en todo caso calculable en líneas generales».

El proceso en marcha está, pues, íntimamente emparentado con el desarrollo económico antes indicado, tanto en sus motivos cuanto en sus efectos. También en este caso se produce una ruptura con los métodos de jurisprudencia, administración etc., empíricos, irracionales, basados en tradiciones, cortados subjetivamente por el patrón de los hombres que actúan y objetivamente por el patrón de la materia concreta. Se produce una sistematización racional de todas las regulaciones jurídicas de la vida, la cual, por una parte y tendencialmente al menos, representa un sistema cerrado y aplicable a todos los casos imaginables y posibles. El que este sistema se componga internamente por vías puramente lógicas, por el camino de la dogmática puramente jurídica, por la interpretación del derecho, o que la práctica judicial esté llamada a colmar las “lagunas” de la ley, no constituye diferencia relevante alguna por lo que hace a nuestro objetivo, que es identificar esa estructura de la moderna objetividad jurídica. Pues en ambos casos es esencial al sistema jurídico el ser aplicable con una generalidad formal a todos los acaecimientos posibles de la vida y, en esa aplicabilidad, previsible y calculable. Incluso la cristalización jurídica más parecida a ese desarrollo, pero precapitalista aún en sentido moderno –a saber, el derecho romano– es, desde este punto de vista, empirista, concreto, tradicional. Las categorías puramente sistemáticas con las que se constituye finalmente la generalidad de la regulación jurídica que se extiende uniformemente a todo han nacido en el curso del desarrollo moderno20. Y estará claro sin más que esa necesidad de sistematización, de abandono de la empiria, de la tradición, de la vinculación por la materia, ha sido una necesidad de cálculo exacto21. Por otra parte, esa misma necesidad hace que el sistema jurídico se enfrente como algo siempre terminado, exactamente fijado, como sistema rígido, pues, a los acaecimientos singulares de la vida social. Cierto que ello produce constantemente conflictos entre la economía capitalista, en ininterrumpido desarrollo revolucionario, y el rígido sistema jurídico. Pero esto tiene como única consecuencia nuevas codificaciones, etc.: el nuevo sistema tiene de todos modos que recoger en su estructura la conclusión y la rigidez del sistema viejo. Así se produce la situación, aparentemente paradójica, de que el “derecho”, apenas cambiado en siglos, y a veces hasta en milenios, de formas primitivas de sociedad tiene un carácter fluido, irracional, siempre nuevo en las decisiones jurídicas, mientras que el derecho moderno, materialmente transformado repetida y tormentosamente, muestra un carácter rígido, estático y concluso. Pero la paradoja es sólo aparente si se tiene en cuenta que se debe exclusivamente a que una misma situación se contempla primero desde el punto de vista del historiador (el cual se encuentra metodológicamente “fuera” del desarrollo mismo) y la otra vez desde el punto de vista del sujeto que vive el proceso, desde el punto de vista de la acción del orden social de que se trate en su consciencia. Al comprender eso se verá al mismo tiempo con claridad que aquí se repite en otro terreno la contraposición entre el artesano tradicional empírico y la fábrica científico-racional: la moderna técnica de la producción, ella misma en transformación constante, se presenta, en cada estadio aislado de su funcionamiento, como sistema rígido y concluso contrapuesto a los productores individuales, mientras que la producción artesana, objetivamente y relativamente estable, tradicional preserva en la consciencia de los que la ejercen un carácter fluido, en renovación constante, carácter que en realidad está producido por los productores. Con eso aparece luminosamente en este punto también el carácter contemplativo del comportamiento del sujeto en el capitalismo. Pues la esencia del cálculo racional descansa precisamente en la posibilidad de descubrir y calcular el decurso necesario y según leyes de determinados acontecimientos, independientes de la “arbitrariedad” individual. Su esencia consiste pues en que el comportamiento del hombre se agote en el cálculo acertado de las posibilidades de aquel decurso (cuyas “leyes” encuentra ya “listas”), en la evitación hábil de las “casualidades” perturbadores mediante la utilización de dispositivos de previsión, medidas defensivas, etc. (las cuales también se basan en el conocimiento y la aplicación de “leyes” análogas), y muy a menudo incluso en un cálculo de las probabilidades de los posibles efectos de esas “leyes”, sin pasar siquiera de ahí, sin emprender siquiera el intento de intervenir en su acción mediante la aplicación de otras “leyes”. (Seguros, etc.) Cuanto más detalladamente se estudia esa situación, sin dejarse desorientar por las leyendas capitalistas acerca de la “creatividad” de los exponentes de la época burguesa, tanto más claramente se manifiesta en todos esos comportamientos la analogía estructural con el comportamiento del obrero respecto de la máquina por él servida y observada, cuyas funciones él controla mientras la observa. Lo “creador” no puede identificarse más que en la medida en que la aplicación de las “leyes” es algo relativamente independiente o meramente ancilar. O sea, en la medida en la cual el comportamiento puramente contemplativo pasa a segundo término. Pero la diferencia consistente en que el obrero tiene que adoptar esa actitud ante la máquina, el empresario ante todo el tipo de desarrollo maquinista, el técnico ante la situación de la ciencia y la rentabilidad de su aplicación técnica, es una gradación meramente cuantitativa y no, inmediatamente, una diferencia cualitativa en la estructura de la conciencia.

