Idioteia — Sara Rosenberg

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20 febrero, 2022

IDIOTEIA — Sara Rosenberg

 

LA PUPILA INSOMNE – 19/02/2022

Los griegos definieron hace mucho tiempo el sentido del idiota, la idoteia, la incapacidad moral de diferenciar el bien del mal, y sobre todo la pérdida del sentido social de lo que se llama bien público. Bien de lo publico. Lo social.

En España, una vez más, todos están concentrados en el baile de los corruptos que ya todos sabían cuánto y cómo son de corruptos, pero igualmente les resulta divertido participar en el baile. Y bailan.

¿Acaso hay otra música? ¿Alguien se atreve? ¿Un Satie dulce, un heroico Shostakovich…? ¿Algo…?

¿Hay acaso algo de sado maso en esta conducta, o es impotencia social? –me pregunto.

¿Hay un cierto placer en ver tanta mierda desfilar y acumularse en un callejón sin salida?

¿O es que hemos abandonado la decisión de crear e imaginar una salida? La única posible. La única posible, no porque lo diga yo, sino porque lo dice la historia de los pueblos. No la de los masacradores de pueblos. Estamos escribiendo esa historia.

Estafan. Roban. Lo hacen a la luz del día. Con impunidad. Y sin miedo.

Es una clase social –la burguesía– que nuca ha tenido ni piedad y menos vergüenza. Nació bañada en sangre. Transformó muchas cosas de la sociedad feudal, avanzó, hasta que su propia condición (la acumulación y el despojo) hicieron necesariamente que fuera una clase que frenara toda posibilidad de desarrollo humano, hasta poner en peligro la misma existencia de la especie humana. Nada nuevo, sólo un recordatorio del mejor poema-panfleto nunca escrito: el Manifiesto Comunista, de 1848.

Pero las masas (los medios se dedican específicamente a «ellas») conversan, apuestan a ganador y perdedor, masas perdidas y perdiendo en la confusión que significa no ser capaces de visualizar al verdugo. La ceguera forma parte del juego. Van y vienen a tientas. Un viejo juego, que cada vez resulta más esperpéntico.

La opinión sobre Ayuso, o el x o el xy, llena los corrillos, hace ruido, y ese ruido es funcional para seguir en lo mismo. Es como si la victima estuviera en pleno y orgásmico síndrome de Estocolmo. Voces indignadas, moralina, discursos y bromas de bar huelen ya verdaderamente a naftalina. También huele a naftalina la opinología facilona y la ideología: el «arte» cinematográfico, literario, teatral que presentándose como progresista cumple con la agenda impuesta de descubrir el agua tibia y sentirse confortable después de descubrirla. Y si fuera o fuese posible, hasta de recibir premios, a veces cuantiosos o a veces menos cuantiosos y mas prestigiosos, pero siempre útiles para lavar la cara de un sistema perverso y cruel, brutal, que no basta denunciar porque esa denuncia –tan moderada– es un modo de lavarse las manos y de seguir premiando lo evidente.

Y se sacia esa especie de enfermedad largamente inducida de participar en la pelea, pero ¿en que pelea? ¿Qué participación? Y para qué?

No sabíamos acaso que la corrupción es inherente a este sistema, quien más, quien menos, saca un poco de tajada y todos callamos como idiotas.

Los griegos definieron hace mucho tiempo el sentido del idiota, la idoteia, la incapacidad moral de diferenciar el bien del mal, y sobre todo la pérdida del sentido social de lo que se llama bien público. Bien de lo publico. Lo social.

Digamos, compromiso consciente con mi semejante. O conciencia de clase.

Y un idiota moral es capaz de justificar la shoah, la destrucción de Yugoeslavia, de Irak, de Libia, de Palestina, la existencia de un centro de torturas como Guantánamo, la guerra en cualquier parte y por el mismo motivo, porque el idiota moral ha perdido la perspectiva histórica y humana y el idiota moral está amparado por una institucionalidad idiota, esa que privilegia los privilegios de clase a la existencia misma de la especie.

El idiota moral solo recala en su necesidad inmediata, aún a sabiendas de que esa necesidad esta absolutamente amenazada, si bien le parece una cueva segura. Más segura al menos que pensar en alguna posibilidad de cambio. El idiota no conserva lo mejor, sólo se conserva a si mismo en el margen de la historia. Porque podría conservar lo mejor de la modernidad si no fuera un idiota, es decir un ser alienado. Un ser incapaz de pensarse y actuar como ser social.

El idiota se dedica a seguir con verdadera irritación todos los intríngulis de los políticos, sus habituales mentiras, sus casos de corrupción probadas, el cinismo, e incluso observa con cierta envidia sus banquetes y declaraciones cuando ganan elecciones locales o nacionales: el idiota moral se siente representado por los pequeños avances que como migajas los poderosos le tiran al suelo, son palomas oscuras, necesitan que les den las migas del festín porque no son capaces de imaginar un mundo sin migas caídas de la mesa del crimen.

Y el idiota –idioteia según los griegos– confía en que nada cambie en contra de si mismo, de tal manera que pueda conservar su pequeña dosis de podridas migajas.

El idiota moral, no es ni siquiera capaz de relacionar de qué manera le afectan los temas a los que llama políticos y que ha dejado en manos de eso que detesta y que llama políticos, de los cuales va a reírse, con los que va a enojarse, va a poder cuestionar en la barra de un bar, pero jamás va a dotarse de una respuesta capaz de proponer algo de verdad contra esos políticos que en el fondo cree que lo representan y en los cuales ha delegado no solo su aburrimiento sino también su falta de voluntad.

El idiota, la idioteia griega es eso: falta de sentido social, inmoralidad (siempre social) en el sentido más profundo de la palabra.

El idiota además los obedecerá, obedece a la «información» que recibe cada día, porque supone que eso es el ser social. Un obediente con miedo a imaginar otra posibilidad de vida.

Los militares genocidas se escudaron siempre en la «obediencia debida» , el idiota hace suya la «obediencia de por vida». Son equivalentes y casi consecuentes.

Unos a la derecha, otros más liberales, pero todos juntos revolcándose en la decisión de impedir cualquier transformación social porque eso sería dejar de ser un idiota moral. Es decir un posible fascista (un burgués asustado, como decía Brecht).

Unos, que declaran ser revolucionarios sin saber ni como ni para que quieren cambiar la sociedad, más allá de los discursos y las repetitivas denuncias de la atrocidades bien conocidas del capitalismo, quiero decir que no basta denunciar lo que sufrimos, sino que hay que dar una respuesta y una salida programática clara o callar, y los otros, que han decidido ser conservadores de la propiedad de los medios de producción, cueste lo que cueste, corrompa lo que se corrompa, sangre quien sangre. Y ya sabemos quien sangra siempre.

En este idiotismo se mueve hoy –o está paralizada– la sociedad occidental.

En la aceptación compulsiva del mal menor –el idiotismo– que se niega una y otra vez a pensarse a si misma.

Escribo esto en una noche en la que Occidente esta agrediendo ferozmente a Rusia y en la que ha empezado la invasión ucraniano-nazi al Donbass y en la que en las calles de España ni lo saben, ni les importa, a pesar de que las bases americanas de la muerte están aquí a pocos kilómetros, y en la que ni siquiera resulta posible nombrar al comunismo sin que la idioteia se enerve.

Y por eso, glosando a Paul Eluard,

Comunismo: escribo tu nombre en las paredes de mi ciudad…!

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