Fuente: https://frenteantiimperialista.org/blog/2020/08/07/juzgar-el-franquismo-juzgar-el-imperialismo-las-complejidades-de-la-denominada-justicia-universal/ Matías Viotti Barbalato 7 agosto, 2020
Juzgar el franquismo, juzgar el imperialismo. Las complejidades de la denominada “justicia universal”
Según el Centro de Estudios Legales y Sociales de Argentina, para el año 2019, este país llevaba 915 condenas por delitos de lesa humanidad, relacionados con la última dictadura cívico-militar, que tuvo lugar entre 1976-1983. En el estado español la dictadura de Franco, no solo no fue condenada, sino que además aún conserva un espacio importante en la política y en la idiosincrasia del país. Aludiendo al discurso jurídico, podríamos decir que logró su “absolución” con la denominada “transición”, por la cual diferentes partidos se ponían de acuerdo para dar paso a una supuesta democracia. Como si casi cuarenta años de dictadura se pudiesen borrar de la noche a la mañana.
Este proceso, que pretendía ser conciliador entre represorxs y damnificadxs, instaló lo que en Argentina se llama la “teoría de los dos demonios”, que para el caso del estado español estaría referida a pretender equiparar la violencia de algunos grupos antifranquistas con la ejercida por la dictadura, olvidando que el 18 de julio de 1936 fue un golpe de estado y que la mal denominada “guerra civil” fue una resistencia al golpe, y al fascismo internacional que amenazaba Europa.
Tras la idea de dos demonios o dos bandos igual de sanguinarios, se busca descontextualizar la historia, desviando la atención de lo que significó el proyecto político de Franco, que tiene sus raíces en la asociación intelectual Acción Española, y que se proponía suprimir una clase social, considerada como una amenaza para lo que se pensaba como “la raza hispánica”. Como ha señalado Salvador Cayuela Sánchez, “el nacional-catolicismo pretendía crear un nuevo tipo de hombre, el homo patiens, caracterizado por su impasibilidad, resignación, austeridad, disciplina, amor a la patria y a la fe católica”.
En nombre de la religión, el régimen estigmatizaba todo lo que no fuera católico, construyendo lo “español” sobre la base de dos características fundamentales: una asociada a los valores de lo que había sido la España imperial, especialmente en América Latina, a través de la idea de la Hispanidad construida por Rodrigo de Maeztu en nombre de la Patria y la Raza; Y la otra, en la idea de España como el pueblo elegido para llevar a cabo una “recristianización” de la población, en una especie de “cruzada” donde “España será más grande, más España cuanto sea más católica”, dirá el dictador.
El franquismo realizó una educación moral en todo el territorio, basada en una política de eugenesia, que si bien en la época predominaba la eugenesia biológica que proponía la esterilización o eliminación de los más débiles, esta no estaba bien vista por su aliado, la iglesia. Por este motivo el franquismo y la misma iglesia generaron su propio discurso eugenésico de carácter católico, para una higiene racial ambientalista basada en la mejora psicológica del fenotipo (expresión del genotipo en función del ambiente) para que no degenere el genotipo (es decir, el conjunto de genes). Esta política penetró en todos los ámbitos institucionales y de la vida cotidiana, como el jurídico; el familiar (basado en la familia cristiana); el matrimonio (basado en el matrimonio cristiano); la educación (que era católica); el trabajo, donde se suprime la idea de clase por la de nación-católica; la salud basada en los principios de la higiene racial; en la psiquiatría con los doctores Vallejo Nájera, formado en la Alemania nazi, y el doctor López Ibor del Opus Dei; en la pediatría, a cargo del médico pediatra Bosch Marín que dirigía los programas “Al servicio de España y del niño español”, un programa nacional de puericultura y uno de Maternología basado en el nacional-catolicismo.
El franquismo construyó un enemigo de España a su gusto, deshumanizándolo y aplicando todo tipo de violencias, sin culpa ni remordimientos, con el perdón de dios y de la iglesia. Esta es la raíz ideológica de una política que ejerció una represión masiva y que ha dejado a la España actual, su España, como el segundo país con más desaparecidxs del mundo y una población que debe convivir con sus torturadores y secuestradores de bebés, extraídos entre los años 40 y bien entrados los 90.
Desde este punto de vista, en el marco de la denominada justicia universal detectamos ciertas complejidades que nos llevan a las siguientes preguntas, para reflexionar: ¿por qué, una vez muerto el dictador, a lo único que pudo aspirar el Reino de España fue a la denominada transición, que hasta el día de hoy impide condenar el régimen? Y además, teniendo en cuenta que el estado español entró en el convenio europeo de derechos humanos en 1977 y lo ratificó en 1978 ¿Por qué tampoco es posible condenarlo en el tribunal internacional de derechos humanos de Estrasburgo?