El problema de la burocracia moderna no se comprende plenamente sino en este contexto. La burocracia significa una adaptación del modo de vida y de trabajo, y, por lo tanto, también de la consciencia, a los presupuestos económicos-sociales de la economía capitalista análoga a la que hemos comprobado para el trabajador en la empresa. La racionalización formal del derecho, el estado, la administración, etc., significa desde el punto de vista material objetivo una descomposición de todas las funciones sociales en sus elementos, una búsqueda de las leyes racionales y formales de esos sistemas parciales tajantemente separados unos de otros y, por lo tanto, unas consecuencias conscientes subjetivas de la separación del trabajo respecto de las capacidades y las necesidades individuales de los que lo realizan, una división del trabajo racional-inhumana análoga a la que hemos visto en el terreno técnico- maquinista de la empresa.22 Y no se trata sólo del modo de trabajar completamente mecanizado, “sin espíritu”, de la burocracia inferior, sumamente parecido al mero servicio a las máquinas y hasta a menudo más vacío y monótono. Sino también, por una parte, de un tratamiento cada vez más formal-racionalista de todas las cuestiones desde el punto de vista objetivo, de una separación, cada vez más radical, de la esencia material cualitativa de las “cosas” de la operación burocrática. Y, por otra parte, de una intensificación monstruosa de la especialización unilateral en la división del trabajo, la cual hace violencia en la esencia humana del hombre. La afirmación de Marx acerca del trabajo fabril, según la cual “el individuo mismo queda partido, transformado en motor automático de un trabajo parcial” y así “convertido en un inválido abnorme”, se manifiesta aquí tanto más crasamente cuanto más altos, más desarrollados y más “intelectuales” son los rendimientos exigidos por esa división del trabajo. La separación de la fuerza del trabajo respecto de la personalidad del trabajador, su formación en una cosa, en un objeto que él mismo vende en el mercado, vuelve a repetirse aquí. Con la diferencia, ciertamente, de que no todas las capacidades intelectuales quedan aplastadas por la mecanización mecánica, sino que sólo una capacidad (o un complejo de capacidades) se separa de la personalidad total y se objetiva frente a ella en la forma de cosa, de mercancía. Aunque los medios de educación social de esas capacidades y su valor de cambio material y “moral” sean radicalmente distintos de los de la fuerza de trabajo (a propósito de lo cual no hay que olvidar, por su puesto, la dilatada serie de eslabones de transición, de transiciones fluidas), de todos modos, el fenómeno básico es el mismo. El modo específico de la “mentalidad concienzuda” burocrática, de su objetividad, la necesaria y plena subordinación al sistema de relaciones cósicas en que se encuentra cada burócratas, la idea de que su “honor”, su “sentimiento de la responsabilidad” le exige precisamente esa subordinación completa,23 todo muestra que la división del trabajo ha sido aquí arraigada en lo “ético”, al modo como el taylorismo le ha arraigado ya en lo “psíquico”. Pero esto no es una debilitación, sino una intensificación de la estructura cosificada de la consciencia como categoría básica para toda la sociedad. Pues mientras el destino del trabajador se presenta aún como un destino aislado (al modo del esclavo antiguo), la vida de las clases dominantes puede desarrollarse en otras formas. Pero el capitalismo ha producido, con la estructuración unitaria de la economía para toda la sociedad, una estructura formalmente para toda esa sociedad. Y esa estructura unitaria se manifiesta en el hecho de que los problemas de conciencia del trabajo asalariado se repiten en la clase dominante, refinados, sin duda, espiritualizados, pero precisamente por eso también agudizados. El “virtuoso” especialista, el vendedor de sus capacidades objetivas y cosificadas, no sólo es espectador del acaecer social (aquí no podemos siquiera indicar lo mucho que la moderna administración, la jurisprudencia, etc., toman la forma esencial antes indicada como propia de la fábrica en contraposición al artesanado), sino que se sume en una actitud contemplativa respecto del funcionamiento de sus propias capacidades objetivas y cosificadas. Esta estructura se revela del modo más grotesco en el periodismo, en el cual la subjetividad misma, el saber, el temperamento, la capacidad expresiva se convierten en un mecanismo abstracto, independiente de la personalidad del “propietario” igual que de la esencia concreta material de los objetos tratados: en un mecanismo que funciona según sus propias leyes. La “falta de conciencia y de ideas” de los periodistas, la prostitución de sus vivencias y de sus convicciones, sólo puede entenderse como culminación de la cosificación capitalista.24

La transformación de la relación mercantil en una cosa de “fantasmal objetividad” no puede, pues, detenerse con la conversión de todos los objetos de la necesidad en mercancías. Sino que imprime su estructura a toda la consciencia del hombre: sus cualidades y capacidades dejan ya de enlazarse en la unidad orgánica de la persona y aparecen como “cosas” que el hombre “posee” y “enajena” exactamente igual que los diversos objetos del mundo externo. Y, como es natural, no hay ninguna forma de relaciones entre los hombres, ninguna posibilidad humana de dar vigencia a las “propiedades” psíquicas y físicas, que no quede crecientemente sometida a esa forma de objetividad. Baste pensar en el matrimonio, a propósito de lo cual no hará falta aludir al desarrollo del pensamiento del siglo XIX, cuando Kant, por ejemplo, con la sinceridad ingenua y cínica de los grandes pensadores, expresa claramente la situación.

