Fuente: Iniciativa Debate/Pepito Grillo
No se trata ya de una cuestión de alarma innecesaria ni de criticar gratuitamente la gestión de nadie, porque no tiene que resultar nada fácil tomar ciertas decisiones. Pero hay incoherencias que empiezan a resultar escandalosas.
En cualquier caso partamos por poner la situación en contexto.
Por lo que sabemos hasta ahora según la información facilitada por profesionales e instituciones, el coronavirus Covid-19 tiene una mortalidad mínima del 1% (La OMS baraja porcentajes de entre el 3 y el 4%). Esto quiere decir que de cada cien personas contagiadas una fallecerá como consecuencia de ese contagio. Normalmente el fallecido será una persona mayor o inmunodeprimida, aunque ya se han dado muchos casos de personas que no cumplen con esta casuística.
Pero vamos a suponer que estos porcentajes están sobrestimados y que en realidad este coronavirus se mueve en las cifras de la gripe estacional. ¿Tendría sentido tomar medidas excepcionales para algo así?
Pues sí, y vamos a ver el porqué.
El problema es que si no se hacen las cosas bien, podemos colapsar el sistema sanitario, y no solo eso.
La cancelación de eventos para evitar aglomeraciones tiene sentido no tanto para evitar un porcentaje de contagio que según todas las fuentes científicas va a ser incontrolable, sino para intentar controlar el ritmo de ese contagio con tal de hacerlo asumible por la infraestructura sanitaria nacional. Y es que por si fuera poco problema el superar el nivel de recursos hospitalarios (tanto de camas –3 por cada 1000 habitantes– como a nivel de suministros farmacéuticos), también nos podríamos quedar sin suficiente personal sanitario en activo. Y es que al contrario de lo que ocurre con la gripe común, que es ya una vieja conocida, y por tanto las plantillas de hospitales y ambulatorios está inmunizada no solo por las vacunas sino (más allá de mutaciones mayores) también precisamente por lo ‘familiar’ del virus, frente al Covid-19 no existe ninguna inmunidad, y por eso el personal sanitario es el que se está contagiando en mayor medida.
Así, el objetivo de ralentizar el contagio tiene mucho sentido por más que sea una política incómoda a nivel social o porque afecte temporalmente a la economía local o global. Lo que no tendría ningún sentido es poner los intereses económicos por delante de la vida convirtiendo el asunto en una simple estadística que balancear.
Por otra parte, conjeturas al margen, alguien nos va a tener que explicar qué sentido tiene, por ejemplo, obligar a jugar a puerta cerrada un partido de baloncesto del Pamesa Valencia al que (y que me disculpen los aficionados) no iba a ir demasiada gente (y la gente que fuera no iba a tener la necesidad de apiñarse) y ese mismo día y subsiguientes, permitir esta imagen:
Parece una broma. Pero no lo es. Lo que en cualquier caso no es, es serio.
Gobernar –especialmente en países como este en los que parece un sacrilegio consultar a la población– es tomar decisiones, aunque a veces no gusten a una parte de la sociedad. Y en este caso las decisiones, por una buena o mala gestión, pueden llegar a afectar al número de víctimas mortales, y eso, aunque después se olvide o ni siquiera se valore, no es ni por asomo una cuestión menor.