Fuente: La Jornada Jorge Carrillo Olea 23.07.21
No preguntes por quién doblan, las campanas doblan por ti.
El texto de Donne es una alegoría sobre que el hombre forma parte inexorablemente de un ser colectivo constituido por todos los individuos. Así con la muerte de Jovenel Moïse, presidente de Haití, en parte hemos muerto todos. La sorpresa y lamentaciones planetarias lo acreditan.
Las agencias noticiosas hoy son abundantes en datos sobre el crimen. Esta nota intenta referirse a su efecto sobre el país de cada uno, el país universal en que desearíamos vivir. Ese país en el que doblan las campanas es Haití, pero simultáneamente tañen por ti y por mí.
Moïse no fue político ni presidente deslumbrante. Fue un empresario que evolucionó desde una oposición controversial. Su caracterización no es de mártir si no de lección: cuando se da un magnicidio, la víctima esencial a la larga es toda la humanidad.
Nada justifica que hubiera crímenes supuestamente virtuosos. Todo homicidio es abominable, aún los de tiranos, pero el de un gobernante lastima a su patria. Hay semejanzas entre magnicidios y suicidios políticos.
Pocos países pueden presumir de ilesos tras una muerte política. Habrá siempre sacudimientos y dolor, depresión colectiva, inseguridad persecuciones judiciales justas y no, y sólo eventualmente justicia y desagravio. México en 15 años, 1913-1928 sufrió tres magnicidios: Madero, Carranza y Obregón. Suicidios presidenciales equivalentes en efectos traumatizantes fueron los de Getulio Vargas (Brasil, 1954) y Salvador Allende (Chile, 1973). A ellos siguieron convulsiones políticas que sólo el tiempo y los pueblos en su sufrir pudieron decantar.
El asesinato de Madero llevó a una segunda revolución, el de Carranza abrió la puerta a Obregón y la muerte de éste, tras peligrosos tránsitos, con Calles condujo a la institucionalización política. Todos originaron conmociones nacionales, giros del destino y manchas en la historia. Así surge una patria ni soñada por Madero y sus espiritistas.
En una muerte magna todos somos víctimas, el hombre de hoy, el de mañana. Se descompone la armonía de la vida social, desaparece la conducción política, el régimen de derecho sufre, la economía se daña. La pérdida de optimismo, de juicio sereno es inevitable, impactante. Todo eso sucede hoy en Haití, por eso nos duele a todos.
El asesinato de Luis Donaldo Colosio, sin ser presidente sacudió al país, generó miedo social. Cundió la incredulidad a todo lo que debía ser confiable, surgieron leyendas. La reconciliación política de entonces hoy sigue siendo cuestionada. Produjo otro mal: nos recetó a Zedillo y con él a Fobaproa, la matanza de Acteal con la invención procesal de responsables a cargo de Jorge Madrazo su procurador. Así se dio paso a la dinastía panista de 12 años y a Peña Nieto.
El autor material nada aportó para ubicar las manos titiriteras, si las hubo. Los costos en el ánimo nacional fueron enormes, de los materiales no se hicieron cuentas. Fue necesario convertirlo en mártir.
El mundo tiene su capital anímico disminuido. Nos desconciertan enfermedades, naciones que se disocian, amenazas bélicas reiteradas, guerras viejas que se renuevan, pobreza, deterioro ambiental.
Todo ello abonaría a hacer compromisos con la tolerancia entre hombres y naciones, llamaría a la cohesión comunitaria. Rechazaría el egoísmo y la codicia. Como eso no suele suceder, la muerte de un hombre significado es un poco la muerte de nosotros, de nuestra esperanza de vivir en el mundo deseado. Esa es la lección de Haití.
Todo país demanda cultivar cualidades éticas que derivan de su historia lejana e inmediata, de su orgullo y prestigio. Estos valores muestran a la comunidad mundial el nivel cultural del país, su nivel moral y educativo que dan lugar a respeto y admiración de los estados del mundo.
La idea de orgullo nacional se inicia en los gobernantes, los que personifican a la nación, por ello su desaparición violenta lastima a la patria e inquieta al mundo. El prestigio nacional se deteriora. Internacionalmente se duda de la solvencia institucional. Decapitar un país resulta en cuestionar sus símbolos gloriosos, mancillar lo respetable. Es mutilar su esperanza.
Haití tiene sólo 11 millones de habitantes y un ingreso per cápita 10 veces menor al de los mexicanos. Es frágil y con una historia de dolor por su colonialismo francés de siglos, sus tiranos posteriores y el caos actual de oscuro pronóstico que ahondará las penas y durará mucho tiempo. Su drama de hoy lo postra. Por eso su drama actual disminuye a todos. No volvamos a preguntar ¿Por quién doblan las campanas?