“La comunidad de los sexos”, escribe,25 “es el uso recíproco que un ser humano hace del órgano y la capacidad sexuales del otro. el matrimonio. la unión de dos personas de sexo diverso para la posesión recíproca de por vida de sus propiedades sexuales”.

Esta racionalización del mundo, aparentemente limitada, que penetra hasta el ser psíquico y físico del hombre, tiene, empero, un límite en el carácter formal de su propia racionalidad. Esto es: la racionalización de los elementos aislados de la vida y las resultantes leyes formales se articulan inmediatamente, para la mirada superficial, en un sistema de las “leyes” generales, pero el desprecio de la concreción de la materia de las leyes, desprecio en el que se basa su legalidad, se refleja en la real incoherencia del sistema legal mismo, en la casualidad de la relación entre los sistemas parciales, en la independencia relativamente grande que poseen esas partes las unas respecto de las otras. Esa incoherencia se revela del modo más craso en tiempo de crisis, cuya esencia –vista desde la perspectiva de estas consideraciones– estriba precisamente en que ser rompe la continuidad inmediata de la transición de un sistema parcial a otro, con lo que la independencia recíproca de todos, el carácter casual de su referencialidad recíproca, se impone repentinamente a la consciencia de todos los hombres. Por eso puede Engels26 describir las “leyes naturales” de la economía capitalista como leyes del azar.

Mas la estructura de la crisis resulta ser, si se la considera más detenidamente, una mera intensificación de la cantidad y la intensidad de la vida cotidiana de la sociedad burguesa. El que la cohesión aparentemente firme –firme sólo en la inmediatez de la cotidianidad irreflexiva– de las “leyes cotidianas” de esa vida pueda desquiciarse repentinamente no es posible sino porque la referencialidad de sus elementos, de sus sistemas parciales, los unos a los otros es casual ya en el curso de su funcionamiento normal. De modo que la apariencia de que la entera vida social está sometida a una legalidad “eterna, de bronce”, diferenciada, ciertamente, en diversas leyes especiales para las diversas regiones, tiene al final que desenmascararse como tal apariencia. La verdadera estructura de la sociedad se manifiesta más bien en las leyes independientes, racionalizadas, formales, de las partes, las cuales sólo se coordinan formalmente (o sea, que sus conexiones formales no pueden sistematizarse como necesarias más que formalmente), mientras que material y concretamente no arrojan más que conexiones casuales. Ya los fenómenos puramente económicos muestran, si se analizan atentamente, esa conexión meramente formal o casual. Así, por ejemplo, subraya Marx –y los casos aducidos son simples ilustraciones metódicas de la situación, sin pretender representar ni siquiera un intento superficial de tratar materialmente la cuestión– que “las condiciones de la explotación inmediata y las de su realización no son idénticas. No sólo difieren en cuanto a tiempo y lugar, sino también conceptualmente”.27 No hay así “ninguna conexión necesaria, sino sólo casual, entre el quantum total de trabajo social aplicado a un artículo social” y “la dimensión en la cual la sociedad exige satisfacción de la necesidad satisfecha por ese artículo determinado”.28 Se trata sólo de ejemplos. Pues está claro que todas las estructuras de la producción capitalista se basa en esa interacción entre necesidad rígida según leyes en todos los fenómenos singulares y relativa irracionalidad del proceso conjunto.

“La división manufacturera del trabajo supone la autoridad incondicionada del capitalista sobre hombres que constituyen meros miembros del mecanismo total que le pertenece; la división social del trabajo contrapone entre ellos a productores de mercancías que no reconocen más autoridad que la concurrencia, la constricción que ejerce sobre ellos la presión de sus recíprocos intereses”.29

Pues la racionalización capitalista; basada en el cálculo económico privado, impone en toda manifestación de la vida esa correlación de detalle regulado y todo casual: presupone la correspondiente estructura de la sociedad; produce y reproduce esa estructura en la medida en que se apodera de la sociedad. Todo eso es esencial al cálculo especulativo, y se funda en el tipo de economía de los propietarios de mercancías en cuanto que esa economía se encuentra ya en el plano de la generalización del tráfico mercantil. La concurrencia de los varios propietarios de mercancías sería imposible si a la racionalidad de los fenómenos singulares respondiera una configuración también exacta, de funcionamiento racional según leyes, de la sociedad entera. Para que el cálculo racional sea posible en esa economía, las leyes de todas las singularidades de la producción tienen que estar plenamente dominadas por el propietario de las mercancías. Las posibilidades de beneficio, las leyes del “mercado”, tienen sin duda que ser racionales en el sentido de la calculabilidad, del sometimiento al cálculo de probabilidades. Pero no tienen que someterse a una “ley” igual que los fenómenos singulares, ni pueden estar en modo alguno organizadas de un modo racional completo. Eso sólo no excluye, por su puesto, el dominio de alguna “ley” sobre el todo. Pero esa “ley” tendría que ser, por una parte, producto “inconsciente” de la actividad autónoma de los varios propietarios de mercancías en su independencia recíproca, o sea, una ley de “casualidades” en interacción, y no una ley de organización realmente racional. Por otra parte, empero, esa legalidad no tienen que imponerse por encima de las acciones de los individuos sino que ha de mantenerse e imponerse de tal forma que no sea nunca plena y adecuadamente cognoscible. Pues el pleno conocimiento del todo proporcionaría al sujeto de ese conocimiento una posición de monopolio tal que equivaldría a la supresión de la economía capitalista.