Pues es preciso entender dos cuestiones a este respecto, una nacional y otra internacional, que muy bien explica el jurista Joan Garcés; en el ámbito nacional, como es fácil deducir, tiene que ver con el hecho que en el campo jurídico se mantuvo una herencia de jueces y de un sistema judicial que había jurado lealtad al régimen. Mientras que respecto al ámbito internacional, los obstáculos se presentan debido al apoyo y la connivencia de las potencias internacionales fascistas primero, e imperialistas después, una vez comenzada la llamada Guerra Fría. Debido al apoyo de las potencias fascistas, dirá Garcés, que una vez conseguido el triunfo del golpe, se decide llamarlo “guerra civil” y no “guerra de España”, como se le solía llamar, puesto que la idea de “civil” hace pensar más en un conflicto interno. Garcés dirá que es debido a la colaboración de las potencias internacionales, que siempre que se recurre al tribunal europeo de derechos humanos, la respuesta se repite; “el tema español no se toca”, excusándose en que han pasado muchos años desde que se ratificó el convenio europeo de derechos humanos y evitando así que se exija una reparación económica a los países colaboradores con el régimen.
Visibilizar y analizar estas complejidades, que en la actualidad provienen de países aparentemente democráticos, es fundamental precisamente para no caer en la dominación cultural que nos lleva a pensar el fascismo desligado del orden social neoliberal. El mismo orden que nos ha presentado la democracia como vacía de ideología, y asociada a conceptos como el de “modernidad”, “progreso”, “igualdad” o “justicia”, frente al fascismo, representado como todo lo contario, bajo figuras como la de Hitler, Mussolini o de dictaduras de países del denominado “tercer mundo”. Sin embargo, diríamos que el fascismo no es una reacción al capitalismo, sino una herramienta del liberalismo en momentos de crisis. Si bien los fascismos en Europa, subvencionados por un sector de la burguesía empresarial, terminaron en una lucha de intereses con las democracias liberales europeas y norteamericanas, estas no dudaron en aliarse con la España franquista, terminada la II Gran Guerra, para completar el tablero de una geopolítica que consolidaba la dominación imperial en el mundo; la de los Estados Unidos.
Tanto el franquismo como el imperio tenían en común la necesidad de enterrar el comunismo y sobre todo el anticapitalismo para el desarrollo neoliberal, en una especie de Plan Cóndor a la europea. Por un lado, el Reino de España podría sostener el nacional-catolicismo, con una importante representación del Opus Dei, mientras que por otro el imperio podría suprimir aquellas ideas que amenazaban la sociedad de consumo, impuesta por el mal llamado “libre mercado”. Una alianza que tiene su raíz en 1953, a nivel político militar, con la instalación de las bases militares estadounidenses en el estado, y a nivel económico, con la ley del 27 de julio de 1959, donde se autorizaba a las empresas extranjeras a invertir libremente en el estado.
Así, se forjó una sociedad despolitizada que cree que la política es votar cada cuatro años y una izquierda confundida que no logra articularse, producto de la “anti-política” que el neoliberalismo ha cultivado con mucho éxito durante tanto tiempo, conduciendo, en palabras de Atilio Boron, “al individualismo… a la renuncia de toda estrategia de acción colectiva para superar las condiciones que los oprimen y explotan. Debemos contrarrestar un sentido común mediante el cual se propaga la idea de que la política es corrupta, perversa y que lo mejor que puede hacer una sociedad es desentenderse de ella, no interesarse… El resultado: el triunfo arrasador de la derecha que se apoya en la generalización de tales creencias y actitudes”.
En resumidas cuentas, desde la sociología se suelen señalar varias etapas del franquismo; la era azul, la tecnocracia, el funcionariato, la restauración… Pues añadiría una cuarta, la del pacto Franco-Yanquee, donde no hay ruptura, sino una adaptación del régimen a la democracia liberal, en función de las demandas del imperio. Así lo confirma el “Tratado de Amistad y Cooperación Hispano-Estadounidense” por el cual el estado español se integraba en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), aprobado por el rey Juan Carlos I y firmado el 24 de enero de 1976, entre el ministro de asuntos exteriores José María Areilza y el secretario de Estado de Estados Unidos, Henry Kissinger. Por tanto, del mismo modo que reformar el estado actual y la constitución del 78 es meterse con el franquismo, hacer una reforma en contra del neoliberalismo, por mínima que sea, es meterse con el imperio. Dos caras de una misma moneda que se enmarcan en el capitalismo global.