En fuera de juego

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Hay mundos que difícilmente pueden volver de manera natural a no ser que se produzcan fenómenos de regresión, involuciones que nos vuelvan a situar en la línea de salida. En ocasiones tendemos a idealizar momentos complicados de nuestra vida asociados a una época, limando las aristas, olvidándolas o extrayendo aprendizajes singulares. Algunas personas son capaces de recordar el tortazo que les dieron sus padres como un punto de inflexión que permitió que se enderezaran, que no se torcieran, que no fueran por el mal camino. Si no hubiera sido por ese tortazo… O las discusiones elevadas de tono, intimidatorias y agresivas entre sus padres como normales en las relaciones de pareja. Si mencionas que, probablemente, lo que sucedía entre sus padres se enmarcaba dentro de una situación de violencia de genero, te miraran sorprendidas. Que los tortazos tenían sentido en contextos coercitivos y tolerantes con el maltrato infantil, lo negarían. Recordarían, como una anécdota divertida, que el abuelo mandaba callar a la abuela porque esta no sabía lo que decía. Eran otros tiempos pero las cosas estaban más claras. Cada persona sabía el lugar que ocupaba en la realidad y las consecuencias de salirse del rol asignado. Esto creaba una sensación de seguridad y de orden.

A principio de los años ochenta del siglo pasado, cuando iba de vacaciones a casa de unos familiares, escuchaba como el vecino pegaba a su mujer. Oía sus gritos y el sonido de la carne al ser golpeada. Esta violencia era conocida por todo el vecindario pero nadie llamaba a la policía. Se enmarcaba dentro de la intimidad de la pareja y hacer algo implicaba entrometerse donde a uno no le llamaban. Algunas vecinas hablaban con la mujer golpeada, en ocasiones lanzando mensajes de sumisión que redujeran las posibilidades de ser agredida. Algunos vecinos podían hablar con el hombre pero no lo hacían. Se entendía que esto se podía dar en la pareja. No estaba bien pero a veces podía ocurrir. No se veía bien pero se entendía. Estaba naturalizado. La mujer ocupaba una posición jerárquica claramente inferior al hombre y cualquier amenaza a esta disposición debía atajarse de forma contundente. El hombre lo que hacía era poner en su sitio a su mujer. Esta concepción de las relaciones entre los hombres y mujeres atravesaba la sociedad de arriba a abajo y de izquierda a derecha y formaba parte de una enseñanza que no era necesario aprender en la escuela. Era parte del ambiente, lo respirabas.

Las personas con roles de autoridad, como el padre o el profesor, tenían presunción de veracidad aunque sus acciones pudieran considerarse como maltrantes. Podían hacer y decir lo que quisieran. La culpa recaería en los que ocupaban posiciones jerárquicas inferiores. En la escuela se podía ver, con naturalidad, dar capones en la cabeza a los niños y niñas, golpearlos con una regla, lanzarles objetos como borradores, mofas, vejaciones, humillaciones y, posteriormente, en las tutorías la carga de la responsabilidad recaía en los propios niños y niñas agredidas, que eran castigados por sus padres una vez conocían la versión de la autoridad educativa. Evidentemente no todos los profesores lo hacían. Se podría decir que una gran parte no lo hacía pero la mayoría lo toleraba. Formaba parte también del ambiente. La libertad de acción era tolerada y, como mucho, se podía pedir moderación en los golpes. Al fin y al cabo los golpes eran un recurso educativo utilizado también en casa y servían para corregir y reformar a los díscolos y a los que se atrevían a desobedecer o cuestionar el estado de las cosas. La carga de la culpa, al igual que en el caso de las mujeres maltratadas, recaía en los que sufrían maltrato. Los mensajes que recibían también eran de sumisión. Obedece. Haz lo que te digan. No rechistes.

Una época en la que apenas había inmigración y el racismo se centraba en el pueblo gitano, al que se consideraba retrasado, delincuente y vago. Se veían pocas personas racializadas y las que había atraían más la curiosidad que el rechazo. Aún no se concebían como una amenaza. Mientras, las personas gitanas compartían los mismos estereotipos y prejuicios que las negras de los Estados Unidos. Eran las negras de España. Lo diferente, lo salvaje, lo temido. Las homosexuales, a su vez, eran raras y enfermas. Personas que debían esconderse, fingir, dudar de su salud mental, ser quienes eran en las sombras. El machismo, la homofobia y el racismo estaban naturalizados. Era el ambiente en el que se crecía en los años setenta y ochenta. El feminismo y el activismo social antirracista y homosexual permitió, en las décadas posteriores, que las nuevas generaciones crecieran en un país en el que ese ambiente se ha ido reduciendo, reconociéndose los derechos de las personas que en su día fueron perseguidas y maltratadas. Esto a su vez vino acompañado de una perdida de privilegios por parte de aquella parte de la sociedad, [masculina, blanca y heterosexual] que tenía el poder de discriminar, maltratar y dominar a aquellos considerados raros, peligrosos o inferiores. Pero sobre todo les confundió. No solo perdieron una posición social privilegiada sino que les cambiaron las reglas y el tablero de juego. De repente se encontraron fuera de juego.

El rearme reaccionario no solo de la extrema derecha sino de los sectores más conservadores de la sociedad española, tanto en la derecha como en la izquierda política, es una reacción desesperada frente a una sociedad multicultural, más feminista y menos intolerante. Aunque todavía queda mucho por conseguir, la sociedad de la década del veinte del siglo 21 es social y radicalmente diferente a la de la década de los ochenta del siglo 20. El movimiento nostálgico de recuperación del orden antiguo y de los privilegios masculinos, blancos y heterosexuales está condenado al fracaso. La dirección está tomada. Este hecho se relaciona directamente con la agresividad de los conservadores. Su agresividad está relacionada con que ya no saben dónde están. Este nuevo mundo les parece extraño y anómalo, no porque lo sea sino porque se ha dado la vuelta a su rancia visión de cómo deben ser las relaciones entre las personas. Se sienten perdidos entre personas diferentes, confundidos ante las nuevas identidades y asustados ante la igualdad. Su desesperación corre en paralelo a la realidad de las sociedades multiculturales y más igualitarias. Revertir esta realidad solo se puede dar en contextos de agresiones, imposiciones y represión al estilo de los talibanes afganos. Es decir, hacer real una distopía, forzar voluntades y quebrar la esencia de una sociedad más libre y abierta. Solo les quedaría enjaularnos. Fuera de esta posibilidad, no hay nada que detenga seguir construyendo relaciones basadas en la igualdad y el respeto. Ni leyes ni partidos extremistas. Están en fuera de juego.

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