Esa irracionalidad, esa “legalidad”, tan problemática, del todo, legalidad que es en principio y cualitativamente distinta de la de las partes, no es sólo, precisamente en esa problematicidad, un postulado, un presupuesto del funcionamiento de la economía capitalista, sino también y al mismo tiempo un producto de la división capitalista del trabajo Ya se ha dicho que esa división del trabajo destruye todo, proceso orgánico y unitario del trabajo y de la vida, lo descompone en sus elementos con objeto de permitir que las funciones parciales, racional y artificialmente separadas, sean ejecutadas por “especialistas” psíquica y físicamente adecuados a ellas y capaces de realizarlas del modo más racional. Esa racionalización y ese aislamiento de las funciones parciales tiene, empero como consecuencia necesaria el que cada una de ellas se independice y tienda a desarrollarse por si misma, según la lógica de su propia especialidad, independientemente de las demás funciones parciales de la sociedad (o de la parte de la sociedad a la que pertenece). Y esa tendencia crece comprensiblemente con la intensificación de la división del trabajo y de su racionalización. Pues cuanto más desarrollada está la división del trabajo, tanto más intensos son los intereses profesionales y estamentales, etc., de los especialistas constituidos en portadores de esas tendencias. Y ese movimiento centrífugo no se limita a las partes de algún campo determinado. Aún es más claramente perceptible, incluso, cuando se consideran los grandes campos producidos por la división social del trabajo. Engels30 describe del modo siguiente ese proceso por lo que hace a la relación entre el derecho y la economía:

“Cosa análoga ocurre con el derecho: en cuanto se hace necesaria la división nueva del trabajo que produce juristas profesionales, se abre un nuevo terreno autónomo que, pese a toda su dependencia general respecto de la producción y del tráfico, tiene de todos modos, una cierta capacidad de reacción sobre esos campos. En un estado moderno el derecho no sólo tiene que corresponder a la situación económica general. No sólo tiene que ser su expresión, sino además, una expresión coherente en si misma que no se destruya por sus contradicciones internas. Para conseguir eso se abandona crecientemente la fidelidad del reflejo de la situación económica…”.

Seguramente no será necesario aducir aquí más ejemplos de mezclas y luchas entre diversas “instancias” de la administración (baste con pensar en la autonomía del aparato militar respecto de la administración civil), entre las facultades, etc.

3

Por la especialización del rendimiento del trabajo se pierde todo cuadro del conjunto. Y como a pesar de ello es imposible que se extinga la necesidad de una captación, gnoseológica al menos, del todo, se producen la impresión y el reproche de que sea la ciencia misma, que trabaja del modo descrito para la producción, o sea, quedándose también presas en la inmediatez, la que destruye y fragmenta la totalidad de la realidad, perdiendo con su especialización la visión del todo. Frente a esos reproches por no captar “los momentos en su unidad” Marx31 subraya acertadamente que el reproche sólo sería justo “si la descomposición no pasara de la realidad a los tratados, sino de los tratados a la realidad”. Pero por mucho que la crítica, en esa forma ingenua, merezca recusación, no deja de ser, sin embargo, comprensible cuando se contempla el trabajo de la ciencia –tanto sociológica cuanto inmanente o metodológicamente necesario, y, por lo tanto, “comprensible”– desde un punto de vista externo, esto es, no desde el punto de vista de la consciencia cosificada. Esa consideración revelará (sin ser por ello un reproche) que cuanto más desarrollada está una ciencia moderna, cuanto más plenamente ha conseguido claridad metódica acerca de sí misma, tanto más resueltamente tiene que apartarse de los problemas ontológicos de su esfera, tanto más resueltamente tiene que eliminar esos problemas del campo de la conceptualidad por ella elaborada. Y cuanto más desarrollada y más científica sea, tanto más se convertirá en un sistema formalmente cerrado de leyes parciales y especiales, para el cual es metódica y principalmente inasible el mundo situado fuera de su propio campo, y, con él también, y hasta en primer término, la materia propuesta para el conocimiento, su propio y concreto sustrato de realidad. Marx32 ha formulado muy agudamente esta cuestión por lo hace a la economía, diciendo que “el valor de uso como valor de uso cae fuera del círculo de consideración de la economía política” Y sería un error creer, por ejemplo, que planteamientos como el de la teoría de “la utilidad marginal” se sustraen a esa limitación y rebasan la correspondiente barrera; el intento de arrancar de comportamientos “subjetivos” en el mercado, y no de las leyes objetivas de producción y movimiento de las mercancías, las cuales determinan el mercado mismo y los tipos de comportamiento “subjetivo” en el, se limita a desplazar los problemas a zonas cada vez más derivativas y cosificadas, sin superar por ello el carácter formal del método, su eliminación de principio del material concreto. El acto de intercambio en su generalidad formal, dato básico para la teoría de la utilidad marginal, suprime exactamente igual el valor de uso en cuanto valor de uso y establece exactamente igual las relaciones de igualdad abstracta entre materiales concretamente desiguales y hasta no-comparables que es el origen de aquella limitación, es decir, de la inaprehensibilidad del valor de uso por la ciencia económica. De este modo el sujeto del intercambio es tan abstracto, tan formal y tan cosificado como su mismo objeto. Y la limitación de este método formal abstracto se revela precisamente en la abstracta “legalidad” puesta como objetivo del conocimiento, objetivo tan central para la teoría de la utilidad marginal como para la economía clásica. Pero por obra de la abstracción formal de esas legalidades la economía se convierte siempre en un sistema parcial cerrado que ni puede penetrar en su propio sustrato material ni es capaz de descubrir en él el camino que lleva al conocimiento de la totalidad de la sociedad, razón por la cual, y por otra parte, concibe esa materia como un “dato” eterno e inmutable. Con eso la ciencia queda incapacitada para entender la génesis y la caducidad, el carácter social de la materia que ella misma estudia, así como el carácter de las actitudes posibles respecto de ella y del de su propio sistema formal.

En este punto se aprecia la íntima interacción entre el método científico nacido del ser social de una clase, de sus necesidades y constricciones en cuanto al dominio conceptual de ese ser, y el ser de la clase misma. Ya en estas páginas se ha indicado varias veces que el problema que levanta una barrera insalvable para el pensamiento económico de la burguesía es el problema de las crisis. Si, con plena conciencia de nuestra unilateralidad, planteamos por una vez esa cuestión desde el punto de vista puramente metódico, apreciaremos que precisamente el logro de la racionalización total de la economía, su transformación en un sistema formal abstracto y máximamente matematizado de “leyes”, constituye la limitación metódica de la conceptuabilidad de la crisis. El ser cualitativo de las “cosas” la cosa en sí no concebida, sino ilimitada, que en esa condición vive como valor de uso su existencia extraeconómica y que se cree posible descuidar e ignorar tranquilamente mientras las leyes económicas funcionan de modo normal, se convierte repentinamente en las crisis en factor decisivo de la situación (repentinamente se entiende, para el pensamiento cosificado, racional). O mejor dicho; sus efectos se manifiestan como suspensión del funcionamiento de aquellas leyes, sin que el entendimiento cosificado sea capaz de descubrir un sentido en ese “caos”. Y ese fracaso no se refiere sólo a la economía clásica, que no supo ver en las crisis más que perturbaciones “casuales” “transitorias”, sino también a la totalidad de la economía burguesa. La incomprensibilidad, la irracionalidad de la crisis se sigue, por supuesto, también materialmente de la situación de clase y de los intereses de clase de la burguesía, pero no por eso deja de ser formalmente consecuencia necesaria de su método económico. (No habrá que argumentar aquí detalladamente que los dos momentos son para nosotros precisamente momentos de una unidad dialéctica.) Esa necesidad metódica es tan constringente que, por ejemplo, la teoría de Tugan-Baranowsky, resumen de un siglo de experiencias de crisis, intenta eliminar totalmente el consumo de la ciencia económica y fundamentar una economía “pura” limitada al tema de la producción. Frente a esos intentos que pretenden descubrir la causa de esas crisis que, en cuanto hechos, no pueden negarse, en la desproporción de los elementos de la producción, en momento, pues, puramente cuantitativos, Hilferding33 declara con toda razón:

“Se opera entonces exclusivamente con los conceptos económicos de capital, beneficio, acumulación, etc., y se cree poseer la solución del problema en cuanto que se muestra las relaciones cuantitativas en base a las cuales es posible la reproducción simple y la ampliada o tiene por fuerza que presentarse perturbaciones. Pero al razonar así se pasa por alto que a esas relaciones cuantitativas corresponden igualmente relaciones cualitativas, que no son sólo sumas de valores las que están en presencia y resultan sin más conmensurables, sino que también hay valores de uso de géneros determinados y que tienen que cumplir con determinadas características en la producción y en el consumo; y se ignora que en el análisis de los procesos de reproducción no se tiene sólo capitales en general, de modo que un exceso o un defecto de capital industrial quedara “equilibrado” por una parte correspondiente de capital-dinero, ni tampoco se tienen sólo las diferencias entre capital fijo y capital circulante, sino que en realidad se trata también de máquinas, materias primas y fuerza de trabajo de características plenamente determinadas (técnicamente determinadas), las cuales tienen que estar dadas como valores de uso de esa específica naturaleza para evitar de verdad las perturbaciones”.

Marx34 ha descrito varias veces y convincentemente lo poco que los movimientos de los fenómenos económicos expresados por los conceptos “legaliformes” de la economía burguesa son capaces de explicar el movimiento real de la totalidad de la vida económica, y lo mucho que esa limitación arraiga en la incapacidad – metódicamente necesaria desde ese punto de vista– de comprender el valor de uso, el consumo verdadero.

“Dentro de ciertos límites, el proceso de reproducción puede proceder a la misma escala o a escala ampliada aunque las mercancías por él arrojadas no entren realmente en el consumo individual o productivo. Así por ejemplo, en cuanto que estén vendidos los hilados producidos, puede volver a empezar la circulación del valor-capital representado en hilado, cualquiera que sea el inmediato destino del hilo vendido. Mientras el producto se venda, todo procede según su curso regular desde el punto de vista del productor capitalista. No se interrumpe la circulación del valor-capital que él representa. Y si el proceso es ampliado –lo que implica un consumo productivo ampliado de los medios de producción–, esa reproducción del capital puede ir además acompañada por un amplio consumo individual (y demanda, por lo tanto) de los trabajadores, puesto que ese consumo se introduce y media por el consumo productivo. Así puede aumentar la producción de plusvalía y, con ella, también el consumo individual del capitalista, y todo el proceso de reproducción puede encontrarse en una situación floreciente, pese a lo cual una gran parte de las mercancías puede no haber entrado sino aparentemente en el consumo, y encontrarse sin vender en las manos de revendedores, o sea, todavía realmente en el mercado”.

A propósito de esto hay que insistir especialmente en que esa incapacidad de penetrar hasta el real sustrato material de la ciencia no es error de los individuos, sino que precisamente se manifiesta tanto más crasamente cuanto más desarrollada está la ciencia, cuanto más consecuentemente trabaja partiendo de los presupuestos de su propio tipo de conceptuación. Por lo tanto, no es en modo alguno casual, como lo ha mostrado convincentemente Rosa Luxemburgo,35 el que la visión de conjunto – grande, aunque a menudo primitiva, errónea e inexacta– de la totalidad de la vida económica que aún se daba en el “Tableau économique” de Quesnay desaparezca progresivamente con la creciente exactitud de la conceptuación formal en el desarrollo que pasa por Smith y culmina en Ricardo. Para Ricardo, el proceso de la reproducción global del capital, proceso en el cual es imposible ignorar esa problemática, ha dejado de ser una cuestión central.

La situación se manifiesta de modo aún más claro y sencillo en la ciencia jurídica, a causa de la cosificación más consciente de su actitud. Basta ya para explicarlo el hecho de que en este caso la cuestión de la incognoscibilidad del contenido cualitativo a partir de las formas racionalistas y calculistas no toma la forma de una concurrencia entre dos principios de organización de un mismo terreno (como lo son el valor de uso y el valor de cambio en la economía), sino que aparece desde el primer momento como problema de la relación entre la forma y el contenido. La pugna por el derecho natural, el período revolucionario de la clase burguesa, parte metódicamente de la idea de que la igualdad y la universidad formales del derecho, o sea, su racionalidad, es al mismo tiempo capaz de determinar su contenido. Con ello se combate a la vez contra el derecho de privilegios, confuso, abigarrado, procedente de la Edad Media, y contra la trascendencia metajurídica del monarca. La clase burguesa revolucionaria se niega a ver en la factualidad de una situación jurídica, en la facticidad, el fundamento de su validez. “¡Quemad vuestras leyes y haced otras nuevas!”, aconsejaba Voltaire. “¿Qué de dónde tomar las nuevas? ¡De la razón!”36 La lucha contra la burguesía revolucionaria, en tiempos, por ejemplo, de la Revolución francesa, estaba ella misma y en su mayor parte tan influida por ese mismo pensamiento que lo único que pudo hacer fue contraponer a ese derecho natural otro derecho natural (Burke, e incluso Stahl). Sólo cuando la burguesía hubo triunfado ya, parcialmente al menos, penetró en ambos campos una concepción “critica”, “histórica”, cuya esencia puede resumirse diciendo que el contenido jurídico es algo puramente fáctico, incomprensible, pues, para las categorías formales del derecho mismo. Lo único que quedó en pie de las reivindicaciones del derecho natural fue la idea de la coherencia sin lagunas del sistema jurídico formal; es muy característico que Bergbohm37 designe las zonas sin regulación jurídica con terminología tomada de la física: “espacio jurídicamente vacío”. Pero la coherencia de esas leyes es puramente formal: lo que ellas dicen, “el contenido de los institutos jurídicos, no es nunca de naturaleza jurídica, sino siempre de naturaleza política, económica”.38 Con ello la lucha contra el derecho natural, primitivamente cínica y escéptica, tal como la había empezado el “kantiano” Hugo a fines del siglo XVIII, toma una forma “científica”. Hugo39 fundamentaba, entre otras cosas, el carácter jurídico de la esclavitud con el hecho de que “durante milenios fue realmente una institución de derecho para tantos millones de hombres cultivados”. En esa ingenua y cínica sinceridad se expresa del modo más claro la estructura que va tomando crecientemente el derecho en la sociedad burguesa. Cuando Jellinek llama “metajurídico” al contenido del derecho, cuando juristas “críticos” remiten el contenido del derecho a la historia, a la sociología, a la política, etc., no hacen en última instancia más que lo que ya Hugo propuso: renunciar a la fundamentación según razón, a la racionalidad del contenido del derecho, haciendo de esa renuncia una cuestión de método; no habría que ver según eso en el derecho más que un sistema formal de cálculo con cuya ayuda puedan calcularse exactamente todas las consecuencias jurídicas necesarias de determinados actos (rebus sic stantibus).

Pero esa concepción del derecho convierte la génesis y la caducidad del derecho en algo jurídicamente tan incomprensible como lo que es la crisis para la ciencia económica. El agudo jurista “critico” Kelsen40 dice consecuentemente acerca de la génesis del derecho: “Es el más grande misterio del derecho y del estado, misterio que se consuma en los actos legislativos, y por eso será tal vez justificado el ilustrar intuitivamente su esencia con unas imágenes insuficientes”. O, dicho de otro modo: “Es un hecho característico de la esencia del derecho el que incluso una norma nacida contra derecho pueda ser norma jurídica, o sea, el que la condición de su origen según derecho no pueda asumirse en el concepto de derecho”.41 Esta clarificación crítico-gnoseológica podría ser de verdad una clarificación efectiva y, por lo tanto, un progreso del conocimiento si el problema de la génesis del derecho, así remitido a otras disciplinas, encontrara realmente en éstas una solución y si, al mismo tiempo, se viera en real claridad la esencia del derecho así producida, totalmente al servicio del cálculo de consecuencias y al de la imposición racional, según intereses de clase, de ciertos tipos de actos. Pues en este caso el sustrato material, real, del derecho se haría de repente visible y sigue estando en estrecha relación con los “valores eternos”, con lo que se produce una refundición, aguada en sentido formalista, del derecho natural bajo la forma de una filosofía del derecho (Stammler). Y en fundamento real de la génesis del derecho, las alteraciones de las correlaciones de fuerzas de las clases, se desdibuja y disipa en las ciencias que lo estudian en las cuales, de acuerdo con las formas de pensamiento de la sociedad burguesa, se producen los mismos problemas de trascendencia del sustrato material que ocurren en la jurisprudencia y en la economía.

El modo de concebir esa trascendencia muestra lo vana que sería la esperanza de que la conexión del todo, a cuyo conocimiento han renunciado conscientemente las ciencias especiales al excluir de sus conceptos el sustrato material, pudiera ser fruto de una ciencia de conjunto, la filosofía. Pues eso sólo sería posible si la filosofía rompiera los límites de ese formalismo y de su resultante fragmentación mediante un planteamiento completamente distinto, orientado a la totalidad concreta, material, de lo cognoscible, de lo que hay que conocer. Pero para eso haría falta, a su vez, la penetración de los motivos, la génesis y la necesidad de ese formalismo; y eso exigiría que las ciencias especializadas no se unieran mecánicamente en una unidad, sino que se transformaran, además, internamente por obra del método filosófico, íntimamente unificador. Está claro que la filosofía de la sociedad burguesa es incapaz de eso. No porque no se encuentre con una indudable nostalgia de unida; no porque los mejores hayan aceptado con satisfacción el mecanismo antivital de la existencia y el formalismo antivital de la ciencia. Sino porque en el terreno de la sociedad burguesa es imposible una alteración radical del punto de vista. Sin duda puede producirse el intento de una suma enciclopédica de todo el saber como tarea de la filosofía (al modo de Wundt). Y también es posible que se ponga en duda el valor del conocimiento formal ante la “vida viva” (como en la filosofía de la irracionalidad, desde Hamann hasta Bergson). Pero junto a esas corrientes episódicas se mantiene la tendencia básica del desarrollo filosófico: aceptar como necesarios, como dados, los resultados y los métodos de las ciencias especiales y atribuir a la filosofía la tarea de descubrir y justificar el fundamento de la validez de esas conceptuaciones. Con lo cual la filosofía se sitúa respecto de las ciencias especiales como éstas respecto de la realidad empírica. Al aceptar de este modo la filosofía la conceptuación formalista de las ciencias especiales como sustrato dado inmutable, queda consumada la imposibilidad de penetrar la cosificación que subyace a ese formalismo. El mundo cosificado se presenta ya –y filosóficamente, elevado al cuadrado, bajo una iluminación “crítica”– definitivamente como único mundo posible, único abarcable por conceptos, único mundo comprensible dado a los hombres. Para la esencia de esta situación es indiferente que eso se acepte de un modo satisfecho, resignado o desesperado, y hasta que se busque algún camino hacia la “vida” pasando por la vivencia mística irracional. El pensamiento moderno burgués, al buscar las “condiciones de la posibilidad” de la validez de las formas en que se manifiesta su ser básico, se obstruye a sí mismo el camino que lleva a los planteamientos claros, a las cuestiones de la génesis y la caducidad, de la esencia real y el sustrato de esas formas. Su agudeza recae cada vez más en la situación de aquella legendaria “crítica” hindú que objetaba a la visión tradicional según la cual el mundo descansa en un elefante: ¿en que descansa el elefante? Y una vez que se dio con la respuesta –el elefante descansaba en una tortuga– la “crítica” se dio por satisfecha. Pero está claro que tampoco ulteriores preguntas “criticas” podrían encontrar más que, a lo sumo, otro animal maravilloso, sin ser capaces de revelar la solución del verdadero problema.

* * *

NOTAS:

1 Zur Kritik der pol. Ökonomie. [Contribución a la crítica de la economía política], pág. 30.

2 Das Kapital (El Capital), III, I, 314

3 Das Kapital (El Capital), II, II, 367

4 Das Kapital (El Capital), I, 38-39. Acerca de esa contraposición cfr., desde un punto de vista puramente económico, la diferencia entre intercambio de mercancías según su valor y según sus precios de producción, El Capital, III, I. 156 ss.

5 Das Kapital (El Capital), I, 133

6 Cfr. Das Kapital (El Capital), I; 286-287, etc.

7 Todo este proceso se expone histórica y sistemáticamente en el primer volumen del Capital. Los hechos mismos -aunque, por supuesto, sin referencia al problema de la cosificación- se encuentran también en obras de economistas burgueses, como Bücher, Sombart, A. Weber, Gottl, etc.

8 Das Kapital (Capital), I, 451.

9 Ibid, 320, nota.

10 Desde el punto de vista de la consciencia individual esa apariencia esa apariencia está muy justificada. Desde el punto de vista de la clase, hay que observar que esa sumisión es producto de una larga lucha que vuelve a reanudarse con la organización del proletariado, como clase, pero a un nivel superior y con armas diferentes.

11 Das Kapital (El Capital), I, 338-339, 387-388, 425, etc. Es obvio que esa «contemplación» puede ser más cansada y enervante que la «actividad» artesanal. Pero este punto cae fuera de nuestras consideraciones.

12 Elend d. Philosophie (Miseria de la filosofía, ed. alemana), 27

13 Das Kapital (El Capital), I, 309.

14 Cfr.Gottl, Wirtschaft und Technik. Grundriss der Sozialökonomik (Economía y Técnica. Compendio de economía social), II, 234 ss.

15 Das Kapital (El Capital), I, 44.

16 Se trata ante todo de la propiedad privada capitalista. San Max. Documente des Sozialismus, II, 363. A continuación de esa observación se encuentran hermosas indicaciones acerca de la penetración de la estructura de la cosificación en el lenguaje. Una investigación filológica histórico-materialista podría obtener en este punto interesantes resultados.

17 “Extrañación”, “extrañar” traducen Entfremdung, entfremden. “Alienación”, “alienar” traducen Entäusserung, entäussern; análogamente para las (frecuentes) formas reflexivas. – N. del T.

18 Ibid, II,II, 336.

19 Gesammelte politische schriften [Escritos políticos], Múnchen 1921, 140-142. La alusión de Weber al desarrollo del derecho inglés no se refiere a nuestro problema. Acerca de la lenta penetración e imposición del principio económico-calculístico, cfr. también A.Weber, Standort der Industrien [La posición de las industrias], especialmente pág. 216.

20 Max Weber, Wirtschaft und Gesellschaft [Economía y sociedad], 491.

21 Ibíd.. 129

22 El que en este contexto no se acentúe el carácter de clase del estado, etc., se debe a la intención de entender la cosificación como fenómeno básico general, estructural, de la entera sociedad burguesa. De no ser así, el punto de vista de clase debería introducirse ya al hablar de máquina. Cfr. Tercera sección.

23 Cfr. Max Weber, Poltische Schriften (Escritos Políticos), 154.

24 Cfr. El artículo de A. Fogarasi en Kommunismus, año II, n° 25/26.

25 Metaphysik der Sitten (Metafísica de las costumbres), I. Teil I Parte, 24.

26 Ursprung der Familie (El origen de la familia, de la propiedad privada y del estado), 183-184.

27 Das Kapital [El Capital], III, I, 225.

28 Ibíd, 166.

29 Ibid, I, 321

30 Carta a Konrad Schmidt, 27-X-1890. Dokumente des Sozialismus, II, 68.

31 Zur Kritik der pol. Öek. [Contribución a la crítica de la economía política], XXI-XXII.

32 Ibíd., 2.

33 Finanzkapital [El capital financiero], 2.a ed., 378-379.

34 Das Kapital [El Capital], II, 49.

35 Akkumulation des Kapitals [La acumulación del capital], 1.a ed., 78-79. Sería un ejercicio muy atractivo el precisar las relaciones metódicas entre ese desarrollo y los grandes sistemas filosóficos racionalistas.

36 En Bergbohm, Jurisprudenz und Rechtsphilosophie [Jurisprudencia y filosofía del derecho], 170.

37 Ibid., 375.

38 Preuss, «Zur Methode der juristischen Begriffsbuldung» [Acerca del método jurídico de formación de conceptos], Schmollers Jahrbuch, 1900, 370.

39 Lehrbuch des naturrechts [Tratado de derecho natural], Berlin 1799, § 141. La polémica de Marx contra Hugo (Nachlass [Póstumos], I, 268 ss.] parte aún de un punto de vista hegeliano.

40 Hauptprobleme der Statsrechtslehre [Problemas capitales de la teoría del derecho público], 411 (cursiva mía).

41 F. Somlo, Juristische Grandlehre [Doctrina jurídica fundamental], 117.

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